Capítulo 3
—¿HE dicho algo malo, señor? —dijo la voz de la muchacha rompiendo los pensamientos de Quinto.
—No —respondió él, serenándose—. Es sólo porque he venido de Roma para encontrar al hombre que has nombrado.
—¿Entonces, no sabes…? —dijo Verónica al parecer asombrada.
—¿Saber, qué?
—Hace dos años… por la Pascua, Poncio Pilatos lo condenó a muerte a requerimiento del sumo sacerdote Caifás y sus secuaces. Los soldados romanos lo crucificaron.
Era una noticia impresionante, desde luego, y sin embargo creíble. Los informes que Tiberio había recibido referentes a las milagrosas facultades de curación poseídas, al parecer, por un hombre llamado Jesús de Nazaret habían llegado sólo de oídas. Y considerando la distancia de Palestina a Roma, dos años no era un tiempo excesivamente largo para que la noticia de su muerte hubiese podido propagarse.
Sin embargo, pensar que todo aquel viaje resultaba inútil desconcertó a Quinto.
—Si Jesús fue crucificado… ¿cómo pudo curarte? —preguntó.
—Por el velo en que quedó impresa su faz.
—Guarda tus historias para los crédulos, muchacha —dijo secamente Quinto dirigiéndose hacia su mula.
—¡Espera! —dijo ella—. Aquí tienes la prueba. —De los pliegues de su túnica sacó una cajita, como las que las mujeres suelen usar para guardar joyas. Estaba hecha de una madera rara, sándalo le pareció, y tenía un cierre de oro finamente trabajado—. Tú mismo puedes verlo —dijo tendiéndosela.
—¿Qué es?
—El velo. El velo que me curó.
—¿Qué poder curativo puede tener un velo? —preguntó Quinto, pero con menos dureza que antes.
—El poder que Jesús le dio.
Abrió delicadamente la cajita y sacó un trozo de tela. Era de aquella tenue lana tejida, principalmente, en la ciudad de Biblos, en la costa del Gran Mar, entre Tiro y Antioquía, a algunas leguas al norte de Jopa. Suave, lustroso, tenue, casi transparente, el tejido era muy apreciado por todas las mujeres del país para elaborar sus mantos.
Cuando Verónica le tendió la tela, Quinto la cogió y la expuso a la luz. Con gran sorpresa vio que estaba moteada de pequeñas manchas parduscas.
—No veo más que una tela manchada.
—Mira atentamente la forma de las manchas —insistió ella.
Cuando la examinó atentamente, las manchas adquirieron una forma, pero no estaba seguro de si era real o, tan sólo, una fantasía de su imaginación. Las facciones de un hombre, vagamente impresas por las manchas pardas, aparecieron sobre el blanco de la tela.
—¿Lo ves? —preguntó Verónica con calor.
—Es sólo la huella del rostro de un hombre —dijo él devolviéndosela.
Los ojos de la muchacha relucían mientras doblaba la tela y volvía a guardarla en la cajita.
—Es el rostro de Jesús impreso en la tela por el sudor y el polvo mientras lo llevaban a la cruz.
—¿Y te curó? —preguntó él incrédulo.
—Quedé curada desde el momento en que tomé el velo de sus manos. Muchos más se han curado con él desde entonces.
La lógica decía que aquello no era más que un cuento de hadas. Y, sin embargo, su deber era no despreciar nada que pudiese curar al moribundo emperador.
—¿Quieres contarme lo ocurrido, Verónica? —le pidió—. ¿Y concederme tu perdón por haber perdido la calma?
—Sí —dijo la muchacha—. Siéntate aquí a la sombra, a mi lado, y sírvete un vaso de agua de la jarra si tienes todavía sed.
Quinto se sentó en el suelo, al lado de la muchacha, con la espalda apoyada en el gran árbol. En el patio de los alfareros empezaba ya a oscurecer y el aire refrescaba con la proximidad de la noche. Era un lugar curiosamente tranquilo, a pesar del constante zumbido de las ruedas de los alfareros y las bocanadas de calor que llegaban a él cada vez que el muchacho abría la compuerta para alimentar el horno.
—Antes de curarme —empezó la muchacha—, algunas veces yacía en casa semanas enteras presa de la fiebre, sin casi saber dónde estaba ni qué ocurría. El dolor era como si me clavasen puntas de acero en la pierna, debajo de la rodilla, mientras el hueso se iba soltando. Después, durante algún tiempo, cuando el hueso había salido, no tenía dolor ni fiebre y podía sentarme aquí, a la sombra de este árbol, pintando las jarras que vendemos principalmente a la gente que viene los días de fiesta. Mi padre consultó a muchos médicos, pero ninguno consiguió mejorarme, ni siquiera José de Galilea.
—¿Es este José un médico famoso?
—Estudió en Alejandría —asintió la muchacha— y aprendió las medicinas y los tratamientos usados por los griegos, antes de llegar a ser el medicum viscerus del templo.
—También yo estudié en Alejandría —dijo Quinto—. Y en Cnido y en Pérgamo.
—Entonces debes de ser famoso también.
Quinto movió lentamente la cabeza.
—Para ser conocido, un médico tiene que trabajar en las ciudades, tratando a los ricos y a los que ocupan altos cargos. Yo cuido las heridas de los soldados en las batallas y a los atacados por las enfermedades en el campo.
—Cuando José de Galilea no pudo curarme abandoné toda esperanza —prosiguió Verónica—. Incluso cuando Jesús de Nazaret vino a Jerusalén y dijeron que podía resucitar a los muertos, me abstuve de acudir a él.
—¿Por qué?
—Había concebido esperanzas en muchas ocasiones, y la mayor parte de los beneficios que la alfarería nos proporcionaba se habían ido pagando a los médicos que fracasaban conmigo. No me atrevía a esperar que el curandero galileo pudiese sanarme y no quería sufrir un nuevo desengaño.
—Es comprensible.
—Durante la semana que Jesús estuvo en Jerusalén, hubo una gran excitación. Los sacerdotes y los fariseos buscaban la manera de perderlo, porque predicaba que estaban corrompidos y no ponían ya sus vidas al servicio del Altísimo. Planearon acusarlo de blasfemo, pero tenían miedo de prenderlo, debido a la muchedumbre que lo seguía. Entonces vino la noche anterior a la Pascua judía; se celebra en esta época en conmemoración de los tiempos en que nuestro Dios pasó sobre los hijos de Israel, respondiendo a las plegarias de Moisés, y mató a todos los primogénitos de las casas de Egipto, como signo de que el faraón nos dejaría marchar. Aquella noche, uno de los discípulos mismos de Jesús, uno llamado Judas, dijo a los guardias del templo que el Maestro había ido a orar al huerto llamado de Getsemaní, en el Monte de los Olivos. Los soldados lo prendieron allí y fue llevado ante el Sanedrín.
Quinto frunció él ceño.
—Jamás he oído hablar de un tribunal romano con ese nombre.
—El Sanedrín es el tribunal supremo de Israel —le explicó Verónica—. Aquella noche sólo había algunos miembros presentes; los que se encontraban allí, juzgaron rápidamente a Jesús culpable de blasfemia, porque dijo que podría destruir el templo si quisiera. Lo mandaron a Poncio Pilatos, pero, al principio, el procurador no le encontró ninguna culpa. Entonces los acólitos del sumo sacerdote Caifás levantaron a la muchedumbre para que pidiese que Jesús fuese crucificado y Pilatos lo condenó a muerte.
—No me parece legal.
—Ha habido muchas disensiones sobre este punto. Los romanos pretendían que se había dado a sí mismo el nombre de rey de los judíos, de manera que no tenían elección. Pero Poncio Pilatos lo consideró un hombre justo y se lavó las manos delante de la muchedumbre para demostrar que no tenía nada que ver con su condena.
—Y, no obstante, ¿Pilatos ordenó que fuese crucificado?
—Sí. Mi hermano Jonatán me montó en la mula que usa para traer la arcilla de las jarras, pero la muchedumbre era tan espesa que no pudimos llegar hasta la colina donde iba a ser crucificado.
—¿Entonces no viste en realidad a Jesús Nazareno en persona?
—Lo vi —dijo ella, con un brillo en los ojos—. Pasó por delante de nosotros, llevando la cruz a la colina en la que había de ser crucificado. Bajo el peso de su carga cayó al suelo delante de mí. Entonces le cambiaron la cruz de hombro y, cuando Jesús se levantó, me quité el velo de la cabeza y se lo tendí para que se secase el sudor y la suciedad. Apretó su rostro contra él, dejando impresa la efigie que has visto antes de devolvérmelo. Cuando cogí el velo de sus manos, estaba curada.
—¿Tan súbitamente?
—Sí. Me encontré sin darme cuenta de pie, pese a que hacía muchos años que no podía sostenerme. Y eché a andar, anduve llevando la tela, incluso durante la tormenta.
—No me has hablado de ninguna tormenta.
—Estalló después de que hubiesen clavado a Jesús en la cruz, como si hasta los elementos estuviesen enfurecidos por la manera en que había sido tratado. Yo estaba aterrada y corrí por las calles hasta que llegué a casa.
—¿Y has estado bien desde entonces?
—No he tenido el menor dolor hasta hoy.
Era una extraña historia, pero por la forma en que la relató, resultaba convincente. Quinto no dudó tampoco de que, para ella por lo menos, todo había ocurrido tal y como lo había narrado.
—Gracias por tu relato, Verónica —le dijo.
—¿No crees en él?
—Veo que estás bien…
—¿Pero no crees que la fuerza sobrenatural de Jesús me curó?
—Soy médico —dijo él suavemente—. Preparo medicinas que algunas veces curan a los enfermos, aunque no con tanta frecuencia como yo quisiera. Compongo los huesos rotos y generalmente se curan. Cuido heridos y, si no hay infección, generalmente sanan también. Pero considero difícil creer que el mero contacto con un trozo de tela manchada de polvo y sudor pueda curar una enfermedad cuando los esfuerzos de los hombres de ciencia han fracasado.
Verónica asintió lentamente.
—Comprendo que sea difícil para ti entenderlo, si no has conocido a Jesús.
—Lo que me has contado da por terminada mi misión en Jerusalén —dijo Quinto levantándose—. Regresaré a Jopa mañana.
Los ojos de Verónica se abrieron.
—Pero sólo te he dicho cómo murió Jesús y cómo fui curada…
—He venido aquí en busca de Jesús de Nazaret —explicó Quinto—, con instrucciones de llevármelo a Roma… para curar al emperador Tiberio. Pero, puesto que ha muerto…
—Jesús no está muerto! —gritó la muchacha—. ¡Se levantó de su tumba tres días después de haber sido crucificado!