Capítulo 2
Sevilla, 1706
A finales de junio, el Real Colegio Seminario de San Telmo, Universidad de Mareantes de Sevilla, entregaba las patentes de piloto de naos a los alumnos más aventajados. Un año más, Martín de Sepúlveda se quedaba sin recibir el nombramiento que tanto ansiaba, y con este ya iban tres. No es que fuese un hombre mermado en inteligencia, pero sí algo indisciplinado y relajado a la hora de estudiar las materias que se impartían en el riguroso colegio.
Había quedado huérfano de padre, un cotizado carpintero de ribera que sirvió al rey siendo joven, a la temprana edad de cinco años. La madre se hizo cargo de la familia, tres hijos y una abuela a los que alimentar. La exigua paga que generó el cabeza de familia no daba para hacer frente a la renta de la casa donde vivían. Tuvieron que abandonarla e irse a vivir a dos húmedas habitaciones en una especie de corralón cercano a la parroquia de Santa Ana de Triana; se ayudaba cosiendo y lavando ropa para las casas más pudientes de la zona.
Doña María, la viuda, era una buena mujer, por lo que nunca le había faltado ayuda de las almas caritativas; aunque ella recibía esas caridades con humildad y gratitud, en su interior sentía una gran vergüenza. ¡Qué pensaría su marido si la viese en aquel estado! Pero el carpintero de ribera se llevó con él las llaves de la despensa, una despensa que nunca careció de nada, pues era un cotizado maestro en su oficio, con un buen pasar. Ahora todo había mudado de la noche a la mañana; los ahorros heredados volaron con la enfermedad de uno de sus hijos, para colmo sin provecho alguno, pues el infante entregaba su alma al Señor a los siete años. Doña María sentía su corazón roto, pero debía ser fuerte, tenía que luchar por la familia que le quedaba: Martín, entonces ya con nueve años, y su hermana Carmen, de once; además de la matriarca de la familia, una anciana casi impedida pero con la cabeza perfecta, que intentaba dar el menor trabajo posible y ayudar en cuanto le permitía su salud.
El hermano de doña María era pescador de agua dulce, aunque había trabajado en los galeones de la carrera de Indias durante diez años, hasta que tuvo que retirarse por unas fiebres que cogió en el Caribe. Diariamente salía de madrugada en su barcaza llena de redes y aparejos, al amanecer regresaba al puerto sevillano para vender su pesca, generalmente barbos, lucios y algún esturión. Solía poner en salazón o adobar lo que le sobraba, bien para vender en el barrio, bien para consumo propio. También era viudo, su mujer había pasado a mejor vida con la última epidemia de peste que asoló la ciudad; no tenía hijos y se hizo cargo de Martín, al que adiestraría en las artes de la pesca.
El joven se mostró despierto y capaz para el oficio en el que estaba de aprendiz. Le gustaba navegar y comenzó a sentir una especial atracción por los grandes galeones que llegaban de las Indias al puerto sevillano. Aquel afán no había pasado desapercibido a su tío y pensó que lo mejor para el joven sería ocupar una plaza en el Colegio de San Telmo, donde se formaban los pilotos para la carrera de Indias. Sin embargo, había graves trabas que podían frustrar esa aspiración; por un lado la probanza de limpieza de sangre que se exigía a los colegiales, por otro, el alto coste de los estudios y el mantenimiento digno del colegial.
Doña María siempre había oído decir a su difunto esposo que era cristiano viejo, limpio de toda raza de moros, judíos o penitenciados por el Santo Oficio de la Inquisición, incluso se jactaba el carpintero de ribera de tener hidalguía en su linaje. Pero ello, además de ser difícil de probar, se hacía imposible por el alto coste que suponía una investigación genealógica.
Sin embargo, doña María recordaba que su difunto cónyuge, de vez en cuando, hablaba de un primo lejano del padre que había sido beneficiado de la colegial del Salvador y que, según se contaba en la familia, llegó a ocupar una media ración en la Santa Iglesia Catedral. También oyó decir que ese presbítero sostuvo pleitos en los tribunales eclesiásticos por los derechos de una capellanía. Por ello, decidió ir a la iglesia del Salvador y averiguar qué había de cierto en aquellas historias, si se confirmaban o eran meras ensoñaciones de su difunto esposo, quien afirmaba descender de hidalgos montañeses.
Las indagaciones dieron su fruto, en los libros de fábrica apareció don Florián de Sepúlveda, quien fuera beneficiado en la colegial durante doce años, pasando luego a servir una media ración en la catedral hispalense. Allí mismo se enteró que, gracias a esto, no tendría que indagar más en busca de la limpieza de sangre que exigían los estatutos de San Telmo, pues para ocupar plaza en el cabildo eclesiástico del arzobispado, sus futuros miembros tenían que haberla demostrado antes.
El coadjutor del Salvador le certificó cuanto había encontrado en los libros de fábrica, dispensándole de los derechos parroquiales por su pobreza. Con este documento se dirigió al arzobispado, buscaba que le diesen testimonio de la limpieza de sangre que había demostrado el pariente del marido para poder servir la media ración. El encargado del archivo arzobispal no fue tan afable como el coadjutor de la colegial del Salvador, más cuando supo que su trabajo no iba a ser remunerado por la pobreza de la solicitante. Pero, tras refunfuñar al principio, accedió a lo solicitado y refrendó cuanto se contenía en el expediente. Resultó que el sacerdote había sido tío abuelo del carpintero, por lo que no era un parentesco tan lejano.
Con estas averiguaciones se había superado la primera condición ineludible para ingresar en el colegio de mareantes; pero ahora quedaba lo más difícil de conseguir: alcanzar la gracia de beca y la exención de matrícula en San Telmo. Ello se obtenía mediando dos circunstancias fundamentales: la primera demostrando la viudedad de la madre y la pobreza en la que se encontraba la familia, extremos ambos fáciles de probar por doña María; la segunda, aportando la existencia de parientes con cierta distinción dentro de la sociedad, además de presentar testimonios de gente principal de la ciudad que confirmasen todo lo alegado en la solicitud del aspirante a colegial.
Doña María aportó como miembro ilustre de la familia Sepúlveda al tío abuelo medio racionero de la catedral, también incluyó algo que era desconocido para ella y para su marido, y que descubrió en una partida; el abuelo del carpintero había sido maestro de vela de la Real Armada, un grado considerado militar en la Marina. El expediente de solicitud de plaza de gracia lo completó con importantes testimonios y apoyos de gente distinguida de la collación trianera, donde era muy querida. Así lo hicieron un notario del Santo Oficio, un coronel retirado, dos influyentes cargadores, un jurado, un oidor de la Real Audiencia y el párroco de Santa Ana. Martín de Sepúlveda fue admitido como colegial del Real de San Telmo a los trece años.
Al principio sabía más de navíos, velas, aparejos y corrientes marinas que ninguno de sus compañeros, el tío le había enseñado muy bien todo cuanto aprendió en sus años de marino. Ello le valió una distinción durante el primer curso, fue el colegial designado para embarcar como guardia de honor de la Virgen del Carmen, el día de su festividad, en su travesía por el río Guadalquivir.
Pero el año siguiente todo cambiaría, comenzó a verse desplazado por la mayoría de los colegiales. Martín era despierto con las enseñanzas prácticas, sin embargo, aunque le gustaba leer, los libros científicos se le hacían cuesta arriba, solía estudiar lo mínimo para no suspender y mantener su puesto en el colegio. Las patentes de piloto se concedían a los alumnos que habían aprobado con las notas más brillantes; los demás, o se conformaban con empleos de menor rango o esperaban otro año a sacar mayores calificaciones y lograr su título oficial.
Al joven Sepúlveda le gustaba fantasear, soñaba con grandes travesías y con heroicas batallas; si hubiese tenido la opción de elegir habría escogido alistarse en el ejército como soldado de alguno de los regimientos que viajaban en los navíos de su majestad, pero ello no era posible; ni tenía edad, ni medios para ello.
Había asignaturas con las que disfrutaba y en las que obtenía altas calificaciones, como la cosmografía, astronomía, navegación o maniobra; sin embargo, otras se le antojaban tediosas, difíciles de entender y no se aplicaba en su estudio, algunas tan fundamentales como la geometría práctica, la aritmética y la trigonometría plana y esférica.
Para mayor distracción de sus obligaciones, se había enamorado en secreto de Lucía de la Barrera, una hermosa joven, hija de un rico mercader de paños, don Pedro de la Barrera, poseedor de numerosos telares en la Alcaicería de la Seda y fincas en los Alcores sevillanos, a la que intentaba seguir y cortejar en sus horas libres.
La belleza de Lucía era muy comentada en Sevilla, no tenía más de quince años y su padre ya había recibido importantes ofertas de matrimonio, entre ellas la de ricos y nobles cargadores que, por su edad, bien podrían ser abuelos de la joven. Pero don Pedro amaba a su hija y, aunque buscaba el mejor de los partidos, sabía que un matrimonio de interés podía romper el corazón de la joven; le repugnaba imaginar a Lucía en el lecho nupcial con un hombre de mayor edad que él.
Era muy llamativo el cabello rubio de la joven, casi dorado, que se recogía en un moño bajo, engarzado con cadenillas de oro y collares de finas perlas. No menos atraían sus rasgados ojos de un intenso celeste claro, bajo unas leves cejas tan rubias que apenas se dejaban ver. La nariz perfecta y respingona, los labios suaves y sonrosados florecían en su cara como una permanente invitación, o más bien tentación, a ser besados con el mayor de los ardores. A pesar de su edad tenía un cuerpo bien formado, con las carnes blancas y prietas; bellas hechuras que se dejaban adivinar más que ver, aunque no con demasiada generosidad, pues sus prendas eran amplias y recatadas.
Pero la joven tenía más de un apasionado admirador dentro de los colegiales, algunos hijos de influyentes familias y de poderosos cargadores. De entre ellos la competencia más temida era la del colegial don Diego de Zúñiga, cuyo padre había hecho gran fortuna con la carrera a Indias, lo que sumado a su hidalguía, le daba una destacada posición social en Sevilla; además, el cargador y el mercader de paños eran amigos y tenían negocios en común.
Los de la Barrera vivían en una gran casa junto a la Puerta de Jerez. Lucía solía pasear todas las mañanas, haciéndose acompañar de una doncella, por los jardines próximos al Colegio de San Telmo; conocía a muchos de los colegiales y se paraba a hablar con ellos.
Al principio Martín no se atrevió a entablar conversación con la joven, aunque se la habían presentado en más de una ocasión. El colegial era consciente de su inferior situación social, estudiaba con beca y ello era conocido por los demás compañeros, seguramente Lucía también lo sabría; pero contaba con un arma que los demás no poseían, un especial don de gentes, así como un fuerte atractivo físico y personal que cautivaba a muchas mujeres. Era más alto de lo normal, lo que le hacía destacarse a simple vista; además, el trabajo en el barco de su tío le había hecho desarrollar una gran fortaleza que se revelaba en sus marcados músculos. Poseía facciones perfectas, grandes ojos negros, piel morena, brillantes cabellos que lucían como el azabache. Pronto fue consciente de la seducción que provocaba en las mujeres y decidió usar esas armas intentando encelar a Lucía con las jóvenes que paseaban por aquello jardines.
Entre los colegiales se había creado cierta fama de seductor, aunque realmente nunca iba más allá de un pícaro requiebro o una frívola proposición, sabiendo de antemano que sería tomada como una atrevida broma, nada de mayor gravedad, por aquellas damiselas que frecuentaban los jardines próximos a San Telmo. A él le gustaba alimentar esa reputación, no la desmentía, e incluso fomentaba algunas habladurías falsas, como la especie extendida entre los colegiales que afirmaba el disfrute carnal con varias enamoradas en distintas collaciones de Sevilla, donde mantenía sus encuentros amorosos.
Pero esa imaginaria reputación comenzó a pasarle factura, pues aquellas fábulas amorosas no sólo llegaban a los compañeros, sino a los profesores de San Telmo, entre ellos un número importante de sacerdotes, quienes empezaron a mirar a Martín con cierto recelo. Estudiaba becado, sin sobresalir como debiera por la gracia concedida, y, para colmo, se apartaba peligrosamente de la obligación de cuidar su alma, de alejarse del pecado y no caer en la tentación de la carne que podía llevarle a la condena eterna.
Logró con ese atractivo físico, más el aura de galanteador, que Lucía se fijara en él. Martín estaba más seguro de sí mismo y comenzó a dirigirle la palabra, casi siempre en grupo, con otros compañeros. Pero entre ellos nunca faltaba el omnipresente Diego de Zúñiga, quien no se apartaba de la joven de los Barrera, a pesar de que podía verla cuando y donde quisiera por el estrecho trato que existía entre ambas familias.
Sin embargo, Sepúlveda ideó una forma para poder hablar con Lucía sin tantos testigos, buscando ocasiones en las que hacerse el encontradizo con la joven en lugares apartados del colegio. Tantas casualidades esos últimos días no sorprendieron a la ingenua joven, que siempre iba acompañada de la doncella. Se lo encontraba en la misa de primera hora del Sagrario, o a la salida de la misma, también en las calles próximas a su casa. Martín siempre buscaba una falsa justificación para argumentar su estancia en aquellos lugares que hasta entonces nunca había frecuentado.
Pero la malsana curiosidad, el chisme y el sempiterno afán de chismorreo de aquella bendita tierra, donde siempre había mil ojos ansiosos de carnaza dañina, aún en las callejuelas más desiertas, hicieron que llegara a oídos de don Diego de Zúñiga la existencia de aquellos “casuales” e inocentes encuentros. Esto lo llenó de ira, se negaba a que ese advenedizo plebeyo pudiera atreverse a competir con él por una dama. Semejante atrevimiento no podía dejarse pasar por alto; buscaba la ocasión para desquitarse y la encontró el mismo día de la solemne entrega de las patentes. Don Diego había obtenido la calificación más alta, por ello sería el primero en recibir el ansiado título de piloto.
A la ceremonia de entrega de las patentes estaban invitadas las principales autoridades civiles, militares, religiosas y académicas; tampoco faltaban en lugar destacado los protectores del Real Colegio, entre ellos don Pedro de la Barrera, quien siempre acudía acompañado de su hija Lucía.
El rector comenzó con un discurso institucional para concluir con la entrega de los diplomas a los alumnos que terminaban sus estudios.
—Don Diego de Zúñiga y Benavides —nombró solemnemente el claustral—. Habéis destacado, con gran ventaja, aplicación y provecho sobre vuestros compañeros, en el aprendizaje de las nobles artes que os llevarán a surcar los mares desde hoy con gran conocimiento. Me cabe el placer, pues, de haceros entrega de esta patente que os concede licencia para gobernar cualquiera de las naos que cruzan los océanos.
Un fuerte aplauso retumbó en las naves del aula. Zúñiga miró a Lucía y a su padre, quienes le saludaron inclinando la cabeza, luego buscó a Martín, que se había colocado en segunda fila, apartado de quienes terminaban sus estudios, con la cabeza gacha, avergonzado, pues hacía tres años que debía haberse licenciado. Pero no estaba tan absorto en su sonrojo como para no darse cuenta de la despectiva mirada que le dedicaba Zúñiga, lleno de orgullo mal contenido y con ánimo de mostrarle su desprecio a la vez que su satisfacción por aquella humillación.
Sin embargo, don Diego no había saciado su cupo de venganza con aquella mirada despectiva, ese gesto era algo que sólo quedaba entre ambos, sin trascendencia alguna para terceros. La osadía de Martín, al cortejar a la joven que amaba, había sido pública, por lo tanto, pública y notoria debía ser su respuesta. Forzó la ocasión para su desquite; sabía que, tarde o temprano, Martín debería acercarse para saludar a la joven, era norma de cortesía. Se mantuvo todo el tiempo muy próximo a Lucía y a su padre, hasta que vio como Sepúlveda se dirigía hacia ellos; entonces él hizo lo mismo, interponiéndose atrevidamente entre Martín y los Barrera, sin darle ocasión para cumplimentar a la familia.
—¡Hombre, Sepúlveda! —exclamó con cierta condescendencia llena de ironía—. No le hacía en este acto.
—Pues ya lo veis, don Diego, en él me encuentro, aquí está mi sitio, ¿dónde si no?… Dejadme felicitaros por vuestro merecido logro académico…
—Quedo muy agradecido por vuestras palabras… Lamentablemente yo no puedo devolveros la misma lisonja —alzó la voz para que no sólo se enterasen los Barrera, sino los demás concurrentes—, vuestra falta de interés y aplicación lo hacen imposible…
—¿Por ventura, no sabéis que el halago debilita y la crítica fortalece? —respondió Martín.
—Deberéis estar, pues, muy fortalecido, pues imagino que hace tiempo no recibís halago alguno… Va ya para tres años el retraso que arrastráis en los estudios… unos estudios que, por otro lado, os son gratuitos, deberíais tener más consideración con vuestros generosos benefactores…
La gente había comenzado a agruparse en torno a los dos colegiales.
—Eso es algo que a vos no os atañe, por lo que ruego que no os metáis donde nadie os ha dado vela.
—Allá vos, pero a este paso antes tornaréis a pescar barbos en la barcaza de vuestro tío en el Guadalquivir que a gobernar un navío por los océanos… De todas formas, creo que ése ha de ser vuestro oficio, la pesca menor, y no el poner vuestros ojos sobre piezas mayores a las que no podéis aspirar… —dijo mientras miraba a doña Lucía.
La joven se ruborizó y bajó la mirada, el padre no se dio cuenta de ello, estaba metido de lleno en la contienda dialéctica; además, desconocía que ambos jóvenes estuviesen disputándose el amor de su hija.
—No sólo sois en extremo fatuo, sino tan atrevido y lenguaraz que no os percatáis cómo vuestras emponzoñadas palabras ponen en evidencia a alguien tan inseguro de sí mismo que, ni su fortuna, ni su cuna hidalga, contienen la lengua ante alguien humilde, a quien consideráis un obstáculo para… digamos… vuestros planes, otorgando así a este competidor más merito público que el que pueda adornaros a vos con tantos estudios, blasones y doblones, señor de Zúñiga.
—¡¡¡Bravo!!! —Se oyó entre el público.
—¡Señores, conteneos! —alzó la voz el rector, hasta entonces ajeno a la disputa—. ¡¿Qué comportamiento es este entre dos caballeros colegiales!? Exijo vuestras inmediatas disculpas, no sólo entre ambos, sino ante todos los presentes…
—Señor rector —respondió Zúñiga lleno de un orgullo mal contenido—, no es mi intención ofenderos, pero ya no poseéis jurisdicción alguna sobre mi persona… La patente que hoy me habéis entregado certifica el fin de mi vínculo con este Real Colegio… Disculpadme si no sigo vuestra… exigencia, pero motivos personales tengo para ello. Por otro lado, no creo haber ofendido a nadie…
El rector no quiso insistir en su exigencia, sabía que Zúñiga tenía razón, también que su padre era uno de los grandes benefactores del colegio, por lo que intentó quitar importancia a lo sucedido.
—Bueno, si es como decís, me alegro… Espero que continúe la jornada con la mayor tranquilidad.
Sin embargo, don Diego era consciente de que no salía airoso de aquel trance, había sido el cazador cazado, aquel «¡bravo!», así como las caras de muchos de los presentes, demostraban que Sepúlveda era el triunfador en la disputa. Se lo llevaban los diablos y se mordía la lengua para contener la ira. Aquello no podía quedar así, su honor se lo impedía, más ahora que Martín lo había dejado en evidencia, no sólo ante los Barrera, sino delante de lo más granado de la sociedad sevillana.
Con varios amigos, tan pendencieros como él, decidió esperarlo a la salida del colegio. Allí intentaría provocarle de nuevo, buscaba que Sepúlveda reaccionara ofendiéndole, y así acometerle en un lance que, al ser de honor, nadie podría poner objeción alguna. Procuró que también hubiese un nutrido auditorio, su reparación debía ser tan pública como había sido el desaire recibido.
—¡Sepúlveda! —gritó dirigiéndose a Martín cuando salía de la sede colegial—. Imagino que ahora, que carecéis de valedor que medie por vos, no osaréis tener la lengua tan suelta como antes habéis mostrado.
—Zúñiga, dejadme en paz, no quiero pendencia con vos…
—¿Pendencia, decís? ¿En tan alta estima os tenéis que pensáis que iba a rebajarme a cruzar mis armas con vos? ¿Con un plebeyo…? Poco sabéis de lances de honor entre caballeros; bueno, no tenéis la culpa pues no lo sois, tan sólo un simple pescador cuyos sueños son demasiado altos…
—Os repito que me dejéis —respondió mientras continuaba su marcha—, iros a casa con vuestro valiosísimo honor y olvidad a quien es tan poco para vos…
—¿Osáis darme órdenes? —preguntó mientras le cortaba el paso.
—¿Qué pretendéis? Si no buscáis querella, ¿a qué viene esta actitud?
—Vos bien lo sabéis… No sólo sois un atrevido rufián que estáis donde nunca debisteis llegar, sino un cobarde.
—¡Dejadme franco el paso! —gritó Martín lleno de ira mientras se abría camino con su potente brazo, apartando a don Diego.
—¡Habéis osado tocarme! ¡Cómo os atrevéis! —dijo mientras sacaba un fino espadín que escondía bajo su capa y lo apuntaba contra su pecho.
—¿Ya no os importa que sea plebeyo para querellaros conmigo? No llevo arma alguna, ni conozco su manejo, ni las necesito… ¿Quién es el cobarde ahora?
—Continuáis errado, jamás cruzaría mi espada con alguien tan bajo como vos, sería impropio de un caballero de mi linaje… Pero no sólo habéis osado ofenderme, sino que me habéis agredido públicamente empujándome, todos han sido testigos… Sí, sí que merecéis un castigo, pero no como un caballero, sino como un mal rufián… —Dicho esto levantó el espadín con ánimo de cortar el rostro de Martín, era el castigo propio para el plebeyo que le había ofendido, marcar su cara para toda la vida.
Pero Martín, con gran agilidad, dio un salto atrás mientras enroscaba su capa sobre el brazo izquierdo, lo que descolocó a Zúñiga. Rápidamente, aprovechando el desconcierto de don Diego, apartó con el brazo protegido el espadín y, desde su generosa altura, con toda la fuerza que pudo acumular su ira, encajó un formidable puñetazo sobre la mandíbula del reciente piloto. Se oyó un fuerte crujir de huesos que heló el corazón de los presentes; Zúñiga caía al suelo con la conciencia perdida, manando abundante sangre por su boca. Los amigos corrieron a socorrerle, lo que aprovechó Martín para abandonar el lugar.
El mismo Sepúlveda se estremeció al oír cómo se desgarraban los huesos de don Diego. ¿Y si lo hubiera matado sin querer?, sólo había intentado defenderse, nada más. No pudo contener la furia ante un ataque tan cobarde y desigual. Pero si Zúñiga había muerto nada tenía que hacer en Sevilla; ni la verdad, ni la razón que le asistían valdrían ante esa poderosa familia y las fuertes influencias que poseía en las más altas jerarquías de la ciudad.
No podía regresar a su casa, pues comprometería a la familia; ahora que vivían con su tío, no debía implicarles. Decidió esconderse en la ciudad a la espera de noticias, luego actuaría en consecuencia. Se ocultó en el barrio de la mar, el Arenal, extramuros de la ciudad, donde las prostitutas, ladrones, tahúres, contrabandistas y marineros borrachos daban rienda suelta a sus más bajos instintos en las oscuridades de la noche. En aquel lugar no entraba ni la Santa Hermandad, ni la ronda de alguaciles de la Justicia después de cerrarse el postigo del Aceite.
Allí conocía a un buen amigo de su tío, apodado el Melilla por ser originario de aquella plaza. Habían salido a pescar juntos en varias ocasiones. Fue marino en la carrera a Indias, pero desde que casó decidió abandonar las travesías de larga duración para permanecer en Sevilla, junto a su esposa. El antiguo mareante lo acogió aquella noche en su humilde vivienda junto a la muralla; al día siguiente iría a informar a la familia de que Martín se encontraba a salvo en su casa, también iba a pulsar los mentideros de la ciudad y averiguar cuánto se decía de lo sucedido el día anterior.
—¡Bien la habéis liado, Martín…! —dijo el Melilla mientras se quitaba el chambergo tras llegar de sus pesquisas.
—¡¿Ha muerto don Diego?! —interrumpió horrorizado, con el alma en vilo.
—No, no… sufre un serio quebranto; aunque no se teme por su vida, la convalecencia va a ser larga. Pero primero lo primero; esta mañana he hablado con vuestra madre y vuestro tío, no sabían nada, estaban asustados al ver que no dormisteis en vuestro lecho. Les he informado de cuanto averigüé a primera hora…, en dos noches vendrán a despediros…
—¡¿Despedirme?! ¿Por qué? ¿Dónde he de ir? Me habéis confirmado que la vida de don Diego no corre peligro.
—Sois un joven despierto, pero vuestra juventud os hace ignorar el grave peso de los peligros que esa acción ha echado sobre vos. No he de advertiros la influencia que los Zúñiga poseen en esta ciudad; habéis destrozado la mandíbula del primogénito, una grave fractura de difícil componenda, tardará meses en soldar y veremos si queda bien. Con ello se han desmoronado los importantísimos planes del señor de la casa; dentro de un mes sale la flota para Cartagena, don Diego iba a estrenarse como piloto y jefe de los tres navíos que enviaba su padre a las Indias. Lo habéis trastocado todo, han de cambiar planes que llevaban preparando meses… También está la cuestión del honor…
—¡Por ello me veo así!
—Tened por seguro que a esta hora ya habrá dispuesto su venganza por el agravio sufrido, un desquite en el que os va la vida… Por ello no podéis permanecer en Sevilla mucho más. Don Gaspar de Zúñiga es uno de los más importantes cargadores de Sevilla, tiene manos y ojos en todos los lugares, desde las más altas magistraturas hasta las más peligrosas cuadrillas de facinerosos y matones. ¿Queréis decir algo?
A Martín no le salía palabra alguna, se quedó con la vista perdida sobre el suelo, sin contestar.
—Bien, ahora he de disponer vuestra partida —continuó el Melilla—; vos no debéis abandonar esta casa bajo ningún pretexto, ni asomaros a la puerta o a las ventanas, os repito que en ello os va la vida. He enviado a mi esposa a casa de su padre, con orden de que no diga nada y así lo hará, es una mujer fiel. Pasado mañana es la festividad del Corpus, participará toda la ciudad en la solemnidad de Nuestro Señor, habrá mayor vigilancia en toda la ciudad con la presencia de los regimientos que participarán en el cortejo, pero quizás sea la ocasión, ya os explicaré. Vuestra madre y vuestro tío vendrán la madrugada de las vísperas para despediros.
A Sepúlveda los segundos se le hacían eternos durante aquella angustiosa espera. Tenía tiempo sobrado para meditar todas y cada una de las acciones acometidas los últimos años. Se reprochó no haber aprovechado la ocasión que le brindó la beca en San Telmo; no, no había sido justo con la madre, quien tanto luchó por aquella plaza de colegial. Ahora su vida había dado un cambio radical. ¿Cuándo volvería a disfrutar plenamente de su familia? ¿Qué sería de él? Del título de piloto y de su futuro como mareante debía olvidarse, también del amor de Lucía. No se juzgaba capacitado para enfrentar la severa existencia que principiaba en el mismo instante que golpeó a don Diego.
La solemnidad del Corpus Christi era la más fastuosa de las que tenían lugar en la capital hispalense; toda la ciudad tomaba parte en ella, desde los grandes de España hasta la gente más humilde, pasando por las autoridades civiles, militares, académicas y eclesiásticas, las numerosas órdenes religiosas con sede en la ciudad y las nobiliarias, el seminario, los colegios, gremios, hermandades, casas de niños y hospitales.
El protocolo se cumplía con absoluta severidad, era coordinado y vigilado, en orden a su estricto cumplimiento, por el veinticuatro maestro de ceremonias del Consejo de Sevilla, quien, desde su escaño oficial frente a la Real Audiencia, velaba por las correctas precedencias que correspondían a los diferentes cuerpos de la ciudad, colocados por su naturaleza, por su rango y por su antigüedad.
Durante siglos habían sido muy frecuentes los litigios entre las hermandades y otras corporaciones asistentes al Corpus, o a otras procesiones de la ciudad, por ocupar lugares de precedencia que consideraban preeminentes y que alegaban corresponderles debido a su mayor antigüedad. Estos litigios se solventaban en los tribunales eclesiásticos del arzobispado, durando en muchas ocasiones decenas de años y con costas muy elevadas.
Comenzaba la comitiva con las congregaciones, hermandades de gloria, cofradías de penitenciales y de luz y las sacramentales; le seguían los colegios, los representantes de los numerosos hospitales que había en la ciudad: del rey para los soldados, Santa Marta, de las Bubas, de los Inocentes, de las Tablas y de San Andrés. No faltaban las representaciones de los diferentes gremios ciudadanos, quienes, a veces, asistían acompañados de un paso sobre el que desfilaría su titular o de una carroza alegórica.
En lugar preferente acudían las instituciones académicas, judiciales, las autoridades y los cuerpos de la nobleza: el presidente y jueces de la Real Casa de la Contratación de Indias, el rector y los profesores del Colegio de Mareantes de San Telmo, el rector y claustrales del Colegio Mayor Santa María de Jesús, Universidad de Sevilla, el tesorero de la Real Casa de la Moneda, el prior y los cónsules de la Lonja de Mercaderes, el administrador mayor y asesores de la Real Aduana, los jueces y fiscales de la Santa Cruzada, los alguaciles de la Santa Hermandad, los oidores y alcaldes de la Real Audiencia, los representantes de los consejos de su majestad. La comitiva de autoridades continuaba con la representación de la nobleza, los caballeros maestrantes de la Real de Sevilla y de las cuatro órdenes militares, Santiago, Calatrava, Alcántara y Montesa; por último, los títulos del reino, con lugar privilegiado para los grandes de España, cerrando los miembros del Santo Oficio.
Tras las autoridades civiles desfilaban las eclesiásticas, principiando por las de menor rango: los veinteneros, seminaristas, lectores, subdiáconos, diáconos, órdenes religiosas, presbíteros, parroquias con sus tumbillas y la hermandad de San Pedro ad Víncula de sacerdotes. Seguía el cabildo de la catedral integrado por los medio racioneros, racioneros, canónigos y dignidades mitradas de la Santa Iglesia.
Delante de la Custodia desfilaban los niños seises; tras ella, el Excmo. y Rvdmo. Sr. Cardenal Arzobispo de Sevilla, con su largo manto púrpura recogido por seis monaguillos, a su lado un joven sacerdote portaba un quitasol para resguardarle de los severos rayos de junio; le escoltaban el asistente de la ciudad, el presidente de la Real Audiencia, el inquisidor mayor y el coronel del Regimiento Provincial; el alférez mayor portaba el pendón de la Ciudad. Tras ellos, los caballeros veinticuatro, jurados, síndico personero y diputados del común. Cerraba un regimiento de infantería acompañado con una banda de pífanos y tambores.
Entre la comitiva desfilaban pasos sobre ruedas, eran empujados por cargadores del muelle ocultos bajos los lujosos faldones bordados en brocados de seda, portaban los santos de la ciudad, San Isidoro, San Leandro y San Fernando. Otros pasos eran llevados por las hermandades, sin faltar las carrozas alegóricas de los diferentes gremios bellamente exornadas.
También formaban parte de la procesión la tarasca, los gigantes y cabezudos en danza, cuya presencia se prohibiría poco después por considerar la autoridad eclesiástica que era una presencia profana, a pesar de su primitiva presencia en el Corpus.
El recorrido se cubría con viejas velas de navíos, de las que pendían artísticas guirnaldas de las más variadas flores. Las calles estaban engalanadas con bellos arcos triunfales —levantados por los mejores maestros de obra y adornados por los más diestros pintores y escultores—, con altares y bellos reposteros; nobles colgaduras pendían de los balcones de las casas blasonadas. Era una formidable muestra de arte efímero que variaba todos los años.
Martín recibió la visita de su madre y de su tío la madrugada de la víspera del Corpus. Habían tenido que sobornar al centinela del postigo del Aceite, uno de los accesos de la ciudad, pues todas las puertas y postigos eran cerrados al toque de ánimas y no podían ser abiertos salvo causa de fuerza mayor. Pero la corrupción y la picaresca estaban bien acomodadas en muchos servidores de la justicia, quienes hacían la vista gorda a contrabandistas y delincuentes a cambio de una disimulada dádiva depositada en su mano convenientemente. Desde los centinelas de la Cárcel Real a los guardias de aduanas, la mano negra del hampa sevillana tenía comprado a todo un elenco de «fieles» servidores del aparato de gobierno.
La despedida familiar fue amarga, la madre no cesó de llorar, mientras todos le aseguraban que aquella separación era lo mejor para Martín y que no sería demasiado prolongada; sabían que mentían, los poderosos Zúñiga no iban a olvidar esa afrenta pública en muchos años.
—Hijo mío, toma este dinero —le ofreció la madre en una bolsa de piel—, te hará falta.
—No madre, no puedo aceptar…
—Anda y tómalo, ya lo devolverás —intervino el tío—, a nosotros no nos va a faltar de nada; ahora eres tú quien lo necesita.
—Tienen razón, Martín, cogedlo —dijo el Melilla—. En estos primeros días es muy probable que tengáis que templar voluntades, nada mejor que el dinero para ese menester. De todas formas, si todo sale como lo he previsto, viajaréis trabajando y cobrando un jornal… Ahora debéis despediros, hemos de salir en breve.
La despedida, repleta de emoción y tragedia, hizo que se asomaran lágrimas en los ojos del joven Sepúlveda, se le partía el alma al ver el desgarrador llanto de su madre; pero sacó fuerzas de flaqueza para que no se diesen cuenta de su gran desazón y mayor temor.
Poco después de partir su familia, Martín y el Melilla salían de la casa. La noche estaba completamente cerrada, sólo se divisaban las luces de los puestos de guardias y de las garitas que salpicaban la antigua muralla almohade, así como la que se desprendía de los grandes fanales que iluminaban los galeones surtos en el Guadalquivir.
Ambos iban embozados, el Melilla le advirtió que no hablase y que hiciera el menor ruido posible, podía haber cuadrillas de la Santa Hermandad emboscada, en espera de capturar a los contrabandistas que intentaban evadir la Real Aduana, era la hora más propicia para ello.
Apenas habían caminado diez minutos cuando el marino entró en una especie de atarazana abandonada; allí se encontraba un paso alegórico que estaba exornado con bellas flores, sería la aportación del gremio de la mar al cortejo del Corpus. Tras la procesión, la comitiva gremial regresaba por el muelle, donde se encontraba atracado un navío de pabellón francés en el que debía escapar Martín. El joven iría bajo el paso como mozo de costal, empujando las andas; a nadie se le ocurriría buscar allí. Al pasar junto el barco galo, Sepúlveda, cubierto con un costal de saco que le cubría la cabeza, embarcaría en el navío portando un fardo. Una vez dentro le ocultarían en la bodega hasta que el navío galo superase la barra de Sanlúcar de Barrameda.
El capitán era amigo del Melilla, le debía algunos favores y había concertado con él su peaje a cambio de trabajo. Martín poseía amplios conocimientos de náutica, sus años de aprendizaje con el tío, más los de estudio en la escuela de mareantes, le habían convertido en un experto navegante aunque no destacase por sus notas en algunas disciplinas del San Telmo.
A través de los respiraderos del paso pudo observar los miles de sevillanos que habían salido a la calle para adorar al Santísimo Sacramento. Vio a sus amigos, a compañeros del colegio de mareantes, a vecinos de su collación, a personas que conocía desde hacía años y con las que nunca cruzó palabra alguna. Pero ahora todos se le antojaban extraños, personas a las que nunca volvería a ver; lo tenía por seguro desde que, poco antes de salir el paso que portaba de la catedral, vio desfilar desde su interior a las autoridades. Entre los caballeros veinticuatro marchaba, con cara enjuta y de odio contenido, el poderoso señor don Gaspar de Zúñiga, quien se sabía centro de las miradas y de toda la maledicencia hispalense por lo sucedido a su hijo don Diego. Aquel terrible rostro, lleno de soberbia y rencor, le heló el alma, aunque de diferente manera que cuando distinguió a su amada Lucía en las gradas que se habían levantado en la fachada de la Real Audiencia.
No había duda, su vida tomaba un giro radical; un camino nuevo, totalmente desconocido, lleno de incertidumbres, interrogantes y desasosiego, cuando no temor, se abría ante él. Lo tuvo aún más claro en la soledad de la lóbrega bodega del navío francés; allí rompió a llorar, no había testigos que advirtieran esa muestra de lógica debilidad humana ante las adversidades.
Pasada la barra de Sanlúcar de Barrameda pudo salir a cubierta, allí comenzaba su quehacer de marino, un áspero trabajo concertado entre el capitán y el Melilla. Afortunadamente, la rudeza de aquella labor le hacía distraer su mente. Por las noches, agotado, se rendía en el camastro, sin ocasión de dar rienda suelta a los pensamientos.
Lo que más le turbaba era su futuro en Francia, el trabajo en el navío galo terminaba tras arribar al puerto de Tolón, a partir de allí debería buscarse la vida sin ayuda de nadie.