Capítulo 16
TRAS las salvas que festejaban la victoria, el virrey y don Blas de Lezo reunieron a su junta de mandos y a las autoridades locales. Eslava, en su nombre y en el del general, les expresó su gratitud y felicitó por la victoria conseguida contra enemigo tan superior, una gratitud que debían hacer extensiva hasta el último soldado, voluntario o persona que de alguna forma hubiera tomado parte en la defensa de la plaza, bien en las fortalezas y naves, bien en las guerrillas, en los hospitales o proveyendo de víveres a los defensores, a todos los que, en mayor o menor medida, habían participado en aquella gesta que pasaría a la historia.
Los asistentes se encontraban agotados, llenos de suciedad y deseando reunirse con sus familias, por lo que el virrey quiso ser breve; se darían dos días de descanso, al tercero tendría lugar una solemne misa de acción de gracias en la catedral; luego vendrían las celebraciones que el cabildo de la ciudad y el ejército acordasen. Terminó la reunión con la oración por los caídos que rezó un padre franciscano.
Cuando don Blas cerró la puerta de su habitación tenía el alma llena de gozo, pero su mutilado cuerpo estaba extenuado, no había dormido casi nada durante los meses de asedio, ni siquiera descansado para reponerse de la herida donde aún mantenía clavada astillas y de la que manaba sangre en ocasiones, deberían extraerlas lo antes posible. No quiso ayuda de cámara para desvestirse, pues su asistente había sido un combatiente más y debía descansar. Tras sentarse en la cama se quitó la pata de palo, luego se recostó en ella, fue en ese momento de relajación cuando pasaron facturas las tensiones, las noches sin dormir y los dolores olvidados durante el combate. La distensión de los músculos se tradujo en dolencias por todo su cuerpo, denunciaban los excesos soportados aquellas largas jornadas; prácticamente no había lugar donde no sintiera algún dolor, punzada o molestia, pero el agotamiento era extremo y quedó dormido profundamente en un sueño que debía reparar su salud.
Durante los días decretados de descanso apenas nadie deambuló por la ciudad, sólo las personas que asistían a misa por la mañana y los centinelas que prestaban vigilancia desde las murallas y las torres, pendientes del horizonte, por si la locura de Vernon le hacía regresar, cosa más que improbable.
Don Martín se fundió en un profundo abrazo con su esposa, quien le esperaba a la salida de la reunión de mandos, le acompañaba la viuda del coronel Arias que no la dejaba un instante sola por haber sufrido varios desvanecimientos a causa de su embarazo. Doña Beatriz y doña Lucía vivían en casa de doña Ana desde que se recrudeció la ofensiva inglesa contra Cartagena.
Apenas intercambiaron palabras, pues don Martín sólo podía hablarle de muertes y desgracias, pero también de heroísmo, valor, entrega, compañerismo y sacrificio. Ahora quería olvidar todo eso, al menos de momento, habían sido demasiados días de combate y no deseaba pensar en ello. Doña Beatriz estaba impaciente por darle la noticia de su estado, pero cuando iba a hacerlo, el capitán cogió la mano de la viuda y la besó.
—Muchas gracias, doña Ana, por vuestro comportamiento con mi esposa, os juro que no lo olvidaré; gracias a vos he estado más tranquilo en la contienda, sabiendo que alguien se preocupaba por doña Beatriz.
—Al contrario, don Martín, soy yo quien debe agradecer a vuestra esposa su compañía, hacía años que no pasaba una temporada tan acompañada y de tanto agrado; a mi edad nadie quiere compartir su tiempo con una viuda solitaria que vive sola con su servicio y dos viejos perros… Pero, niña —dijo a doña Beatriz—, ¿no tenéis nada que decir a vuestro esposo? Yo iré a la iglesia para que estéis a solas, dentro de media hora os espero allí, estará mi carruaje en la puerta.
—Martín —comenzó a hablar la joven mirando al suelo, ruborizada y con una sonrisa cautivadora—, espero un hijo, pero…
No le dio tiempo a decir nada más, pues la alegría inundó el corazón del capitán en unos segundos, olvidándolo todo. No pudo detener su impulso y la abrazó fuertemente besándola en los labios, ella se sonrojó, pues había gente alrededor, pero esos días era muy normal aquella licencia en los encuentros entre combatientes y sus mujeres.
—No os quise decir nada para no inquietaros; sabed que he estado perfectamente atendida por doña Ana, no os podéis imaginar cuánto le debo.
—Lo sé Beatriz, por eso le he jurado que nunca lo olvidaré; es una gran dama que nos ha hecho mucho bien.
Luego continuaron hablando del hijo que esperaban. Como todos los padres, especulaban con el sexo del futuro retoño y los nombres que le pondrían según fuese hembra o varón. Sepúlveda tenía claro que si era varón llevaría su nombre, al que añadiría el de otros santos protectores; doña Beatriz se había encomendado a tantas advocaciones que si era niña también tendría un gran número por el amparo recibido y por supuesto el de Ana por su protectora.
Antes de llegar al carruaje la esposa mudó su rostro en preocupación y dijo:
—¿Sabéis que don Diego está en la casa?
—Lo imagino, allí también vive su esposa.
—Temía por…
—No debéis temer nada —cortó suavemente Sepúlveda—, el don Diego de hoy nada tiene que ver con el que conocí, es otro hombre, por mi parte todo está olvidado, es más, le he cogido aprecio.
—Pero él no lo sabe y todo cuanto ha hecho ha sido para ganar vuestro afecto.
—Lo sé, Beatriz, y aunque intentó quitarme la vida dos veces, otras dos me la ha salvado, de no haber sido por él yo no estaría ahora vivo… Son insondables los caminos de los que Dios se vale para sus designios; no os preocupéis por nada.
Cuando el carruaje llegó a la casa de doña Ana los lacayos estaban preparados para abrir sus puertas y recoger los bártulos que llevasen, pero ese día no hubo compra, ya que las tiendas estaban cerradas, sólo cogieron la sombrilla de doña Ana mientras le ayudaban a bajar.
Doña Lucía y don Diego esperaban en la puerta, ella sonrió a su prima, a él se le veía nervioso, con cara circunspecta, sin mirar fijamente a nadie. Don Martín besó la mano de su prima política, luego se paró delante de Zúñiga sin mostrar sentimiento alguno. Zúñiga se cuadró, pues era su superior; todas las señoras estaban pendientes de aquel momento, entonces Sepúlveda le extendió la mano y, cuando don Diego la tomaba para un saludo protocolario, el rostro del capitán se mudó en una sincera sonrisa que alivió a todos, principalmente a Zúñiga.
Don Martín comió algo ligero y se retiró a su habitación, estaba agotado, habían sido jornadas demasiado duras, donde al cansancio físico se sumaba al anímico, pues las emociones colisionaban constantemente entre sí variando la moral según las circunstancias vividas durante los combates. Durmió casi dos días seguidos, las bandejas con alimentos que dejaban en el dormitorio no fueron tocadas. Al atardecer del segundo día sonó la campanilla del dormitorio, doña Beatriz corrió a su encuentro, él la volvió a besar profundamente y preguntó por su estado de salud, luego se retiró para asearse; le esperarían en la cena.
Durante la comida ninguno de los caballeros habló de las combates protagonizados, no deseaban recordar las penurias sufridas, pero sí se interesaron por la vida en la ciudad, por la labor de sus esposas en los hospitales y cómo reaccionó la población durante los ataques de Vernon. Ellos apenas habían tenido ocasión de estar en la capital, salvo don Diego el tiempo que estuvo hospitalizado. Luego hablaron de Sevilla, doña Ana nunca había estado allí, a pesar de tener una abuela sevillana.
Tras los postres la viuda pidió a los criados que sirvieran el café y los licores en el salón. La sobremesa fue muy agradable, hacía meses que no tomaban un café tan aromático ni bebían licores tan exquisitos. La anciana se retiró pronto a su dormitorio, don Diego y su esposa salieron a dar un paseo por el jardín, así daban ocasión a don Martín para estar a solas con su mujer mientras saboreaban aquellos licores; pero apenas media hora después doña Lucía fue a darles las buenas noches, estaba cansada y quería retirarse, su esposo se había quedado saboreando un aromático tabaco en la entrada. Doña Beatriz no tuvo que decir nada al capitán, supo lo que le pedía con la mirada, quizás lo hubiesen planeado las dos primas, debía hablar con Zúñiga para dejar zanjado el pasado; besó a su mujer y salió al encuentro de don Diego.
Zúñiga estaba de espaldas observando las luces de la ciudad; tenues, pero numerosas, salpicaban el crepúsculo y comenzaban a competir con las primeras estrellas que alumbraban el cielo.
—Buen cigarro, don Diego.
Éste se sorprendió al verlo allí, no le había oído llegar.
—Tomad, don Martín, tengo otro.
—No gracias, no uso tabaco… Dios nos ha ayudado, don Diego, no creí que pudiéramos lograrlo, pero ya veis, el esfuerzo de nuestros hombres y la mano Divina han hecho posible la victoria.
—Tenéis razón, he orado intensamente a Dios estos días, sabedor de que en cualquier momento podía estar ante Su Divina presencia; os juro que nunca recé tanto don Martín; creo que todos lo hemos hecho.
—Así es, y vos lo habéis hecho muy bien pues os ha protegido de manera especial…Os confieso que me habéis sorprendido.
—Gracias, no sabéis cuanto me confortan vuestras palabras, las necesitaba…
—Don Diego, por mi parte el pasado está olvidado, os doy mi palabra de honor, tenéis mi perdón.
—He ansiado mucho tiempo este perdón que ahora me concedéis tan generosamente, y me quita una pesada losa de encima, gracias de nuevo, don Martín… Pero aunque vos me perdonéis yo no puedo perdonarme a mí mismo, mi comportamiento pasado fue vil e infame.
—Tendréis que vivir con ello, amigo —le dio este tratamiento por primera vez en su vida, viendo la alegría que iluminaba el rostro de Zúñiga—. Todos cargamos con nuestras culpas, pero lo importante es el balance final que presentaremos ante el Altísimo, y si Dios perdona nuestros pecados no podemos caer en la soberbia de creernos más que Él enjuiciándonos en contra de su infinita misericordia que nos regala ese perdón.
—No sólo sois un gran militar, sino un hombre de profunda fe que sabe consolar a quien lo necesita.
—Éramos jóvenes, don Diego, cosas de la juventud y del honor mal entendido.
—¡El honor! ¿Qué es el honor, don Martín?, desde luego no lo que yo mal entendía. Ahora creo saber que es: actuar conforme a Dios sin hacer daño a nadie y procurando el mejor bien de nuestro prójimo, y, si es necesario, dar la vida por Dios, por nuestro rey, por la patria y por los seres queridos… ¿Capitán, puedo abrazaros como a un hermano?
—¡Venga ese abrazo, don Diego!
Se habían reconciliado sinceramente, el turbio pasado de don Diego ya no existía para Sepúlveda y éste se sabía perdonado.
Ambos se retiraron a sus habitaciones. Don Martín contó a su esposa la conversa mantenida con Zúñiga; doña Beatriz se llenó de felicidad y abrazó al marido mientras le colmaba de besos, querían demostrarse su profundo amor aquella noche que era sólo para ellos; al día siguiente comenzarían las celebraciones oficiales.
El primer acto fue una misa de acción de gracias en la catedral de Cartagena. El obispo, doctor don Diego Martínez Garrido, de la Orden de Santiago, quien en 1740 había sido elegido para ocupar la sede cartagenera, ofició la misa acompañado de las dignidades mitradas, el clero regular y las órdenes religiosas, todas estaban presentes en el altar mayor por medio de sus abades y priores. Los miembros del Consejo de Indias, la Real Audiencia, Santo Oficio y órdenes militares ocupaban sus escaños según la antigüedad y el grado del cargo; pero en esta ocasión tenían lugar preferente todos los oficiales del Ejército y de la Real Armada, los habían situado en los primeros bancos delante del presbiterio. El virrey Eslava presidía en un sillón bajo dosel junto el Evangelio y a su derecha se colocó a don Blas de Lezo.
Una escolanía de niños cantores llenaba las naves catedralicias de voces angelicales con bellos cantos de alabanza a Dios, elevando el grado devocional de los asistentes. El humo, que ascendía parsimoniosamente hacia las bóvedas de la catedral, en nada recordaba al que durante semanas reinó por la ciudad, oscuro y con olor a pólvora, pues era blanco y su olor denunciaba el incienso que al iniciar la ceremonia había bendecido el prelado.
Tras la misa, el obispo despidió a las autoridades civiles y militares en la puerta del templo catedralicio, estas besaron su anillo y luego se dirigieron a la sede del cabildo de la ciudad, donde el alcalde y otras autoridades darían solemnes discursos. Se ensalzó el valor de la ciudad y la colaboración de todos los ciudadanos en la defensa de Cartagena, cada uno en el puesto más necesario según sus capacidades; pero el mayor aplauso surgió cuando fueron nombrados el Ejército y la Armada y, sobre todo, al sonar los nombres del virrey y del general Lezo, siendo éste mucho más celebrado.
La ciudad ofreció un almuerzo a las autoridades civiles y militares, volviendo estas últimas a ocupar el sitio de honor. El alcalde, en lugar de los dos días previstos, decretó una semana de fiestas, lo que pareció un disparate a Lezo, quien aún temía el regreso de Vernon tras reponerse y aprovisionarse en Jamaica.
—Señores —dijo Lezo al coronel Desnaux y demás oficiales que le acompañaban en un corrillo formado en la sobremesa—, no creo acertada la medida de nuestro alcalde, menos que el virrey la haya aceptado sin consultar con nosotros. Vernon ha prometido volver y aunque es cierto que sus fuerzas han sido aniquiladas en la mayor parte, se puede proveer de munición y hombres, no tendría dificultad en buscar nuevos voluntarios en las colonias inglesas.
—General —contestó Desnaux—, es una posibilidad, pero nuestros ingenieros calculan que tendrán que pasar, al menos, dos o tres meses antes de un nuevo intento, y en ese tiempo también habrá llegado la flota de España.
—Eso si lo permiten los temporales y los barcos enemigos —contestó Lezo—, pero aunque fuera ése el tiempo requerido para reponer parte de sus fuerzas, mucho más tardaremos nosotros en reconstruir las defensas que han sido destruidas… Dios quiera que tengáis razón y no vuelvan, sé que lo tienen muy difícil; conozco a Vernon y esta humillación no la va a olvidar fácilmente. Yo, por mi parte, doy por concluidas las celebraciones e intentaré que el virrey me dé permiso para restaurar las defensas lo antes posible.
—Estamos con vuesa excelencia —contestó Desnaux—, dé las órdenes oportunas y se comenzarán las obras.
—No esperaba menos de tan valerosos soldados; ahora perdonad si me retiro, pero me encuentro algo cansado.
Tras la marcha del general, Desnaux esperó que regresara don Martín que había acompañado a Lezo hasta su carruaje, quería departir con él.
—Capitán, deseo hablaros confidencialmente, vos sois amigo personal del general…, y, la verdad, es que me preocupa su salud, está pálido y muy cansado, de nada le han servido estos días de descanso, tengo entendido que los cirujanos no han podido extraerle las astillas y continúa sangrando.
—Señor —contestó Sepúlveda—, a mí también me preocupa. Es cierto que sigue sangrando y su aspecto denuncia que no está bien, pero le conozco y no descansará hasta juzgar que Cartagena está fuera de peligro.
Afortunadamente no hizo falta ese apremio en la reconstrucción de la plaza, semanas después llegó la noticia de que el maltrecho resto de la flota de Vernon había salido de Jamaica rumbo a Inglaterra. Con esa nueva el pueblo cartagenero se volvió a echar a la calle, a repicar las campanas de las iglesias y a ofrecerse nuevas misas en acción de gracia.
Ahora don Blas de Lezo sabía que dispondría de más tiempo para reconstruir las maltrechas defensas de la ciudad, sobre todo los fuertes volados por el enemigo. Escribió al rey en solicitud de ayuda y refuerzos; la flota llegaría sin problema en unos meses.
A principios de julio creyó llegado el momento para convocar a los oficiales en una cena de gala que ofrecería en su residencia. Con ello daba por descartado el riesgo de nueva invasión; además, la arribada de barcos mercantes traían noticia de la ausencia de naves inglesas en aguas españolas.
Don Blas era hombre de mucha acción y pocas palabras, pero cuando se trataba de agradecer a sus soldados el valor, la generosa entrega y el sumo sacrificio, las frases le brotaban con agilidad, eran sinceras, limpias y llenas de sentimiento.
—Señores, gracias a la divina voluntad de nuestro Señor, el peligro británico ha desaparecido de nuestras aguas. No obstante, no debemos bajar nuestra guardia; permaneced vigilantes y, en cuanto lo disponga el virrey, comenzaremos la labor de reconstrucción. Es nuestra obligación hacerlo para mayor servicio del rey, que Dios guarde, y de España. Ya saben nuestros enemigos que habrán de pensarlo más de dos veces antes de intentar enfrentarse a nuestras armas… Quiero agradeceros la gran labor de todos vosotros y de los valientes soldados que mandabais; he escrito a su majestad el rey solicitando que sean concedidas las recompensas oportunas, a la vez le pido una paga extraordinaria para los defensores de Cartagena. Creo que todos somos merecedores de un descanso, pero sin relajar las obligaciones propias de la milicia. En cuanto llegue la flota de Indias con refuerzos, los soldados que lleven más tiempo en servicio, los que aún se recuperan de sus heridas o los inválidos, si lo desean y solicitan, podrán regresar a España; los demás deberemos esperar órdenes del rey. Tampoco me he olvidado de quienes dieron la vida en el campo del honor luchando por nuestra patria, sus familias no serán desatendidas, os doy mi palabra de honor, sus nombres serán escritos con letras de oro en el libro de los héroes españoles, Dios les tenga en su bendita gloria… Ahora señores, tomemos nuestras copas y alcémoslas para brindar por nuestra patria y por su primer soldado, su majestad el rey. ¡Por España y por el rey!
Al unísono tronó el brindis en el comedor de la residencia, seguido de vivas a don Blas de Lezo. En la sobremesa se hicieron los corrillos que comentaban el discurso y los hechos de armas pasados mientras saboreaban exquisitos vinos jerezanos; habían llegado varios barriles en uno de los últimos barcos que fondearon en el puerto, Lezo los compró para agasajar a sus hombres. Pero el principal motivo de la conversación se mantenía en voz baja: la salud de don Blas, su rostro pálido, con bolsas oscuras bajos los ojos, le daban un aspecto enfermizo que se hacía más patente con el temblor de su mano derecha al brindar. A esta apreciación general se sumó la rápida retirada de Lezo, que nunca se iba hasta que el último de sus hombres abandonaba la habitación.
—Señores —dijo el general—, ahora debo retirarme, me encuentro algo cansado, pero os ruego, mejor, os ordeno, que no os marchéis hasta que terminéis la última gota de estos deliciosos vinos.
Dicho esto, don Blas llamó a Sepúlveda y le ordenó que en diez minutos él y Zúñiga se presentasen en su gabinete privado. En el plazo dado don Martín pedía licencia para entrar, fue concedida de inmediato.
—Señor —dijo el capitán—, aquí estamos a vuestras órdenes.
El general no se había levantado de su sillón, estaba tras una hermosa mesa barroca dorada, el amarillo reflejo de las velas hacía palidecer aún más su demacrado rostro, destacando la oscuridad bajos los ojos.
—Don Martín —dijo Lezo mientras extraía un pliego enrollado con cinta lacrada—, es de obligado cumplimiento tratar a mis oficiales de igual manera; pero vos, además de un ejemplar oficial, habéis sido mi mejor amigo y deseo daros en mano la copia del documento que he enviado a su majestad el rey y que cumplirá en todo su contenido, pues siempre ha concedido mis peticiones; además, una de ellas puedo concederla directamente yo. Tomad —dijo mientras acercaba el documento—, como hay poca luz os diré su contenido. El presente pliego es una patente de coronel a vuestro nombre, por lo tanto, desde hoy podréis usar dicho rango, mañana saldrá publicado un edicto de mi mano en el que constarán las recompensas y ascensos de los defensores. Además, he solicitado a su majestad que, si es vuestra voluntad, os integre en la guardia de su real persona, es el máximo puesto de honor al que un militar puede aspirar, estar en el servicio directo del rey, que Dios guarde; vos decidís.
—Don Blas, no sé qué deciros —contestó Sepúlveda—, estoy abrumado… No podéis imaginar cuanto agradezco vuestro nombramiento…
—No es nada que no hayáis ganado a pulso, a sangre y fuego; vuestra fidelidad, disponibilidad y arrojo os han hecho merecedores de esta ascenso, no mi amistad. Sin duda un día llegaréis al generalato, tenéis edad sobrada para ello.
—Señor, de nuevo gracias por esta patente de coronel que tanta satisfacción y honor me concede; pero ya puedo adelantaros que no pediré a su majestad lugar alguno en la guardia de su real persona, siempre permaneceré junto a vos en los destinos que os marque vuestra carrera.
—Seguís siendo un fiel amigo y doy gracias a Dios por esta amistad tan sólida…
Dicho esto miró a Zúñiga unos segundos sin decir palabra alguna; don Diego estaba firme e inquieto. Por fin el general habló.
—Señor de Zúñiga, aún recuerdo el día que fui a casa de vuestro padre en busca del ahora coronel Sepúlveda, el desagradable episodio de aquella ocasión y cómo mi decisión era ajusticiaros de forma ejemplar… La mediación de don Martín hizo posible salvar vuestra vida…, pero la experiencia me ha enseñado que los hombres pueden cambiar y vos sois un buen ejemplo de ello. No me duelen prendas en reconocer que estoy ante una persona muy distinta, moldeada de nuevo en el duro y heroico cuño del servicio de armas y me encuentro orgulloso por la parte que yo pueda tener en ello, aunque todo el mérito esté en don Martín… Aquí tenéis una patente de capitán, a la vez que un documento en el que se da por concluido vuestro servicio forzoso de armas, podréis elegir si continuar en él o volver a la vida civil.
—General, os doy mi palabra de que no me creía merecedor a tan alto honor… Al igual que el coronel Sepúlveda no sé qué deciros, pero sí que deseo mantenerme en el servicio de armas y, si lo tenéis a bien, os ruego que en el mismo destino que esté vuesa excelencia y el coronel Sepúlveda.
—No esperaba menos del nuevo capitán De Zúñiga. Podéis escribir a vuestro padre y contarle cuanto habéis hecho, será un gran orgullo para él; ahora os ruego que os retiréis, quiero hablar a solas con el coronel.
Don Diego se cuadró y salió de la habitación con el cuerpo henchido de felicidad, estaba deseando escribir a su padre para darle cuenta de todo lo acaecido en Cartagena, de su intervención en la épica contienda y de la recompensa que le había concedido el militar de mayor prestigio en el Ejército español.
—Don Diego —habló Lezo—, he de confesaros que no me encuentro en mi mejor momento, estoy agotado y no logro que este mutilado cuerpo reaccione todo lo bien que quisiera. Es rara la noche que no me asaltan fiebres, los médicos están deseando sangrarme, pero rehúso ponerme en sus manos, bastante veces lo hice en mi vida, vos sois testigo de ello, siempre me recuperaba de las graves heridas sufridas, pero ahora no consigo recobrar las fuerzas perdidas. Mi esposa insiste en que descanse unas semanas sin salir de casa, de reposo absoluto, y debo hacerle caso, durante estos meses apenas la he visto y ha sufrido por mí todos y cada uno de los días que duró la contienda, es de justicia complacerla. Mi deseo es que en este tiempo os hagáis cargo de organizar a los marinos, el coronel Desnaux se ocupará del ejército de tierra; y nada más buen amigo, os mantendré al tanto de mis órdenes para restaurar las defensas y de cualquier otra novedad.
—¿Puedo visitaros todos los días, general?
—Os lo agradezco, pero aguardad unos días, he prometido a mi esposa no tener reunión con militares hasta que me encuentre mejor.
—Pero vendría a veros el amigo, no el militar.
—Tenéis razón; además, doña Josefa os tiene en gran estima, las puertas de mi casa estarán siempre para abiertas para vos… Ahora dadme un fuerte abrazo, amigo.
Ambos militares se abrazaron en un momento lleno de emoción. El nuevo coronel Sepúlveda abandonaba el gabinete de Lezo con el alma acongojada.
Don Martín visitaba al general casi a diario, veía que don Blas no lograba reponerse de sus fiebres y del sangrado producido por la herida. A mediados de agosto la salud de Lezo había empeorado, los médicos prohibieron toda visita y le ingresaron. Sepúlveda se acercaba a diario al hospital para hablar con los médicos que le atendían; la respuesta siempre era la misma, estaba consciente y con la cabeza lúcida, pero tenía un grado de debilidad extrema que estaban intentando superar, sólo había que esperar y ver cómo reaccionaba a los medicamentos.
Don Martín y don Diego pensaron en regresar con sus esposas a la residencia militar, aunque no podrían verle estarían más cerca del general. Además, no querían abusar de la hospitalidad de doña Ana de Cifuentes, pero la viuda les rogó que no se fueran, sus compañías eran muy gratas a una mujer que llevaba años de soledad. La anciana les hizo ver lo inapropiado de la residencia para una mujer en gestación, carecía de las comodidades y limpieza adecuadas. Por otro lado, muy cerca de la casa de la viuda vivía el médico de mayor prestigio en la ciudad, el mismo que atendía a don Blas de Lezo; todo ello convenció a Sepúlveda y decidió permanecer en el domicilio de tan generosa dama, Zúñiga tomó la misma determinación.
Una madrugada de principios de septiembre un rápido galopar llamó la atención de don Martín, ese día no había podido conciliar el sueño; el caballo paró ante la puerta y don Martín se alarmó. Asomado a la ventana comprobó que era un correo militar, se vistió, ciñó su espada y bajó para recibir al soldado que lo traía.
—Señor, es urgente —dijo el correo.
—Debe serlo al llegar a estas horas —contestó mientras abría la carta que no podía leer bien por la oscuridad.
—Es del general Lezo, me la ha entregado en mano; sólo sé que no se encuentra bien, están los doctores con él.
Al oír estas palabras un frío inexplicable recorrió el cuerpo de Sepúlveda, su última visita lo había visto muy desmejorado y sabía que la herida mal curada no dejaba de sangrar. Lezo lo requería a su lado.
Despidió al correo y luego buscó un lacayo que le ensillara el caballo, después subió para contar a su mujer la inquietante noticia recibida; cuando bajaba se encontró a don Diego esperándole.
—Don Martín, no sé qué dice la nota que habéis recibido, a esta hora no debe de ser buena, tampoco os voy a preguntar su contenido, pero os acompaño donde vayáis.
—Es don Blas, parece ser que ha empeorado.
Ambos montaron en sus caballos y picando espuelas corrieron a la residencia del general, pues allí lo trasladaron desde el hospital a petición propia. Al llegar había mucha gente congregada, el propio virrey esperaba la salida de los doctores que le atendía. Un grupo de sacerdotes y clérigos regulares rezaban junto a la esposa del general y varias mujeres en la esquina del salón. Apenas se oía más murmullo que el de las oraciones, los malos presentimientos de Sepúlveda se acrecentaron. Don Martín se acercó al coronel Desnaux y le preguntó:
—Coronel, ¿es grave?, ¿se ha infectado la herida?
—Capitán, no sé nada, sólo que su esposa mandó llamar a los médicos, se desplomó sin sentido poco después del atardecer. La noticia ha corrido por la ciudad y ya veis, todos está naquí o en la calle rezando, Dios quiera que su fortaleza supere el mal que le afecta.
Apenas llevaba don Martín diez minutos allí cuando salía un médico, se dirigió al virrey y le habló al oído con total discreción. Poco después Eslava se dirigió a los presentes:
—Señores, los doctores están haciendo todo lo posible para restablecer la salud de nuestro general; no es aconsejable tanta gente como la congregada aquí, eleva la temperatura y puede entorpecer la labor de los médicos. Por ello, os ruego que abandonéis la casa; los que deseen orar por él pueden hacerlo en la capilla de la residencia, al final del pasillo, ahora, por favor, retiraos.
La gente comenzó a desalojar el salón, los sacerdotes, clérigos y la mayoría de los presentes fueron a la capilla. El virrey hizo una señal al coronel Desnaux, el de mayor antigüedad, llamándole a su presencia.
—Coronel —dijo Eslava—, las noticias son alarmantes, el estado del general ha empeorado y poco o nada pueden hacer los médicos, tan sólo esperar que los designios divinos se cumplan… Pero debo deciros algo que me preocupa y que mantendréis en absoluto secreto, salvo al coronel Sepúlveda, pues don Blas quiere hablar con él… Los médicos dicen que su enfermedad ha progresado y no sólo por la herida, al parecer tiene síntomas del vómito negro, aunque no es seguro, ya sabéis que se están dando casos aislados en la ciudad. Los cadáveres de los ingleses infectados corrompieron las aguas, contagiando al ganado que nos sirve de alimento; el periodo de incubación del virus parece que ha terminado y comienza a presentar su peor cara… Como os dije, aún no es seguro el diagnóstico, sólo hay indicios, pero la población no debe saberlo, debemos impedir que cunda el pánico hasta que no se declare oficialmente la existencia de la pestilencia. Sed discreto con el coronel Sepúlveda, advertidle del riesgo de contagio que tiene y que no debe hablar con nadie del vómito negro.
Desnaux llamó aparte a don Martín para contarle cuanto le había comunicado el virrey.
—Coronel, muestre mi agradecimiento a su excelencia por su preocupación al poder contagiarme, pero mi obligación es permanecer junto a mi general y mejor amigo en trance tan difícil; descuidad que no diré nada, pero me temo que, si es la epidemia, ya existan más casos en la población y será difícil mantenerlo en secreto.
—Sepúlveda, don Blas es muy afortunado en tener un amigo como vos, honráis vuestro uniforme a la vez que dais fe del culto a la amistad y de fidelidad.
Dentro del cuarto se encontraba el obispo que había terminado de ungir al enfermo con los santos óleos, luego le dio la sagrada comunión. En la habitación también estaban la esposa, que había entrado poco antes y rezaba junto a los asistentes del prelado, más los tres médicos que le asistían. Don Martín besó la mano de su eminencia y se inclinó ante la señora de Lezo, luego se acercó a la cabecera del enfermo. A don Blas le costaba trabajo hablar, lo hacía entrecortado pero con voz firme.
—Don Martín, querido amigo, siempre tan leal a mi llamada…, muchas veces pienso lo diferente que hubiera sido en ocasiones mi suerte de no haberos conocido…
—Don Blas, la gran suerte fue la mía, Dios me premió con vuestra amistad y siempre recordaré que os debo todo cuanto soy; he tenido el alto privilegio de ejercer la milicia junto al soldado más prestigioso de España, pues vuestro valor y valía ya eran épicos cuando os conocí.
—Me enorgullezco de ello como fiel servidor del rey y de España, pero no por vanidad, nunca fui engreído…, me aparté de todo lo que fuera cortesano para estar junto a mis hombres y eso me ha dado más satisfacciones que ningún puesto de gobierno, por muy alto que fuese… Y ese bagaje es el que en muy breve plazo presentaré a nuestro Señor, rogando a la Santísima Virgen que interceda ante su Hijo para que perdone mis pecados…
—No decid eso, don Blas, en pocos días estaréis dándonos órdenes de nuevo…
—Vos sabéis que no será así…, mi tiempo está concluido y agradezco a Dios la forma de vida que me ha concedido… Sólo me pesa dejar a mi esposa e hijos tan jóvenes; he sido un hombre de acción, no de oficinas, y temo que tras mi muerte eso perjudique a los míos… Os ruego que no los olvidéis y que los asistáis en todo como si fuese mi persona… Tras mi entierro, que dispondrá doña Josefa, creo que deben regresar a España donde tienen familia…, encargaos de ello, os lo suplico…
—Sabéis que lo haré.
En ese momento se acercó el galeno para indicarle que debía dejar al enfermo, pues se estaba agotando demasiado.
—Señor —dijo Sepúlveda—, no habéis de preocuparos por nada y ahora tenéis que descansar, yo estaré fuera para lo que necesitéis.
Cuando don Martín se iba a separar de su cama, la mano de Lezo le retuvo.
—Esperad, don Martín, sobre mi escritorio está la espada que me ha acompañado en tantas batallas, os ruego que la acerquéis.
El coronel Sepúlveda la cogió y depositó a su lado, creía que deseaba morir junto a ella.
—No, no dejadla aquí, es para vos, nadie mejor puede ser su dueño, la honraréis al igual que hice yo… —dicho esto un gesto de dolor se dejó ver en su rostro.
—Será un orgullo llevarla, e intentaré estar a la altura de su valeroso dueño, aunque será harto difícil. —contestó don Martín conteniendo su fuerte emoción; luchaba para que sus lágrimas no se escapasen.
—Un último favor os pido… Me gustaría que estuvieseis junto a mí en el momento de mi muerte…, ya queda poco… Vos y mi mujer me acompañaréis en este gran paso…
Dicho esto cerró los ojos en un plácido sueño. Los médicos se acercaron, no sabían si dormía o había caído en trance, sólo que su pecho se inflamaba con fuerza buscando el aire que ya le faltaba.
El 7 de septiembre de 1741, a los cincuenta y dos años, entregaba su alma al juicio divino el más ilustre militar que tenía España; a ambos lados de su cama estaban doña Josefa y don Martín, que fue quien cerró sus párpados por última vez.
Poco después Sepúlveda salía de la habitación, no pudo contener sus lágrimas, Zúñiga le asistió dándole un fuerte abrazo.
—Don Diego —le dijo—, no debéis olvidar lo sucedido aquí y al bizarro militar que habéis tenido el honor y privilegio de servir. Contadlo a vuestros hijos y ellos a los suyos, como yo haré; esta hazaña y este gran hombre no pueden caer en el olvido.
—Os juro que así los haré, querido amigo.
—Es signo de grandeza olvidar un pecado, pero es casi un pecado olvidar la grandeza, recordadlo siempre, amigo.
Minutos después todas las campanas de Cartagena tocaban a muerto y desde las murallas de la ciudad se rendían al general los últimos honores militares con las salvas de ordenanzas. Miles de cartageneros hicieron cola ante la residencia para ofrecer su adiós a don Blas de Lezo, quien sería enterrado en la capilla de la hermandad de la Vera Cruz de los Militares, aneja al convento de San Francisco, a la que pertenecía el general.
Años después, su majestad el rey concedería a título póstumo el marquesado de Ovieco en la persona de su hijo don Blas de Lezo y Pacheco.
Con él no sólo moría uno de los militares de mayor prestigio en la historia de España y el primero de su tiempo, sino el salvador del Imperio español y el hombre que había causado el mayor desastre militar a Inglaterra en toda su historia. Las aguas se habían tragado cuarenta y nueve naves inglesas gracias al certero fuego español, perdieron diecinueve navíos de línea, cuatro fragatas y veintiséis transportes; el resto de la flota sufrió enormes daños.
Un británico que participó en la contienda, John Pembroke, miembro del parlamento inglés, perteneciente a una acaudalada familia de colonos, escribió un informe sobre lo sucedido en Cartagena. Era un hombre bien considerado por Vernon, pues había sido enlace entre las tropas de tierra y el almirante inglés durante la contienda. En dicho informe decía: «Hablando con sinceridad, tuvimos 18.000 bajas, y según un soldado español al que capturamos, ellos perdieron como mucho unos doscientos. El almirante Pata de Palo, con su excelente liderazgo y puntería, dejó muerto nueve mil de nuestros hombres». Las fiebres y enfermedades causarían el resto.
El monarca Jorge II de Inglaterra y su gobierno prohibieron toda publicación que divulgase el desastre militar, siendo perseguidos e incautados los libros y folletos que contaban aquella humillación, poniéndose a su autor en prisión. Los tratados de historia ingleses nunca recogieron esa derrota, como si no hubiese existido, querían dejarlo en el olvido mediante decreto.
Pero mucho más grave fue lo pronto que cayó en el olvido la memoria de don Blas de Lezo en la propia España, un olvido que ignoraba la vida y hazañas de aquel militar que tanto hizo por su patria, siendo hoy un perfecto desconocido para la mayoría de los españoles. Sirva este libro, en la medida de lo posible, para mitigar el silencio que siempre condena a nuestros grandes hombres, bien por desidia, bien por ignorancia, o lo que es peor, por envidia.
En Sevilla, a 8 de noviembre de 2013.