Capítulo 4

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La Hispania visigoda

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En este capítulo

• Explicar la extraña alianza entre Roma y las tribus bárbaras

• Saber cómo fueron las relaciones entre los visigodos y la población hispanorromana

• Aprender sobre la pervivencia de la cultura romana en la Hispania visigoda

• Identificar el nacimiento de la idea de España

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A comienzos del siglo V, Roma empieza a escribir las últimas páginas de sus mil años de historia como dueña del mundo. Todos sus dominios estaban amenazados. La península Ibérica no iba a ser una excepción. Las tribus bárbaras irrumpen y rápidamente se adueñan de ella.

Mientras los suevos ocupan Galicia, los alanos guerrean para hacerse con la Lusitania y la Cartaginense. Sólo la Tarraconense resiste sus embestidas y parece mantenerse fiel a los dictados del agonizante trono imperial. A la vez, en las montañas leonesas y en la cornisa cantábrica, las regiones menos romanizadas de la vieja Iberia renacen con fuerza las costumbres indígenas. Aun así, el miedo reina por doquier ante el espectáculo del derrumbe de un mundo, el romano, enterrado por el ímpetu de los pueblos germanos. Es la era del caos o, como ajustadamente lo definió san Jerónimo, “el tiempo de las lágrimas”.

Espadas al servicio de Roma

Ante la imposibilidad de frenar las acometidas germanas, ávidas de las riquezas del Mediterráneo, los emperadores optaron por aquello de que si no puedes con tu enemigo, lo mejor es que te unas a él. Fue así como contrataron los servicios militares de uno de esos pueblos invasores para que hicieran el trabajo de defensa que los dispersos y maltrechos restos de sus propias legiones se veían incapaces de afrontar.

El escogido fue el pueblo visigodo que, a cambio de su ayuda, recibió raciones anuales de trigo y una porción de tierra en el sur de Francia en la que crearían el reino de Toulouse. Así, en calidad de mercenarios, esta tribu germánica hizo su irrupción en Hispania y, con el apoyo de los hispanos, eliminó la amenaza bárbara de las regiones más romanizadas de la Bética y el Levante. La insurrección campesina de la bagauda en tierras gallegas, así como la ofensiva de los suevos, que conquistaron la Meseta y Andalucía y llegaron a poner en jaque el valle del Ebro, abrieron de nuevo las puertas de Hispania al ejército visigodo. Éste, comandado por su rey Teodorico II de Toulouse, logró frenarlos y arrinconarlos en Galicia, a la vez que aplastaba a los bagaudas.

Los francos acaban con el reino de Toulouse

Aplastados por la fuerza de las armas, los deseos de expansión en Hispania de los demás pueblos germanos, parecía que nada podría detener el avance de los visigodos. Y menos aún el poder imperial romano. Sin embargo, en el año 500 tendría lugar un acontecimiento imprevisto que tuvo incalculables consecuencias: el rey del pueblo franco, Clodoveo, abandonó la fe arriana tradicional entre los bárbaros y se convirtió al catolicismo, lo que le granjeó la amistad de la nobleza galorromana, que veía también con preocupación las ansias expansionistas godas hacia el Mediterráneo. Éstas quedaron enterradas en el año 507 en la batalla de Vouillé, en la que una alianza entre galorromanos y francos destrozó al ejército visigodo.

empezo%20aqui.jpgEl golpe supuso la muerte del reino visigodo de Toulouse y obligó a los visigodos a buscar nuevos territorios en los que instalarse. Los encontraron allí donde no hacía tantos años habían prestado sus servicios como mercenarios: en la península Ibérica. Y hacia allí se encaminaron para acabar fundando un nuevo reino, el de Toledo.

Una tierra romanizada

Una de las primeras ambiciones de los visigodos fue la de intentar recomponer la unidad de la vieja Hispania romana. Nada más poner el pie en la Península se encontraron con una tierra completamente romanizada, marcada por la religión católica y azotada por las correrías de sus hermanos bárbaros y por el renacimiento indígena de tribus norteñas como los astures, los cántabros y los vascones, que tantos problemas habían dado siempre a las mismísimas legiones romanas.

Los visigodos eran plenamente conscientes de su minoría respecto a la población hispana, por lo que concentraron a su gente en las orillas del Ebro y el Tajo, en espacios reducidos donde era posible compensar la inferioridad numérica y defenderse de ser absorbidos por la mayoría nativa. Algunos efectivos militares y nobiliarios ocuparon plazas estratégicas como Toledo, Mérida y Pamplona, así como las ricas ciudades de Andalucía, con el ánimo de recaudar contribuciones y al mismo tiempo vencer los recelos de los poderosos de la región. Mientras, otras partidas acamparon en las despobladas tierras de Segovia para desarrollar en ellas su tradicional actividad ganadera.

Un solo reino para dos pueblos

recuerda.jpgLa inferioridad numérica en la que se encontraban llevó a los dirigentes godos a imponer una estricta separación entre ellos y los habitantes hispanos que, con el beneplácito de la nobleza hispanorromana y los obispos católicos, se tradujo en el llamado Breviario de Alarico, que implantaba dos categorías de ciudadanos en el reino según fuera su origen. Por un lado, los invasores visigodos, que se regirían por sus normas consuetudinarias, y por otro los hispanorromanos, para los cuales seguiría aplicándose el derecho romano. Incluso se prohibieron los matrimonios mixtos, aunque bien es verdad que con escaso éxito.

Esta división social, que hallaba su reflejo también en la jerarquía, provocó un alto grado de autonomía política y cultural de los hispanorromanos respecto a los visigodos, lo que favoreció la conservación y el progreso de la tradición romana en la Península.

El apartheid visigodo entra en crisis

Sin embargo, bastaron unas pocas décadas para que el experimento de apartheid visigodo, ese sistema de segregación social según el origen, acabara fracasando. Los viejos terratenientes hispanos no tardaron en pactar con los ocupantes para preservar sus privilegios y propiedades, y los visigodos pronto se dieron cuenta de que su preeminencia social basada en el caudillaje militar estaba bien, pero que procuraba más ganancias ser propietario de bienes inmobiliarios, por lo que, haciendo caso omiso de las prohibiciones legales, un grupo y otro empezaron a fundirse a través de matrimonios mixtos. La pureza de razas quedaba así aparcada a favor de los intereses económicos y sociales. Los ocupantes incluso acabaron haciendo suya la cultura clásica de los ocupados.

HITO.jpgUn momento clave de ese proceso de asimilación fue la conversión al catolicismo del rey visigodo Recaredo (para más información sobre este rey véase el recuadro “La conversión de Recaredo según san Isidoro”).

“La unión del país por la vía del bautismo”, en el año 589, a la que seguirá, ya en el año 654 y bajo el reinado de Recesvinto, la aprobación de una reglamentación estatal de fuerte tradición romana, el Liber Iudiciorum, aplicable tanto a visigodos como a hispanorromanos (véase página siguiente).

Lucha de credos

Desde el siglo IV, cuando todavía gozaban del favor del Imperio romano, los visigodos eran arrianos. Una vez creado el reino de Toledo, los distintos reyes hicieron lo posible por tender puentes a la conversión de la mayoría hispanorromana católica, incentivando incluso económicamente su paso al arrianismo. Ninguna de esas iniciativas dio resultado; más bien avivaron las tensiones entre las dos comunidades, sobre todo después de que el príncipe Hermenegildo, primogénito del rey Leovigildo, se convirtiera al catolicismo y se alzara en armas, acabando su rebelión en el 585 con su captura y ejecución (mil años más tarde sería elevado a los altares con todos los honores).

La conversión de Recaredo según san Isidoro

“En la era DCXXIIII (sic), en el año tercero del imperio de Mauricio, muerto Leovigildo, fue coronado rey su hijo Recaredo. Estaba dotado de un gran respeto a la religión y era muy distinto de su padre en costumbres, pues el padre era irreligioso y muy inclinado a la guerra; él era piadoso por la fe y preclaro por la paz; aquel dilataba el imperio de su nación con el empleo de las armas, este iba a engrandecerlo más gloriosamente con el trofeo de la fe. Desde el comienzo mismo de su reinado, Recaredo se convirtió, en efecto, a la fe católica, y llevó al culto de la verdadera fe a toda la nación gótica, borrando así la mancha de un error enraizado. Seguidamente reunió un sínodo de obispos de las diferentes provincias de España y de la Galia para condenar la herejía arriana. A este concilio asistió el propio religiosísimo príncipe, y con su presencia y su suscripción confirmó sus actas. Con todos los suyos abdicó de la perfidia que, hasta entonces, había aprendido el pueblo de los godos de las enseñanzas de Arrio, profesando que en Dios hay unidad de tres personas, que el Hijo ha sido engendrado consustancialmente por el Padre, que el Espíritu Santo procede conjuntamente del Padre y del Hijo, que ambos no tienen más que un espíritu y, por consiguiente, no son más que uno”.

La unión del país por la vía del bautismo

El ejemplo del príncipe Hermenegildo fue seguido por su hermano Recaredo, un pragmático que, una vez asentado en el trono en el año 586, practicó la vía del catolicismo escenificando su conversión en el III Concilio de Toledo. Con él se convirtieron todos los visigodos según el principio de que un pueblo ha de profesar la misma fe de su caudillo, con lo que el nuevo rey tuvo vía libre para intentar atar definitivamente los lazos de la sociedad y cerrar las heridas entre los distintos grupos del reino. Además, su conversión sirvió para poner fin al problema de la existencia de dos Iglesias rivales y confirmó el sometimiento definitivo de los vencedores a la cultura de los vencidos.

El arrianismo es una herejía que toma su nombre del obispo libio Arriano (256-336), quien discutía el dogma católico de que en Dios hay tres personas (Padre, Hijo y Espíritu Santo), para defender que sólo hay una, el Padre. Por tanto, el Hijo, Jesús, no tiene naturaleza divina, sino que ha sido creado por el Padre. A pesar de que Arrio fue excomulgado en el 320, sus ideas lograron una gran difusión, sobre todo entre los soldados del ejército romano en época del emperador Constancio, y entre las tribus germánicas, que abrazaron esa fe en el siglo IV.

Los Concilios de Toledo

Durante la época visigoda, y sobre todo tras la conversión al catolicismo, tuvieron gran importancia los Concilios de Toledo. El primero de ellos se celebró en el año 397, todavía durante la dominación romana, y el último, el número 18, hacia el 702. Eran una especie de asamblea político-religiosa convocada por el monarca y presidida por el arzobispo toledano, y en ella se trataban temas que iban más allá de lo meramente eclesiástico, pues podían legitimar a reyes e incluso establecer algunas líneas de su gobierno. No en balde en sus sesiones participaban tanto altos eclesiásticos como nobles.

La alianza del trono y el altar

El año 589 es un momento señalado para la Iglesia, que se ve enriquecida con la requisa de los bienes arrianos y a la vez respaldada en sus pretensiones de poder social. Los obispos se convierten desde ese momento en verdaderas autoridades del reino y pasan a desempeñar competencias en asuntos sociales, fiscales y judiciales que desbordan el mero ámbito de la fe. Nobles y prelados conviven en los distintos concilios de Toledo, mientras la alianza del trono y el altar inicia el largo camino por el que habría de discurrir la historia de España.

Católico, quieras o no

Sin embargo, la victoria del catolicismo sobre el arrianismo no trajo la paz religiosa a la Península, sino todo lo contrario: provocó una cascada de persecuciones que anegó por igual los reductos de paganismo y las juderías. Los reyes visigodos protagonizaron el primer intento del Estado, luego repetido con manifiesta tozudez por otros monarcas hasta los Reyes Católicos, por erradicar el judaísmo de la faz de Hispania.

Las leyes promulgadas obligaban a los judíos a abjurar de su fe. Y no sólo eso, sino que se les acusaba de conspirar contra el reino y, por ello, se les prohibía viajar, lo que suponía un grave perjuicio a su actividad comercial. En época del rey Chintila, en el siglo VII, una ley prohibió a los no católicos vivir en el reino, y aún más allá fue Chindasvinto, quien ordenó que se castigara con la muerte a todos aquellos que mantuvieran sus liturgias una vez hubieran renegado de ellas.

La monarquía visigoda

Cuando los visigodos eran un pueblo errante que obedecía a las leyes del derecho germánico, su institución fundamental de gobierno fue la asamblea de hombres libres, que transfería el poder a la figura del rey. Esta práctica empezó a cambiar a raíz de los contactos con Roma, cuando esos mismos soberanos visigodos pretendieron hacer suyo el absolutismo del Imperio, pero sin acabar nunca de triunfar en su intento. Tanto es así que la monarquía visigoda nunca fue estable, lo que malogró para siempre la construcción de un Estado fuerte y centralizado.

San Isidoro, el gran divulgador de la cultura

La Alta Edad Media ha quedado como una época oscura, de guerras y violencia extrema. Sin embargo, también tuvo sus eruditos. Uno de los más grandes vivió en la Hispania visigoda. Se llamaba Isidoro de Sevilla (h. 560-636), y fue tanto su saber que se le consideró el hombre más sabio de su tiempo.

Ningún campo del saber escapaba a la curiosidad de Isidoro, y así lo dejó reflejado en su monumental Etimologías, una especie de enciclopedia que recoge y sistematiza todos los conocimientos de su tiempo, desde la teología a la gramática, pasando por la cosmología, el arte, el derecho y la literatura.

También se ocupó de obras históricas, como la Historia de los reyes godos, y aún le quedó tiempo para participar en política y contribuir a la conversión de la realeza visigoda al catolicismo. En 1598 fue elevado a los altares.

El regicidio como tradición

El déficit del reino visigodo y lo que a la postre lo hirió de muerte, fue su incapacidad para articular un método pacífico de sucesión al trono entre los partidarios de la monarquía electiva y los de la vía hereditaria. De este modo, el regicidio se convirtió en toda una tradición entre los visigodos, de tal modo que aquellos que tenían la “fortuna” de acceder a la cúspide del reino tenían pocas posibilidades de terminar sus días de forma natural. Con el correr de los años iría dulcificándose un tanto y fue así como en lugar del asesinato puro y duro, acabó imponiéndose el derrocamiento y posterior enclaustramiento en un monasterio del ya ex rey.

La Hispania unificada

Con los visigodos, Hispania recuperó la antigua unidad que había alcanzado bajo los estandartes de Roma. Leovigildo, con la anexión en el 585 del reino suevo de Galicia y Suintila y con la conquista en el año 624 de los enclaves que el Imperio bizantino había establecido en Cartagena en el siglo vi, consiguió completar esa labor de unificación. Desde ese momento, la integridad del reino no se puso en cuestión. Las insurrecciones endémicas del régimen visigodo no tendrían como objetivo tanto cuestiones de disgregación territorial como la consecución del poder en la Península entera.

Nace una idea de España

empezo%20aqui.jpgEs en esta época visigoda cuando nace también la idea de España. Sus límites geográficos ya habían sido establecidos en tiempos de Roma, pero es ahora cuando, sobre todo mediante los escritos de san Isidoro de Sevilla, se empieza a difundir una noción nacional más allá de las fronteras peninsulares. En su prólogo a la Historia de los reyes godos, este ilustre pensador escribió: “Eres, ¡oh, España!, la más hermosa de las tierras que se extienden del Occidente a la India; tierra bendita y madre siempre feliz de príncipes y de pueblos. Eres ahora la madre de todas las provincias… Tú, honor y ornamento del mundo, la porción más ilustre de la Tierra” (para más información sobre este tema véase el recuadro “San Isidoro, el gran divulgador de la cultura”).

La imposibilidad de un Estado

Sin embargo, todos los progresos en la construcción de un Estado se vieron oscurecidos por una situación endémica de autarquía e inestabilidad en la que mucho tenían que ver:

• La tradición del regicidio y las conspiraciones.

• La pasión de la nobleza por liquidar sus diferencias por la fuerza.

• las acusadas diferencias sociales.

• el afán conspirador de una Iglesia para la cual su reino se hallaba en la tierra y no en el cielo.

En vano trataron algunos obispos de poner fin a las conspiraciones y las sublevaciones. En el año 710, la muerte del rey Vitiza fue seguida por una nueva guerra civil entre los partidarios de escoger sucesor entre el linaje del finado, en la figura de su hijo Agila II, y los que querían entronizar a otro noble, el duque de la Bética, don Rodrigo. Esta vez, sin embargo, la enconada batalla doméstica abrió las puertas de la Península a las tropas musulmanas del gobernador de Tánger. Siete mil soldados, la mayoría bereberes, atravesaron el estrecho de Gibraltar e invadieron un reino arruinado y exhausto sin apenas encontrar resistencia. Fue el fin de la Hispania visigoda.