Capítulo 3

La oreja de Jenkins, 1731

-DON JULIO, el vigía advierte que se divisa un velero a estribor. —Informó un viejo marino mientras le ofrecía el catalejo.

—Dejadme ver… No muestra pabellón alguno, es algo extraño. Poned rumbo hacia él —ordenó al timonel—, si no ha de temer nada se detendrá ante nuestra presencia.

El capitán don Julio León Fandiño era un bizarro militar cuyo guardacostas tenía encomendada la vigilancia de aguas caribeñas, debía reprimir la piratería y el contrabando que ese año de 1731 se había incrementado considerablemente, produciendo graves perjuicios a los intereses españoles. Aquella zona estaba infectada de piratas y corsarios que se cobijaban en los puertos ingleses; la corona británica no sólo los consentía, sino que los amparaba, cuando no los alentaba.

Fandiño había mostrado sobradamente su valía y valor como militar, nunca temió enfrentarse a fuerzas mayores y jamás eludía enfrentamiento alguno con un enemigo que estuviese a su alcance.

Cuando la nave española se dirigía al encuentro del barco sin identificación, éste enarboló todo el velamen e intentó evadirse.

—¡A toda vela! —ordenó el capitán—. ¡Abran las troneras! Contramaestre, dé orden de prevención para el abordaje.

—A la orden, capitán.

Las tropas de infantería se aprestaron al combate; el cabo furrier abrió la armería y fueron repartidos los mosquetones. En cubierta se preparaban los garfios; todo quedó dispuesto en pocos minutos, el capitán tenía bien adiestrada a su tripulación. Poco a poco se acortaba la distancia entre ambos navíos, pero el perseguido no cesaba en su huida.

—Terminemos ya con esto; disparen dos veces junto a popa en señal de aviso —ordenó don Julio León Fandiño.

El navío hizo caso omiso a los dos cañonazos de advertencia, como respuesta sólo enarboló la bandera inglesa. En vista de aquella actitud el capitán mandó apuntar a la nave y abrir fuego, con tal suerte que el primer disparo acertó de lleno sobre la cubierta, junto al palo mayor, dañando su marcha.

La nave inglesa no se dio por vencida y abrió sus troneras para hacer frente a los españoles, pero antes de que consiguiera ofrecer réplica de fuego, recibió una segunda andanada que dio de lleno sobre las barbacanas. El navío no podía continuar su marcha ni hacer frente a un combate naval en esas condiciones. Poco después enarbolaba la señal de rendición.

—Mi capitán —dijo un sargento de infantería—, es el Rebecca, ya no hará más contrabando por esta zona ni por ninguna otra, hemos capturado una buena pieza. Si no ha habido cambios, su capitán debe ser Robert Jenkins.

—Así es sargento. Que se disponga una compañía con los mejores tiradores sobre la cubierta, deben apuntar al enemigo en todo momento, vigilando la operación de acercamiento, no quiero sorpresa alguna; tened también dispuestos los cañones de cubierta, a la mínima resistencia deberán abrir fuego a discreción.

—Se hará como ordenáis, mi capitán.

—Una vez acopladas las naves —continuó Fandiño—, que otra compañía aborde el barco, cierre sus barbacanas y retire las armas de fuego. Luego deberán comprobar qué mercancías transporta, aunque no hace falta, no hay duda de que se trata de contrabando, es a lo que se dedica ese navío. Por último, traed a su capitán, quien esperará en cubierta hasta que decida interrogarle.

Desde que Robert Jenkins fue detenido no paró de vociferar, sus gritos de queja, en un español mal chapurreado, se dejaban oír en toda la nave.

—¡Esto es un atropello! ¡Soy un súbdito de su majestad británica! ¡Exijo ver al capitán de inmediato!

A pesar de sus protestas, Fandiño no ordenó llevarlo a su presencia hasta haber transcurrido cerca de dos horas, en ese tiempo ya tendría los informes necesario para acusar al marino inglés.

Sólo cesó de protestar cuando vio de cerca al capitán, pero no lo hizo por cortesía y el respeto debido, sino por el profundo temor que le inspiró el rostro grave y la mirada penetrante, como una fina daga, de aquel bizarro militar español.

—Esto es un ultraje contra la Marina de su majestad —dijo con la voz más calmada.

—¡Cállese! —ordenó Fandiño—. Sólo hable cuando se le requiera.

—Pero…

—¿Es usted Robert Jenkins? —cortó antes de que continuase el inglés.

—Sí soy yo, un fiel servidor de la Marina de su majestad el rey de Inglaterra, cuyo barco habéis abordado como si fuera la nave de un vulgar pirata.

—¡Un fiel servidor de… su majestad! ¡Ya! —exclamó el capitán henchido de ironía—. No sois más que un vulgar malhechor, un contrabandista que lleva tiempo burlando nuestra vigilancia, pero ya se os acabó la suerte.

—¡Me estáis insultando!

—Debería colgaros ahora mismo del palo mayor y dejar que vuestro cuerpo se pudriera bajo el sol; ése es el trato que ha de darse a todo ladrón… ¿Por qué habéis huido ante nuestra presencia? Este es un navío perfectamente identificado por su pabellón como guardacostas, debisteis deteneros cuando os fue requerido. ¿Por qué ocultabais vuestra bandera hasta última hora? ¿Para qué abristeis las barbacanas? No creo que fuese para una ofrenda floral… No sólo sois un maldito truhan sino un cínico embustero… Sabed que mis hombres han encontrado en vuestras bodegas un buen número de mercancía de contrabando. ¿Qué tenéis que decir?

—Yo no soy responsable de las mercancías que los cargadores puedan hurtar a mi vigilancia, es posible que alguna se haya escapado a nuestra inspección.

—¿Pero con quién pensáis que estáis hablando? Si vos no sois el responsable de cuanto pasa en vuestro navío, ¿quién lo es? ¿Su majestad británica Jorge II? —dijo sarcásticamente.

—Os ruego que no hagáis uso irónico del nombre de mi rey.

—Sois vos quien lo habéis nombrado en dos ocasiones para zafaros de vuestra responsabilidad; y si él fuese en última instancia el ordenante o culpable de vuestra acción, sería tan vulgar ladrón como vos.

—¡Qué decís! ¡No puedo dar crédito a esas palabras!

—¿No habéis escuchado bien? Sois duro de oído, Jenkins, creo que he hablado con total y absoluta claridad. Pero ahora tendréis motivo para justificar esa súbita sordera —dijo Fandiño mientras extraía un afilado puñal de su tahalí. Luego asió al inglés por el cabello y de un certero tajo le seccionó una oreja, diciéndole—: Ve y dile a tu rey que lo mismo le haré si a lo mismo se atreve. ¡Sargento!, que el cirujano cicatrice esa herida; luego le enviaréis a la bodega con los demás prisioneros. Y vos Jenkins, podéis dar gracias a Dios de que a esta hora no estéis colgado del palo mayor. Espero no volveros a ver por estas aguas, os va la vida en ello, la próxima vez me la cobraré.

Al tornar a Inglaterra, Jenkins se paseaba por los puertos y sus tabernas exhibiendo la oreja seccionada, la conservaba dentro de un bote como prueba de la barbarie española. Escribió una queja al propio rey Jorge II contando su historia; ese memorando, para su mayor veracidad, iba refrendado por un informe del comandante en jefe inglés de las Indias Occidentales.

Al principio nadie perecía echarle demasiada cuenta, lo veían como una especie de trastornado charlatán. Sin embargo, cuando aumentó el acoso de la armada española a los barcos ingleses en busca del contrabando al que eran tan propicios, los comerciantes británicos comenzaron a protestar ante el Gobierno; la poderosa presencia de los guardacostas españolas impedía sus irregulares negocios de ultramar. Es entonces, en 1738, siete años después, cuando empieza a prestarse atención a Jenkins. Expone su caso ante un comité de la Casa de los Comunes, aportando toda clase de pormenores dramáticos; no dejaba de acompañarle el apéndice amputado, acartonado y oscurecido por el paso del tiempo, aunque hubo quien dijo que aquella no era la oreja de Jenkins, pues la auténtica la había clavado el capitán Fandiño en una picota, como medida disuasoria, mostrando así a los futuros contrabandistas lo que les esperaba de ser capturados.

El mayor ultraje fue la osadía del marino español al amenazar a su graciosa majestad directamente: «Ve y dile a tu rey que lo mismo le haré si a lo mismo se atreve».

Ya no se veía a Jenkins como un trasnochado, sino como un héroe. La corona británica le premió con el mando de una nave de la Compañía Británica de las Indias Occidentales, posteriormente sería nombrado supervisor de la misma en la isla de Santa Elena.

La prensa británica emprendió una intensa campaña belicista contra España, les apoyaba la oposición política al Gobierno y los comerciantes que veían sus ingresos ilegales disminuidos por la fuerte presencia naval española. Buscaban un enfrentamiento militar que terminase con la primacía de España en aquellos mares y así poder continuar con sus negocios. El primer ministro Walpole no era partidario de ese conflicto armado, pero las fuertes presiones le hicieron declarar la guerra a España el día 23 de octubre de 1739. Pero ya no se jugaba sólo la primacía naval de la zona y un libre comercio al antojo de los ingleses, sino la continuidad de la presencia española en las Indias.