Capítulo 8

UN grupo de hombres iba acercándose a la terraza inferior del templo. La mayoría eran sacerdotes, a juzgar por sus blancas vestiduras, pero el hombre que iba en medio de ellos se destacaba por su alta estatura y una presencia que tenía algo de magnífico y de malvado al mismo tiempo.

Era alto, pasaba de una cabeza a todos los que lo rodeaban. Su piel era oscura incluso para un samaritano y sus dientes blancos relucían sonriendo a la gente que se aglomeraba alrededor de sus guardias de Corps, tratando de tocarlo. Tenía los ojos muy hundidos y unas facciones duras, con una nariz prominente y la barbilla en punta.

Simón el Mago hubiera sobresalido en una reunión de cualquier manera que fuese vestido, pero su indumentaria estaba también calculada para llamar la atención. Su larga túnica de un blanco inmaculado estaba ricamente bordada con adornos de oro con signos cabalísticos que Quinto recordaba haber visto en las ropas de los magos de las tierras del Lejano Oriente. Llevaba la cabeza envuelta en un turbante a la manera india y en el centro, sobre su autoritaria nariz aguileña, una sola piedra rutilante, grande como un huevo de paloma y roja como la misma sangre.

—Comprendo que un hombre así impresione al vulgo —confesó Quinto—, pero incluso su atavío delata en él al charlatán.

—Para ti, sí —asintió Felipe—. Pero la mayoría de los que están hoy aquí son gente vulgar, sin tu inteligencia ni tu conocimiento del mundo. Para ellos tanta magnificencia se adapta perfectamente a su concepto del Esperado.

Simón el Mago y su grupo iban siendo acompañados al recinto limitado por las cuerdas por un sacerdote. Una vez dentro, siguieron avanzando subiendo las escaleras hasta que estuvieron mucho más elevados que la muchedumbre que llenaba el lugar. Desde su dominante elevación podía ser visto y oído fácilmente. Al verlo aparecer resonó un rugido de aprobación.

El mago era un comediante consumado, pensó Quinto. No habló enseguida, sino que dejó que la oleada de murmullos llenase el valle con sus ecos antes de levantar la mano reclamando silencio. Mientras esperaba a que se apagase el murmullo, dos de los hombres de blancas túnicas que lo acompañaban trajeron una mesita y la pusieron en la debida posición delante de él. Sobre ella colocaron dos pequeñas botellas de cristal oscuro y un solo vaso. Una de las botellas estaba vacía, la otra parecía contener agua clara.

—¡Creyentes en el verdadero Dios! —resonó la voz de Simón por encima de la muchedumbre, extendiéndose hacia el valle por las vertientes. Hablaba en dialecto samaritano, pero Felipe se lo traducía a Quinto—. Hoy nos hallamos aquí reunidos, donde nuestro padre Abraham hubiera sacrificado a su único y amado hijo para demostrar su eterna obediencia a la voz del Altísimo.

Un rugido de aprobación recorrió la asamblea y Simón esperó a que se apagase antes de continuar.

—La misma voz llegó hasta mí no hace mucho tiempo y me habló, diciendo: «Yo soy el Señor, Simón, es tiempo ya de que me escuches sólo a mí. Ve ahora y dile al pueblo de Samaria y de todo el mundo que te he dado poder sobre todos los hombres y sobre todos los sacerdotes y levitas, incluso el poder de resucitar a los muertos».

De nuevo un rugido tempestuoso sacudió la montaña. El hombre era algo más que un simple granuja agitador arengando a la multitud. Quinto se daba cuenta ahora. Era algo más peligroso, un hábil orador, capaz de despertar las emociones de un pueblo y hacerlo vibrar como un músico hace vibrar las cuerdas de una lira.

—No solamente el Altísimo me habló y me dio poder sobre la muerte —prosiguió Simón cuando el rugido de la muchedumbre se hubo desvanecido—, sino que me enseñó el lugar donde están ocultos los sagrados vasos de Moisés, traídos y ocultados aquí por nuestro jefe Josué cuando guió a nuestro pueblo a través del Jordán contra Jericó y tomó esta tierra de Canaán para hacer de ella nuestro hogar. En este mismo día los mostraré y los pondré al cuidado de los sacerdotes como prueba de que éste es realmente el verdadero templo del Altísimo Dios y no una construcción levantada por un lacayo romano sobre una colina en el país de los jebusitas.

Esta referencia a Herodes el Grande, que había sido tan romano como judío —y el hecho de que el mismo Jerusalén no estaba edificado ni en el reino meridional de Judá ni en el norte de Israel, sino sobre una ciudad jebusita entre los dos— no cayó en oídos sordos. El rugido de la muchedumbre fue como una ola gigantesca que se extendió por las montañas, los senderos y las terrazas, donde el gentío estaba acumulado a miles formando una sólida masa. Resonó contra los muros de piedra del templo y sus ecos se extendieron por el valle del monte Ebal por el norte.

Quinto miró hacia la muchedumbre desde el segundo escalón de la terraza del templo a la que Felipe y él habían sido empujados por la gran muchedumbre. Un mar de rostros excitados los rodeaba, excepto por el lado donde se alzaba el templo, miles de ojos brillaban ya con el fuego del fanatismo. Allí podía haber disturbios, pensaba, graves disturbios, si a Simón se le ocurría declararse jefe de lo que podía ser una guerra santa. Y una tal guerra, la cosa era obvia, sólo podía ir dirigida contra los judíos de Judea, cuya frontera estaba a una corta distancia hacia el sur, o contra la autoridad romana. En el fondo, esto era una sola y misma cosa, porque Judea estaba gobernada directamente por Roma, por el procurador Poncio Pilatos como agente del legado de Siria, Vitelio.

—Pronto os traeré los sagrados vasos de su lugar oculto —continuó Simón—. Pero primero tengo que probaros que soy el Esperado que os llevará al lugar que merecéis en el mundo.

Con un gesto rápido cogió una de las botellas de la mesita que tenía delante y mostró que estaba vacía volviéndola boca abajo como prueba final. Después levantó la otra botella medio llena y la levantó agitando el claro líquido y dejando que el sol se reflejase en ella.

—Aquí tengo agua recogida de una fuente al pie de las montañas —proclamó—. Por los poderes que me han sido conferidos por el Altísimo, la convertiré en vino—. Con un movimiento rápido vertió parte del contenido de la botella llena en la vacía. Y en el momento en que el líquido tocaba el interior de la botella se convertía en un líquido rojo de color de vino.

En medio de la tempestad de aplausos que resonó por las cumbres de las colinas, Simón vertió una parte del líquido en el vaso y lo bebió con visible deleite.

—Ya ves lo inteligente que es —le dijo Felipe a Quinto—. Observándolo, incluso a mí me cuesta no creer que ha convertido el agua en vino.

—Esto es un viejo truco de magia —le aseguró Quinto—. Lo he visto hacer por lo menos una docena de veces.

—Esta vez lo hace con un propósito deliberado —respondió Felipe—. Uno de los primeros milagros realizados por Jesús fue convertir el agua en vino, durante las bodas de Caná, en Galilea.

Simón el Mago se entregaba ahora a algunos vulgares experimentos de magia, haciendo aparecer y desaparecer objetos con lo que a los más crédulos debió de parecerles una asombrosa rapidez. Cuando la muchedumbre empezó a mostrarse un poco más reacia ante aquellos hechos más comunes de prestidigitación hizo dramáticamente una pausa y gritó:

—¡Espíritu del Altísimo, ven a nosotros, te lo ruego, para probarnos tu presencia aquí!

Un silencio de expectación se produjo entre la muchedumbre. En medio de él, en la mano del mago, apareció súbitamente una paloma blanca que remontó el vuelo hasta la piedra más alta del templo, donde se posó.

Con este dramático gesto Simón conquistó nuevamente la atención del pueblo; no se arriesgó a perderla nuevamente. Mientras la paloma estaba todavía sobre el techo del templo, una pequeña comitiva funeraria fue abriéndose paso por entre la multitud hacia las escaleras del templo. Primero venían las plañideras, vestidas de negro, sollozando y azotándose con ramas verdes de arrayán recién cortadas. Detrás de ellas el cuerpo del difunto era llevado en un ataúd abierto. Era el de un muchacho que parecía observar la inmovilidad de la muerte, colocado sobre una plataforma llevada a hombros por cuatro hombres fuertes. Detrás del ataúd venía la familia: el padre, la madre y la esposa llevando un niño en sus brazos. Los llantos y los gritos de los que llevaban el ataúd para que les dejasen paso causaban una considerable algarabía. Quinto se dio cuenta de que todas las miradas estaban fijas en la comitiva, tal como Simón había esperado.

La multitud se abrió para dejar paso al fúnebre cortejo y los dos sacerdotes de blancas vestiduras que habían hecho entrar a Simón en el recinto acordonado de las escaleras del templo, quitaron rápidamente las cuerdas. Los hombres que llevaban el ataúd lo depositaron sobre las escaleras, casi a los pies de Quinto, sobre el tercer peldaño empezando por el final. Quinto aprovechó la confusión para examinar el cuerpo tan atentamente como pudo desde aquella distancia, pero no vio el menor indicio de que el joven viviese. Su rostro tenía una palidez de mármol, los ojos estaban cerrados, y Quinto no pudo descubrir el menor síntoma de respiración.

No se dio cuenta de que Simón se había fijado en su estudio del cuerpo hasta que la voz del mago dijo:

—Pareces muy curioso, amigo mío. ¿Puedo preguntarte por qué?

Quinto lo miró fijamente.

—Soy médico. Como es natural, quiero cerciorarme de que este hombre está muerto o bien en alguna especie de trance.

—¿Médico? —preguntó Simón con un brillo de mofa en los ojos—. ¿De Jerusalén?

—De Roma —respondió Quinto. Y con un cierto orgullo añadió—: Soy el médico imperial del emperador Tiberio.

Vio un súbito resplandor en los ojos de Simón, un resplandor de interés y de algo más, quizá de cálculo.

—¿Qué puede traer al médico del emperador a Samaría?

—He venido en busca de un sanador llamado Jesús de Nazaret.

—Pero lo has encontrado crucificado.

—Y levantado de la tumba, me aseguran.

La actitud de Simón cambió rápidamente. Una verdadera cólera aparecía ahora en su rostro y en su voz cuando dijo:

—Es una mentira propalada por sus seguidores. Sobornaron a los guardias y robaron el cuerpo.

—No voy a discutir eso contigo —dijo Quinto encogiéndose de hombros—, como no discutiré si este hombre está muerto o en un trance como los que los médicos egipcios saben producir para despertar en el momento oportuno por un truco de magia.

Quinto estuvo seguro de que en los ojos de Simón apareció un destello de temor, pero duró sólo un instante. Entonces el mago sonrió y dijo con gran cortesía:

—Examina el cuerpo, médico, y dime si queda en él el menor aliento de vida.

Quinto hubiera preferido no verse mezclado en el asunto, porque reconocía que Simón había aprovechado hábilmente la oportunidad para impresionar a la muchedumbre. Pero le era imposible rehusar la invitación, y avanzando un poco se arrodilló al lado del cuerpo. Su reconocimiento fue rápido pero completo. Sólo un espejo hubiera podido revelarle si quedaba todavía un resto de aliento en el cuerpo, pero Quinto no lo tenía en aquel momento. En todos los demás aspectos, salvo el hecho de que la piel estaba todavía ligeramente tibia, el cuerpo confirmaba que estaba muerto.

—¿Cuál es tu decisión? —preguntó Simón.

—La piel está caliente.

—¿No lo estaría todavía si acabase de morir?

—Sí.

Simón se volvió hacia la mujer que al parecer era la esposa del difunto.

—¿Cuánto hace que ha muerto?

Quinto vio a la muchacha lanzar un suspiro y mirar a su marido y después a Simón, como pidiéndoles instrucciones.

—Hace apenas dos horas —dijo llenándosele los ojos de lágrimas—. ¡Tú lo salvarás, oh, Esperado! ¡Dime que lo harás!

—No puedo salvar a tu marido —dijo beatíficamente Simón—. Pero el poder que me ha sido dado por el Altísimo le insuflará el aliento de vida, si tal es la voluntad de Dios. —Se volvió hacia Quinto—. ¿Lo declaras muerto, médico?

—No encuentro en él más signo de vida que el calor de su piel —reconoció Quinto con reluctancia.

—Un noble y eminente médico de Roma ha certificado que este hombre que tenéis delante está muerto —aseguró con voz firme Simón a la muchedumbre—. Ahora voy a tratar de determinar si el Altísimo quiere que sea resucitado. —Arrodillándose, puso su boca sobre la boca del supuesto difunto y sopló en ella, cerrando al mismo tiempo las aletas de la nariz entre índice y pulgar.

Quinto vio el pecho de la víctima elevarse y volver a bajar varias veces mientras el aire penetraba en sus pulmones, pero esto en sí podía indicar o que el hombre no estaba realmente muerto, o que llevaba muerto muy poco tiempo, por lo que la rigidez cadavérica no se habría apoderado todavía del cuerpo.

Simón se levantó y pasó varias veces sus manos sobre el supuesto cadáver.

—Justo de Sychar! —entonó—. ¡Levántate y anda!

Pese a que estaba completamente convencido de que todo aquello era una farsa tramada por un hábil mago, Quinto no pudo refrenar una sensación de temor, casi de miedo, cuando el hombre llamado Justo empezó a volver a la vida delante de sus ojos. Primero el color volvió a sus mejillas, mejillas que pocos segundos antes habían tenido la palidez del mármol. Después sus párpados se agitaron y se abrieron. En aquel instante su mujer lanzó un agudo grito y se arrojó sobre él sollozando. Si era una ceremonia ensayada, convino Quinto, era tremendamente impresionante.

Simón se inclinó y tomó ajusto de la mano.

—¡Levántate, Justo de Sychar! —dijo—. El poder del Altísimo manifestado a través de mí, te ha dado de nuevo la vida. ¡Levántate ahora del ataúd de la muerte y anda!

Como si se despertase de un profundo sueño, el hombre que pocos instantes antes parecía muerto se levantó lentamente, y poniéndose en pie miró a la muchedumbre. Hubo un instante de pavoroso silencio, después, como si fuese concertado, un profundo suspiro brotó de la multitud.

—¡Examínalo bien, oh, médico! —exclamó Simón entusiasmado, con su voz potente y sonora—. Examínalo y dinos si vive nuevamente.

—Vive —dijo Quinto—, cualquiera puede verlo.

—El Altísimo se ha dignado darte de nuevo el aliento de la vida a través de mí, Justo de Sychar —dijo Simón—. Ahora ve y atestigua lo que ha sido hecho.

Súbitamente, brotó una voz de la muchedumbre:

—¡El Cristo de Dios! ¡Simón es el Cristo de Dios!

Y como si fuese la señal que habían estado esperando, miles de voces se unieron al unísono al grito. El clamor se extendió por las cimas de las montañas y, pasando de una a otra, se vertió por las laderas como una corriente de agua desbordada de un embalse. Los de abajo se unieron al grito, haciéndolo circular de terraza en terraza y de camino en camino, hasta que todas las vertientes de las montañas repitieron el eco de los vítores de los samaritanos.

Simón avanzó algunos pasos hasta el borde de la terraza del templo. Allí se detuvo, con los brazos en alto, recibiendo las aclamaciones del pueblo que lo había proclamado como el Esperado, el Mesías en quien confiaban para liberarlos, tanto de la opresión de Roma como del altivo desdén de los judíos de Jerusalén.

Quinto reconocía que aquellos instantes eran de grave peligro. Era el momento en que si el entusiasmo religioso se extendía por entre la vasta muchedumbre, podía convertirse en revuelta. A Simón el Mago le hubiera bastado dirigirles algunas palabras en este sentido. Quinto miraba a aquel hombre alto con los brazos levantados en el último escalón del templo. Finalmente, cuando el rugido de la muchedumbre empezó a disminuir, Simón tomó de nuevo la palabra.

—Dios se me ha revelado, mostrándome dónde están ocultos los vasos sagrados —dijo—. Voy a ir ahora a llevarlos al templo. Que todos permanezcan donde están hasta que yo regrese.

Se alejaba ya cuando un súbito grito subió del pueblo reunido en la parte baja de las montañas. Un grito de espanto, de dolor, de cólera, que pasó de voz en voz, creando el terror a su paso. Quinto no necesitó oír la traducción de Felipe ni ver su rostro descompuesto para comprender su significado.

—¡Los romanos atacan! —gritaban unas voces enloquecidas por el miedo—. ¡Están sembrando la muerte entre el pueblo!