Capítulo 1
1737
LA brisa se impregnaba del aroma salado que las olas regalaban a los vientos marineros, y el salitre se posaba sobre el curtido y lisiado rostro del general, un aroma de sabor tan familiar como el de su propia sangre bebida en los más duros y desiguales combates, peaje que había pagado a lo largo de toda una vida de servicios al rey y a la patria. Un servicio que le llevó a ser considerado el militar de mayor prestigio en la corte de S. M. don Felipe V, por quien tanto luchara desde que a los diecisiete años olió por primera vez la pólvora y, también por primera vez, su casaca se cubrió de sangre durante la guerra de Sucesión que lo elevó al trono español, luego en las numerosas guerras y conflictos armados que salpicaron el reinado del primer Borbón.
Ahora, próximo a cumplir los cincuenta y dos años, volvía a un antiguo destino, las Antillas, un territorio que ya conocía por misiones pasadas. Era consciente que no iba a ser tarea fácil el gobierno de la Comandancia General del apostadero de Cartagena. Los piratas, el contrabando y las incursiones holandesas e inglesas eran frecuentes por aquellas aguas; además, no contaba con muchos hombres para combatirlos.
La flota había salido de la península el 3 de febrero de 1737, la travesía fue tranquila, falta de sobresaltos y sin nada digno de ser destacado en sus cuadernos de bitácora. Aquel apacible viaje le dio ocasión para reflexionar sobre su vida, recuperar recuerdos que, aunque no se habían perdido, estaban ya muy alejados, dormidos en el pasado por su plena dedicación al presente militar, en espera de mayor sosiego para ser analizados con tranquilidad. En más de una ocasión le sugirieron la posibilidad de escribir sus memorias, pero ni él era hombre que gustara de esos menesteres, ni tenía tiempo para ello.
Sin embargo, en estas jornadas había encontrado la tranquilidad necesaria para evocar hechos y sucesos que marcaron hitos, no sólo en su carrera militar, sino en su vida privada.
El general tomó asiento en un sillón que los carpinteros habían afianzado junto al timón, era alto y cómodo; desde allí podía observar y dar las órdenes oportunas con mayor comodidad.
El suave murmullo del oleaje se acompasaba con el rumor de las velas insufladas por los vientos que propulsaban la nave capitana y con el eco de los aparejos que chocaban en los mástiles por los vaivenes de la nao. Se apoderó de él un sopor que lo trasladó a un estado de somnolencia en el que retornaban recuerdos del pasado más lejano.
Con el asentamiento definitivo de la casa de Borbón en el trono español —tras una guerra en la que participaría el joven marino—, Francia se convirtió en la principal aliada de España. Luis XIV promociona el intercambio de oficiales de los ejércitos y las escuadras de ambos países.
Siguiendo esta política, en 1704, Blas de Lezo entró a servir en la Armada francesa, bajo las órdenes de don Luis Alejandro de Borbón, conde de Toulouse, gran almirante de Francia e hijo de rey Luis XIV; contaba con diecisiete años. En ese momento España se encontraba en plena guerra de Sucesión, provocada por la muerte de Carlos II sin haber dejado heredero. Lezo tomó parte en el bando borbónico que defendía el derecho de don Felipe a ocupar el trono español con el número V de los de su mismo nombre.
La escuadra francesa donde servía Lezo salió de Tolón rumbo a Málaga, allí se le uniría una flota de navíos españoles capitaneados por el conde de Fuencalada. La escuadra franco-española contaba con 51 navíos de línea, 6 fragatas, 8 brulotes y 12 galeras, sumando un total de 3.577 cañones y 24.277 hombres; la comandaban el conde de Toulouse y el almirante d’Estrees.
Pero la armada anglo-holandesa, al mando del almirante George Rooke, no se encontraba lejos, hacía unas semanas que había tomado Gibraltar y, por espías británicos, fue avisada de la poderosa flota hispano-francesa que se aproximaba. Rooke dejó a la mitad de sus marinos en Gibraltar, como guarnición defensiva de la plaza recién conquistada, y parte con todo su poderío naval para interceptar al enemigo. La armada austracista la integraban 53 navíos de línea, 6 fragatas, pataches y brulotes, contando 3.614 cañones y 22.543 hombres. Ambas se encontrarían frente la costa de Vélez-Málaga el día 24 de agosto de 1704, teniendo lugar en sus aguas la mayor batalla naval de la guerra de Sucesión.
Era la primera vez que el joven Lezo se hallaba ante un despliegue militar de tal envergadura, nunca antes había visto un poderío naval como aquél, con dos fuertes contendientes dispuestos para el combate.
El primer cañonazo tronó en los oídos de Blas, de un salto despertó del embeleso que le había producido aquel imponente preparativo guerrero; no pudo reaccionar, pues a la primera explosión siguieron cientos que salían de las troneras descubiertas y enfrentadas. El denso humo negro provocado por el fuego ocultó el cielo, en este momento su nariz comenzó a familiarizarse con el olor de la pólvora que ya nunca lo abandonaría. Los proyectiles que se estrellaban en el mar expulsaban con furia el agua salada, cayendo como una intensa lluvia sobre la cubierta del barco; Lezo se vio empapado de agua nada más iniciarse el combate.
El joven marino había recibido una orden concreta: permanecer en cubierta apartado del centro de mayor peligro, bajo la escalerilla que subía al puesto de mando. Debía estar preparado para transmitir las órdenes dictadas por el almirante a los oficiales, que luchaban tanto en la cubierta como en las troneras sirviendo las baterías, también transportando armas. Además, tenía a dos jóvenes guardiamarinas bajo su mando, Pablo de Olazo y Pedro de Solís; un vasco y un andaluz que, con sólo quince años, se bautizaban bajo el fuego. Les habían prohibido tomar parte directa en el combate, su misión era cargar las armas de fuego que Lezo debía transportar en sus continuos y rápidos desplazamientos por el barco llevando órdenes.
—Señor —dijo Solís a Blas—, yo también podría llevar los mensajes, soy más pequeño que vos y, por lo tanto, ofrezco un blanco menor.
—Don Pedro, no olvidéis nunca que lo primero es la obediencia debida y la disciplina; se os ha ordenado permanecer a cubierto y asistirme con el armamento, todo lo demás os está prohibido —contestó Lezo.
No había terminado de pronunciar aquella lección disciplinaria cuando una enorme deflagración sacudió sus cuerpos e hizo tambalear la gran nave. Una nube de fuego invadió el puesto de mando, miles de astillas, maromas y trozos de madera incandescentes cayeron sobre ellos. El joven mensajero intentó subir para asistir a los heridos, pero la escalerilla donde debía permanecer había desaparecido prácticamente; de pronto, vio rodar varios cuerpos desmembrados, algunos ardían, tomó una lona para cubrirlos y apagar el fuego. De las paredes descendía una cascada, pero esta vez no era de agua sino de roja sangre.
—Olazo y Solís, id al pasillo de camarotes y no salgáis hasta nueva orden. Voy a intentar subir para ayudar a los heridos…
Dicho esto escaló entre las maderas destrozadas para llegar al puesto de mando. Apareció ante él una imagen desoladora, el suelo estaba cubierto de cadáveres destrozados y heridos, la mayoría eran oficiales y profesores suyos. La sangre se desplazaba al ritmo de los vaivenes de la nave, como un oleaje de muerte que reclamaba sus víctimas para el mar. Por la otra escalerilla ya habían subido algunos oficiales y el cirujano mayor, pero poco podían hacer. El almirante se desangraba con el vientre abierto, había pedido confesión y el Santísimo Sacramento; un sacerdote y varios monjes franciscanos atendían a los moribundos.
—Don Blas —ordenó un coronel—, ahora yo tengo el mando, apenas quedamos oficiales, vaya a proa donde será de más ayuda y póngase bajo las órdenes del superior de mayor rango.
En su trayectoria observó que la nave española había quedado entre el fuego cruzado de dos navíos holandeses, pero gracias a la pericia de los marinos se estaba saliendo de aquella emboscada. Además, por la excepcional puntería de los artilleros franco-españoles, uno de los barcos enemigos fue dañado gravemente, sin tener apenas respuesta de fuego contra las andanadas que seguía enviando el navío de Lezo sin cesar.
Blas bajó por la otra escalerilla, pero antes de cumplir la orden vio que el fuego se estaba propagando por la entrada que daba al interior del barco, allí permanecían los dos jóvenes que tenía bajo su mando. Corrió hasta donde se hallaban y, derribando de una fuerte patada los maderos de la puerta en llamas, entró en el primer pasillo. Al fondo, sentados en una esquina, se encontraban acurrucados Pablo y Pedro, ambos con un fuerte ataque de tos producido por el humo.
—Venid conmigo, rápido, seguidme y no paréis; colocaos detrás de mí… —Antes de continuar entró en un camarote y cogió tres mantas con las que se cubrieron para evitar las llamas, luego se lanzaron por el pasillo a toda velocidad hasta salir al exterior.
—¡Soldados! —Llamó a un grupo de cinco infantes que permanecía con los arcabuces apoyados en la baranda de la nave, prestos a un posible, aunque poco probable, abordaje—. Dejad las armas, no veo ocasión oportuna para el cuerpo a cuerpo… Ahora es de vital importancia que apaguéis el fuego del pasillo, se está propagando con velocidad y si llega al polvorín volaremos todos… Daos prisa, aún podéis sofocarlo, es una orden.
Lezo y sus dos subordinados continuaron hasta la proa del barco, sorteando los cuerpos desmembrados y los restos de materiales fragmentados que salpicaban la cubierta produciendo numerosos focos de fuego. Allí se puso a las órdenes de un capitán francés, mandaba una sección de fusileros en abierto combate contra los defensores de la popa del navío enemigo que había sido seriamente tocado.
—¡Capitán, el caballero guardiamarina Blas de Lezo a sus órdenes, el coronel me manda ponerme a su disposición!
El francés paró unos segundos su frenética actividad guerrera y miró a los tres jóvenes.
—Vosotros dos —señaló a los pupilos de Lezo—, colocaos tras esos barriles, os darán armas, debéis cargarlas lo más rápido posible, allí tenéis la pólvora y balas… Y vos, don Blas, coged un arcabuz, afinad la puntería y disparad lo mejor que sepáis; hemos de evitar con nuestro fuego que el del enemigo nos barra la cubierta en su retirada.
—A sus órdenes mi capitán.
Era la primera vez que Blas empuñaba un arma contra el adversario, Lezo era más diestro con la espada que con el arcabuz, y más en un barco que se balanceaba sin cesar, haciendo casi imposible el blanco. Había recibido clases de esgrima desde los doce años por encargo del padre, el mejor tirador de sable de la comarca donde se encontraba el colegio francés iba a darle tres clases de dos horas a la semana.
Comenzó a disparar las armas que le pasaban los jóvenes ayudantes. Aquel fuego era más disuasivo que efectivo, pues impedía que el enemigo apuntara cómodamente contra ellos, debían cubrirse de los arcabuces franco-españoles; ambos estaban en la misma situación.
Raramente las balas de plomo daban sobre el blanco apuntado, generalmente la cabeza o el corazón; los armeros militares sabían que era difícil que el proyectil saliese directo al blanco deseado, pues por las diferentes formas del plomo fundido, o por la mayor o menor pericia en la fabricación de las armas, la efectividad de los disparos era bastante limitada. Sin embargo, una vez que alcanzaban carne, la mortalidad resultaba muy alta, no por haber dado en un órgano vital, sino por la infección que producía el metal dentro de la herida.
El barco enemigo se alejaba por momentos y los blancos en ambos bandos se hacían más escasos. Pero los combatientes hispano-franceses se encontraron con una desagradable sorpresa, al retirarse el navío holandés vieron que tras él se encontraba agazapada una barcaza desde la que apuntaban dos lombardas cuyas mechas ya habían sido encendidas. Sólo tuvieron unos segundos antes de echar los cuerpos a tierra. El primer disparo dio de lleno donde se encontraban atrincherados los dos jóvenes guardiamarinas cargando las armas; la pólvora que manejaban aumentó la potencia del impacto. Blas vio como el cuerpo de Pablo de Olazo voló por los aires, con tan mala fortuna que al caer lo hizo sobre un trozo de madera levantada que le atravesó el pecho de lado a lado.
Lezo corrió para ayudar al compañero malherido, pero apenas había dado unos pasos cuando la segunda deflagración tronó, sintió un fuerte empujón y notó que perdía fuerza en su carrera. No podía caminar y cayó sobre la cubierta; al mirar sus piernas vio que la izquierda apenas estaba sujeta al cuerpo por unos hilos de carne sangrante, tenía la tibia y el peroné fracturados.
Pero lleno de coraje, sin atender a su gravísima herida, intentó arrastrarse hasta donde estaba el joven Pablo, ayudándose con las manos y los codos; un infante se acercó para ayudarle.
—¡No, a mí no, atended a ese guardiamarina! —gritó desesperado.
—¡Pero señor, está muerto!
—¡Os he dicho que le atendáis, es una orden! —Lezo se hizo con una carga de bombas de mano que había tomado de un granadero caído en combate. Con el fuerte impulso de sus musculosos brazos las lanzó eficazmente contra la barcaza, volando las lombardas junto con sus servidores. El navío dio un giro rápido y se apartó del buque francés, iba tocado de muerte, hundiéndose al poco tiempo.
El capitán, que había sido testigo de tan heroica acción, se acercó a Lezo y le hizo un fuerte torniquete con su cinturón sobre la pierna medio arrancada, debía evitar el desangramiento.
—Mi capitán… —preguntó Lezo con voz entrecortada—, ¿cómo está el señor de Olazo?
—Se ha avisado al pater, pero creo que no llegará a tiempo de hallarle con vida, tiene el pecho atravesado, no me explico cómo vive aún.
—Conozco bien a don Pablo, es un buen cristiano, temeroso de Dios, ambos confesamos y recibimos a Nuestro Señor antes de embarcarnos… No importa que llegue tarde el sacerdote… ¿Y el guardiamarina Solís?
—Ha tenido más suerte, la explosión lo arrojó al mar; hemos podido recuperarlo, tiene serias heridas, pero ninguna afecta a órganos vitales… ¡¿Y ese cirujano, no viene?! —gritó el capitán al sargento que debía traerlo—. ¿Cómo os encontráis? Debéis de tener un dolor desmedido, pero no os oigo quejaos… ¿Podéis mover la otra pierna, la sentís?
El capitán creyó que Lezo había sufrido una fractura de espalda que podía haberle dejado paralítico, por ello no sentía la pierna medio desgajada.
—Mi capitán, gracias a Dios puedo mover la pierna y sentir todo, el dolor es muy intenso… pero he de dominarlo. —Dijo Lezo con la frente salpicada de gotas de sudor frío mezcladas con abundante sangre. Tenía los ojos encendidos en fuego por la intensa fiebre que comenzaba a apoderarse del joven.
El cirujano tardó en llegar algunos minutos, su camisa blanca estaba empapada con la sangre de heroicos militares, tiñéndose por completo de rojo; sus manos y rostros tenían la misma tintura de muerte. El sargento portaba el maletín del médico militar, éste lo tomó y comenzó a sacar los instrumentos quirúrgicos; todos estaban manchados con sangre coagulada, sobre la que chorreaba una más joven a la que no le había dado tiempo cuajarse.
—Señor —se dirigió el capitán al cirujano—, os ruego que le deis algún bebedizo antes de comenzar la operación… un láudano, algo que palie el sufrimiento. El dolor es demasiado intenso, aunque no dé muestra de ello…
—Capitán, hace más de una hora que se me han terminado todos los preparados que pueden atenuar dolores, las operaciones últimas se han hecho sin ellos… Hay demasiados heridos y el botiquín fue blanco de una bomba enemiga… No queda nada y tampoco podemos esperar a que lo traigan de otra nave, no hay tiempo que perder. —Mientras decía estas palabras sacaba una fina sierra que intentaba limpiar con un pañuelo tan manchado de sangre como su camisa.
—Al menos —intervino de nuevo el capitán—, la operación será breve, sólo deberéis cortar esas hebras de carne de la que pende la pierna.
—Os equivocáis, señor, debo cortar sobre unos cinco dedos por encima de lo desgarrado. He de buscar una parte sana para evitar las infecciones de la pólvora, las astillas de hueso y otros restos que se hayan clavado.
Aquellas palabras erizaron los cabellos, no sólo de Blas, sino de todos los presentes.
—Dadle ron al muchacho. —Ordenó el médico al sargento que lo asistía.
—No bebo, señor —contestó el joven con el rostro blanquecino y un hilo de voz casi imperceptible.
—Os aseguro que a partir de hoy sí… Dad diez o doce buenos y rápidos tragos, mientras más bebáis será mejor para vos. Luego poned este trozo de cuero entre los dientes y cuando sintáis el dolor apretadlo con todas vuestras fuerzas… Que dos hombres lo sujeten por debajo de los brazos y otros dos las piernas.
—No, no va a hacer falta, señor… —dijo Blas—. Aguantaré, os aseguro que no necesito ayuda para que me inmovilicen.
—Pero joven, un mal movimiento puede hacer que se corte mal y costaros la vida…
—No hace falta… proceded. —El sudor y la sangre convertían su rostro en una imagen irreconocible; el pecho se henchía bruscamente con la convulsa respiración.
El buen oficio del cirujano militar hizo la operación más corta, seccionó rápidamente la carne con un afilado bisturí. La presión de la sangre contenida por el torniquete salpicó el rostro del médico, luego fluyó con más calma. Pero restaba lo peor, el hueso debía ser cortado con una sierra quirúrgica y se empleó a fondo en esto, intentando ser lo más rápido posible para evitar dolor innecesario.
El rostro de Blas estaba desencajado, parecía que los ojos desorbitados iban a salirse de sus cuencas, empezó a sangrar por la boca, era sangre que manaba de las encías dislocadas por la brutal fuerza con las que apretaba el trozo de cuero. Entre sus manos habían colocado una gruesa maroma, con ello evitaban que se clavase las uñas sobre la carne cuando cerrara los puños por el intenso dolor. A pesar del inhumano sufrimiento no soltó un solo grito durante la amputación de la pierna.
Lezo vio cómo el sargento retiraba la pierna cortada y la arrojaba por la borda. Segundos después sintió un fuego abrasador en las entrañas de la herida, el cirujano pasaba un puñal incandescente sobre ella para cicatrizarla, luego vació una jarra de ron sobre la misma, después otra, el cuerpo del joven no resistió más y perdió la conciencia.
—Es un joven fuerte y valiente —dijo el cirujano—, si hubiera sido privado de la conciencia antes, se habría evitado los peores dolores.
—¿Opináis que se salvará? —preguntó el capitán.
—Lo ignoro, ahora está en las misericordiosas manos de nuestro Señor, ha perdido mucha sangre y sufrido demasiado, más de lo necesario por falta de específicos; sólo queda esperar… pero, como he dicho, es joven y fuerte… Jamás he visto una resistencia tan férrea al dolor, no ha gritado una sola vez, y os lo aseguro, son muchos los miembros que he amputado a lo largo de mis treinta años de cirujano en la Armada, es increíble… En cuanto haya ocasión hay que desembarcarlo y enviarle al hospital militar más cercano.
La batalla había sido muy dura, ambos bandos se atribuyeron la victoria de la contienda naval, aunque no medió rendición de ninguna de las partes. No se habían hundido barcos de gran tamaño, pero sufrieron en su mayor parte serios daños.
La Armada franco-española tuvo 3.048 bajas, entre las que se contaban dos almirantes muertos y tres heridos, uno de éstos el mismísimo general en jefe conde de Toulouse. Los anglo-holandeses contaron 2.719 bajas, entre ellos dos altos mandos fallecidos y otros cinco heridos.
La hazaña del joven español había llegado a oídos del gran almirante francés, quien envió a su propio médico para que le atendiese; éste sólo pudo constatar el buen oficio del cirujano que lo operó y precisar que la vida del joven dependía de la evolución de los próximos días.
Lezo fue desembarcado e internado en un hospital militar; no había recuperado la consciencia desde que la perdió al final de la intervención quirúrgica. Los médicos temían por su vida, padecía fuertes delirios que le asaltaban debido a las altas fiebres que invadieron su cuerpo. Salvo la administración de los medicamentos oportunos y la vigilancia constante, poco más podían hacer los galenos.
En los delirios, Blas volvía a los lejanos años de su niñez, se mezclaban con sus peores temores, hasta los que guardaba en su más secreto yo interior.
Había recordado la feliz niñez vivida en el seno de una familia de ilustres marinos guipuzcoanos, una niñez que antes de abandonarle le vio vestir el uniforme de caballero guardiamarina, tras probar ante el coronel y el sargento mayor lo ilustre de sus antepasados por los cuatro costados y las aptitudes castrenses, que ya apuntaban como virtuosas en quien aún no había cumplido los diez años.
El general don Blas de Lezo y Olavarrieta había nacido en Pasajes el 3 de febrero de 1689. Los gruesos muros, de noble y antigua piedra, de la casa solariega de los Lezo que le vieron nacer, fueron testigos del devenir histórico de una familia consagrada a la defensa de la patria en los navíos de la Real Armada de Su Católica Majestad.
En las paredes colgaban numerosos testimonios de esa dedicación castrense. Desde lo profundo de viejos óleos se manifestaban al presente hieráticos antepasados vestidos con solemnes uniformes, donde lucían bandas y condecoraciones otorgadas por los monarcas. No faltaban las armas que se exhibían como patente del oficio guerrero, ni los escudos que daban testimonio de la rancia y antigua nobleza del linaje de los Lezo.
Las historias y grandes hazañas que le contaran sus mayores y las oídas de viejos marineros de Pasajes, más el empuje irrefrenable de la sangre, habían insuflado en el ánimo del niño la vocación marinera como algo natural. Soñaba con el mar, con luchar por la fe y el rey en los navíos de su majestad, como lo habían hecho sus antepasados.
Gustaba de ir al puerto para ver el tráfico de los barcos que atracaban en el fondeadero, adornados de coloridas banderas y una tripulación marcial y bien uniformada. Le atraía con pasión aquella vida que se le antojaba llena de aventuras y riesgos, que sabía no exenta de graves peligros, como él mismo comprobaría a edad demasiado temprana. Pero antes de oír una sola descarga, en su mente de niño soñador ya había ganado mil batallas imaginarias junto a sus amigos, libradas desde una vieja barcaza abandonada en las arenas de la playa, en espera de que la pudrición de la madera terminase con su veterana, y ya inútil, existencia. Sin embargo, para Blas era la más bella nao capitana que podía imaginar, desde donde ganaba para España ínsulas y países lejanos, o derrotaba a los imprudentes ingleses que tan atrevidamente osaban desafiar los pendones españoles.
—Blas, Blas —oyó la voz de Claudia, la niñera—, tus padres te esperan en el salón alto; deja lo que estés haciendo, no debes impacientarlos.
El niño dejó de jugar con un pequeño barco de madera que le había regalado un viejo marino del lugar, al que solía frecuentar para escuchar sus apasionantes historias, la mayoría adornadas con fantasiosos hechos. Estos relatos henchían el ánimo de Blas hasta el punto de llegar a desear ardientemente que su infancia pasase con prontitud y así poder surcar los mares en las naves de la Real Armada.
El salón alto era amplio, de sus paredes colgaban tapices flamencos, bellas marinas y óleos que representaban batallas navales. También pendían cuadros de temas religiosos y algunos retratos familiares. El blasón de la familia, tallado en piedra, coronaba la amplia chimenea que pronto volvería a encenderse, pues el verano llegaba a su fin; las tardes eran más cortas y las noches más frías.
Los padres estaban sentados en un estrado de estilo colonial tallado en nobles y aromáticas maderas, lo había traído su abuelo materno del virreinato del Perú junto a otros muebles que se encontraban repartidos por toda la casa. La tata pidió permiso de entrada en el salón advirtiendo a Blas que debía esperar fuera, pero el padre dio licencia para que el niño accediese al salón que, por lo general, tenían prohibido los menores.
—Blas pasa hijo mío, ven, acércate —Ordenó el padre, pero sin darle autorización para que tomase asiento—. Como sabes, el verano está llegando a su fin y el próximo curso debes comenzar tus estudios. Los preceptores que has tenido hasta ahora te han iniciado en las letras y algo en matemáticas, pero para llegar a ser lo que esperamos de ti, lo que te corresponde por tu linaje, has de recibir la mejor educación que podamos proporcionarte… Tu madre y yo hemos acordado que estudies en un internado de Francia, es lo mejor, podrás venir en verano y en Navidades, yo te visitaré cuantas veces me sea posible. Si deseas ocupar plaza en la Armada debes ir con los conocimientos que te abran sus puertas, pues el requisito de nobleza que exige el cuerpo lo tienes sobradamente cumplido… Sé que eres muy joven y que supone un gran sacrificio esta separación a tan temprana edad; pero nadie te dijo que fuese fácil la carrera de marino del rey, al contrario, ten presente que yo entré a servir a su majestad como cadete con tan sólo once años… ¿Quieres decir algo?
—Papá sé que este año tenía que comenzar los estudios con vista a mi futuro ingreso en la Armada y lo deseaba, pero creía que iba a ser aquí en España, en el Colegio de Mareantes de San Telmo de Sevilla o en Cartagena… Aunque si es lo mejor para mí, me complazco en obedecer lo que mandéis.
—Así lo esperaba, hijo. Los conocimientos que adquieras, mediante el estudio constante y bien aprovechado, durante los próximos años te harán más fácil las enseñanzas futuras en los Gardes de la Marine. Recuerda que no debes contentarte sólo con ser un oficial del rey, has de intentar ser el mejor y más fiel de sus servidores, como lo han pretendido todos nuestros antepasados.
Tras besar a los padres y pedir licencia para abandonar la estancia, Blas corrió a contar a los amigos que iniciaba sus estudios fuera de España; la meta soñada ya estaba más cercana.
A finales del mes de septiembre el joven Blas de Lezo partía rumbo a su colegio en Francia; le acompañaba un viejo criado de la casa, quien permanecería al servicio del adolescente los primeros meses, hasta que el niño se hiciera a la nueva vida.
Los estudios primarios en Francia concluyeron en 1701. Blas, con doce años recién cumplidos, comenzó su preparación en los Gardes de la Marine. Allí principiaría la carrera de armas que le llevaría a ocupar los más altos destinos militares españoles, escribiendo una de las páginas más gloriosas de su historia.
Los profesores y mandos encargados de la educación del joven Lezo pronto comprobaron la capacidad, la disponibilidad y el alto espíritu militar que poseía el guardiamarina; se mostró como un alumno aventajado y un magnífico compañero.
Pero uno de los delirios más recurrentes del mutilado Lezo, el más temido, le perseguiría aún después de recuperada la conciencia; ya no era un desvarío, ni una pesadilla, sino un hecho que se presentaba muy real ante él.
Durante su instrucción como guardiamarina fueron numerosos los casos de jóvenes compañeros que vio enfermar; unos por las duras condiciones de la vida castrense a la que no estaban acostumbrados, otros por fiebres y enfermedades crónicas contraídas en trópicos donde calaban las naves en las que hacían prácticas. Ninguno de ellos había vuelto al servicio, la Real Armada los enviaba a su casa con una paga y el nombramiento de alférez de navío con derecho al uso de uniforme durante toda la vida.
Si ello sucedía con unas simples fiebres recurrentes, ¿qué harían con él que había perdido una pierna? Quedaba lisiado con tan sólo diecisiete años; el sueño de una vida dedicada a la milicia se había visto truncado nada más empezar.
Temía el momento en el que algún alto mando le comunicase su licencia en la Armada y el paso al Cuerpo de Inválidos. No se atrevía a preguntar, pero tampoco le decían nada. Al principio todo eran felicitaciones y halagos por su heroico comportamiento, lo visitaban altos mandos y compañeros que deseaban estrechar su mano. Pasados los primeros momentos estas visitas disminuyeron.
Se imaginó lo peor cuando recibió la visita de su padre, iba acompañado del almirante don Rodrigo Tello de Mendoza, viejo amigo de la familia. El padre le besó y preguntó por su estado, dando muestra de lo orgulloso que estaba de él por su valiente acción; pero la cara del mismo se le antojaba forzada, queriendo evitar atisbos de gravedad.
El almirante portaba entre las manos un cilindro de metal que dibujaba las armas reales, donde solían guardarse las licencias definitivas. No podía significar otra cosa que su separación de las armas, aquí terminaban los sueños de joven Lezo; los serios rostros de sus visitantes no auguraban mejores noticias.
—Blas, debes escuchar con atención lo que contiene el documento que va a leer don Rodrigo.
El corazón del joven comenzó a palpitar desenfrenadamente, estaba ante el momento que tanto había temido.
—El gran almirante de Francia, en nombre de S. M. Luis XIV, rey de Francia, en atención a los méritos y circunstancias que concurren en vos, don Blas de Lezo y Olavarrieta, caballero guardiamarina que sirve bajo las armas de nuestra Real Armada, vengo en concederos el grado de alférez de navío en atención al valor demostrado en la acción naval de…
Blas no quería seguir escuchando aquellas solemnes palabras, que suponían el tradicional ascenso y licencia definitiva de la Armada. Las había oído cuando sus compañeros debían abandonar la milicia por motivos de salud. Sentía un nudo en el estómago que le hacía difícil contener la emoción; pero algo le hizo dar un respingo, creyó oír algunas palabras que no le cuadraban con lo que estaba seguro que contenía aquel solemne documento.
—¿Cómo habéis dicho almirante? Os ruego tengáis a bien repetir ese último párrafo que habéis leído —preguntó el joven.
—Con sumo gusto, Blas «… y en prueba de mi afecto y gratitud vengo a conferiros el grado de alférez de navío de la Real Armada, a la vez que pedimos a nuestro Señor Jesucristo vuestra pronta curación para volver al servicio de nuestra real persona lo antes posible».
De un salto se incorporó sobre la cama y, tomando el documento de manos del almirante, lo leyó con ansiedad; no había duda, el rey lo mantenía en su servicio.
—También creías que era el fin de tu carrera militar, ¿verdad? —dijo el padre—. He sufrido mucho, primero por temor a perderte, ignoraba si saldrías con vida de este horrible trance, luego por saber lo que suponía para ti ser apartado de la Armada.
—Sí, padre, ha sido mi peor pesadilla, la que más he temido hasta que oí este párrafo… Era lo lógico.
—Blas —dijo el almirante tuteándole—, el rey es agradecido con los que le sirven fielmente, pero también es inteligente; no puede prescindir de hombres que han mostrado tan alto espíritu militar y un gran valor, como tú lo has hecho. Tampoco vas a ser ni el primero ni el último marino que lleve una hermosa pata de palo como blasón de su heroísmo; recuerda, esto es la Armada, no necesitas la misma movilidad que en la infantería.
Ese bautismo de fuego no había sido más que un pequeño preludio de las batallas y acciones militares en las que tomaría parte, que bien se cobrarían su gabela de sangre en el joven Lezo.
Tras salir del hospital le dieron licencia de cuatro meses para recuperarse en su casa; la familia le atendería mejor que nadie. El joven alférez ganó los kilos que había perdido durante su estancia en el hospital, tenía un aspecto magnífico; aquella vivencia le había fortalecido exteriormente y, lo que era más importante, interiormente.
Dedicaba gran parte del día a ejercitarse, debía recuperar su agilidad con la pata de palo; para ello realizaba diferentes ejercicios, tenía que acostumbrarse a gobernarla como si fuera un miembro más de su cuerpo, lo consiguió con tesón y esfuerzo.
La flota del almirante llegó a Cartagena el 11 de marzo de 1737, treinta y seis días después de su partida hacia las Antillas. Había arribado a puerto la peor pesadilla para los enemigos de España, quienes intentaban saquear los barcos españoles y tomar las posesiones de su majestad en las provincias españolas de ultramar.