Capítulo 14

-DON MARTÍN —dijo Lezo tras leer la misiva—, en verdad que no deja de sorprenderme vuestro cuñado. No seré yo quien ponga en duda el valor de sus intenciones y el de su acción, pero lo creo una locura, va a ser muy difícil que logre engañar a los ingleses, si antes no se pierde en los pantanos… Decidme, capitán, ¿qué queréis hacer?

—General, mi deber es quedarme con vos y…

—Sé lo que me vais a decir…, que aunque vuestro corazón se inclina por ir a buscarle os quedaréis a mi servicio… Buen amigo —dijo a Sepúlveda en tono cariñoso—, porque conozco vuestra vida, la historia que os ha marcado y la relación familiar que os une, creo que no podéis desatender el auxilio de vuestra esposa, pues no es sino una nota de socorro la que os envía doña Beatriz… Id a buscarle, es muy difícil que los ingleses puedan atacar esta noche e incluso la de mañana, no os será difícil dar con él y volver antes de los combates.

—Muchas gracias, general; siempre habéis sido comprensivo conmigo.

—No digáis naderías, no sólo somos hermanos de armas, sino amigos… Id con Dios.

—Que Él os guarde, señor.

Don Martín se retiró para preparar su marcha, tomó una alforja amplia e introdujo ropa y calzado civil. Sabía que don Diego sólo podría llegar al enemigo por el camino que había conocido durante su acción de guerrillas, era un sendero apartado y que suponía dar un rodeo grande antes de llegar hasta el enemigo, tenía por seguro que lo encontraría allí.

Sepúlveda conocía mejor el territorio, lo había recorrido en varias ocasiones junto a don Blas durante la preparación de las defensas, también la zona pantanosa donde se escondió con las partidas antes y después de los ataques. Corrió para llegar hasta el punto más alejado de la capital por el que debía pasar Zúñiga, sabía que él no había llegado aún; el peligro no era menor, pues esa zona estaba muy cercana a los ingleses.

Al llegar al mismo estudió el terreno, no encontró rastro alguno, comprobó que nadie podía haber pasado por allí recientemente, las lluvias borraron las huellas antiguas y el fango no tenía marcado pisadas recientes.

Se escondió entre la abrupta maleza que ocultaba parte del tortuoso camino. Era de noche pero había luna llena, lo que daba ventaja para identificar cualquier movimiento cercano, coligió que esa noche no sería buena para el ataque enemigo, la luminosidad de la luna impedía ocultar los movimientos en la oscuridad, lo que tranquilizó su ansia por volver al castillo.

Durante la espera pensaba en doña Beatriz, llevaba muchos días sin verla, deseaba abrasarla y besar sus labios, su existencia no la concebía sin la mujer que le ganó el corazón. Si moría en combate su esposa volvería a sufrir otro gran golpe, había perdido a sus padres de joven, quedando sin recursos, sólo la bondad de don Pedro de la Barrera y de su hija doña Lucía suplieron en parte la falta de la familia. Luego pensó en don Diego, su cambio le había sorprendido, cada vez le era más difícil marcar distancias con él, aunque lo intentó asesinar en dos ocasiones, también otras dos le había salvado la vida y demostró un gran valor en combate. Su última acción denotaba una enorme valentía, aunque no exenta de inconsciencia y temeridad, temía que algo hubiera afectado su juicio durante la convalecencia; dejó de cavilar, no quería que las ideas minaran su ánimo esos días de combate. Miró la luna llena que reinaba en la noche rodeada de miles de estrellas que salpicaban el firmamento, era un cuadro hermosísimo, nunca había visto noches tan espléndidas como aquéllas. Desde que llegó a Cartagena le gustaba pasar horas observando el cielo, durante su estancia en la nave capitana ordenó colocar una hamaca en cubierta para poder dormirse contemplando las estrellas y las luces fugaces que cruzaban el cielo perdiéndose en el infinito. Cuando lo destinaban a las fortalezas subía su jergón hasta las cubiertas y allí se recostaba, pero desde que comenzaron los combates fue imposible hacerlo. Dio gracias a Dios por esos instantes y comenzó a rezar, aunque era un hombre religioso, aquellas circunstancias le habían hecho acercarse más a Dios, a rogar Su protección para él y sus seres queridos.

Estaba orando cuando escuchó un crujir distante entre la maleza. Sacó la daga del tahalí para estar prevenido, podía ser don Diego pero también algún explorador enemigo. Esperó a que estuviera cerca para comprobar la identidad de quien se aproximaba, un solo hombre del que, a pesar de la noche clara, no podía ver su rostro. Decidió acometerlo por la espalda; si era un enemigo lo mataría y se ocultaría entre la maleza, ya que podían venir más tras él. La gran corpulencia del capitán le daba ventaja en el cuerpo a cuerpo; lo aprisionó fuertemente con el brazo derecho en el que portaba la daga, mientras con el izquierdo tapaba su boca.

—¡Don Martín! —exclamó Zúñiga una vez que le soltó tras comprobar su identidad—. ¿Qué hacéis aquí?

—Doña Beatriz me envió un correo en el que me comunicaba la locura que habéis cometido; he venido a buscaros.

—No es ninguna locura, lo he meditado mucho y creo que puedo hacer un buen servicio con esta acción.

—Sólo vais a conseguir dejar una viuda, debíais haber pensado en doña Lucía y en vuestro hijo antes de acometer esta acción.

—¿Y vos no pensáis en doña Beatriz cuando vais al combate?

—Es muy diferente, don Diego, mi esposa sabía que yo era soldado, es mi vida y mi oficio, y es consciente de a lo que me expongo, pero éste no es vuestro caso.

—Perdonad que os corrija capitán, pero desde que me admitieron al servicio de armas tengo contraídas las mismas obligaciones, os recuerdo que ya he combatido en varias ocasiones por nuestro rey y que, de no ser herido, ahora debería estar en el campo de batalla.

Don Martín sabía la razón que asistía a Zúñiga, no decía nada que no fuera cierto.

—Bueno, don Diego, no perdamos más tiempo, vayámonos ya, el castillo de San Felipe puede ser asaltado en cualquier momento, oíd el ruido de los cañones, no han parado de disparar en tres días sobre sus muros.

—Lo siento don Martín, pero he venido a cumplir una misión que me he impuesto y nada ni nadie va a impedirlo.

—Ya conozco vuestras intenciones, leí el recado que dejasteis a doña Lucía; pero vos lo habéis dicho, os encontráis bajo jurisdicción militar y os ordeno como superior que regreséis conmigo.

—Habréis de forzarme, pues no iré de buen grado, lo sabéis.

Sepúlveda podía neutralizar a don Diego con poco esfuerzo, había notado su debilidad en el forcejeo, pero tendría que golpearle hasta que perdiera el conocimiento y luego cargarlo a la fortaleza. Se quedó unos instantes mirando fijamente a Zúñiga.

—Vuestro cambio no deja de sorprenderme, don Diego… Tenéis una testa dura, siempre la habéis tenido…

—Vos lo debéis saber que me la partisteis.

—Por eso lo digo, me dolió la mano durante días —contestó sonriendo. Era la primera vez que dirigía su sonrisa a don Diego y esto llenó de satisfacción a Zúñiga, supo que había vencido la gran distancia que hasta entonces les separaba.

—Hacéis falta en el castillo, id allí, yo sé como arreglármelas.

—Don Diego no digáis sandeces, si en lugar de ser yo hubiese sido un soldado inglés, ahora no os contaríais entre el número de los vivos; como sabéis, soy responsable de vos ante el general, pero también ante mi esposa y la vuestra, no puedo decirles que os he hallado y dejado continuar el camino…

—Con no decirlo tenéis bastante, capitán.

—No para mi conciencia y honor… Iré con vos y correré vuestra suerte.

—¿Pero estáis loco?

—No menos que vos, don Diego… Hemos de actuar con rapidez para regresar al San Felipe antes del ataque; pero hay que ser cautos, tomad esta ropa y cambiaros —dijo mientas extraía varias prendas y calzado de su alforja—, ningún inglés va a creer a un supuesto desertor que se presenta con ropas militares españolas.

—Sería lo más lógico, he huido de la líneas españolas con lo puesto…

—No es así, estáis en un error, tendremos que convencerles de que venimos de la capital, pues del San Felipe es imposible, está sitiado y con todos los defensores en las murallas, sería inverosímil decir que huimos delante de ellos. Pero en tiempo de guerra hay toque de queda en la ciudad, únicamente los piquetes de guardia están en las calles a esas horas y sólo en sus zonas de vigilancia, no pueden rondar por otras. Presentarnos con vestimentas militares supone haber pasado por los puestos de vigilancia sin impedimento alguno, lo que nos convierte en espías, nos fusilarían al instante. Debemos decir que huimos de la ciudad, del hospital donde curábamos nuestras heridas, vos continuáis vendado y yo tengo mis magulladuras aún frescas; además, hemos de buscar un argumento convincente y que nos entiendan los ingleses, con seguridad no hablarán español.

—Por ello no preocuparos, don Martín, hube de aprender la lengua inglesa y algo de la toscana para los negocios de mi familia, no se me dio mal, sabéis que siempre fui hábil en los estudios.

—Entonces sólo nos queda urdir una historia convincente y concretar la estrategia que debemos seguir.

—Nada más fácil que contar parte de verdad entre la añagaza. Creo que deberíamos conservar nuestros nombres, así no damos ocasión a confundirnos ante el enemigo; diré que soy un penado de la justicia condenado a servir en la Armada, que no es totalmente falso, explicaré que mi madre era hija de ingleses… ¿Sabéis?, mi bisabuela fue una noble católica inglesa, había nacido en el condado de Norfolk y vino a España con los negocios de su padre, por lo que puedo dar muchos datos sobre ella y su lugar de origen. No sería difícil convencerles de que, con mi condición de presidiario y siendo medio inglés, las sospechas recaían en mí, teniéndome aislado y trabajando en los lugares más peligrosos.

—Eso es razonable, pero en mi caso, ¿qué podemos decir?

—Que sois soldado, pues nadie creería que un capitán fuese prófugo, también penado por indisciplina a trabajos forzados.

—¿Y las heridas por las que ingresamos en el hospital?

—Una bomba cayó junto a nosotros cuando estábamos reforzando las defensas del perdido castillo de San Luis… No se me ocurre nada mejor capitán.

—De momento dejad de llamarme capitán, pues nos descubrirían… En verdad que sois ingenioso, espero que seáis también convincente, en ello nos va la vida. Conozco los senderos por donde confundirles mejor que vos, debéis dejarme ir delante, cuando considere que les hemos extraviado diré una palabra clave: «dragón», entonces deberéis correr todo lo que podáis, cada uno por un lado diferente pero siempre buscando el camino por el que vinimos, nos reuniremos en el lugar que os encontré.

—Entendido, don Martín; que Dios nos ayude.

—Que así sea y Su misericordia infinita nos acompañe.

Ambos se marcharon en busca del enemigo, el capitán iba dejando señales en los árboles con su espada, para que Zúñiga se orientara si se descaminaba. No tardaron mucho en avistar un importante número de soldados ingleses al frente de un capitán. Salieron con las manos en alto de entre la maleza, los primeros instantes eran peligrosos, podían ser recibidos a tiros antes que preguntar. Para evitarlo, don Diego voceó palabras de ayuda en inglés, lo que hizo que no cargasen contra ellos; fueron rodeados y encañonados por el enemigo, luego los llevaron a presencia del capitán.

Don Diego comenzó a narrar su invención al oficial inglés, quien revelaba en su rostro una evidente y lógica desconfianza. Sepúlveda se consideró perdido, todo había sido una locura, pensó que en lugar de una viuda dejarían dos. Sin embargo, la palabrería de Zúñiga comenzó a dar resultado con el inglés. Aunque dudaba de todo lo oído, si era verdadera aquella historia ganaría muchos puntos ante sus mandos superiores, hacía años que esperaba el ascenso y era una buena ocasión para lograrlo si resultaba ser cierto lo contado por los prófugos. Debía asegurarse y decidió llamar a otro capitán, era natural de Norfolk, lugar donde había nacido la bisabuela inglesa de Zúñiga.

Ambos se ensalzaron en una larga y tensa conversación, don Martín no entendía nada, el nuevo capitán inglés era enjuto y altanero, no dejaba apreciar ninguna alteración en su rostro. Pero al poco Sepúlveda observó cómo el británico levantaba una ceja y parecía sorprendido, en aquel instante cambió todo, perdió tensión la conversación y se hizo más fluida; poco después se despedía dando la mano a don Diego, lo que sorprendió a Sepúlveda.

Tras la conversación, los capitanes ingleses se reunieron mientras permanecían los españoles bajo custodia. El centinela estaba algo apartados de ellos, por lo que don Martín preguntó a Zúñiga:

—¿Qué ha sucedido, don Diego? El inglés no parecía disgustado.

—No puede estarlo, don Martín, creo que todo ha salido muy bien. Ese capitán era natural de Norfolk, el condado originario de mi bisabuela, lo trajeron para interrogarme y cazarme en alguna mentira que pudiera descubrirnos; pero cuando le dije el apellido de mi abuela se quedó sorprendido, pues es uno de los linajes más importantes del condado, me interrogó sobre la familia, el origen, el escudo… Cuando un tío de mi madre quiso ingresar en la Orden de Calatrava tuvo que investigar y demostrar la nobleza de su linaje inglés; me dio copia de su expediente, siempre me ha gustado estudiar la genealogía familiar y estaba muy informado de los Collingwood, que así se apellidaba mi bisabuela. He dado tantos datos al capitán inglés que no ha podido dudar, es más, me ha hecho saber que éramos parientes lejanos por un entronque con mi familia, le facilité noticias que desconocía y desea continuar nuestra conversación para tomar algunas notas.

—Parece que Dios nos asiste, don Diego; esperemos que siga así. Lo que no entiendo es cómo no preguntó el motivo por el que un descendiente de tan ilustre linaje inglés ha terminado de penitenciado en la Armada española.

—No dudéis de que lo ha hecho; le conté que mi familia invirtió mal en España y perdió el capital traído de Inglaterra, que hubimos de pagar grandes deudas, muchas de ellas contraídas por mí, por lo que fui a prisión. Allí supe que alistándome al servicio de su majestad como peón en los barcos reduciría mi pena y tendría paga. Luego sólo tuve que convencerle del mal trato recibido durante todo este tiempo, lo que hizo plantearme ir a Inglaterra, ya que en España sólo me esperaban la cárcel y las privaciones. De vos he dicho que sois mi compañero en las desdichas, que conocéis perfectamente estos parajes y los puntos débiles de la defensa española, por lo que deberemos ir juntos para yo traducir cuanto digáis.

—No dejáis de sorprenderme, don Diego…

—Creedme que no es lo que busco…, pero sí vuestro perdón y, con el tiempo, vuestra estima.

—Vais por buen camino, señor de Zúñiga… —contestó mientras le dedicaba una sincera sonrisa—. Ya hemos superado el primer peligro que estimo el más grave, pero queda el segundo, perderlos en zona pantanosa sin que lo adviertan y luego huir con rapidez, esto último será más fácil, no creo que se adentren mucho en las ciénagas persiguiéndonos. De vuestro don de palabra depende que se convenzan de que el camino elegido es el mejor para atacar las posiciones españolas.

—Descuidad, lo haré lo mejor que pueda… Don Martín, ahí vienen los capitanes, levantémonos.

Los ingleses no querían perder tiempo, el ataque era inminente y debían tomar las mejores posiciones para el asalto. Apenas media hora después los dos españoles encabezaban una nutrida columna enemiga a la que seguían tropas más numerosas. Por las conversaciones que pudo escuchar, don Diego supo que las fuerzas estaban al mando del coronel Wynyard, encargado de atacar el sur de la fortaleza con mil hombres. Creían que los españoles les llevarían hasta allí por el camino más corto y seguro, indicándoles las zonas desprotegidas del castillo de San Felipe de Barajas.

Las torrenciales lluvias de los últimos días habían convertido el territorio en un lodazal, lo que suponían una ventaja para los sevillanos, ya que los ingleses al principio no podrían notar la diferencia del terreno llovido que pisaban con los empantanados, no se darían cuenta hasta verse perdidos en las ciénagas.

Don Diego sí notó el cambio de terreno, los ataques de los insectos se hacían insoportables, los pies se hundían profundamente en el barro, más a los soldados que difícilmente podían caminar con la pesada impedimenta y sostenían las armas a duras penas mientras intentaban ahuyentar a los feroces mosquitos; pero debían llevarlos a una zona recóndita de los pantanos, donde fuera difícil salir de allí.

Sepúlveda vio cómo el capitán inglés se impacientaba y gritaba a Zúñiga, temía que todo se echara a perder y aún no se habían adentrado lo suficiente en los cenagales como para desorientar al enemigo; afortunadamente don Diego sabía calmarle. Media hora después llegaban al lugar buscado, Zúñiga captó la mirada de don Martín, estaba preparado cuando dijo: «¡Dragón!».

Ambos comenzaron a correr en direcciones diferentes, los soldados tardaron en reaccionar, el lodazal y el pesado equipaje dificultaban la maniobrabilidad, sólo el capitán pudo disparar su pistola, errando por la oscuridad de la fronda que tapaba los rayos de luna. La mayoría de los ingleses no llevaban preparadas las armas de fuego, estaban muy ocupados ahuyentando mosquitos e impidiendo que la pólvora y mechas se mojasen.

Los jefes británicos se vieron burlados y perdidos en un lugar lleno de peligros, el mal estado de las tropas y el terreno impedían una rápida reacción, el pánico y el desorden cundieron entre las compañías. Algunos soldados fueron mordidos por serpientes venenosas y muchos otros cayeron exhaustos en el fango. Iban a tardar horas en reorganizarse y salir de aquel laberinto cenagoso, pero lo harían con grandes pérdidas humanas. Los que lograron huir de allí estaban extenuados; con las caras, manos y uniformes manchados de barro grisáceo parecían una comitiva patibularia, un regimiento de muertos vivientes.

Don Martín llegó primero al punto de encuentro y don Diego no tardó mucho más; cuando se vieron comenzaron a reír, el capitán hizo una señal, debían seguir corriendo hasta el castillo.

Llegaron antes del amanecer, para ello tuvieron que sortear los cientos de proyectiles que caían incesantemente sobre el San Felipe; la ofensiva de la infantería inglesa era feroz y el ruido infernal, todo el castillo se envolvía en un halo de humo, polvo y pavesas incandescentes que le daban un aspecto apocalíptico. Estaba claro que Vernon había decidido emplear todas sus fuerzas en el ataque.

Una vez puestos a salvo, don Martín se dirigió a las habitaciones de la tropa, a pesar del intenso ruido había hombres durmiendo profundamente, algunos llevaban tres días seguidos sin poder hacerlo. Tras descansar seis horas eran relevados por otros combatientes a los que le tocaba recobrar fuerzas con el sueño. Sepúlveda ordenó a un soldado darle aposento a Zúñiga, estaba agotado, el esfuerzo realizado con un cuerpo debilitado por la convalecencia había sido titánico y se notaba en la palidez de su rostro.

—Capitán —dijo el soldado—, sitio hay, pero no catres, más de la mitad se han enviado a la enfermería para los heridos, puedo colocarle una mesa y unas mantas para que se acueste sobre ella.

—No os preocupéis don Martín —intervino Zúñiga—, sólo necesito sentarme unos minutos, luego estaré bien y dispuesto a combatir.

—Deberíais ver vuestra cara, he visto muertos con la color más subida que vos; venid conmigo. —Lo llevó hasta su habitación—. Quedaos aquí y descansad, lo necesitáis más que yo, además tengo muchos asuntos urgentes que arreglar.

—Deseo ayudaros, don Martín, ser útil.

—Lo seréis cuando hayáis descansado; vendré por vos dentro de unas horas, está amaneciendo y el enemigo no intentará asaltar el castillo hasta la noche. Descansad, cerraré la puerta por fuera para que no os molesten, pero antes os haré traer comida y algún reconstituyente para tomarlo ahora o cuando despertéis.

Don Diego no puso más resistencia, se encontraba extenuado, apenas le salía el habla. Se recostó en el catre, cerró los ojos y se quedó profundamente dormido en pocos minutos.

Sepúlveda no pensaba despertarle, le dejaría dormir todo lo que necesitase; tras llevarle comida fue a dar las novedades a don Blas de Lezo.

—En verdad, don Martín —dijo el general—, que vos y vuestro cuñado debéis tener una especial protección del Altísimo. Todo cuanto me habéis referido es digno de recogerlo en mi diario y lo haré cuando termine esto. ¿Dónde está Zúñiga ahora?

—Lo he dejado descansando en mi cuarto.

—Vos debéis hacer lo mismo de inmediato.

—Hay tiempo para ello, señor; de seguro que atacarán mañana por la noche, las tropas que hemos desorientado tenían orden de asaltar el castillo por el sur y allí se dirigían.

—Afortunadamente, y a pesar de este intenso bombardeo, estamos en situación de hacerles frente, no hemos parado de reforzar nuestras posiciones, hay municiones suficientes y la moral de los soldados es muy alta, todo lo contrario que el enemigo. No obstante, reforzaremos las defensas de la cara sur, aunque el ataque más importante tendrán que llevarlo a término de frente, es allí donde estará el grueso de nuestros hombres, pues los que logren subir la pendiente y ponerse a salvo del fuego artillero sólo podrán ser reducidos con fusilería. Para impedir que alcancen la muralla el menor número posible de ingleses mandé cavar una línea de trincheras que dificultará la avanzada del enemigo.

—General, pido permiso para formar parte de los oficiales que la manden.

—De momento, don Martín, tenéis permiso… no, no, permiso no, sino orden de retiraros a descansar. Mandaré al ordenanza que os acomode, hay habitaciones de oficiales vacías, las de los heridos. Recodad bien que es una orden, no quiero saber de vos hasta el anochecer. Eso es todo.

—Muchas gracias, general; pero permitidme el atrevimiento de deciros que vos también debéis descansar.

—Descuidad que lo haré, id con Dios.

—Que Él os guarde.

Don Blas, lejos de retirarse a descansar se metió de lleno en el estudio de sus mapas, luego, en medio del fuego enemigo, volvió a pasar revista a las baterías. Eran más de las cinco de la tarde cuando cerró los ojos por primera vez en tres días, con la orden de ser despertado al anochecer.

Antes de dormir, don Martín escribió un recado a su esposa para comunicarle que Zúñiga estaba bien, también le reiteraba su profundo amor, no quería que sonara a despedida, pero era inevitable que doña Beatriz pensara en ello. El mensaje lo llevaría uno de los avezados guías nativos. Después se echó a descansar, a pesar del cansancio le costó conciliar el sueño; repasó las vivencias de la noche anterior, le habían unido a don Diego más de lo que deseaba, en el fondo le costaba un gran esfuerzo perdonar a quien le intentó matar dos veces, aunque le hubiera salvado la vida otras dos, pero Zúñiga había cambiado y creyó el momento de pasar página y perdonar.

Wentworth, el general responsable de las operaciones terrestres, dispuso sus fuerzas en tres columnas, las componían varias compañías, granaderos y los macheteros jamaicanos, esclavos al servicio de los británicos, que irían al frente.

El general inglés esperaba que Wynyard, una vez reorganizado sus hombres, atacara por el sur. Wentworth ordenaría un ataque de simulación por el sudoeste con el objeto de distraer a los españoles y avanzar más cómodamente.

Don Martín se despertó pasadas las ocho de la tarde, se extrañó de haber dormido tanto a pesar del intenso cañoneo enemigo que no cesó durante toda el día; se encontraba totalmente recuperado, sabía que el asalto enemigo no se había desencadenado aún, el mismo fuego de artillería lo delataba. Las baterías inglesas deberían disminuir el fuego antes de avanzar las tropas para no causar víctimas en sus filas, tampoco se oían descargas de arcabuces desde el castillo y aún no había comenzado la anochecida. Tomó un tazón de leche con pan migado, lo dejó el ordenanza en su puerta, luego se aseó, tenía pegado barro por todo el cuerpo; por último sacó su mejor casaca del baúl, si iba a morir que fuese vistiendo galas militares. Antes de ponerse a las órdenes de don Blas se acercó a ver cómo estaba don Diego, seguía durmiendo, el alimento que le llevó estaba intacto, había recobrado el buen color, lo que tranquilizó al capitán. Al salir no cerró la puerta, ya se levantaría cuando el cuerpo estuviera saciado de sueño y descansado.

Encontró a don Blas observando al enemigo con un catalejo, estaba en la muralla más castigada por el fuego inglés, desafiando las bombas que caían alrededor, varios miembros de su consejo le acompañaban. Se acercó sin interrumpir, sólo inclinó su cabeza a Lezo en señal de saludo.

—Señores, vosotros mismos podéis ver que hay un intenso movimiento de tropas enemigas, no hay duda que actuarán esta noche. Mis órdenes son claras y concretas, las tenéis por escrito para que no surja duda alguna, cualquier cambio en la situación debe comunicárseme inmediatamente. Las baterías están bien servidas y pertrechadas, no obstante, ahorrad munición hasta tener un blanco certero. He dispuesto mandar cien avezados fusileros a las trincheras como primera línea de resistencia, irán al mando del capitán Sepúlveda y tres alféreces. Su misión es causar el mayor número de bajas posibles a los ingleses, no la de aguantar hasta el final e ir a un cuerpo a cuerpo que tendríamos perdido por el mayor número enemigo, deberán replegarse cuando el inglés esté muy cerca, son hombres diestros que necesitaremos en las murallas. Yo regresaré a Cartagena para dirigir el combate con el virrey Eslava y seguir las operaciones; el coronel Desnaux queda al mando del castillo.

A pesar del feroz bombardeo inglés sobre la fortaleza, los españoles habían logrado abrir una vía de comunicación que les llevaba hasta Cartagena, aunque el peligro seguía siendo muy alto; por allí entraban víveres, municiones y soldados.

A las tres de la madrugada del jueves 20 de abril las fuerzas británicas comenzaron la subida al cerro de La Popa. Don Martín había tomado posición con los cien fusileros en las trincheras abiertas delante de la fortaleza; desde allí debía procurar diezmar al enemigo. Los ingleses enviaban en vanguardia a mil macheteros jamaicanos, estos esclavos negros serían carne de cañón. Sepúlveda dispuso a sus hombres de la misma forma que lo hizo en la playa de La Popa, dos líneas con varios arcabuces cargados cada uno más una pistola, además se usarían granadas de mano.

Los esclavos iban mandados por oficiales británicos, también marchaban entre los primeros algunos soldados regulares que impedirían la deserción de los jamaicanos. Desde las trincheras cada vez se oían más cercanas las pisadas de miles de hombres subiendo y tajando con las botas los matojos a su paso, el bombardeo había disminuido para evitar víctimas amigas. Al poco se divisó una marea de hombres negros y salpicados entre ellos algunos de rojizas casacas.

Cuando estuvieron a tiro tronó la fusilería española. Las dos primeras descargas causaron una gran mortandad, cerca de doscientos enemigos habían quedado en tierra. Inmediatamente después del fuego de arcabuces, una lluvia de granadas caía sobre los que aún intentaban avanzar. Muchos jamaicanos huyeron sin que pudieran remediarlo los ingleses, la mayoría de los oficiales al mando habían caído, pues eran blanco preferente de los españoles.

El humo de la pólvora era denso, apenas se podía respirar, los gritos de dolor se confundían con las órdenes de oficiales al mando de nuevas tropas asaltantes. El espectáculo era dantesco, heridos con miembros desgarrados colgantes y rostros desfigurados deambulaban con las caras ensangrentadas y la mirada perdida; el ruido ensordecedor de las baterías del San Felipe silenció todos los demás. El avance quedó detenido, cientos de cuerpos despedazados se agolpaban impidiendo el ataque de nuevas tropas, más en una pendiente empinada por la que rodaban muchos cadáveres debiéndolos sortear quienes avanzaban. También era un duro obstáculo el suelo mojado por las lluvias al que se añadían los caños de sangre resbaladiza mezclada con barro; los soldados cargados con su pesada impedimenta apenas progresaban, ello daba ocasión a recargar las armas de las trincheras y hacer sucesivas descargas.

Pero el número de atacantes era tan superior que don Martín mandó replegarse cuando el enemigo estuvo muy cerca; corrieron hacia la entrada del castillo, desde sus murallas cubrieron la retirada. Sepúlveda subió al baluarte con los fusileros y desde allí continuaron la defensa. A distancia pudo observar a don Martín disparando sobre el enemigo, un ayudante civil le iba entregando armas cargadas, pues se había ganado justa fama de gran tirador. Las oleadas de tropas enemigas se sucedían sin descanso, muchos lograron ponerse al abrigo de las murallas, donde los españoles tenían más fácil el blanco. Para la acometida final debían emplear escalas, pero los ingleses vieron con terror que las escaleras resultaban cortas, los fosos mandados ahondar por Lezo hacían insuficiente su altura. Después de tan elevada pérdida de vidas no se podía asaltar el castillo y se encontraron bajo un certero fuego español desde lo alto de la muralla, era un error fatal de cálculo, para nada había servido aquella carnicería.

El desconcierto entre los atacantes era general, los arcabuceros españoles barrían a los que habían superado la pendiente, los ingleses no podían resistir y las tropas del coronel Wynyard optaron por retirarse, la mortandad fue terrible.

El virrey y Lezo habían seguido el desarrollo de aquella decisiva batalla a través de los continuos correos que se recibían. Con sus catalejos estudiaban la marcha de las operaciones en el puesto de mando en la bahía de la Media Luna y desde allí ordenó abrir fuego contra los ingleses que comenzaban a replegarse desordenadamente, en desbandada.

Ante el repliegue del enemigo, el coronel Desnaux mandó una salida en persecución de las tropas inglesas. Sepúlveda dirigió una de las secciones, otra don Melchor de Navarrete quien, con sus hombres, a bayoneta calada, terminaba con los enemigos rezagados que huían atropelladamente. La gran mortandad entre los mandos británicos impedía organizar una retirada más segura cubriendo a los que retrocedían con secciones de fusileros.

El ataque de distracción que el coronel Grant había comenzado por el sudeste no corrió mejor fortuna. La artillería de las murallas de Cartagena los descubrió y disparó sobre ellos a la vez que lo hacían los cañones del San Felipe. Los ingleses se encontraron en medio de un mortífero fuego cruzado que barría sus tropas con gran facilidad, el coronel Grant murió a los inicios del combate, lo que creó un enorme desconcierto entre las fuerzas asaltantes.

Los gritos de júbilo y victoria de quienes defendían el San Felipe retumbaron en toda la plaza, a ellos se sumaron los de la población, las iglesias de Cartagena comenzaron a repicar las campanas incesantemente. El pueblo se echó a la calle, aun sabiendo que aquello no era más que el triunfo de una batalla, pero de una que Vernon quería convertir en definitiva.

Una vez despejado el humo y el polvo de la batalla, el panorama que apareció antes los ojos de los españoles fue desolador, amasijos de carne ensangrentada salpicaban el terreno, apenas quedaba espacio que no estuviese cubierto por cadáveres; las baterías habían silenciado sus feroces bocas y un murmullo de lamentos desesperados brotaba de los moribundos dejándose oír por todo el campo de batalla. Cientos de aves de rapiña comenzaron a cubrir los cielos y a volar en círculo sobre la zona, en espera de hacer presa en las carnes muertas.

Al volver Sepúlveda y sus hombres de la batida se detuvieron a observar aquel entenebrecido paisaje, antes no lo pudieron apreciar en toda su magnitud por la tensión del combate y la humareda levantada durante la contienda. Sepúlveda dio la orden de respetar a los heridos y atenderles en lo posible.

Wentworth pidió a los españoles permiso para retirar a sus muertos y heridos en combate. El coronel Desnaux le concedió plazo para hacerlo hasta la caída del día, e incluso le facilitó la colaboración de los médicos españoles, pero los heridos leves no podrían regresar, quedarían como prisioneros en un improvisado hospital militar a las afueras de la fortaleza, en previsión del contagio epidémico, pues una vez repuestos eran armas contra los defensores de Cartagena.

Los españoles comprobaron in situ el alto nivel de desmoralización que sufría el enemigo, a la vez conocieron el verdadero alcance de las víctimas causadas por la epidemia, una epidemia que comenzaba a extenderse por la propia Cartagena. Muchos ingleses salvaron la vida en manos de los cirujanos españoles, en las naves británicas sólo les quedaba la opción de recuperarse en las bodegas que hacían las veces de hospitales, hacinados junto a los contaminados por la epidemia, sin apenas medicinas y comida.