Capítulo 5

Sevilla, 1730

EL corazón de Sepúlveda se encontraba en vilo. Después de quince años regresaba a Sevilla, ciudad natal donde estaba su familia, eran demasiadas emociones; el alma se le llenaba de miedos y congojas, tenía malos presagios.

Don Felipe V había instalado la corte en la capital andaluza y don Blas de Lezo acudía a su llamamiento, deseaba rendirle pleitesía a la vez que darle cuenta de lo actuado durante su mandato en los mares del Sur, así como agradecerle su reciente nombramiento.

El jefe de la escuadra había intentado convencer a Martín de que sus recelos eran infundados, no tenía nada que temer, el suceso que le apartó de Sevilla ya estaría en el olvido, el estado de las cosas habría mudado con el paso de los años. Si era tiempo sobrado para apaciguar un dolor profundo, más para calmar los ánimos levantados por una trifulca entre jóvenes estudiantes en los que no medió mal irreparable alguno.

—Don Martín —le dijo Lezo, quien desde que Sepúlveda ascendió a oficial le concedía ese tratamiento—, no debéis temer nada, la gente es olvidadiza y el suceso tuvo lugar muchos años atrás.

—Os aseguro, general, que no tengo miedo por mí, ni por lo que pueda sucederme…

—Ello está fuera de toda duda, capitán —aclaró don Blas.

—Gracias señor… Temo por mi familia, quizás en mí no puedan vengarse, mis enemigos desconocen si estoy vivo o he muerto; pero el verme con vida puede despertar viles deseos y con ellos llegan las bajas acciones, las venganzas larvadas durante años en espera de una ocasión propicia. No quiero que suceda nada malo a mis seres queridos cuando ya no esté en Sevilla y queden desprotegidos.

—Pero aquel suceso no fue asunto de extrema gravedad… Sí, rompisteis la mandíbula a vuestro vanidoso compañero, pero el tiempo pasa y atentar contra la familia de un capitán de su majestad es muy arriesgado, se paga con la horca.

—En efecto, no fue nada que unos meses de convalecencia no pudiese componer; pero no conocéis a la gente de Sevilla, de lo más nimio hacen una cuestión de honor que incita a desenvainar las espadas rápidamente o a cometer acciones indignas, más cuando interesa a miembros de la nobleza… Los bajos fondos están deseosos de captar algún encargo de sangre para vengar a caballeros afrentados, o a cornudos cobardes que son incapaces de limpiar ellos mismos su honor… Aunque ya os digo que nada temo por mi persona.

—El rey, como bien sabéis, me ha ordenado acudir a su llamada —Lezo cambió de tema para despreocupar al capitán—, supongo que para hacerme entrega del nuevo nombramiento y confirmar el destino que tenga a bien encomendarme. Imagino que estaremos unos días en Sevilla, y si el rey no manda otra cosa partiré a Cádiz. ¿Vos qué vais a hacer?

—Lo primero será visitar a mi familia, desconocen que retorno a casa; como os he dicho no avisé por motivos de seguridad. Quince años fuera es demasiado tiempo, estoy ansioso por abrazar a mi madre y hermana y estrechar los brazos de mi buen tío.

—Mañana mismo fondearemos en el puerto de Sevilla, con toda seguridad se nos hará un gran recibimiento. Deseo que la flota entre en la ciudad adornada con sus mejores ornamentos; ordenad que esté todo previsto para que se desplieguen velas y banderas, que la tripulación vista sus uniformes de gala.

La nao capitana de don Blas de Lezo encabezaba la flota de Indias, iba abriendo paso a otros veinte navíos que debían cumplimentar al rey en la corte sevillana. Tras una hábil maniobra, los marinos lanzaron amarras a la gente de tierra; el galeón quedó fondeado a los pies de la Torre del Oro. Acto seguido, Lezo envió a su coronel para que invitase a subir a bordo al asistente de la ciudad junto con las principales autoridades locales: el alférez mayor, el regente de la Audiencia y el coronel del Regimiento de Milicias Provinciales.

El general, tras saludar militarmente a sus invitados, les rogó que lo acompañasen, fueron a babor y se colocaron en fila según su rango, el asistente junto al jefe de la Armada. Desde allí vieron desfilar al resto de los barcos que formaban la flota, con su imponente velamen desplegado y la tripulación formada. Los infantes rendían armas ante las autoridades que presidían el acto castrense. Cuando las naves hubieron fondeado en el muelle, Lezo mandó disparar las salvas de ordenanzas en honor de su majestad el rey, quien esperaba a la comitiva en los Reales Alcázares.

Ahora correspondía a don Blas cumplimentar a las restantes autoridades hispalenses que esperaban en tierra, así lo exigía el ceremonial. El asistente ofreció a Lezo bajar delante de él, pero don Blas rehusó cortésmente aquel honor diciendo:

—Señor asistente, aún estáis en mi casa, hacedme el honor de id vos y vuestra compaña delante, yo os sigo. Por favor… —indicó con su mano tendida la precedencia.

Tras Lezo iban seis coroneles y dos auditores de la Armada. Pero antes de comenzar a bajar, don Blas tornó la cabeza y buscó la mirada de Martín, con un gesto de su mano derecha le ordenó colocarse junto a él. Era toda una deferencia que el jefe de la flota le concediera ese privilegiado puesto en tan importante evento, más en su regreso a Sevilla después de tantos años.

Una vez en tierra, don Blas fue presentado a las autoridades de la ciudad; Lezo, a su vez, presentaba a la oficialidad que le asistía. Martín seguía a don Blas como le había ordenado, aunque por rango militar debía ocupar un puesto menos preferente en aquella tediosa ceremonia, tras los coroneles y auditores. Sin embargo, Lezo era consciente de que debía dejar patente su protección hacia el oficial ayudante, por lo que pudiese suceder. Sepúlveda aprovechó ese momento para inspeccionar la fila de los caballeros veinticuatro, no le fue difícil identificar entre ellos al primogénito de los Zúñiga, apenas había cambiado; sin embargo, su antiguo compañero no le reconoció hasta que lo tuvo enfrente.

—Señor de Zúñiga, es un placer conocerle… —dijo Lezo tras serle presentado el veinticuatro—. Este caballero es mi ayudante, el capitán don Martín de Sepúlveda, bravo militar y sevillano como vos.

El capitán le dirigió una mirada digna y grave, desde su privilegiada altura, pudo advertir cómo demudaba de color la faz de su antiguo compañero. Ninguno hizo ademán de inclinar la cabeza en señal de cortesía, algo que levantó comentarios a su alrededor.

Zúñiga no podía dar crédito a lo que estaban viendo sus ojos. Sepúlveda, aquel joven que le envió al hospital del Rey durante meses, truncando su primer viaje a Indias y las aspiraciones inmediatas de la familia, ahora estaba de nuevo allí, delante de él. Tuvo claro que había llegado el tiempo de cobrarse la afrenta pública sufrida en el pasado; pero regresaba como capitán, algo inesperado y que le cubría bien las espaldas. Sin embargo, ese rango le importaba bien poco al orgulloso Zúñiga, se consideraba muy por encima de cualquier militar por muy alto grado que ostentara. Él era un Zúñiga, el mayorazgo de una de las principales familias sevillanas, que era como decir del reino, y caballero veinticuatro de la ciudad; ni él, ni su padre debían explicación alguna a nadie que no fuese el rey.

Terminado el acto, Zúñiga salió con la máxima premura en busca de su progenitor, familiares y amigos. Pretendía presionar a personalidades influyentes de la ciudad para que apoyasen sus quejas y demandas ante el soberano, implorando un castigo ejemplar para aquel delincuente que pretendía eludir su delito bajo el grado de capitán.

El rey había dispuesto una recepción oficial y un almuerzo en las dependencias de los Reales Alcázares; tendría lugar tras el solemne Te Deum que se oficiaría en la santa iglesia catedral en agradecimiento por el regreso de la flota de Indias sin ningún contratiempo.

Al traspasar don Blas de Lezo los umbrales de la puerta catedralicia de Palos comenzaron a repicar las campanas de la Giralda. Los pesados bronces volteaban por los aires, y lo hacían con la ligereza del vuelo de las golondrinas que cruzaban los cielos entre aquel resonar que anunciaba a la ciudad un evento de gran importancia.

El deán y cabildo de la iglesia catedral esperaban al militar y su comitiva. Don Blas besó la reliquia de san Isidoro que le ofrecía el vicario general, luego ocupó un lugar principal en el solemne cortejo que formaban las dignidades mitradas, los canónigos, los racioneros y los medio racioneros. Abría paso la cruz patriarcal, acompañada por veinteneros y servidores del cabildo que alumbraban el camino; hicieron una estación en la Capilla Real, donde Lezo se postró ante la Virgen de los Reyes y rezó delante de la urna del santo rey Fernando III. El cardenal arzobispo de Sevilla esperaba en el altar mayor; desde allí ofició el Te Deum que presidió don Blas, le acompañaban el asistente y las más altas autoridades civiles y militares mientras el rey aguardaba en los Alcázares.

Tras la celebración religiosa, la comitiva militar marchó dirección al Patio de la Montería del alcázar sevillano. Los cocineros de la Casa Real habían dispuesto un fastuoso banquete con una soberbia decoración.

Pero antes del almuerzo debía cumplimentar al monarca, quien aguardaba en el Salón de los Tapices rodeado de los miembros más destacados de los consejos, la corte y de las autoridades locales invitadas para la ocasión.

Entre las personalidades sevillanas habían tomado la cabecera don Gaspar de Zúñiga, su hijo y los deudos más fieles del influyente linaje, unidos a ellos por parentescos o por vínculos económicos, lazos clientelares aún más fuertes que los de la propia sangre. Esperaban el momento óptimo para hacer patente al rey, de forma pública y notoria, las quejas contra aquel advenedizo que se atrevía a desafiar a los Zúñiga con su presencia.

Sepúlveda advirtió a don Blas de lo cercano al rey que se encontraban padre e hijo; las miradas cargadas de odio que dirigían al capitán no auguraban buen presagio. El general analizó la situación y decidió adelantarse a los acontecimientos con una meditada estrategia.

Don Felipe esperaba al militar sentado en un gran trono de talla barroca dorada, tapizado en terciopelo burdeos sobre el que se bordaban, en hilos de oro, plata y seda, las armas reales.

Lezo destocó su cabeza nada más entrar en la estancia, luego caminó con gran solemnidad entre las dos hileras que habían formado los invitados. Pocos pasos antes del trono el militar volvió a saludar al rey, realizando la más correcta reverencia ante su majestad, le seguía el capitán Sepúlveda que imitaba sus movimientos.

El aprecio que el monarca tenía al héroe quedó manifiesto cuando don Felipe se levantó del trono y saludó afectuosamente a su fiel servidor, ordenándole cubrirse ante él. Tras unas palabras demostrativas de la pleitesía que don Blas rendía al rey, el primer Borbón hizo una corta pero intensa loa del ilustre militar. Una vez terminado el discurso del monarca, Lezo aprovechó para presentarle públicamente a Sepúlveda, ensalzando su valentía, bravura y fidelidad al servicio del soberano.

—Don Martín —le habló el rey don Felipe—, en verdad que debéis ser un fiel servidor de mi persona cuando el general os pondera en tal manera; continuad así y os auguro un brillante futuro en nuestra Armada. Seguiré con atención cuantas buenas me envíe el señor De Lezo sobre vos.

Aquel apoyo regio hacía inviable cualquier intento de los Zúñiga por atacar al capitán Sepúlveda, menos públicamente. Padre e hijo tuvieron que sufrir la humillación que suponía dejarles sin argumentos ante el monarca, más cuando las jerarquías locales aguardaban la intervención del cargador suplicando justicia contra don Martín. La humillación volvió a ser pública, pues pública había sido la intención de Zúñiga de acometer contra el capitán.

Cuando el general pasó ante el veinticuatro y su hijo, aminoró su paso e inclinó la cabeza en señal de cortesía, con una sonrisa no exenta de ironía que todos captaron. Aquel gesto dejaba evidente la protección incondicional que el ilustre militar dispensaba a su oficial.

Sepúlveda no se quedó al almuerzo ofrecido por su majestad, deseaba ardientemente presentarse de improviso en su casa, nadie le esperaba, sería una gran sorpresa. Soñaba con abrazar a sus seres queridos, contarles su vida desde la marcha a Francia y lo acontecido esa misma mañana ante el rey.

A pesar del gran cambio sufrido en la fisonomía de Martín, su madre lo reconoció nada más divisarle de lejos. Se encontraba en la puerta de la casa comprando verduras a un hortelano ambulante, soltó el cesto y corrió hacia él. Colgándose de su cuello lo colmó de besos mientras no cesaba de pronunciar su nombre entre sollozos de alegría. Ante aquel alborozo salieron su tío y hermana, quienes, tras la inesperada sorpresa, se sumaron a los besos y abrazos, disponiéndose luego a disfrutar plenamente de la felicidad que aquel día les había concedido el Todopoderoso.

Sepúlveda observó a su familia, encontró algo cambiada a la madre, en su rostro se marcaba el paso de los años aunque no perdía el esplendor de quien fuera una bella mujer; su hermana había hermoseado de una forma destacada, era toda una hembra apetecible al más exigente de los paladares masculinos. Sin embargo, el tío envejecía mal, estaba encorvado y el rostro acusaba profundas arrugas, se apoyaba en un bastón que le asistía de una marcada cojera; tenía las manos deformes por el reuma, con los dedos nudosos y torcidos, su aspecto le impresionó. Ese hombre lo había dado todo por su familia, era un segundo padre para él; lo abrazó y besó con toda su fuerza.

Era la hora del almuerzo, la madre sacó la comida que tenía preparada para el día, cabrito guisado y «papas» aliñadas, también mandó a su hija que comprase el mejor vino de Villanueva, queso extremeño, chacinas de Aracena y pastelillos de carne; la ocasión así lo requería. Después de tantos años, su hijo Martín volvía a casa sano y salvo, y con los galones de capitán.

Durante el almuerzo Martín era el único que hablaba, todos oían extasiados las apasionantes aventuras del militar; les contó sus vivencias y peripecias desde que huyó de Sevilla, el periplo marítimo y la llegada a Francia, el ingreso en los reales ejércitos de su católica majestad, cómo salvó la vida a Lezo y la amistad nacida entre ellos, los numerosos combates librados en Europa y las Indias; por último, su llegada a Sevilla y el recibimiento que el rey hizo a don Blas, donde él había tenido un protagonismo inesperado.

La familia apenas se atrevía a interrumpir tan asombrosas narraciones, pero cuando llegó el capítulo de lo vivido aquella mañana ante su majestad, le asaetearon a preguntas. Querían saber cómo eran el rey y la reina, los vestidos de la corte, el banquete que se había dispuesto en los Reales Alcázares; le hicieron repetir varias veces las palabras que le dirigió el monarca, era todo un honor. La intensa jornada se hizo tan corta que cuando se dieron cuenta comenzaba la anochecida, la oscuridad se aproximaba desde los altos del Aljarafe sevillano.

Martín había observado la casa, era pequeña pero decente y limpia, mucho mejor de lo que podía esperar con el escaso sueldo del tío, quien los mantenía con unos ahorros y la menguada pensión que le había quedado de su época de servicios en la Armada. El viejo marino ya no podía salir a pescar en el Guadalquivir como antes, lo que suponía una considerable merma en sus ingresos. El reuma había vencido los huesos del pescador, intentaba suplir los recursos perdidos ahumando pescado que le traían antiguos amigos para luego venderlos. Cuando era necesario hacer frente a un gasto extraordinario, como era la asistencia de médicos, madre e hija planchaban a señoras distinguidas de la ciudad.

Sin embargo, Martín deseaba algo mejor para su familia, se consideraba culpable de que no lo tuviesen. Las esperanzas que la madre había puesto en él y los sacrificios que tuvo que hacer para que ingresara en el colegio de mareantes habían sido inútiles por culpa del incidente de juventud que marcó su vida, truncándola tan joven; había llegado el momento de resarcir esos daños.

—Tío Juan —dijo Martín—, no podéis imaginaros el agradecimiento que os tengo por haber acogido en vuestra casa a mi madre y hermana; si no es por vos no quiero imaginarme lo que hubiese sido de ellas…

—No digas tonterías, Martín —cortó el viejo marino—, son mi hermana y mi sobrina, no tengo más familia que vosotros y estoy orgulloso de tenerlas en mi casa, que es la vuestra. Me hubiese gustado darle un pasar mejor…, pero es todo cuanto he podido ganar con un oficio honrado y muchas horas de trabajo; ni morada, ni comida han de faltarles mientras yo viva y cuando falte será vuestra.

—Ya es hora de que vos descanséis, os lo merecéis, yo me haré cargo de todo. En tantos años de servicio a su majestad he acumulado una buena bolsa, prácticamente todo cuanto gané con mi sueldo y las gratificaciones por servicios de guerra. No tenía gastos, pues de la nave al campamento y del campamento a la nave poco tiempo había para otros menesteres. No soy hombre aficionado a la bebida ni a los juegos de naipes, la comida era a cargo del ejército; quiero invertir mi caudal de la mejor forma que puedo hacerlo, en mi familia… Deseo comprar una casa nueva cuanto antes… No os ofendáis tío, la vuestra es decente y acogedora, pero la humedad que reina en esta parte de la ciudad no es buena y el lugar se vuelve inseguro durante la noche…

—Es cuanto he podido ofrecerles… —dijo con cierta amargura en su rostro, lo que provocó remordimiento en Martín que intentó sosegar su ánimo.

—Lo sé, y por ellos guardáis en mi corazón el lugar del padre que no tengo, os quiero y os respeto, deseo devolveros cuantos sacrificios habéis hecho, debéis descansar para que vuestra salud no se resienta más, yo me encargaré de todo…

El viejo marino estaba orgulloso de cuanto había logrado en su vida con años de duro y honrado trabajo; no era mucho pero lo ofrecía a los seres queridos lleno de satisfacción. Su juventud en la Marina Real, la madurez como pescador de barbos y albures en el Guadalquivir, ahora con sus salazones, todo ello le habían procurado aquel modesto pasar. Pero era consciente de que Martín tenía razón, su malformación ósea no se debía sólo a los años de navegación, sino a la humedad de la casa que se inundaba con las frecuentes avenidas del río, la última el invierno pasado que derribó uno de los muros laterales. Tampoco era buen lugar durante los tórridos veranos, las aguas estancadas se pudrían provocando graves infecciones y mortales epidemias, a más de la proliferación de mosquitos y otros insectos portadores de enfermedades.

Las campanas de la catedral tocaban la hora nona, la oscuridad había ido ganando la batalla a los celestes cielos sevillanos que se replegaban en el cercano Aljarafe. Martín se asomó a una de las ventanas, ya se divisaban las primeras fogatas que salpicaban el horizonte, los faroles de los retenes de guardia en las puertas de la ciudad también se habían encendido y por la muralla comenzaba a pasear la ronda con sus farolillos de mano. Los galeones de su majestad católica, surtos en el Guadalquivir, desprendían una rojiza luminiscencia desde sus gigantescos fanales de cristal y Triana ya alumbraba sus casas.

No había terminado de dar sus toques la Giralda cuando las campanas de otras iglesias y conventos de la ciudad, al unísono, la acompañaron con melodías de bronce, anunciando a la ciudadanía los nueve tañidos que pregonaban la hora en la que ya no era prudente deambular por las calles; oscuros nocherniegos comenzaban a vagar por las calles y despoblados de la ciudad.

Poco después, cuando el alma de las alegres calles sevillanas entraba en el sopor que llevaría a su población a un sueño reparador, malhechores, embozados, forasteros, rateros, tahúres y la peor escoria de la sociedad daban comienzo a su jornada. Los mesones y las tabernas de la calle de la Sierpes y del barrio de la Mar, las más concurridas, encajaban sus portones procurando la discreción, la reserva de lo prohibido, en espera de una clientela muy diferente a la del día. La frecuentaba una variopinta fauna, depositaria de los más variados vicios mundanos, en busca de muy diferentes objetivos: viajantes que deseaban relajarse del intenso día de tratos degustando vinos de la tierra mientras disfrutaban de cantaores de fortuna; libidinosos que solicitaban los servicios de las rameras de baja estopa que pululaban en aquellos locales, con sus rostros sudorosos grotescamente pintados, dándoles una apariencia tan esperpéntica como indeseable, pero el vino y la falta de medios para saciar su lujuria con meretrices de altos vuelos las hacían apetecibles a los marineros, mozos de costal, ganapanes, desarrapados y hampones que reinaban en la noche. No faltaban las descuideras y los cortabolsas que aprovechaban el despiste y mal beber de forasteros y naturales para sustraerles su dinero, ni los tahúres que en sus timbas improvisadas sacaban ganancias con naipes marcados o dados amañados.

Las riñas y querellas eran frecuentes, la muerte rondaba las mesas de juegos, los lupanares y los tablaos; aparecía sibilina y certera en oscuras callejuelas donde sicarios a sueldo ajustaban las cuentas que el pagador no se atrevía a cobrar. Cornudos afrentados por burladores de fortuna, morosos que buscaban saldar su deuda con el fin del acreedor, ultrajados y despechados, eran los habituales clientes de estos matones que trabajaban por libre o bajo la severa mano de la camorra sevillana; inundaban las calles de sangre y terror.

Una certera puñalada por la espalda, el manejo diestro de una espada o el certero fuego de un oculto cachorrillo en la bocamanga, se convirtieron en los medios habituales para zanjar las más nimias diferencias. No se debía dar ocasión a la discusión, pues no había que perder tiempo en repensar, la fuerza de la razón la tenían las armas de los pendencieros.

La ronda de la ciudad, encabezada por el caballero veinticuatro de guardia, intentaba velar por el orden, tarea ardua cuando la flota de Indias llegaba con su tripulación marinera sedienta de vino, con la lujuria contenida y una suculenta paga en la bolsa buscando donde emplearla.

Rara era la noche que no se abrían las gruesas cancelas de la prisión de la Real Audiencia, en la plaza de San Francisco, para confinar a reñidores, valentones, tramposos, pendencieros, truhanes y matachines. Por la mañana, los oidores señalaban el destino de esa escoria humana, la mayoría de las veces la vecina Cárcel Real en la calle Sierpes.

Era la afamada, pero a la vez peligrosa, noche de Sevilla, deseada por forasteros y visitantes que habían oído hablar de sus ocultos placeres.

—No te vayas Martín —dijo su madre—, quédate esta noche en casa, es tarde y ya sabes los peligros del barrio.

—No puedo madre, he de volver a mi nave, en una hora entro de guardia… No te preocupes, no va a pasarme nada, desde aquí se divisan las luces de los barcos de su majestad, en quince minutos estoy allí.

—Pero hijo, tienes que cruzar el Arenal, por la gente que lo frecuenta no es lugar seguro a estas horas.

—Tampoco para el que no tema una buena espada como ésta —dijo asiendo la empuñadura—. Mi uniforme persuadirá a quien intente algo contra mí; además, no puedo faltar, es la milicia, madre.

—Hermana —intervino el tío Juan—, Martín tiene razón, ¿cómo va a dejar abandonado su puesto de vigilancia?, ¿quieres que lo llenen de cadenas y lo envíen a un presidio militar?, ¿verdad que no…? Anda Martín, toma este farol, yo me asomaré a la ventana y te veré hasta que cruces el Arenal; ten cuidado con los cañaverales.

—Lo tendré tío.

Tras despedirse de la familia, Sepúlveda abandonó la casa. La noche era realmente oscura, parecía que las lóbregas nubes tuviesen prisionera a la luna, apenas había visibilidad más allá de lo que ofrecía el tenue fuego de la vela. Martín no temía a nada, la guerra le había curado de espantos. Mientras caminaba volvía su cabeza y divisaba la figura del tío asomado a la ventana, candil en mano, pronto dejó de verlo, la espesa vegetación lo impedía.

Aunque la zona estaba casi desierta, no dejó de cruzarse con mendigos, familias harapientas de gitanos en chabolas improvisadas y gente de la mar buscando olvidar sus penas mediante el vino y la holganza con prostitutas del más bajo jaez.

Antes de llegar al muelle donde fondeaba la nave capitana, Martín escuchó unos quejidos lastimeros que salían de las cercanas malezas de la orilla, sacó su espada y, con gran precaución, se introdujo en el mismo. Vio a un hombre escuálido que era fieramente golpeado por otro de gran fortaleza, tenía por seguro que estaba ante uno de los numerosos asaltos que sufrían los incautos forasteros, muchos se aventuraban inconscientemente por aquella zona de extramuros durante la noche. Intentó interponerse entre ambos, amenazando con su espada el pecho del agresor, pero un fuerte golpe lo derribó en la arena. Lo último que pudo divisar antes de perder el conocimiento totalmente fue al supuesto apaleado con una porra en la mano soltando grandes carcajadas por su boca mellada.

Despertó en un sótano sombrío, se alumbraba con dos candiles de aceite a prudente altura para no descubrir los rostros de sus captores. Estaba atado de pies y manos, el dolor de cabeza era intenso, se lamió los labios resecos y notó la sangre coagulada que había manado de la herida. Dos encapuchados le vigilaban desde la puerta cerrada de la estancia, estaban bien pertrechados de armas.

—¡Decidme, quiénes sois! —ordenó enérgicamente mientras sentía agudizarse su dolor; pero aquellos hombres no contestaban, permanecían impasibles en sus puestos, parecían hieráticas figuras pétreas cubiertas con capas pardas—. ¡Habéis asaltado a un oficial de su majestad! ¡Por ello sois reos de muerte! ¡Dejadme en libertad y marcharé sin saber vuestra naturaleza, en ello os va la vida!

No consiguió respuesta alguna de sus guardianes, permanecían impasibles. Oyó unos pasos tras la puerta que cerraba la estancia, ésta se abrió y una antorcha iluminó la estancia. Martín cerró los ojos por el daño que le causó el fulgor de la llama; cuando pudo abrirlos vio a dos nuevos esbirros encapuchados y otras dos personas que cubrían sus rostros con anchos antifaces, sus prendas delataban que eran gente de bien. Lo observaron unos instantes y volvieron a abandonar la estancia. Martín no les dijo nada, sabía que era inútil, sólo buscaba la forma de escapar de allí.

A la mañana siguiente, un sargento enviado por don Blas de Lezo se personó en casa de la madre de Sepúlveda, el capitán había faltado al turno de guardia; era una infracción tan grave que el general sabía que sólo una fuerza mayor podía haber impedido a don Martín cumplir con sus obligaciones.

La madre se descompuso y comenzó a llorar. Entre sollozos explicó al sargento que su hijo salió la noche anterior camino del atracadero para incorporarse a su destino. Era seguro que algo de gravedad había sucedido, doña María quiso acompañar al sargento de regreso a la nave capitana, debía ver al general e implorar su auxilio.

—Don Blas, no vivo, me falta el aire, la vida… Señor, tantos años anhelando el regreso de Martín y lo pierdo la primera noche… —dijo entre sollozos, a veces llantos, que le impedían hablar; salían sus palabras a duras penas.

—Calmaos doña María, os lo ruego, de seguro que vuestro hijo estará bien, es un hombre duro, un bizarro militar, sabe cuidarse…

—Pero vos debéis saber algo… No es lógico que en tan corto trayecto se pierda la pista de un oficial… Temo a los salteadores, son asesinos, pueden… pueden haberle matado y arrojado al río…

—No señora, de ello podéis estar segura, si lo hubieran asesinado su cuerpo ya habría aparecido; para arrojarlo al río sólo hay una zona, el cañaveral próximo al muelle, mis hombres lo han recorrido palmo a palmo y no han encontrado nada. Permaneced tranquila y dejadme hacer… Sargento, acompañad a esta dama a su casa. Señora, id con Dios —dijo mientras besaba su mano.

El general había dicho una mentira piadosa a la angustiada madre; en el cañaveral se encontró uno de los guantes de Sepúlveda, también hallaron el surco dejado por el acarreo de un cuerpo arrastrado por la arena. Afortunadamente éste no conducía al río, sino a un camino donde el rastro de ese cuerpo se mudaba por el de ruedas de carruaje.

—Sargento —ordenó don Blas a uno de sus asistentes—, sacad la casaca de gala, bruñid mi espada y cargad esta pistola, he de hacer una visita de suma importancia.

El asistente pensó que el general iba a visitar al monarca en solicitud de auxilio para tan difícil asunto. La desaparición del capitán ya era conocida en toda la flota, pero el sargento estaba equivocado.

Poco después Lezo desembarcaba de la nave capitana, una barcaza le acercó a la Torre del Oro. Tomó dirección hacia la Torre de la Plata, dejando a su izquierda el Hospital de la Santa Caridad; al poco se encontraba ante una hermosa portada cercana a la Puerta de Jerez. Cuatro grandes columnas, talladas en rocalla, sostenían una gran balconada coronada por un escudo profusamente adornados, las almas de los Zúñiga. El portón, en el que brillaban artísticos clavos de bronce, estaba abierto, pero la gran cancela de forja que le seguía se hallaba cerrada.

Lezo hizo sonar la campana con vigor e insistencia, al poco salió un viejo criado torpe y protestón.

—¡Ya va! ¡Ya va! ¡Tanta impaciencia! —refunfuñó el sirviente, quien al ver el uniforme cambió sus formas por una cortesía forzada.

—Señor, ¿qué deseáis?

—Primero que abráis la cancela, gañán. ¿O es que no sabéis cumplimentar a un general de su majestad el rey?

—Perdonad vuecencia mi torpeza —dijo mientras abría la cancela repitiendo disculpas por su falta y realizando una pronunciada reverencia.

—¿Está en casa don Gaspar de Zúñiga? —preguntó enérgico.

—Creo que sí, excelencia, pero aún no es hora de recibir, nos tiene prohibido molestarle antes de…

—¡Me importa un bledo lo que os tenga prohibido! —cortó Lezo alzando la voz para ser oído en toda la casa—. Decidle que el general don Blas de Lezo exige, oídlo bien, exige ser recibido de inmediato y si no accede a mi petición, juro a Dios que yo mismo subiré esos escalones e iré en su busca, no me va a parar esta pata de palo… ¡Id presto!

El criado corrió hacia la escalera, subiéndola apresuradamente aterrorizado. La marmórea escalinata se encontraba en un lateral del patio columnado, en cuyo centro una fuente italiana, que representaba en su centro a Neptuno reinando sobre un carro tirado por tritones, expandía desde los surtidores en forma de criaturas marinas finos caños de agua con una melodiosa música acuática.

Al poco regresó el criado, con cierta turbación, mirando la pata de palo del general dijo:

—El señor os espera arriba.

Don Blas sabía que aquella falta de delicadeza, al no bajar Zúñiga para atender a un ilustre mutilado de guerra, era una forma de intentar vejarle. Los criados observarían a un hombre cojo, renqueante, subiendo cada uno de los escalones grotesca y torpemente. Pero el cargador de Indias se había equivocado, no contaba con la agilidad de Lezo, con la pericia de sus movimientos, domeñados sobre la cubierta de un barco inestable en medio de fieros combates navales.

Con el impulso de sus poderosas manos asidas a la baranda, lanzándose hacia arriba sobre su pata de palo, como una pértiga, subió los escalones de tres en tres en corto tiempo; el criado tuvo dificultad para seguirle.

—Seguidme, os lo ruego —dijo el jadeante sirviente que había llegado tras él.

Cruzaron por una amplia galería que daba al patio, estaba adornada con ricos cuadros, tapices flamencos y hermosos bargueños. El criado le dio paso a la antesala del despacho donde aguardaba su señor; el secretario privado de Zúñiga lo recibió.

—Don Gaspar os espera —dijo mientras abría la hermosa puerta de madera tallada que daba entrada al gabinete.

Allí estaba Zúñiga de pie, tras una gran mesa de dorados relieves barrocos, con el rostro congestionado por una ira que apenas podía contener. Lezo avanzó decidido, con su penetrante mirada clavada en los ojos del cargador como dos finas dagas florentinas.

—¡Cómo os atrevéis a venir a mi casa con exigencias y amenazas! —Estalló nada más verle acercarse, sin concederle un saludo previo de mera cortesía.

—No dudo que sabéis quien soy —respondió don Blas con serenidad y sus ojos fijos en los de Zúñiga.

—¡El general De Lezo! —dijo con cierto desdén que intentaba marcar una pretendida superioridad sobre él—. ¡¿Quién no os conoce hoy en Sevilla?! Pero ello no os autoriza a invadir mi casa en la forma violenta que lo habéis hecho.

—¡¿Violenta?! —elevó su tono de voz—. Vos no sabéis lo que es la violencia y quiera Dios que nunca la conozcáis…

—Debe ser algo de suma gravedad lo que os hace comportaros con maneras tan impropias para vuestro rango…

—Don Martín de Sepúlveda, mi capitán y amigo…

El cargador no respondió a esas palabras, pero el general notó que parecía sorprendido.

—¿Os habéis quedado sin voz, señor de Zúñiga?

—¡Qué tengo que ver yo con ese hombre!

—Vos, puede que nada, mas no creo que suceda lo mismo con vuestro hijo don Diego. El capitán desapareció ayer noche, no ha vuelto a su puesto; es sobradamente conocida la inquina que vuestro hijo le profesa y que procura venganza.

—Perdonad que os lo diga, pero creo que estáis delirando… ¡Atribuir a mi hijo la desaparición de ese hombre!

—Del capitán, señor de Zúñiga —le corrigió Lezo—, del capitán don Martín de Sepúlveda, oficial de su majestad; delante de mí os exijo que habléis con propiedad de mis hombres, con el respeto que merece un valiente servidor del rey.

—¡Venís a mi casa con violencia, acusando a mi hijo de un grave delito! ¿Y queréis amabilidades? ¡No! ¡Y rotundamente no! Os ruego que abandonéis esta casa de inmediato, no tengo nada más que hablar con vuesa excelencia… ¡Buscad en los garitos, en las casas de citas!… Quizás esté durmiendo una borrachera.

—¡No me iré hasta que no escuchéis cuanto he venido a deciros! —gritó a la vez que soltaba un fuerte puñetazo sobre la mesa, lo que provocó el sobresalto del cargador—. Don Martín no es hombre bebedor, es mi amigo y le conozco bien.

El golpe había alarmado a los sirvientes y hombres de armas de la casa, tres de ellos irrumpieron en el gabinete con sus espadas desenvainadas.

Lezo los miró con altanería y desprecio, luego se volvió a Zúñiga diciéndole:

—Decid a vuestros esbirros que salgan de aquí de inmediato; la espada sólo se debe desenvainar en defensa de Dios, del rey y del honor, y aquí no se da ninguno de esos casos. Si no lo hacéis, os juro que cojo, tuerto y manco, me sobra coraje para ensartar a los tres y luego ir por vos… —dijo mientras posaba su mano sobre el puño de la espada y dejaba ver su pistola al cinto.

Los esbirros titubeaban, no sabían qué hacer.

—Así que no sólo sois sospechosos de la desaparición de un capitán de los reales ejércitos —continuó don Blas—, sino que en vuestra propia casa se atreven a desenvainar armas contra el general jefe de la Real Armada, por menos se ha ahorcado a mucha gente… Esto no os beneficia en nada, señor de Zúñiga, al contrario, os convierte en sospechoso…

Zúñiga y sus hombres de armas palidecieron, el primero al conocer el nuevo nombramiento del general que lo colocaba a la cabeza de los ejércitos reales, y los segundos al saber que era un general a quien había amenazado espada en mano.

—Ni que decir tiene —volvió a hablar Lezo ante el silencio que se había apoderado de la estancia—, que si algo me sucediese en esta casa, no respondo de lo que mis hombres puedan hacer a vuestra persona y a vuestros servidores y bienes.

—¿Volvéis a amenazarme, general? —habló Zúñiga—. Hoy mismo daré cumplida cuenta de vuestro comportamiento a su majestad.

—Podéis acompañarme —cortó Lezo—, iré a verle tras salir de esta casa; creo que le interesará conocer mis sospechas sobre la desaparición del capitán.

—General, no sois el único que goza de la consideración del rey nuestro señor, os aseguro que me tiene en alta estima.

—No me ha traído aquí el discutir quien goza de mayor beneplácito ante su majestad, si hace falta, vos mismo lo comprobaréis. Toda mi vida ha sido un continuo servicio y entrega a su real persona, mi cuerpo da buen testimonio de ello, he defendido su nombre y bandera en tres continentes. Mientras, vos os habéis enriquecido con el tráfico a Indias gracias a la escolta que la Armada Real ha prestado a navíos de cargadores como los vuestros. Una armada que, desde hace pocos días, su majestad se ha servido poner bajo mi mando… Un mando que puede ser muy severo, ordenando la vigilancia exhaustiva de los barcos que salen de las Indias o de Sevilla, en los que no todo se declara… como bien sabéis…

—¡Dejadnos solos! —ordenó Zúñiga a sus servidores.

—General —continuó el cargador de forma más sosegada—, es cierta la desavenencia que durante la mocedad mantuvieron mi hijo y el capitán, pero fueron pleitos de juventud ya olvidados…

—Perdonad que os interrumpa, pero al decir del semblante de vuestro hijo cuando reconoció a Sepúlveda, y el vuestro propio en los Reales Alcázares, no creo que ese absurdo asunto esté totalmente olvidado…

Mientras esta entrevista tenía lugar, el hijo de Zúñiga, alertado por uno de los criados sobre la presencia de Lezo, intentó escuchar la conversación que el general mantenía con su padre. No se atrevió a entrar en el gabinete, pero había un cuarto colindante que se comunicaba con el despacho mediante una puerta, estaba inutilizada por una biblioteca, allí podía oír todo.

—¿Entonces qué pensáis, general? —continuó el cargador—. ¿Que tengo al capitán oculto en mi casa? ¿Que quizás lo haya asesinado…?

—Tened por seguro que si yo tuviese la certeza de que así fuera, os hubiese atravesado con mi espada hasta aplastaros con su puño el corazón, después llevaría vuestro cuerpo ante el rey, para público escarnio… No lo hago porque sabéis que no puedo demostrar nada, pero sí intuir fuertemente, y juro a Dios que lo descubriré y entonces actuaré en consecuencia.

—Pues si nada tenéis contra mí —dijo algo nervioso, pero lleno de orgullo por las duras palabras del general—, ¿por qué me molestáis? Yo nada sé del capitán.

—¿Y vuestro hijo don Diego? ¿Dónde se halla? —Al oír la pregunta de Lezo, los corazones de padre e hijo dieron sendos vuelcos y comenzaron a sentir fuertes latidos.

—Estará en sus asuntos, tiene muchos quehaceres diarios. No olvidéis que es caballero veinticuatro del cabildo y, además, ha de ocuparse de los asuntos tocantes al gobierno de mi casa; soy hombre de edad y ya no puedo hacerlo solo.

—Señor de Zúñiga, cuanto voy a decir ahora podéis tomarlo como una severa advertencia, como una amenaza o como os venga en gana, no deseo perder más tiempo aquí… Si el capitán don Martín de Sepúlveda no aparece sano y salvo antes de la puesta de sol de mañana, os aseguro que os arrepentiréis… Corresponde a mi mando la custodia, a la vez que el control, de los barcos que forman la flota de Indias… Bien sabéis, como ya os he referido, que parte de las mercaderías van de contrabando, es decir, no pasan la Real Aduana. También sois conocedor de que, si bien es práctica habitual en ciertos cargadores, la autoridad no es muy severa en algunos casos, entre ellos me he informado que entran vuestras naves… Os doy mi palabra de honor que si el capitán Sepúlveda no aparece en el plazo fijado, todos vuestros barcos, tanto a la ida como a la vuelta, serán revisados de la proa a la popa de forma exhaustiva, y en la más mínima ocasión de fraude los incautaré para la corona, poseo plenos poderes para ello…

Zúñiga sabía que parte de sus importantes ganancias las obtenía gracias a las mercaderías que desembarcaba en Sanlúcar de Barrameda y que no se declaraban, llegaban a Sevilla en carromatos cruzando las puertas de la ciudad durante la madrugada, tras pagar el soborno establecido con los vigilantes de las entradas. También era consciente de que la mayoría de la marinería de la flota a Indias escondía pequeños bultos de mercancías ilegales que vendían al otro lado, con ello obtenían un sobresueldo que a muchos hacía falta. Uno sólo bastaría para hacerle perder sus naves.

—¡Pero don Blas, de sobra sabéis que es imposible poder controlar todo cuanto entra y sale de mis barcos, conocéis los usos fraudulentos de la tripulación, es imposible…! ¡Es una locura!

—No obstante, es vuestra obligación hacerlo, como la mía vigilar y hacer cumplir las leyes… Se dice en Sevilla que vos todo lo sabéis, que tenéis ojos y oídos en todas partes, aprovechadlos para encontrar al capitán, más cuando todos los indicios apuntan a vuestra casa. La ciudad entera sabía que ibais a solicitar al rey la detención pública de don Martín hasta que yo personalmente lo avalé ante su majestad y terminé con esas aviesas intenciones; según se comenta en la ciudad, ha sido otra afrenta a la poderosa familia Zúñiga…

—¿Y si fue muerto por algún criminal o salteador de caminos? ¡Os doy mi palabra de honor que no sé nada de este asunto!

—No, señor de Zúñiga, existen sobradas pruebas de que fue raptado, lo que haya sucedido después lo ignoro. Pero oídme bien, si don Martín aparece asesinado no seré yo quien detenga la venganza de sus hombres, lo veneran hasta dar la vida por él. Os aseguro que si esto ocurriese, y conocieran las sospechas que recaen sobre vuestra familia, todos los hombres de armas que tiene vuestra casa no bastarían para detener a los infantes de don Blas, y podéis tener por seguro que yo personalmente justificaría la acción ante su majestad… No deseo permanecer un segundo más en esta casa, quedad con Dios —dijo dando media vuelta sin esperar contestación alguna de don Gaspar.

Al salir se encontró con los hombres del cargador que habían desenvainado espadas contra él. Se apartaron mientras inclinaban respetuosamente sus cabezas en señal de acatamiento; desconocían que quien discutía con su señor era todo un general y menos el heroico don Blas de Lezo, temían por aquella osadía que podía costarles muy cara.