Capítulo 5

A la moribunda luz de la pira funeraria, Quinto estaba sentado al lado del herido que ahora dormía apaciblemente. El instante de conocimiento durante el cual había dicho las palabras pronunciadas por Jesús en la cruz había sido breve. Antes de que Quinto pudiese hacerle otra pregunta había caído de nuevo en la inconsciencia. Quinto no tenía ya otra alternativa que esperar a que recobrase los sentidos y le dijese dónde había aprendido las palabras del sanador Galileo.

De que José o Verónica habían enseñado aquellas palabras de Jesús al britón herido, Quinto no tenía la menor duda. Toda la serie de acontecimientos ocurridos, empezando con el descubrimiento de la jarra con una escena de Jerusalén pintada tendía a probar que Verónica, por lo menos, había escapado a la pira de los sacrificios en la Arboleda de los Druidas. La forma cómo el herido había llegado a ponerse en contacto con ella, a Quinto le era imposible saberlo. Pero estaba por lo menos seguro de que había sido durante un tiempo suficiente para que le contase la historia y muerte de Jesús en Jerusalén. Y si había conocido a Verónica, aquel hombre estaría seguramente en condiciones de llevarlo hasta ella.

Saber que Verónica vivía, o por lo menos que había vivido algún tiempo después de su aparente muerte en las llamas, llenaba a Quinto de una irrefrenable ansia de encontrarla. Cayendo de rodillas, como le había visto hacer a ella, recitó una oración de gracias por haber sido llevado a aquel rincón del bosque en el momento preciso. No le impresionó en lo más mínimo pensar que aquella oración iba dirigida al dios judío, el mismo que Verónica y José designaban con el nombre del Altísimo. O que fuese pronunciada en voz alta, como ellos tenían costumbre de hacer, en nombre de Jesús de Nazaret, a quien ellos creían el Hijo de Dios.

Mientras transcurrían las horas, Quinto dormía algunos ratos bajo el abrigo, levantándose de vez en cuando para añadir leña a la pira. Una fría neblina húmeda cubría la mayor parte de aquel país en invierno y, pese que las ropas que le había quitado al guerrero muerto eran bastante gruesas, el frío penetraba en el cuerpo de Quinto en cuanto tenía que apartarse del calor del fuego para recoger más leña. Por impaciente que estuviese de saber algo más de Verónica no quiso, sin embargo, despertar al herido, sabiendo que el sueño le devolvería las fuerzas más rápida y eficazmente que todo lo que él pudiese hacer. De momento sólo le quedaba esperar que recobrase el conocimiento.

Poco antes del alba, Quinto fue despertado de su agitado sueño por la voz del herido. Arrojó un grueso tronco a las ascuas que estaban a punto de extinguirse, y a la luz de las llamas vio que el rostro del hombre tenía mejor color. Su piel no estaba ya húmeda tampoco, sino roja por el ardor de la fiebre, y cuando abrió los ojos, relucieron también por el fuego del delirio. Habló, pero sus palabras no eran más que un balbuceo de frases sin sentido. Con el corazón acongojado, Quinto se daba cuenta de que la única persona en cuya mente estaba impreso el conocimiento de donde estaba Verónica yacía allá, presa del delirio.

Desalentado, como lo estaba, por el inesperado cariz de los acontecimientos, Quinto no podía hacer otra cosa que hacer cuantos esfuerzos estuviesen en su mano por salvar la vida de su compañero. Porque si moría a consecuencia de la herida, el secreto del paradero de Verónica moriría con él.

Quinto había visto demasiadas veces una situación como aquélla para no darse cuenta de cuántas probabilidades tenía de no averiguar jamás cuál había sido la suerte de Verónica. Una herida como aquélla, con su consiguiente fiebre y delirio apareciendo tan rápidamente, solía terminar con la muerte.

Cuando finalmente salió el sol de detrás de las nubes y la niebla, Quinto decidió explorar los alrededores. Esto representaba dejar al herido solo, pero ahora estaba durmiendo y, además, no pensaba estar ausente mucho tiempo. Por otra parte, el riesgo de dejarlo solo era pequeño comparado con la urgencia de encontrar una protección más adecuada que la que el techo de bálago podía ofrecer.

En su primera exploración, lejos del fuego, no encontró nada. Regresando, vio qué el paciente dormía todavía y continuó su búsqueda. Al tercer intento encontró lo que buscaba, una pequeña cueva en las abruptas rocas no lejos de allí, lo suficiente honda para procurar protección y con una cortina de espesa maleza que ocultaría el resplandor del fuego. Resultaba un abrigo adecuado para pasar la noche. Afortunadamente, un brazo que se destacaba del riachuelo pasaba muy cerca de allí y les procuraría suficiente cantidad de agua.

En aquella región y en esa época del año sólo había pocas horas de luz de día y Quinto tenía que darse prisa. Primero llevó al paciente a la cueva y después trajo algunos carbones encendidos de la hoguera para encender otra. Con el fuego ardiendo brillantemente y la cortina de hierbas protegiéndoles del frío, el interior de la cueva era acogedor.

El siguiente problema ante el cual Quinto se encontraba era el de procurarse comida. Era inútil buscar bayas en aquella época del año, de manera que siguió la orilla del riachuelo donde había visto peces cuando fue a buscar agua. Usando el venablo, consiguió, después de numerosos intentos, ensartar algunos que asó a las brasas.

El herido deliraba demasiado para poder comer, pero Quinto pudo darle agua traída del riachuelo en el casquete de metal. Cuando estaba despierto, hablaba constantemente, pero las palabras eran en su mayoría inarticuladas e ininteligibles, salvo que muchas de ellas hacían referencia a Jesús de Nazaret. Una vez pronunció un nombre que pareció ser el de Verónica, pero Quinto no pudo estar seguro.

Así transcurrieron varios días, durante los que hizo cuanto pudo por conservar las fuerzas del desconocido y aliviar la inflamación de la herida que causaba su delirio. Su principal alimento era el pescado, pero una vez tuvo la suerte de matar con el venablo una liebre que se cruzó en su camino. La desolló y la hirvió en el casquete de metal, obteniendo así un caldo que el herido bebió con deleite.

Y entonces, cuatro días después de su instalación en la cueva, Quinto regresó de su pesca y encontró al paciente con los ojos abiertos y la fiebre al parecer desaparecida. El rostro del herido expresó el temor al ver el venablo, y Quinto comprendió que había reconocido las vestiduras de su agresor y lo creyó vuelto para acabarlo.

—Has estado gravemente herido —le dijo Quinto en la lengua de los britones—. He tratado de ponerte bien.

El enfermo lo miró durante largo rato. Después, como tranquilizado por lo que veía en el rostro de Quinto sonrió.

—El otro… ¿qué ropas llevas?

—Lo maté cuando regresó para acabar contigo.

—Ahora lo recuerdo. Me atacó mientras cruzaba los bosques.

—¿Eres de los belgae?

—Sí. Mi nombre es Brythar.

—¿Vives cerca de aquí?

Brythar movió negativamente la cabeza.

—Vivo en una isla llamada Avalón.

El nombre no le decía nada a Quinto.

—¿En el mar?

—Es una isla muy bella…, en un lago.

Quinto casi vacilaba en hacerle la otra pregunta. Pero sentía ansia por saber qué podía Brythar decirle de Verónica…, incluso si las noticias eran malas.

—Cuando fuiste herido, dijiste «Padre, perdónales porque no saben lo que hacen». ¿Dónde has aprendido estas palabras?

El rostro del hombre se iluminó como se habían iluminado los de Verónica y José, cuando por primera vez le hablaron de Jesús de Nazaret.

—Son las palabras del Hijo de Dios —dijo Brythar. A pesar de los latidos de su corazón, Quinto conservaba la calma.

—¿Dónde las has aprendido?

—En Avalón, una mujer que pinta jarras me las enseñó.

Del interior de su túnica, Quinto sacó la pequeña jarra que había comprado en Londinio.

—¿Cómo ésta?

Brythar miró la jarra.

—Sí. Dice que en la colina donde Jesús murió para salvarnos a todos, los espinos florecen así.

—¿Es su nombre Verónica?

Los ojos de Brythar se abrieron con asombro.

—¿Quién eres tú que hablas nuestra lengua con otra voz y no obstante conoces a la mujer que pinta?

—Es mi esposa. La creía muerta, pero tú me dices que vive.

—Vive —dijo Brythar con fuego—. Nos enseñó a moldear estas jarras en el torno y a cocerlas para fijar el color. Gracias a ella, los alfareros de Avalen han prosperado y hemos sabido de Aquel que vino a traernos la vida eterna —no como prometen los druidas, donde un hombre puede vivir de nuevo bajo la forma de un perro o un cerdo—, sino a morar para siempre con el Hijo de Dios en la alta sede donde habita hasta que venga de nuevo.