Capítulo 18
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Un país entre el pesimismo y la renovación
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En este capítulo
• Ver cómo el proletariado y la pequeña burguesía quieren renovar España
• Asistir al nacimiento de la conciencia nacionalista catalana y vasca
• Conocer cómo la sociedad española se transforma y moderniza
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El desastre del 98, con la pérdida para siempre de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, desató en España un debate sobre las responsabilidades de tal debacle, pero la Corona no se desbarató por ello ni el país perdió el ímpetu modernizador iniciado a finales del siglo XIX. El pesimismo de los intelectuales resultaba así paradójico en un momento en que la cultura avistaba cimas como no se recordaban desde el siglo XVII, la repatriación de los capitales indianos revivía la economía y el proceso industrial cobraba un nuevo ímpetu con la irrupción de fábricas de gas y electricidad.
La regeneración de España
España estaba viva. Y si algo acabó saltando por los aires no fue el Estado, sino el tinglado de fraude electoral instaurado por Antonio Cánovas del Castillo y Práxedes Mateo Sagasta para consolidar la Restauración. Un papel importante en ese proceso lo tuvieron los nuevos actores que irrumpieron en el ruedo político. Por un lado, el proletariado; por otro, la pequeña burguesía. Esta última lo hizo, además, embarcada en la aventura de los nacionalismos (para más información sobre Cánovas y Mateo Sagasta véase la sección “Ahora gobiernas tú, ahora yo” en el capítulo 17).
La aventura de los nacionalismos periféricos
Pronto las regiones
más industrializadas de España –Cataluña y el País Vasco– empezaron
a deslegitimar el unitarismo precedente que había dado sentido al
Estado español.
El nacimiento del catalanismo
Sin los negocios de ultramar, en Cataluña, la región más industrializada y próspera de España, cobraron nuevos bríos las tensiones autonomistas. Sus empresarios confiaron en el catalanismo su desahogo contra los gobiernos de Madrid, a los que responsabilizaban de la pérdida de las colonias, en las que tantos y tan lucrativos negocios tenían. Para ellos, el anacrónico Estado castellano se había dejado arrebatar el mercado colonial, por lo que la conciencia nacional catalana exigía ahora:
• Una mayor participación en la vida pública española.
• El reconocimiento de sus singularidades culturales.
• La reforma de un régimen político centralista convertido en obstáculo para el buen desarrollo de Cataluña.
De este modo, el nacionalismo catalán saltaba a la arena política y atraía a su redil conservador a la pequeña burguesía con recetas sacadas del renacimiento cultural de Cataluña y el afán regeneracionista de España.
La invención de la nación vasca
En el País Vasco, la ultraderecha católica prendía en el credo antiliberal del político e ideólogo Sabino Arana, cuya invención de la nación vasca, con su maniqueísta carga de odio a España, estaba destinada a romper, un siglo más tarde, la convivencia de los habitantes de Euskadi (para más información sobre el tema véase el recuadro “El padre del nacionalismo vasco”).
El padre del nacionalismo vasco |
La de Sabino Arana sigue siendo una figura polémica que levanta las más fervientes pasiones y los más encendidos rechazos. No es para menos, pues él mismo en sus escritos no se anduvo con medias tintas: o blanco o negro. Como botón de muestra, he aquí un fragmento de su texto Qué somos, en el que compara sistemáticamente a un vizcaíno, preclaro espejo de todas las virtudes, con un español, ejemplo de todo lo más bajo y despreciable: |
“Interrogad al bizkaíno qué es lo que quiere y os dirá ‘trabajo el día laborable e iglesia y tamboril el día festivo’; haced lo mismo con los españoles y os contestarán pan y toros un día y otro también, cubierto por el manto azul de su puro cielo y calentado al ardiente sol de Marruecos y España”. |
Nueva edad de oro
El renacer cultural del cambio de siglo toma forma en tres generaciones de pensadores, hombres de letras y ciencias que recogieron el testigo de los grandes maestros del realismo español, Benito Pérez Galdós y Leopoldo Alas Clarín:
• Los ensayistas y creadores de la
Generación del 98, que estrellan su pesimismo contra el sistema
político de la Restauración, se preguntan por España y buscan su
alma vieja en el árido paisaje de Castilla. Miguel de Unamuno,
Azorín, Pío Baroja, Ramón María del Valle-Inclán o Antonio Machado
son los protagonistas de ese nuevo arranque de la cultura, todos
ellos con itinerarios personales muy diferentes, pero caminantes de
un mismo camino pesimista, lúcido y crítico.
• Los intelectuales de la Generación del 14, surgidos en el ámbito universitario y que se atribuyeron la misión de educar al pueblo con la mirada puesta en Europa, como José Ortega y Gasset, Manuel Azaña, Salvador de Madariaga, Américo Castro o Fernando de los Ríos, que defendían que España sólo podía ser si se unían la atención educativa y el ejercicio de la democracia.
• Los poetas y artistas de la Generación del 27, surgidos de esa educación abierta, avanzada y libre de la tenaza eclesiástica, y que introdujeron en España las vanguardias creativas del resto de Europa. Rafael Alberti, Federico García Lorca, Vicente Aleixandre, Luis Cernuda, Pedro Salinas, Luis Buñuel, Salvador Dalí, Juan Gris o Pablo Picasso son algunos de sus más universales representantes.
El problema de España |
Los pensadores del 98, el 14 y el 27 hicieron de España un tema de reflexión. Uno de ellos, José Ortega y Gasset, comentó en una ocasión: |
“Porque no se le dé más vueltas: España es una cosa hecha por Castilla, y hay razones para ir sospechando que, en general, sólo cabezas castellanas tienen órganos adecuados para percibir el gran problema de la España integral”. En otras palabras, “Castilla ha hecho a España y Castilla la ha deshecho”… |
Era la primera vez en
España que toda una hornada de pensadores tomaba conciencia clara
de su función rectora en la vanguardia de la sociedad.
La rebelión de las masas
Antes del arranque del nuevo siglo, España desconocía lo que era la sociedad de masas, de tal forma que su nacimiento atemorizó a los pensadores y a los viejos políticos monárquicos, siempre tan espantadizos ante todo aquello nuevo que se les viniera encima. Había motivos para ello, pues la burguesía triunfante no había hecho esfuerzo alguno para paliar las injusticias de una sociedad desigual y con marginaciones escandalosas, con multitudes campesinas cercadas por el hambre, obreros hacinados en el anonimato de la urbe…
La fuerza del asociacionismo
A comienzos del siglo XX, los proletarios agrícolas e industriales, conscientes de su poder, convirtieron sus problemas en asunto de la nación. Los marginados del régimen liberal reivindicaban mejoras políticas y económicas sobre la base de unos programas concretos contra los que el gobierno respondía a base de represión y más represión con efectos muy contraproducentes, pues los obreros aumentaron la conflictividad de la España industrial al tiempo que los campesinos incendiaban el campo extremeño y andaluz.
De este modo, el movimiento obrero reivindicaba su condición de protagonista de la España del siglo XX, y lo hacía dividido entre el credo anarquista y el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), fundado en 1879 por el tipógrafo Pablo Iglesias.
Hijos de Pablo Iglesias
Pese a su filiación marxista, el PSOE no era una organización revolucionaria más que en su deseo de sustituir la monarquía por la república. Como sus hermanos europeos, se mostraba más inclinado a transformar el sistema que a destruirlo. Sin embargo, su aislamiento político le fue dando fama de radical. Sólo a partir de 1910, con la consecución de su primer diputado, empezó a ganar respetabilidad en los ambientes profesionales y universitarios, y se transformó en un partido de masas con gran implantación en Asturias, Vizcaya y Madrid.
Anarquismo en los campos
Los socialistas hicieron pocos esfuerzos por penetrar en la España rural, que quedó en manos de los anarquistas, quienes recogieron la tradición del individualismo español y la pusieron al servicio de su utopía revolucionaria. Andalucía y el triángulo formado por Zaragoza, Valencia y Cataluña fueron las principales bases de este movimiento.
Propaganda por los hechos
Las calles de Cataluña, Asturias, Vizcaya… no tardaron en vibrar de sangre y violencia. La Guardia Civil y el ejército reprimieron sin contemplaciones las manifestaciones y huelgas obreras, mientras que las corrientes más extremistas del anarquismo iniciaron una campaña de terror contra los símbolos de la burguesía, como la bomba del Gran Teatro del Liceo, que en 1893 causó 20 muertos. O contra los representantes del poder político, como el mismísimo Antonio Cánovas, asesinado a tiros en 1897… (para más información sobre Cánovas véase el capítulo 17).
Los obreros protestaban por sus jornadas de trabajo, que se aproximaban a las once horas, cuando no llegaban a las catorce, y por las pésimas condiciones laborales. Para ellos, las conquistas de la España liberal parecían guardadas bajo siete llaves por una minoría…
El miedo de los privilegiados
Tan próximo veían los
partidos monárquicos el fantasma de la revolución que intentaron
atemperar las iras de la clase obrera con una legislación social.
Así, en 1919 se aprobó la jornada de ocho horas y, con su
promulgación, la España del atraso se adelantaba a la Europa
industrial en derechos laborales. Poco a poco fueron surgiendo
también la ley de Accidentes de Trabajo, la ley de Trabajo de
Mujeres y Niños, la ley de Descanso Dominical, la ley de Huelga…
También los primeros elementos de una seguridad social que
rebajaría las durísimas condiciones de trabajo de los españoles,
pero sin lograr el objetivo de acallar la protesta obrera.
La bonanza demográfica
Dieciocho millones de
españoles habían visto nacer el siglo XX, pero en sólo veinte años
ya habían aumentado en casi tres millones más. La demografía se
recuperaba con fuerza por la conjunción de una serie de
factores:
• La pérdida de las colonias, que cortó la hemorragia de jóvenes arrancados de sus hogares rumbo a Cuba y Filipinas.
• La reducción de la tasa de mortalidad con la mejora de las condiciones higiénicas y el desarrollo de los primeros servicios de salud.
Poco a poco, la demografía se aproximaba a los ritmos modernos de crecimiento de la Europa occidental.
Nuevas modas para un siglo nuevo
Al despedir el siglo
XIX, los españoles tuvieron la impresión de que se abría una época
nueva y que lo que ocurriera en ella nada tendría que ver con la
centuria que quedaba atrás… Nada resistía la oleada de cambios. Ni
siquiera la vida cotidiana:
• El vestir: Los hombres de las clases populares siguieron vistiendo blusa y visera, mientras los burgueses monopolizaron el sombrero y el traje, que llegaban a cambiar varias veces al día en un ejercicio de dandismo. El gran modelo para ellos sería el rey Alfonso XIII, cuyo bigote o cuellos altos rápidamente serían imitados por todo caballero que se preciara. Especial importancia adquirieron los zapatos, que tenían que estar limpios y relucientes, como dando a entender que su propietario no había caminado un solo paso sino que se había desplazado de forma más elegante, ya fuera en coche de caballos o a la última, en automóvil… Y mayores aún serían las transformaciones del vestuario femenino: adiós a los corsés y bienvenida a faldas más cortas, ideales para los bailes modernos o la práctica del deporte. Las medias se convirtieron así en un elemento imprescindible.
• La música: Nuevos ritmos llegados del otro lado del océano invadieron las salas de baile y se convirtieron en símbolos de la modernidad más atrevida: el foxtrot, el ragtime, el boston, el tango… Sin olvidar, por supuesto, el jazz, epítome de una nueva era que sólo obedecía al deseo de libertad y hedonismo.
• El ideal de belleza: A los caballeros no se les permitía en ningún caso la gordura, pues se consideraba una señal evidente de enfermedad o descortesía. En cambio, las mujeres metidas en carnes convivían con siluetas estilizadas que antes hubieran hecho sospechar algún trastorno grave de salud…
• Las ciudades: Calles, plazas y avenidas se engalanaban con grandes edificios y con los más rutilantes inventos de la modernidad, como los tendidos eléctricos, los tranvías, los carteles luminosos… Un nuevo elemento las invadió pronto: el automóvil, en un principio más un símbolo del dinero que un medio de transporte.
• La cocina: La disciplina que es hoy una de las señas de identidad de España, gracias al genio de cocineros como Ferran Adrià o Juan Mari Arzak, ya estaba claramente definida a principios de siglo. Sin embargo, el culto a la mesa podía practicarse en muy pocas ocasiones, casi siempre relacionadas con la fiesta o acontecimientos familiares.
La pantalla blanca |
El 11 de octubre de 1896, los asistentes al oficio religioso del Pilar en Zaragoza se convirtieron en protagonistas inesperados de la que había de ser la primera película rodada en España por un cámara español, Eduardo Jimeno Correas. Su título, puramente descriptivo, era Salida de la misa de doce de la iglesia del Pilar de Zaragoza, y duraba un único minuto, suficiente en todo caso para inaugurar la prolífica historia de la cinematografía española. |
Sólo un año más tarde llegaría la primera película, no mucho más larga, con un argumento: Riña en un café, obra de Fructuós Gelabert. Y el título tampoco engaña en este caso: dos amigos que se pelean para atraer la atención de una guapa bailarina. Tan real como la vida misma, puede considerarse el primer gran éxito del cine español. |
• El veraneo: Las clases más acaudaladas pusieron de moda la práctica del descanso estival, que hizo de San Sebastián, con sus villas ajardinadas, sus playas, glorietas y sombrillas, la ciudad de moda.
• El teatro: La fascinación que la escena ejercía sobre la burguesía fue considerable, y de ahí toda una serie de espectáculos para complacerla: dramas, comedias, óperas, sainetes, revistas y zarzuelas.
• El fútbol y el toreo: La irrupción del que hoy es el deporte rey generó desde 1902 un campeonato nacional, la Copa del Rey. El interés futbolístico convivía con la pasión por los toros, cuyos aficionados estaban claramente divididos en dos bandos irreconciliables: los adoradores de Joselito, clásico y refinado, y los de Juan Belmonte, más rompedor.
• El cine: El séptimo arte prendía con entusiasmo en todas las capas sociales. Desde 1896, año en que se proyectó la primera película rodada en España por un cámara español, la magia del celuloide atrapó la atención de los españoles, sobre todo de los obreros, que acudían al reclamo del invento y de sus buenos precios. Sólo los curas, como siempre alérgicos a todo lo que fuera novedoso, mostrarían su animadversión hacia el invento de los hermanos Lumière (para más información sobre el cine véase el recuadro “El séptimo arte hace su entrada en España”).