Capítulo 12

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Una dinastía llegada de Francia

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En este capítulo

• Ver cómo fue la agitada llegada de Felipe V al trono español

• Asistir a los intentos de reforma estatal del nuevo rey y sus sucesores

• Saber en qué consistió el despotismo ilustrado

• Entender el fracaso de los proyectos ilustrados en España

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En 1700, rodeado de confesores y exorcistas, Carlos II el Hechizado murió sin descendencia. Su propia figura era una especie de caricatura de ese Imperio español que había dominado un territorio tan extenso como ningún otro antes (para más información sobre Carlos II véase el capítulo 11). Pero, a pesar de los graves problemas económicos, sociales y culturales, esa herencia era demasiado jugosa para que el resto de grandes monarquías europeas se quedaran de brazos cruzados. Como sucesor, el último de los Habsburgo designó a un nieto de su hermana María Teresa, casada con el francés Luis XIV, el Rey Sol, en virtud del llamado Tratado de los Pirineos de 1659. Pero la otra rama de los Habsburgo, la que reinaba en Austria, no estaba ni mucho menos dispuesta a aceptar alegremente esa decisión…

La guerra de Sucesión

EN%20SUS%20PALABRAS.jpgAl despedirle en su palacio de Versalles, su abuelo el Rey Sol le había dicho: “Sé buen español, ése es tu primer deber, pero acuérdate de que has nacido francés, y mantén la unión entre las dos naciones; tal es el camino de hacerlas felices y mantener la paz de Europa”. Y así, con ese consejo bajo el brazo, en 1700 partió quien sería Felipe V hacia España para inaugurar una nueva dinastía real, la de la casa de Borbón, que salvo en distintas ocasiones, habría de mantenerse en el trono hasta nuestros días.

Un reino apetecido por toda Europa

No sólo consejos. Felipe V trajo también consigo un nuevo sentido del Estado y una idea más moderna de la monarquía, inspirada, cómo no, en el modelo francés, mucho más centralista y autoritario que el hispano. No obstante, al principio de su reinado el joven monarca se mostró respetuoso con las tradiciones y leyes de los diferentes reinos. Es más, incluso dispensó abundantes privilegios entre aquellos más reacios a sus proyectos centralizadores, como los catalanes, a quienes concedió la libertad de crear una compañía marítima y la posibilidad de comerciar con América, hasta entonces patrimonio de Castilla.

Pero no todo iba a ser tan fácil. La prepotencia del Rey Sol al mover los hilos de la corte madrileña entre bastidores, y el miedo a que se hiciera con los metales preciosos de América, movieron a Austria, Holanda y Gran Bretaña a cerrar una gran alianza para desalojar a los Borbones de Madrid y poner en su lugar al archiduque Carlos de Habsburgo. Rodeada, Francia pronto se vio enfrentada al resto de potencias europeas…

Dos príncipes, dos bandos

La respuesta de los distintos territorios de la Corona tampoco fue uniforme, y así, mientras Castilla permaneció fiel a Felipe V, cuyo proyecto de Estado centralista y monarquía fuerte se adaptaba mejor a sus intereses, la Corona de Aragón se unió al bando del pretendiente austríaco, Carlos III. La promesa de éste de mantener el régimen federal de libertades que había regido bajo los Habsburgo fue importante para dar tal paso, como también los deseos particulares de cada uno de los territorios que la constituían:

• Cataluña, por convencimiento de que la victoria de los Habsburgo haría de Barcelona el centro económico de España.

• Valencia y Aragón, porque veían en el apoyo al archiduque la oportunidad perfecta para liberarse de la soga de la nobleza y sus pesados tributos.

Mambrú se fue a la guerra

¿Quién no ha escuchado alguna vez, o incluso tarareado, esa cancioncilla infantil que dice “Mambrú se fue a la guerra / qué dolor, qué dolor, qué pena”? Pues, aunque parezca mentira, tiene su origen en el contexto de la guerra de Sucesión española. El famoso Mambrú que en ella aparece no es otro que el británico John Churchill, duque de Marlborough, quien tuvo una participación activa en ese conflicto como comandante en jefe de las fuerzas inglesas, holandesas y alemanas que apoyaban al archiduque Carlos de Austria. Lógicamente, el nombre de Marlborough resultaba algo impronunciable y acabó derivando en el más familiar Mambrú… ¡Todo sea por la música!

El trono vacante del emperador

La guerra de Sucesión acabó convirtiendo España en un campo de batalla. Rodeadas por todos los frentes, Francia y Castilla conseguían resistir a duras penas, pero nadie sabía hasta cuándo. Incluso el Rey Sol aconsejó a su nieto que abandonara la empresa… Hasta que un acontecimiento inesperado vino a trastocarlo todo: la muerte sin hijos del emperador austríaco José I. Su hermano, el archiduque Carlos, quedó como heredero único del Sacro Imperio romano–germánico. La consecuencia inmediata fue el enfriamiento de la alianza contra los Borbones. Si antes nadie quería que Francia y España quedaran unidas bajo una misma dinastía, ahora menos que una misma persona reinara en el Imperio y en la Corona hispánica como en los tiempos del emperador Carlos V…

La negociación de la paz

recuerda.jpgEn 1713, las potencias europeas se reunieron para firmar el Tratado de Utrecht, una paz digna para todos. Según ella:

• Felipe V fue confirmado en el trono español.

• El Imperio se hizo con las posesiones españolas de Flandes, Milán y Cerdeña.

• Inglaterra arrancó a España un racimo de ventajas comerciales en América, como el monopolio de la trata de esclavos en las colonias. Y no sólo eso, pues se le concedían también Gibraltar y Menorca, dos plazas de gran importancia estratégica.

Un francés en la corte de Madrid

EN%20SUS%20PALABRAS.jpgEl nieto del Rey Sol podía gobernar ya sin que nadie interfiriera en sus asuntos. Como él mismo dijo: “Ya que Dios ciñó mis sienes con la Corona de España, la conservaré y la defenderé mientras me quede en las venas una gota de sangre; es un deber que me imponen mi conciencia, mi honor y el amor que a mis súbditos profeso”.

Hacia un Estado fuerte y centralizado

La ocupación de la rebelde Corona de Aragón, completada el 11 de septiembre de 1714 con la toma de Barcelona, brindó a Felipe V la posibilidad de acelerar el proceso de unificación del Estado, para lo cual emprendió una ardua tarea centralizadora plasmada en los Decretos de Nueva Planta. Los correspondientes a Aragón y Valencia fueron promulgados en 1707, mientras que los de Cataluña se publicaron en 1716. Entre otras cosas prescribían:

• La abolición de los fueros y las Cortes de cada reino, éstas incorporadas al Parlamento de Castilla.

• La sustitución del virrey de los Habsburgo por un capitán general.

• El establecimiento de un catastro que gravaba las actividades económicas y las propiedades.

• La imposición del castellano como lengua de la administración de justicia en Cataluña.

Las Reales Fábricas

Para dar un empujón a la decrépita industria española, Felipe V creó las Reales Fábricas. Se trataba de unas empresas financiadas y gestionadas por la Corona, que elaboraban una industria de lujo destinada a desplazar de los mercados los productos franceses, alemanes o ingleses, y a colmar los caprichos de las elites americanas y peninsulares. La fábrica de tapices de Santa Bárbara, la de cristal de la Granja de San Ildefonso y la de porcelana del Buen Retiro, habilitadas con los mejores artesanos extranjeros, eximidas de impuestos y abastecidas con las materias primas de mejor calidad, fueron algunas de ellas.

Tampoco la administración central, tan anquilosada durante el reinado anterior, resistiría el ímpetu reformista de Felipe V:

• La alta nobleza es alejada de las tareas burocráticas.

• Se crean las Secretarías de Estado, Justicia, Hacienda, Marina y Guerra, precedentes del gabinete de ministros del siglo XIX.

para%20profundizar.jpgLa meta perseguida era clara: dotar a España de un Estado moderno. De ese proceso centralizador sólo se libraron las Provincias Vascongadas y Navarra, cuyos fueros fueron respetados por Felipe V por la fidelidad que le habían dispensado en la guerra.

Pero no acabaron ahí las reformas del rey, quien, haciendo caso omiso de las reticencias de sus súbditos, también:

• Implantó el servicio militar obligatorio.

• Extendió la reforma fiscal por todo el territorio nacional.

• Suprimió las aduanas internas entre Castilla y Aragón para crear un mercado unificado.

Un castrato para la melancolía real

Ser rey no te libra de los achaques del resto de la humanidad, y Felipe V no era una excepción. Desde su adolescencia, depresiones y ataques de melancolía lo dejaban postrado y ausente de las labores de gobierno. Y lo peor es que ningún médico sabía hallarles remedio. Su esposa, Isabel de Farnesio, lo intentó con la música y para ello comprometió a la estrella más rutilante del universo operístico, a una voz idolatrada en toda Europa: Farinelli. Era un castrato, un cantante sometido en su niñez a la extirpación de sus testículos para que en su madurez mantuviera intacto su timbre infantil agudo. Durante una década, el divo cantó para Felipe V en Madrid, cada noche las mismas canciones.

América quita el sueño

Tras el Tratado de Utrecht, el Imperio español dejó de ser universal para convertirse en americano. De ahí que la preocupación por el control de las Indias quitara el sueño a Felipe V. Ahí se encontraban las fuentes de riqueza para rehacer la fortaleza de la monarquía, y por ello el nuevo rey impulsó una política destinada a atajar el contrabando y a estimular el tráfico mercantil entre la Península y las colonias.

Tarea prioritaria para salvaguardar el vínculo con el Nuevo Mundo fue la reconstrucción de la marina, muy castigada durante la guerra de Sucesión y siempre acechada por el hostigamiento de los piratas y la Armada británicos. Del tiempo, dinero y esfuerzo invertidos resultó la renovación de los astilleros y la creación de arsenales y bases navales, todo lo cual redundó en un renacimiento naviero que posibilitó que el Imperio oceánico se mantuviera casi dos centurias más.

Modernización a la francesa

En 1746, y después de 45 años de reinado (el más largo de la monarquía española), Felipe V murió en Madrid. La España que heredaba su hijo Fernando VI era muy diferente a la que él había recibido. Varios elementos habían incluso restaurado el prestigio internacional de la monarquía española:

• El absolutismo del monarca.

• La uniformidad lograda en los distintos territorios del reino.

• El crecimiento económico y demográfico de España.

Luis I, el rey efímero

Felipe V fue el rey español que más años ocupó el trono: 45. Una cifra alejada del récord establecido por su abuelo el Rey Sol, que permaneció 72 en el de Francia, pero en todo caso muy respetable. Otro récord, pero muy distinto, lo tiene el olvidado Luis I el Bien Amado. En 1724 su padre Felipe V abdicó en él para poder optar a la corona gala, huérfana desde la muerte de Luis XV, pues el Tratado de Utrecht dejaba bien claro que la misma persona no podía reinar en España y en Francia. Luis I subió así al trono el 15 de enero de 1724, a los diecisiete años de edad, y lo dejó el 31 de agosto de ese mismo año fulminado por una viruela. En total, 229 días que hacen del suyo el reinado más breve y que obligaron a su padre a volver a Madrid.

Las reformas no se detienen

Fernando VI prosiguió la política de renovación del Estado emprendida por su padre centrándola sobre todo en dos aspectos:

• El sometimiento de la Iglesia española a las directrices de la Corona, algo ya perseguido por Felipe V, y que en 1753 se plasmó en la firma de un Concordato con Roma por el que el papa reconocía la facultad del rey para intervenir en la administración eclesiástica.

• La modernización de la Hacienda real, con vistas a cerrar los agujeros provocados por el excesivo coste de la burocracia, el ardor belicoso de Felipe V y la injusticia de un sistema de impuestos anclado en los privilegios de la Edad Media.

El segundo punto, sobre todo, tenía una importancia vital. Así, con el ilustrado Zenón de Somodevilla y Bengoechea, marqués de la Ensenada, al frente como ministro, se abordó la confección de un censo de todos los hogares y de sus ingresos para gravarlos con un impuesto único. La novedad, que podría calificarse de revolucionaria, fue que ese impuesto convirtió en contribuyentes por primera vez en la historia de España a los grupos privilegiados.

Los privilegios no se tocan

Como no podía ser de otro modo, la historia acabó mal. Conscientes de que su inmunidad fiscal comenzaba a tambalearse en los despachos de Madrid, los grandes aristócratas se levantaron de sus aterciopelados sillones para conspirar y abortar las reformas emprendidas. Y vaya si lo consiguieron. En 1754 Ensenada cayó en desgracia y su política fiscal quedó bloqueada. Cinco años más tarde, el rey, sumido en la locura desde la muerte de su esposa en 1758, moría en Madrid.

Carlos III, el rey ilustrado

Fernando VI murió sin descendencia, y el trono pasó así a su hermanastro Carlos III, quien hasta entonces había reinado cómodamente en Nápoles ganándose una justa fama de monarca reformista. Con él llegó a Madrid un séquito de ministros napolitanos decididos a aplicar en España las fórmulas económicas y políticas que tan buenos resultados habían dado en el reino italiano.

Hacía así acto de presencia en la corte de Madrid una forma de gobierno procedente de Francia por la cual un rey absoluto se rodeaba de una minoría culta para proyectar las reformas encaminadas al progreso cultural y material del país. Era lo que ha dado en llamarse “despotismo ilustrado”.

La primavera de la razón

para%20profundizar.jpgLa modernización de España era el gran reto de esos ilustrados, un grupo de pensadores que consideraba posible construir un mundo mejor, sin supersticiones ni tiranías, mediante el sabio uso de la razón. En permanente conflicto con la Iglesia y los tribunales de la Inquisición, esos filósofos, economistas y hombres de Estado creyeron encontrar en Carlos III la palanca ideal para levantar España. Todos defendían reformas, nunca revoluciones que rompieran los márgenes del Antiguo Régimen, el término con el que los revolucionarios franceses de 1789 designaban aquellas, para ellos caducas, formas de gobierno absolutistas anteriores a esa fecha.

Una bandera y un himno

Con los Borbones en el trono el concepto de patria referido a España adquiere un sentido nuevo, más allá de regionalismos. España empieza a verse como una nación y en ese sentido cobrará una gran importancia la confección de una bandera que haga que todos sus ciudadanos se reconozcan en ella. Éste será un proceso lento, pero el primer paso se dio con Carlos III, quien en 1785 organizó un concurso para diseñar una enseña que se identificara fácilmente en el mar y a la vez se distinguiera de las de otros reinos borbónicos, que compartían un mismo color blanco. El diseño escogido fue el que todavía hoy representa a España, dos franjas de color rojo que enmarcan otra gualda. Otro elemento nacional, el himno, también halla su origen en este reinado, pues fue Carlos III quien en 1770 convirtió en marcha real una anónima marcha de granaderos. Con Isabel II alcanzará la categoría de himno oficial de España.

Para esos profetas de la modernidad española, los problemas que atenazaban al país eran más que evidentes. Entre ellos citaban:

• El atraso económico.

• La parálisis crónica del campo.

• El anquilosamiento autocomplaciente de la aristocracia.

• El protagonismo asfixiante de la Iglesia.

• La ignorancia supina de las clases populares.

Todos aspiraban a una sociedad utópica, moldeada por el progreso y la ciencia, y así defendieron medidas como un cuerpo uniforme de leyes, una nueva división de provincias, un impuesto único, una enseñanza con estudios comunes, la exención de los privilegios militares…

EN%20SUS%20PALABRAS.jpgEsencial en todo ese proceso será la difusión del concepto “nación” y sobre todo del de “patria”, que hasta la llegada de Felipe V había tenido resonancias meramente localistas en España. El ensayista Benito Jerónimo Feijoo, autor del Teatro crítico universal, será uno de sus más eminentes adalides. Dicho en sus palabras: “La Patria a quien sacrifican su aliento las armas heroicas, a quien debemos estimar sobre nuestros particulares intereses, la acreedora a todos los obsequios posibles, es aquel cuerpo de Estado; donde debajo de un gobierno civil estamos unidos con la coyunda de unas mismas leyes”.

Esperanzas frustradas

Los primeros años de reinado de Carlos III despertaron la ilusión de los ilustrados. Sin embargo, la obsesión del soberano por devolver a España su lugar en el mundo acabó arruinando las expectativas creadas. Amenazas de Inglaterra, participación en la guerra de los Siete Años (1756-1763) entre Prusia y Austria al lado de esta última, intervención en la guerra de Independencia de Estados Unidos… Toda esta política exterior acabó agravando el ya de por sí delicado estado de las finanzas a la vez que exigía paz interna en la Península. Y ésta sólo podía conseguirse si la monarquía respetaba el marco social heredado y arrinconaba las reformas que tanta urticaria producían en la alta nobleza y la Iglesia. No en balde Carlos III necesitaba el apoyo de las fuerzas más conservadoras…

La reforma de la economía

No obstante, consciente como era de la importancia de contar con una economía saneada, el nuevo rey emprendió una política de promoción de la industria y el comercio. Ésta, no obstante, tropezó pronto con un mercado excesivamente regionalizado y de baja demanda. Tampoco iban muy bien las Reales Fábricas creadas por su padre Felipe V, dirigidas por oportunistas acostumbrados a que el Estado cubriera sus pérdidas, y que entraron en crisis en cuanto la Hacienda se vio incapaz de hacerse cargo de ellas.

Un mercado para todo el país

Ante esta situación, los economistas defendieron la idea de que el país sólo podría lanzar el vuelo con un mercado unificado y unas comunicaciones modernas. Entre las medidas propuestas para tal fin figuraban:

• Liberalizar las compras en el interior.

• Abaratar los transportes.

• Mejorar las infraestructuras.

• Perfeccionar la organización de los recursos y la explotación de los mercados americanos.

El primer plan de carreteras de España, destinado a unir la capital con Andalucía, Cataluña, Valencia y Galicia, surgió de aquí, del convencimiento de que los caminos construyen la nación. La inestabilidad política y el alto coste de las obras en un país de orografía complicada acabaron frustrando, una vez más, el proyecto.

El fin del monopolio comercial en América

Los intentos de reforma llegaron también a América, donde la burguesía criolla, o lo que es lo mismo, los hijos de españoles nacidos en el Nuevo Mundo, criticaban abiertamente el monopolio comercial establecido en el eje Sevilla-Cádiz desde tiempos de los Habsburgo. Enriquecidos con la exportación de cacao, tabaco y azúcar, veían cómo los mercaderes europeos ofrecían productos a un precio muy inferior al de una Península incapaz, por otro lado, de satisfacer todas sus demandas. Para remediar la situación, Carlos III abrió el tráfico americano a todos los puertos peninsulares, aunque la medida acabó beneficiando sólo a los comerciantes españoles en sus transacciones con las colonias y no a los americanos respecto a la metrópoli…

La prosperidad de Cataluña

Lo que sí consiguió la apertura del mercado americano fue estimular la industria en las regiones de la periferia peninsular. La burguesía española se fortalecía así a la sombra de la Corona. Y la más beneficiada fue Cataluña. Sus productores agrícolas y textiles conquistaron el amplio mercado interior de Castilla y los puertos americanos, hasta los que navegaban barcos catalanes cargados de manufacturas o aguardiente. Fue así como la burguesía de la región consiguió acumular los capitales necesarios para abordar con éxito la revolución industrial de la centuria siguiente.

Educación para todos

La nueva clase social formada por la burguesía sintonizó de inmediato con el afán reformista de la minoría intelectual ilustrada. Y una de sus primeras demandas fue la de una educación fundamentada en el pensamiento crítico y el desarrollo de la investigación.

Las demandas para combatir la ignorancia de la población resonaron con fuerza en la corte de Carlos III, pero chocaron, cómo no, con la tradicional oposición de las clases dominantes y la Iglesia, que mediante el control de los Colegios Mayores, cantera de la burocracia estatal, bloqueaba cualquier intento de cambio. Sus tesis se impusieron y las aulas permanecieron sumidas en su letargo. No obstante su fracaso, el deseo ilustrado de convertir la enseñanza en un factor de integración nacional prepararía el camino al liberalismo de la centuria siguiente.

Estómagos alborotados

La regeneración de la economía trajo consigo la recuperación de la población, que pasó de los siete millones y medio de la época de la guerra de Sucesión a los más de diez millones y medio de mediados del siglo XVIII. Sin embargo, la salud demográfica seguía muy vinculada al campo y las cosechas. Éstas habían progresado con la exitosa introducción de productos americanos como el maíz, la remolacha y la patata, pero doblada la centuria la sensación de prosperidad se vio truncada por una fatal conjunción de sequías, epidemias, caídas de salarios e inflación, que hicieron todavía más pronunciados los desequilibrios sociales. El número de indigentes se multiplicó dramáticamente y con él las posibilidades de rebeliones y amotinamientos.

El motín de Esquilache

recuerda.jpgHábilmente manipulado por la Iglesia y la alta nobleza, el polvorín social acabó estallando en 1766 en un motín que se convertiría en símbolo del rechazo de la política ilustrada. Las medidas emprendidas por el marqués de Esquilache, ministro y hombre de confianza del rey, en busca de la libertad de precios agrarios, la recuperación de los señoríos por la Corona o la desamortización de los bienes de la Iglesia asustaron una vez más a unos privilegiados del reino que últimamente no ganaban para sustos.

La espita que precipitó todo fue, como casi siempre en estos casos, anodina: un decreto que pretendía erradicar el uso de la capa larga y el sombrero de ala ancha en Madrid, para asegurar el orden público (los embozados podían esconder armas entre sus prendas y cometer las más diversas tropelías amparados por el anonimato) y, sobre todo, mejorar la imagen de una capital que Carlos III quería adecentar y renovar. El 23 de marzo, una multitud enfurecida se echó a la calle. Los tres días de violencia social que siguieron degeneraron en una crisis tal que obligó a Esquilache a huir a Italia.

La expulsión de los jesuitas

La crisis de Esquilache acabó volviéndose contra la jerarquía eclesiástica. El miedo a suscitar nuevas revueltas hizo encallar la tímida liberalización económica emprendida por Carlos III, pero no impidió que éste redoblara los esfuerzos por ampliar los derechos de la Corona sobre la Iglesia.

El golpe de gracia en la lucha entre el poder político y el espiritual fue el decreto de expulsión de los jesuitas de España. El gobierno ilustrado siempre había visto con suspicacia a la Compañía de Jesús, cuya dependencia de Roma consideraba una infidelidad al Estado. Su riqueza y el control de la educación aumentaban el recelo. Pero fue su responsabilidad en el motín de Esquilache lo que acabó estrechando el cerco sobre ella. Así, en 1767 Carlos III la expulsó de todos los territorios de la Corona, enturbiando aún más las relaciones con el papado, pero el rey no se atrevió a ir más allá y entrar a fondo en la reforma de la Inquisición.

Otra reforma que se queda en el papel

El motín de Esquilache dejó huella en la corte española, temerosa desde entonces de nuevos amotinamientos. Una cosa, no obstante, estaba clara: la razón de esa revuelta no había sido el derecho a llevar una capa más corta o más larga, sino el hambre. De ahí que los dirigentes políticos vieran la necesidad de una rápida reforma agraria. Los labradores día a día se hundían por los abusos, mientras la Iglesia y la aristocracia acaparaban grandes ingresos que ni siquiera invertían, sino que gastaban en lujosas residencias y un alto tren de vida. Si el campesinado accedía a la propiedad de la tierra que cultivaba, España por fuerza tenía que mejorar.

El gobierno intentó llevar a la práctica la teoría y encargó informes sobre el estado del campo, fomentó la construcción de canales de riego, repartió tierras comunales entre los campesinos y promovió la colonización de enclaves como Sierra Morena… Pero, como siempre, los de siempre, la Iglesia y los nobles, consiguieron abortar todas esas iniciativas. Ante la falta de una clase social ilusionada por consolidar las reformas y levantar un proyecto alternativo al vigente, todo cambio estaba condenado al fracaso ante los contragolpes de los celosos guardianes del pasado. Cuando Carlos III murió en 1788, sus reformas llevaban largos años estancadas o anuladas…