Capítulo 15
LOS gritos de Vernon retumbaban en su camarote a la vez que los golpes que enérgicamente daba con el puño sobre la mesa, hasta el punto de hacer saltar un tintero que manchó su mano. El oficial ayudante se apresuró a sacar un lienzo y limpiarle, pero éste le arrancó el mismo y lo empujó, luego se frotó la mancha. Ningún miembro de su consejo mayor se atrevía a decir palabra alguna, la victoria esperada se transformó en una colosal derrota que había dejado en el campo de batalla a cientos de muertos y un botín humano de más de mil prisioneros; su desprecio a los españoles le hacía mucho más doloroso aquel humillante descalabro. El haber enviado correos a Inglaterra anunciando el triunfo de las armas británicas le ponía en un grave aprieto a la vez que podía caer en el más espantoso de los ridículos. Wentworth volvía a ser blanco de las iras del marino inglés, constantemente le exigía explicaciones y responsabilidades, pero nada más abrir la boca para justificarse, Vernon le dirigía groseras palabras y acusaciones.
—Almirante —por fin pudo hablar el general Wentworth—, nuestros hombres han hecho todo lo humanamente posible, alcanzaron las murallas con gran pérdida de vidas, pero no lograron asaltarlas, las escalas no daban la altura suficiente…
—¡Y quién tiene la culpa de ello! ¿Acaso yo, general? Vos y sólo vos sois responsable de cuanto sucede en el campo de batalla…
—Sí señor —cortó por primera vez con brusquedad harto de ser humillado delante de sus compañeros de armas por Vernon—, pero yo no puedo estar encima de todos y cada uno de mis oficiales y de los seis mil hombres desembarcados, doy las órdenes y el cumplimiento corresponde a los subordinados, para ello están.
—¿Y quién es el culpable de que las escalas no fuesen suficientemente altas?
—Señor —intervino Wynyard—, de eso se encargaron los colonos americanos, eran los responsables de lo concerniente a las escalas y muchos huyeron con las primeras descargas españolas abandonándolas.
—¡Bien, coronel Wynyard! ¡Muy bien! ¡Un elemento de ataque tan fundamental para el asalto lo dejáis en manos de un grupo de voluntarios! Cada vez que habláis es para hacer más evidente vuestras carencias militares… Ante un grupo inferior de españoles borrachos fracasa la mayor fuerza bélica desembarcada en tierra española y le echáis la culpa sólo a los colonos voluntarios…
—Señor, los dirigía Lawrence Washington, a quien vos habéis mostrado vuestro aprecio y alabado su preparación militar… —contestó el coronel.
—¿Y creéis que esto os exculpa a vos, coronel Wynyard?, ¿a vos, general Wentworth?, ¿a todos vosotros…? ¿También tienen la culpa los americanos de que unos espías os burlaran y desorientaran antes del ataque?, ¿o de que las granadas no estuvieran en manos de nuestros hombres antes de comenzar el combate?
—Señor, se hizo para aligerar el peso en la subida, era imposible avanzar con más impedimenta, pero llegaron…
—Coronel Wynyard, os ruego que no habléis más, os ponéis en evidencia al hacerlo…
—Almirante —intervino el general Wentworth para mitigar el ataque que estaba sufriendo el coronel, quien había sido subordinado suyo durante el combate—, os doy mi palabra de honor de que el coronel Wynyard ha cumplido con todas las órdenes que le di, y sus hombres han luchado bravamente… Perdonad que os diga que no estábamos frente a un enemigo formado por gente indisciplinada y borracha, sino ante un ejército disciplinado, veterano y bien pertrechado, las bajas sufridas dan muestra de ello… Se emplearon en matar a nuestros oficiales y lo consiguieron en gran número… Además, nos faltó el apoyo de la artillería de nuestros barcos…
—¡Las bajas! ¡Al menos el coronel Grant ha muerto heroicamente en combate, más os hubiera valido a todos correr la misma suerte! ¡Una muerte honrosa en el campo de batalla y no una retirada humillante ante…, ante desarrapados, por mucho que digáis que son un ejército! ¿Y decís que falló el apoyo de la armada…? Con el número de fuerzas desembarcadas sobraba para haber tomado el castillo…, ¿o preferiríais que nuestras naves se hubiesen puesto a la altura de tiro de los cañones españoles?
Las fuerzas del coronel Grant sufrieron la pérdida de la mitad de sus hombres. El coronel había sido muy crítico con los mandatos recibidos por Wentworth, que no hacían sino cumplir la orden de ataque dada por Vernon en contra de su propio criterio. Se decía que antes de morir Grant dijo: «El general debería ahorcar a los guías y el rey debería colgar al general».
Tras las palabras de Wentworth denunciando la falta de apoyo naval, surgió una disputa entre las fuerzas de tierra y la Marina británica.
—Señores —continuó Vernon—, somos muy superiores a los españoles, podemos vencerlos y lo vamos a lograr… Solamente la dejadez en vuestras funciones o la ineptitud en el mando pueden evitar un triunfo que ya está anunciado… Recordad que está en juego el honor de nuestro rey, el honor de Inglaterra… Sólo la traición puede impedir esta victoria…
Los oficiales se miraron entre ellos, Vernon estaba fuera de sí, la ira le había encendido su blanca tez, las inflamadas venas de los ojos daban la apariencia de tenerlos ensangrentados, como un animal herido acorralado, a punto de morir cercado por sus cazadores. Parecía haber perdido el seso, pero a ninguno pasó inadvertida la velada amenaza del almirante, su referencia a la traición podía colocarlos frente un piquete de ejecución. Nadie se atrevía a decir nada, sólo esperaban órdenes, órdenes de un hombre poseído por la ira que no medía el descalabro de sus fuerzas y que se aferraba a una victoria cada vez más lejana.
—¡Repetiremos el ataque! Ellos también han sufrido bajas, el bombardeo ha sido intenso y sus fuerzas deben estar mermadas…
—Señor —se atrevió a intervenir Wentworth ante el silencio de los demás oficiales—, no creo que las fuerzas disponibles en tierra lleguen a tres mil hombres, están desmoralizados, enfermos y extenuados, necesitamos refuerzos que sólo pueden salir de los marinos embarcados…
—¿Y tres mil hombres os parecen pocos para tomar un fuerte que defienden unos cientos agotados por el continuo bombardeo de nuestras baterías?
—Sí señor, esos mismos cientos que han logrado el fracaso de nuestras fuerzas… —Se atrevió a contestar Wentworth ante las continuas humillaciones que sufría de Vernon.
—¡Cómo os atrevéis a hablarme así! ¡No os lo consiento! No sólo habéis mostrado ser un inepto al cumplir las órdenes que di, sino que os mostráis lenguaraz… Si vuestra espada fuese tan afilada y dañina como vuestra legua, haría días que ya habríamos ganado Cartagena…
Dicho esto abandonó el camarote de mando unos instantes, ordenó permanecer allí a sus hombres. Era consciente de la brecha que se había abierto entre el Ejército y la Armada, quería serenarse antes de volver al camarote para rehacer los planes de ataque, una división no era buena en aquellos momentos. Pero sabía que Wentworth tenía razón, si quería triunfar debían desembarcar marinos y sumarse a las fuerzas terrestres. Volvió al camarote más tranquilo, contaba con el incondicional apoyo de la Armada para sus planes.
—Señores —dijo Vernon—, olvidemos todo lo dicho hasta ahora… Debemos de estar unidos, la próxima batalla será decisiva… He decidido que se desembarquen más morteros para atacar el castillo de San Felipe, el fuego desde nuestros buques los cubrirá y, si es preciso, la marinería desembarcará en tierra, pero ha de hacerse ya, no podemos esperar… Quiero vuestras opiniones…
—Almirante —comenzó Wentworth—, estoy con vos en preparar una nueva ofensiva contra la fortaleza, pero debemos esperar unos días a que se recuperen nuestros hombres y reorganicemos las fuerzas.
—Quiero más opiniones… —dijo Vernon sin contestar las sugerencias de Wentworth, pero en su rostro mostraba que no le habían gustado, sabía que el tiempo iba contra él—. ¿Qué opináis vos, señor ingeniero?
—Creo que el general está en lo cierto, harían falta de trece a quince días para preparar el terreno donde colocar las piezas de artillería antes de lanzar un nuevo ataque; con los combatientes que contamos y su agotamiento es labor casi imposible de realizar ahora. Acondicionar un terreno tan dañado por los combates supone una dura tarea que requeriría turnos de mil quinientos hombres que trabajasen alternándose y ello los extenuaría aún más.
Esa opinión aún le gustó menos, pero continuó interrogando a sus hombres.
—¿Y vos sir Charloner Ogle, que opináis? —Ogle era el oficial de Marina con mayor graduación y hablaba en nombre de la Armada.
—Señor, estoy de acuerdo en cuanto han dicho los anteriores caballeros; creo arriesgada una intervención inmediata, desembarcar la marinería, que ha padecido lo más cruel y duro de la epidemia, es todo un riesgo… Hay una gran mortandad entre los marinos, se han dado casos en los que se lanzan al mar, desertan en busca de la costa española buscando refugio en Cartagena, la mayoría murieron en el intento… No puedo garantizaros ni la eficacia ni la reacción de nuestros hombres ahora mismo.
Vernon había ordenado mantener el bombardeo sobre las posiciones españolas, pero vista la opinión de sus generales decidió suspenderlo la noche del día 21 de mayo y solicitó una tregua. Buscaba el intercambio de prisioneros, por lo que envió una comisión a Lezo que negociaría las condiciones del mismo, en ella iba un médico para reconocer a los heridos presos. Propuso como fecha del cambio el 30 de abril, creía que ello le daría tiempo para la recuperación de sus fuerzas, pero la epidemia de vómito negro, a la que se sumaba la disentería, iba aumentando el número de víctimas por día; además, eran frecuentes las deserciones de ingleses que buscaban refugio de la epidemia en los hospitales españoles.
Vernon, incumpliendo su palabra, rompió la tregua pactada sin previo aviso y ordenó atacar la fortaleza de Manzanillo el día 24. Esta fortificación no había entrado en combate, pues los ingleses la bordearon en su camino hacia la Quinta. Se encontraba al mando del capitán don Baltasar de Ortega, con hombres frescos y de subida moral que resisten el intenso bombardeo británico. Pero las fuerzas eran muy superiores y el capitán decidió emboscar al enemigo antes de abandonar la plaza. Les hizo creer que se habían retirado y camufló la artillería y sus hombres entre los muros derruidos del interior del castillo. Cuando los ingleses entraban triunfantes y confiados en el interior de Manzanillo, recibieron de frente una mortífera lluvia de fuego que les hizo perder doscientos hombres. El enemigo huía en desbandada, los soldados se negaban a atacar de nuevo la posición y los oficiales ingleses no pudieron controlarlos, sólo pensaban en regresar a los barcos.
Don Blas de Lezo sabía que Vernon tenía muy difícil su objetivo tras las derrotas, había destruido gran parte de las fuerzas británicas, pero no quería confiarse y reunió a sus oficiales.
—Señores —dijo Lezo—, el virrey y yo estamos orgullosos del comportamiento de nuestros hombres, habéis dejado muy alto el honor del rey y de la patria, pero aunque el castigo sufrido por el enemigo ha sido considerable, no debemos confiarnos, conozco la testarudez de Vernon y sé que aún alimenta una victoria, le quedan hombres para intentarlo. Nosotros hemos de hacer que esa meta sea cada vez más difícil y para ello nada mejor que sumar a sus desmoralizadas fuerzas el temor a nuestros ataques. Por tanto, he decidido intensificar las acciones de la guerrilla que harán imposible consolidar bases inglesas en nuestro territorio, deberán realizarse en la retaguardia enemiga.
—General —intervino Desnaux—, son muchos los desertores británicos que deambulan por las playas y pantanos, buscan la mínima ocasión para rendirse a nuestras armas; no dudo que encontraremos estos casos y es una rémora para una maniobrabilidad ligera y sorpresiva.
—Hay que respetar la vida a todo el que se rinda y no lleve armas —dijo Lezo—, pero tenéis razón, son demasiados desertores los que llegan todos los días a la ciudad; otros no tienen tanta suerte y mueren ahogados o en los pantanos, la playa es un cementerio donde se pudren cientos de cadáveres que arrojan las olas.
—Señor —intervino Sepúlveda—, como bien dice el coronel, los prisioneros pueden restar rapidez y eficacia a las partidas; quizás fuese bueno llevar en cada una a guías indios que se encargasen de trasladar prisiones a un punto de encuentro, así las partidas continuarían su ritmo.
—Buena idea, Sepúlveda, así se hará, y para evitar que la epidemia se extienda hay que aislarlos en algún lugar a las afueras de la ciudad. Pediré al virrey que provea sitio para ello, alguno de los fuertes puede ser el lugar adecuado. Vos y los tres capitanes de mayor antigüedad formaréis las guerrillas, partiréis de inmediato a hostigar la retaguardia enemiga; también deberéis organizar ataques directos que impidan el embarque de los enemigos que huyen, es necesario restarles fuerzas.
Sin embargo, el virrey Eslava estaba en desacuerdo con esa ofensiva, no la consideraba necesaria al creer segura la victoria; no obstante, se llevó a término.
Sepúlveda y los demás capitanes lograron hacer numerosos prisioneros, apenas presentaban combate, lanzaban las armas al suelo al sonar los primeros disparos, a pesar de ser fuerzas muy inferiores a las atacantes. Los españoles se sorprendían del mal estado físico y anímico de los ingleses, muchos parecían cadáveres vivientes, demacrados, extenuados y con apenas fuerzas para sostener el mosquete; la oposición era más fuerte cuando el núcleo atacado contaba con oficiales, pero la mayoría caían muertos, heridos o prisioneros y los soldados a duras penas podían alcanzar las barcazas que los transportarían a los buques ingleses. Por el contrario, los enemigos se asombraban del buen estado y salud de los combatientes españoles, estaban bien alimentados y pertrechados; los continuos intentos de Vernon por cortar el aprovisionamiento de la ciudad habían fracasado tras las primeras derrotas, a Cartagena llegaba constantemente comida fresca y munición desde el interior.
El fuego del enemigo había reducido mucho su intensidad, pero la flota británica permanecía fondeada frente a Cartagena. Aunque Vernon se sabía vencido, su soberbia le impedía asumir aquella humillante derrota y preparó una venganza: el bombardeo de la ciudad. Sólo podía hacerlo por mar, pero tenía pocos barcos en buen estado, la mayoría habían sido hundidos o sufrían graves averías. Decidió armar el buque insignia de Lezo, el Galicia, capturado en Boca Chica antes que los españoles lograran incendiarlo, con dieciséis cañones de doce y dieciocho libras, dispararía su mortal fuego contra la ciudad, una cruel e inútil decisión de quien era consciente de su derrota; podía cobrarse muchas víctimas civiles en una campaña que ya había fracasado, se llevaría a término la operación el 27 de abril.
El Galicia, en su empeño de acercarse a la costa para bombardear Cartagena, encalló a causa de las arenas fangosas y desde allí tiene que abrir fuego, pero no consigue la eficacia deseada por la distancia, las bombas llegan con la fuerza mermada. No obstante alcanzaban los bastiones del Reducto y Santa Isabel, así como al barrio de Getsemaní.
Lezo no se encontraba recuperado de sus heridas, no había dado ocasión para ello, pues apenas dormía desde el comienzo de los combates. A pesar de su estado se pone al frente de la defensa y contraataque. El fuego español es tan certero que pronto se incendia la antigua nave capitana y los ingleses tienen que evacuarla a toda prisa. Tras el abandono de la tripulación y haberse aligerado el peso gracias a las bombas lanzadas contra la ciudad, el barco, sin tripulación alguna, logró salir del fango empujado por el viento que comenzó a correr. Iba a la deriva, con su bóveda aún cargada de munición, cuando se vio envuelto en corrientes marinas que lo arrastraron hasta las cercanías del fuerte Pastelillo, donde había ancladas varias naves inglesas con las que colisionó, produciéndose fuertes explosiones que dañaron a los barcos británicos; sesenta y dos bajas sufrirían las fuerzas de Vernon en esta fracasada operación.
El almirante inglés volvió a estallar de ira, sin embargo, gracias a aquella acción se demostraba que la Armada británica no hubiese podido cubrir con fuego certero a las fuerzas terrestres, al menos desde aquel lugar, por lo que podía zanjarse la disputa entre el Ejército y la Marina. El 29 de abril Vernon intentó llegar a un concierto con los españoles, en las naves inglesas faltaban víveres y escaseaba el agua, el inglés no tenía más remedio que hacerlo y escribió recado al virrey Eslava. Lo hizo lisonjeando a su persona como caballero y militar, a la vez que agradecía el magnífico trato que gozaban los prisioneros británicos. En la misiva pidió licencia para que un grupo de soldados británicos pudiese desembarcar, comprar provisiones y llenar los bocoyes de agua.
Pero Vernon había incumplido su palabra al atacar las posiciones españolas durante el periodo de tregua pactada días antes. Poco o nada valía para los españoles la palabra de ese inglés incumplidor, la que debía ser sagrada en un militar y fue acordada en el campo de batalla con el enemigo. Por ello, Eslava se negó, sólo concedería el permiso solicitado una vez que los barcos británicos surtos en el interior de la bahía la abandonasen, advirtiendo que, hasta entonces, toda fuerza desembarcada sería tomada como beligerante y abatida. Sin embargo, pactó el intercambio de prisioneros, pues mientras que para los españoles suponían nuevas fuerzas, para lo británicos una carga más con soldados heridos a los que atender y con los que repartir la escasa comida; se llevó a término el 30 de abril.
Los prisioneros españoles canjeados confirmaban todo cuanto ya sabían sus mandos por los británicos cautivos: la escasez de alimentos, la elevada mortandad que provoca el vómito negro y otras epidemias, el desacuerdo entre los oficiales y jefes, la falta de disciplina en la tropa, negándose a obedecer órdenes directas de sus mandos y también a comenzar un nuevo ataque contra el San Felipe, lo que produjo un castigo ejemplar, siendo fusilados cincuenta soldados británicos por rebelión. Además, a causa de las importantes bajas sufridas, más las deserciones, faltaban marinos que pudieran pilotar las naves que se mantenían a flote, la mayoría convertidas en hospitales.
Los españoles sabían que habían ganado la contienda, como los británicos que habían sido derrotados vergonzosamente por un enemigo muy inferior en hombres y armas, pero no en valor y disposición. Sin embargo, la flota británica continuó en la bahía de Cartagena hasta muy entrado el mes de abril, nadie se explicaba aquella absurda dilación en situación tan desesperada para ellos, parecía como si Vernon tuviese miedo de volver a Inglaterra y dar la noticia de aquel enorme desastre cuando ya había sido anunciada y festejada su falsa victoria.
Los británicos nada más podían hacer, salvo ver aumentar su número de muertos día a día. A principios de mayo se advirtió movimiento de naves enemigas que, lentamente y en pequeño número, se iban perdiendo en el horizonte en busca de los puertos jamaicanos. Aún así, Vernon no cesaba en su intento de hostigar a la ciudad con eventuales bombardeos, o de inutilizar las defensas españolas volando las fortalezas que habían ocupado, para hacer difícil su rehabilitación, como hicieron con la de Santa Cruz y San Luis. Ello parecía indicar que volverían tras aprovisionarse en Jamaica, y lo mismo pensaban muchos mandos británicos que advirtieron a los presos españoles que regresarían tras abastecerse de víveres, hombres y municiones. Fue entonces cuando un valiente cautivo español apellidado Ordegui dijo la frase que ha pasado a la historia: «Caballeros, para venir a Cartagena, el rey de Inglaterra tendrá que preparar una flota mayor que ésta, porque queda en tal estado que sólo sirve para transportar carbón de Irlanda a Londres, que es lo que ustedes deberían haber hecho en primer lugar, en vez del intento de conquistar lo que no pueden alcanzar».
Los bombardeos británicos continuaron hasta el final del asedio, el 20 de mayo, cuando las velas del último navío británico se perdían en el horizonte. Lestock fue el último en abandonar Cartagena. En ese momento tronaron los cañones cartageneros, pero esta vez de júbilo, celebrando el triunfo de las armas españolas, los ingleses habían sufrido la mayor y más vergonzosa derrota militar de su historia. Poco después Lezo recibe noticias de las patrullas expedicionarias enviadas a las zonas ocupadas por los británicos; allí sólo quedaban cientos de cadáveres descompuestos y mutilados por las alimañas, así como un importante número de material de guerra abandonado.