Capítulo 8
LOS británicos habían intentado conquistar posesiones españolas en diversas ocasiones. Reinando Carlos II el Hechizado, entre 1668 y 1696, son continuos los ataques de piratas y corsarios contra las posesiones y barcos españoles, produciendo graves pérdidas a la corona y al comercio. El pirata Henry Morgan saquea y destruye Panamá en 1671, por los daños sufridos debe reconstruirse la ciudad en otro emplazamiento. Entre 1697 y 1700, Cartagena de Indias es ocupada por la flota francesa al mando del barón de Pointins, posteriormente lo intenta el inglés William Patterson en el Darién, pero fracasó. Durante la guerra de Sucesión, los españoles y criollos que viven en las provincias de ultramar son fieles a don Felipe V, defienden sus posesiones sin ayuda de la metrópoli, lo hacen con tan gran valor y acierto que los británicos son rechazados.
El intendente general de Marina, don José Patiño, lleva a término una política de refuerzo naval; consigue aumentar la Marina Real construyendo nuevos buques. A su muerte, la flota de guerra se había incrementado con treinta y cuatro barcos de línea, nueve fragatas y dieciséis naves ligeras.
A partir de entonces se combate eficazmente la piratería británica. La táctica militar consistirá en el uso de guardacostas, naves ligeras, que tendrían sus bases en las colonias. Comienzan a abordar barcos de todas las naciones sospechosos de portar contrabando o mercancía ilegal, especialmente los ingleses; su carga es requisada y vendida.
En 1726 el monarca británico recibe continuas y numerosas quejas de las acciones españolas, acusándolos de corsarios y ladrones; pero lo cierto era que la mayor parte de los navíos ingleses abordados llevaban contrabando en sus bodegas. En 1731 tuvo lugar el famoso suceso ya relatado y conocido como «La oreja de Jenkins», que dio nombre a la guerra que se desataría años después. La prensa británica realizaría una hábil campaña sobre aquel suceso para ganarse la opinión pública contra España y justificar la necesidad de una guerra.
Inglaterra buscaba controlar las colonias españolas y el rey Jorge II se declara partidario de la guerra contra España para «hacer justicia a su nación». El 23 de octubre de 1739 Gran Bretaña declara oficialmente la guerra, comienza la batalla por el Caribe. Pero los ingleses llevaban tiempo organizándola, una flota inglesa al mando de Edward Vernon ya había partido con destino a esas aguas en agosto, pues el 16 de ese mes el Gobierno español avisa de esa salida al gobernador de Cartagena de Indias.
En Cádiz, durante el año 1736, se hicieron los preparativos para la flota que debía partir al año siguiente rumbo a Tierra Firme. La Armada dispondría de los navíos de escolta Conquistador y Fuerte, mandados por don Blas de Lezo. La escuadra zarparía del puerto gaditano el 3 de febrero de 1737, llegando a Cartagena de Indias sin contratiempo alguno el 11 de marzo. Don Blas será el comandante general de la plaza; en tan importante cargo se incluía dirigir su apostadero, donde los navíos se aprovisionaban y reparaban.
La llegada del general Pata de palo o Mediohombre, como llamaban a Lezo, calmó a los habitantes de la plaza, quienes temían una invasión de los ingleses. La fama militar de Lezo, el marino de mayor prestigio de la Armada, fue una garantía para los habitantes de Cartagena, a la vez que ponía de manifiesto la voluntad de la corona de articular una fuerte y eficaz defensa contra los intentos británicos. Cartagena era una plaza clave, su pérdida supondría la de todas las posiciones españolas en los territorios de ultramar, y, por lo tanto, la de la hegemonía de España.
La bahía y las tierras de Cartagena habían sido descubiertas por el cartógrafo y marino Juan de la Cosa, quien acompañaría a Colón en sus dos primeros viajes y al capitán don Alonso de Ojeda en el descubrimiento de Venezuela. El conquistador don Pedro de Heredia en 1533 explora la zona, decidiendo asentarse en una isla a la que bautizaría como San Sebastián de Cartagena; era un lugar fácilmente defendible de enemigos. Pronto comenzó a poblarse con españoles que buscaban aventuras; otros enriquecerse con el comercio y el oro que se había descubierto en los enterramientos indios; por ello, al año siguiente de su fundación, contaba con ochocientos habitantes.
Desde muy pronto comienza a sufrir el ataque de piratas que buscan sus riquezas; cuatro durante el siglo XVI, entre ellos el del corsario inglés Francis Drake en 1586, cuando la fortificación de la plaza no estaba terminada. En esa ocasión Drake obtuvo un gran botín, 110.000 ducados, a la vez que produce destrozos y daños valorados en otros 540.000.
Cartagena se convertirá en el puerto de mayor importancia en las colonias. Allí repostaban los galeones antes de regresar a España; se abastecían de víveres, agua y armas a cuantas naves recalaban en su puerto. Desde su capital partirían decisivas expediciones militares, lo que aumentaba el gran valor de esta plaza para España, por ello, se fortificó con la financiación de la plata llegada del Perú.
Poseía dos bahías interiores donde calaban cientos de naves con plena seguridad. La principal era la Bahía Grande, cuya entrada se protegía gracias a una isla llamada Tierra Bomba; tenía dos canales de acceso, uno al norte y otro al sur. Al norte se encontraba el paso de Boca Grande, con aguas poco profundas donde encallaban los barcos, la arena que se acumulaba sobre sus restos produjo la formación de una barra que dificultaba aún más su navegación. Al sur se hallaba el angosto canal de Boca Chica, allí sería levantado el castillo de San Luis de Boca Chica en 1647, el principal baluarte de defensa contra el intento de invadir Bahía Grande por parte de los enemigos.
Otra importante defensa era la que aportaba la propia naturaleza, lo salvaje y abrupto de la zona, la espesa vegetación y las grandes superficies pantanosas. Todo ello impedía un numeroso y eficaz desembarco de tropas. Asimismo se hacía muy difícil la maniobrabilidad de grandes piezas artilleras; los ingenieros militares debían improvisar para preparar el terreno donde situar los cañones, a mayor calibre aumentaba esa dificultad. Pero no sólo la selvática espesura de la arboleda y el terreno jugaban a favor de los defensores de la plaza, también la fauna que habitaba en las ciénagas, no siendo menos peligroso los insectos que propagaban graves enfermedades con sus picaduras.
Cartagena, como plaza vital para España, situada en una zona estratégica extraordinaria, se convirtió en la puerta de las posesiones españolas, su pérdida suponía abrirlas al enemigo. Los monarcas y sus gobiernos eran conscientes de ello, por lo que a lo largo de la historia la reforzaron para hacerla inexpugnable. En plena guerra de Sucesión, el Gobierno reorganiza las defensas de la ciudad, en la que trabajó el ingeniero Juan de Herrera y Sotomayor, brigadier e ingeniero director de las fortificaciones del virreinato, quien fallecería el año 1732 en Cartagena.
Aunque un ataque directo a la ciudad era prácticamente imposible por las corrientes marinas y el poco calado de las aguas costeras, se decide fortificarla levantando la muralla de la Marina, reforzando su artillería con un gran número de cañones. Con estas defensas y la poca eficacia de los disparos de la artillería enemiga, a una distancia en la que sus navíos no encallasen, prácticamente se garantizaba la imposibilidad de un bombardeo certero sobre la ciudad. Para tomarla debían desembarcar las fuerzas enemigas.
También se amurallaron y fortificaron otras zonas de Cartagena, como los barrios de Calamarí y Getsemaní, donde vivían trabajadores del puerto y artesanos. Las defensas levantadas por los ingenieros aprovechaban las propias de la naturaleza; al norte de la ciudad se encontraban las playas de Cruz Grande, un terreno pantanoso en el que difícilmente podía maniobrar un ejército con su impedimenta sin hundirse en el cieno. Frente a esas playas se habían construido los baluartes de Santa Catalina, San Lucas y San Pedro Mártir; pero estos no eran los únicos fortines que defendían la ciudad, en Boca Grande guarnecían la muralla las fortificaciones de Santo Domingo, Santiago, San Ignacio y San Francisco Javier. También se reconstruiría el fuerte de San Luis en Boca Chica, reforzándolo con el de San José y las baterías de San Felipe, Santiago y Chamba.
La única vía para atacar la ciudad desde dentro era hacerlo por el valle de La Popa, en el que se elevaba el cerro de San Lázaro, lugar estratégico desde el que se podía bombardear eficazmente la ciudad. Un ataque y asedio efectivo a Cartagena pasaba por la toma del valle de La Popa; para impedirlo se había edificado allí en 1647 el castillo de San Felipe de Barajas.
Nada más llegar a Cartagena, Lezo advirtió la importancia que tenía defender esa posición para imposibilitar un bombardeo directo sobre la plaza y lo fundamental de acrecentar sus defensas. Por ello ordenó unas importantes obras que reforzarían la colina de La Popa y se construyeron en la zona norte de San Felipe dos baluartes comunicados mediante una muralla.
Lezo se dedica íntegramente al análisis y estudio de la defensa militar de la plaza, localiza sus puntos más vulnerables y estudia la forma de reforzarlos. Este importante asunto suponía una constante preocupación para don Blas; reunía a sus oficiales e ingenieros, trazaban planos donde se determinaban las zonas a fortificar, especulaban con el número de fuerzas atacantes y los medios para rechazarlas. Cinco días después de su arribada a Cartagena ya tenía las primeras impresiones sobre los lugares que debía reforzar o los baluartes que levantar para la mejor defensa de la plaza.
Tras la declaración de guerra por parte de Gran Bretaña, el 23 de octubre de 1739, crece la preocupación de Lezo por la protección y defensa de la ciudad. A finales de diciembre de ese mes convocaba a sus oficiales.
—Señores, ya ha sucedido lo que todos esperábamos, la Gran Bretaña nos ha declarado la guerra y tened por seguro que somos objetivo militar principal de su Gobierno. Las obras que en estos meses hemos realizado nos servirán, pero debemos acrecentar el trabajo en las fortificaciones más necesarias. He escrito al marqués de la Ensenada informándole de las tareas efectuadas para reforzar nuestras defensas, también le he mostrado mi preocupación en algunos aspectos de esas mismas… No hay tiempo que perder.
—General —habló el oficial de mayor graduación—, ¿la población civil ayudará en la tarea de fortificación?
—Es indispensable; además, la ciudadanía ha de comprometerse para lograr una eficaz protección que preserve sus vidas y haciendas; de hecho, ya nos han ofrecido su colaboración, no olvidéis que aquí tienen sus familias, bienes y negocios. Hablaré con el alcalde de Cartagena para coordinar esfuerzos.
—¿Tiene vuecencia pensado dónde vamos a comenzar las fortificaciones? —preguntó Sepúlveda.
—Sí, don Martín, tened la bondad de acercarme ese plano.
El capitán extendió el mapa sobre la mesa y don Blas comenzó a señalar con un puntero las zonas donde iban a intervenir.
—Debemos prevenir cualquier sorpresa por el canal de Boca Chica, es estrecho, pero pueden navegar embarcaciones pequeñas. Colocaremos troncos bien soterrados a ambos lados del canal y otros encastrados en su fondo, éstos sujetarán gruesas cadenas, lo que impedirá cualquier tipo de navegación. Si algún navío lo intenta puede quedar bloqueado, lo que supondría una garantía más de inutilización del cauce. También debemos aumentar la guarnición del castillo de San Luis en la isla de Tierra Bomba; es un lugar estratégico, si lo perdemos la ciudad quedará desprotegida bajo el fuego enemigo.
—Pero excelencia —volvió a intervenir el oficial de mayor graduación—, ya conocéis el limitado número de hombres con los que contamos, será menos que imposible aumentar la guarnición.
—Escribiré a su majestad don Felipe solicitando hombres, armas, artillería y municiones. Si desea mantener esta plaza, con lo que ello significa para nuestra patria, deberá dar rápida respuesta… Pero en tiempos de guerra nada es previsible con absoluta certeza, por lo que hemos de aprestarnos a la defensa y actuar con las fuerzas que disponemos ahora, como si fuesen las únicas con las que podemos contar… Por ello sacaremos cañones y municiones de los navíos y los colocaremos en los lugares más estratégicos, también enviaré parte de la marinería a servir en tierra.
—Señor, ¿eso no puede dificultar la maniobrabilidad de nuestras naves en caso necesario? —preguntó un joven capitán.
—Capitán, si la Armada inglesa decide atacarnos, cosa que doy por seguro, lo harán con gran número de navíos y, por desgracia, sólo poseo cuatro naves para hacerles frente. En un combate en mar abierto nada tendríamos que hacer, estaríamos en tan gran desventaja que nos abatirían en poco tiempo… entonces, colocaré los cuatro barcos en la entrada del canal, así obstaculizamos su acceso.
—General —dijo don Martín—, si el número de atacantes previstos es muy superior, aunque saquemos hombres de los barcos para servir las baterías y la defensa de los castillos, seguimos contando con pocos soldados para un territorio extenso.
—Ya he pensado en esto, don Martín, y, si su majestad no nos puede enviar los refuerzos pedidos, serán los que dispondremos para defender Cartagena. Por ello voy a ordenar la creación de milicias urbanas, vos y los oficiales que designéis habréis de adiestrarlas de forma intensiva hasta que logréis hacer de ellos verdaderos soldados. Como última medida deberemos prever un plan de evacuación de la población y de sus defensores al interior, en espera de refuerzos. En ese caso hemos de llevarnos el ganado y los víveres suficientes, quemando lo que no podamos cargar para impedir el abastecimento al enemigo, pero todo eso sería, como os digo, en última instancia.
El Consejo de Indias sabía que era inevitable la guerra con Gran Bretaña. Los ingleses llevaban años buscando la ocasión para un enfrentamiento bélico que les diera una victoria y con ella la llave de las posesiones españolas, por tanto decidió enviar un virrey a la zona de Nueva Granada, siendo su sede Santa Fe de Bogotá. Para ocupar tan importante cargo de representación real se nombró al teniente general don Sebastián de Eslava y Lazaga, quien tenía cincuenta y cuatro años cuando ocupó el virreinato. Fue un acreditado militar con experiencia en combate durante la guerra de Sucesión y la campaña de Italia; sus ascensos se debían a méritos de guerra, de lo que no podían vanagloriarse muchos que los habían conseguido en los despachos de la corte con intrigas y favores. Lo describían como un hombre religioso, austero, tenaz y poco flexible; carácter, este último, que le produjo importantes y duros enfrentamientos con don Blas de Lezo, lo que ocasionó descoordinación defensiva en ocasiones.
Cartagena festejó durante tres días la llegada del virrey Eslava, primero con una misa de acción de gracias en la catedral presidida por el obispo, luego con el recibimiento y la solemne toma de posesión que le brindaron las autoridades civiles y militares. Tras las celebraciones se dedicó a examinar la ciudad y sus defensas; el general Lezo, bajo sus órdenes directas, le acompaña en esa labor. Eslava estuvo de acuerdo con las peticiones de don Blas y escribió al marqués de Villadarias solicitando hombres, armas y municiones; España se jugaba todo en aquella valiosa plaza.
Inglaterra había puesto al frente de su armada al almirante Edward Vernon, miembro de una familia de políticos liberales pertenecientes al partido Whig. James Vernon, su padre, fue secretario de Estado durante el reinado del Guillermo III. La familia era propietaria de un periódico en cuyas páginas se podían encontrar todo tipo de intrigas políticas manipuladas que beneficiaban a la ideología de sus propietarios. El almirante Vernon sentía una gran animadversión contra España, detestaba todo lo español y ansiaba un enfrentamiento militar en el que él fuese protagonista; soñaba con «molestar y dañar en todo lo posible a los españoles».
La Armada británica parte rumbo al Caribe el 20 de julio. Sus objetivos eran la conquista del puerto de La Guaira, Portobelo y Cartagena de Indias como paso previo al desmembramiento del Imperio español. Vernon no respetaba procedimiento diplomático alguno y, sabiendo que Gran Bretaña iba a declarar la guerra a España, atacó La Guaira con tres navíos de línea un mes antes de que la declaración oficial de guerra llegase a las posesiones españolas. Sin embargo, la reducida guarnición de la plaza impidió que los ingleses lograsen sus objetivos.
Tras este contratiempo, Vernon decide atacar por sorpresa Portobelo, donde tan sólo se encontraba un destacamento de treinta y cinco hombres y un guardacostas al mando del gobernador don Bernardo Gutiérrez Bocanegra, coronel de los Reales Ejércitos. Ante la imposibilidad de resistencia se entregó la plaza y el inglés dejó en libertad a los soldados y marinos españoles. Crecido Vernon con esta pequeña victoria, decide enviar una correo al teniente general Lezo por medio del comandante del guardacostas señor Abaros. En el mismo le comunicaba la toma de Portobelo y conminaba a la rendición de Cartagena; don Blas contestó gallardo y enérgicamente negándose a entregar la ciudad.
Ante la respuesta de Lezo, el británico se dispone regresar a Jamaica, destruyendo previamente los fuertes de San Jerónimo, Todofierro y Gloria; también toma el castillo que se encontraba en la desembocadura del río Chagres, con una pequeña guarnición de treinta hombres.
Por el poderío naval desplegado y por las noticias llegadas a Londres de las pequeñas victorias contra las desprotegidas guarniciones españolas, Gran Bretaña se siente vencedora en la guerra del Caribe. Los ingleses se creían imbatibles, tenían por segura la victoria contra España hasta el punto de hacer acuñar unas medallas conmemorativas que recordarían la toma de Cartagena. En la medalla se mostraba un Vernon altivo y un Lezo humillado, de rodillas, que le entrega la plaza; la leyenda decía Vernon Semper viret, «Vernon siempre vencerá»; medalla que pasaría a la historia como muestra del escarnio al orgullo inglés, guardándose en museos y coleccionistas.
Los británicos proclamaron el triunfo de antemano, no albergaban duda alguna de su éxito militar sobre Cartagena. Se llegó a celebrar la victoria oficial de las armas británicas ante el propio príncipe de Gales; el pueblo inglés vivía una euforia que impregnaba a todas las capas sociales: habían vencido al español que tanto menospreciaban.
Vernon planeaba el desembarco de numerosas fuerzas al norte de Cartagena, en La Boquilla. Avanzarían hacia la ciudad rodeando la muralla. Creía segura la toma del fuerte de San Lázaro que protegía la colina de La Popa, desde allí su artillería podría bombardear certeramente la capital y vencer su resistencia. Mientras se realizaba esta maniobra envolvente en tierra, la flota debía entrar por el canal de Boca Chica hasta la bahía; para el triunfo de esta operación militar necesitaba previamente destruir las baterías de Tierra Bomba y tomar las fortalezas de San Luis y San José. Si lograban alcanzar esos objetivos conseguirían dividir la defensa española y hacer menos eficaz su resistencia. Pero gracias al espionaje español estos planes fueron descubiertos por don Blas de Lezo. Las maniobras urdidas por Vernon le llegaron con todos los detalles a través del gobernador de Cuba y, gracias a ello, don Blas pudo reforzar las defensas en los lugares más importantes.
Vernon emplearía contra Cartagena enormes fuerzas navales: ocho navíos de tres puentes armados cada uno con noventa cañones, veintiocho naves de dos puentes y cincuenta cañones, doce fragatas de cuarenta cañones, varias bombardas y otros ciento treinta barcos para el transporte de hombres. En total su flota la integraban ciento ochenta y seis barcos con un total de dos mil seiscientos veinte cañones, que llegarían a tres mil sumando los de la artillería de tierra que pretendían desembarcar en la plaza. En los barcos viajaban nueve mil hombres preparados para el desembarco, cuatro mil voluntarios de las colonias americanas al mando de Lawrence Washington —abuelo de George Washington, futuro presidente de los Estados Unidos—, dos mil macheteros jamaicanos y quince mil marinos, en total cerca de treinta mil hombres. Era la mayor armada que había cruzado el Atlántico hasta el siglo XX. El almirante británico dirigiría las operaciones militares desde el buque insignia Princess Caroline.
Conocidos los planes de Vernon, Lezo ordenó las medidas necesarias para imposibilitarlos; gracias a los espías se podían prever importantes puntos del ataque enemigo; serían fortificados para repeler los asaltos. En Boca Chica se dispusieron las cadenas que evitarían la entrada de naves enemigas, asimismo, dos barcos defendían el acceso al canal. Ordenó que se transportasen cañones de los barcos al castillo de San Luis y a la batería de San José, cuyas guarniciones serían reforzadas por artilleros de la Armada y las milicias ciudadanas. Lezo era consciente de que los cuatro barcos que poseía serían hundidos tarde o temprano por la superioridad artillera del enemigo; al trasladar sus cañones los salvaba del hundimiento a la vez que incrementaba las defensas de tierra.
Las fuerzas con las que contaba Lezo eran muy limitadas: mil cien soldados pertenecientes a los regimientos de Aragón y España, cuatrocientos voluntarios sin experiencia militar alguna que serían adiestrados con rapidez, seiscientos milicianos criollos y mulatos, seiscientos indios, negros libres y mestizos, más los seiscientos marinos que integraban la tripulación de los cuatro navíos que disponía don Blas: África, Dragón, Conquistador, y San Felipe, la nave capitana. Tampoco se disponía de un polvorín suficientemente pertrechado para repeler un ataque de la magnitud del esperado, por lo que se pidió munición con urgencia. En total unos tres mil doscientos hombres y cuatro navíos, contra treinta mil invasores y ciento ochenta y seis naves. También estaba en claro desequilibrio el número de cañones, la artillería de los barcos ingleses sumaba un total cercano a los tres mil cañones; los españoles, trescientos sesenta de los navíos, doscientos sesenta y ocho en las fortalezas, más las baterías de costa. Si la desventaja en cañones era de más de tres a uno, la de combatientes era de ocho a uno.
Vernon haría una incursión contra Cartagena antes de plantear el ataque definitivo un año después. El 13 de marzo de 1740 suena la alarma en la ciudad, los vigías avistan una flota con ocho naves, dos bombardas y un paquebote. Los ingenieros británicos sondean el calado de las aguas con el objetivo de buscar el óptimo lugar donde fondear, calculando la distancia más propicia para comenzar el ataque con un eficaz bombardeo a la vez que imposibilitase respuesta española efectiva.
El día 18 los truenos de la artillería enemiga hicieron temblar los edificios de Cartagena; el pánico cundió en toda la ciudad, muchos cartageneros acudieron a las iglesias para implorar el auxilio divino mientras las baterías de costa se disponían a repeler la agresión. Los expertos ingleses habían calculado muy bien la distancia para no ser alcanzados y, a la vez, bombardear la plaza; pero los proyectiles llegaban a la capital con poca fuerza, lo que no evitó que se vieran afectados algunos edificios, entre ellos la catedral y la iglesia de San Pedro Claver, aunque no produjeron daños de gravedad.
Las baterías de costa respondieron rápidamente a la agresión inglesa, pero el fuego español no alcanzaba al enemigo; don Blas debía articular una rápida solución que hiciera eficaz la respuesta de su artillería.
—Coronel —ordenó don Blas—, que se trasladen los cañones del San Felipe a la muralla, mientras tanto seguiremos respondiendo con los de costa, pero sin hacer excesivo gasto de munición. Quiero que se confíen los ingleses y se acerquen más; con los cañones de dieciocho libras podremos alcanzarlos cuando estén desprevenidos.
El coronel trasladó al capitán Sepúlveda la orden del general. Don Martín dispuso de cincuenta milicianos para transportar la artillería desde la nave capitana; la servirían experimentados artilleros de la armada.
Efectivamente, como había calculado Lezo, los barcos ingleses, confiados en la corta distancia que alcanzaban los cañones españoles, se acercaron más. Cuando el día 19 la Armada británica comienza a bombardear Cartagena, los españoles responden con las potentes piezas de dieciocho libras y lo hacen con tan gran pericia que alcanzaron varios navíos enemigos. Vernon se ve sorprendido ante la inesperada eficacia de la artillería española, teme que sus barcos sean hundidos por los certeros disparos y ordena la retirada hacia Jamaica, donde tenía su base la flota británica.
El 21 de abril de 1740 arribaron a Cartagena de Indias los navíos San Carlos y el Galicia, en uno de ellos viajaba el nuevo gobernador, el virrey Eslava, quien el 3 de mayo, trece días después de su llegada, viviría un segundo ataque de la escuadra inglesa, esta vez con mayores fuerzas: trece navíos de línea y una bombarda; tenían como misión inspeccionar la ensenada de Barú al sur de Tierra Bomba. Lezo obstruye con sus naves la entrada del canal de Boca Chica y la artillería abre un eficaz fuego contra las naves enemigas, por lo que deben volver a Jamaica.
En diciembre, el teniente general marqués de D’Antin, al mando de una escuadra de doce barcos, atraca en el puerto de Cartagena. El militar galo tenía órdenes de unir sus fuerzas navales a las españolas del general Torres que también arribó en Cartagena. El virrey Eslava aprovecha la llegada del francés para convocar una reunión a la que asistirían los generales don Blas de Lezo, don Rodrigo de Torres y D’Antin.
—General De Lezo —comenzó el virrey—, teniendo en cuenta la situación actual, las fuerzas con las que contamos y la cercanía de los ingleses, os ruego que toméis la palabra para darnos vuestra opinión sobre lo que deberíamos hacer.
—Muchas gracias, excelencia. El ataque inglés está fuera de toda duda, nuestros informadores no se equivocaron al comunicárnoslo y ya hemos tenido dos incursiones de Vernon. Opino que la plaza no se debe desguarnecer, dividir nuestras fuerzas supondría un grave error, los británicos pueden aprovechar el momento para lanzar el ataque y sabemos que tienen una armada muy poderosa. Nuestros barcos más los del marqués de D’Antin suman un total de dieciséis, con ellos podemos lograr una efectiva defensa y hacerles frente con firmeza, estimo imprescindible el no fraccionar las fuerzas que poseemos.
—Y vos, general Torres, ¿qué opináis?
—Señor yo creo más acertado unir nuestros barcos a la flota francesa y presentar batalla a Vernon en alta mar, alejados de Cartagena, para evitar daños a la ciudad. Deberíamos zarpar rumbo a La Habana y desde allí buscar e interceptar a los ingleses; yo puedo partir antes, pues la flota del señor marqués de D’Antin acaba de atracar, han de reponerse y abastecerse de los víveres necesarios, allí le esperaríamos.
—Soy de la misma opinión que vos, general De Torres —contestó el virrey Eslava mientras observaba el rostro de Lezo para ver su reacción, pero don Blas no se inmutó—. Partiréis cuanto antes, allí deberéis esperar la escuadra de D’Antin; es mejor derrotar a Vernon antes de que llegue a Cartagena. Señor marqués, ¿estáis de acuerdo?
—Excelencia, como bien sabéis, nuestra travesía ha sido muy dura, muchas naves están dañadas y hace falta repararlas para poder continuar; además, los hombres deben descansar. No obstante, estos trabajos se pueden acelerar y unirnos al general Torres lo antes posible; la segunda escuadra francesa, al mando de Laroche-Alart, también se nos unirá; será muy difícil que Vernon pueda vencer a tantas fuerzas unidas.
—Entonces —concluyó Eslava—, no hay nada más que hablar. Vos señor De Lezo, deberéis continuar con los trabajos de reforzamiento en nuestras defensa, aunque si Vernon es derrotado, como esperamos, ya no le será posible visitarnos…
Don Blas salió de la reunión apesadumbrado, tenía malos presentimientos, pero no deseaba hacer patente su contrariedad. La relación con Eslava se había ido deteriorando por diferencia de pareceres en la defensa de la plaza, pero el virrey tenía la última palabra.
Al atardecer de aquel día, don Blas salió a inspeccionar algunas obras que se realizaban en las murallas más cercanas a la ciudad, pidió a Martín que le acompañase. Aquel era más un paseo para desahogarse con su amigo que una perentoria necesidad de revisar trabajo alguno.
—¡Ya veis, don Martín! El virrey ha dispuesto todo sin tener en consideración alguna los peligros que implica la salida de nuestra flota y lo peor es que don Diego de Torres parece no darse cuenta de los riesgos que conlleva esa operación… No olvidemos los estragos que ha hecho el mal tiempo en las escuadras españolas y francesa. Cartagena quedará desguarnecida cuando parta la flota, esperemos que vuelva victoriosa.
—¿General, tenéis buenos augurios sobre el enfrentamiento de nuestra flota contra la de Vernon?
—Una vez que estén unidas las dos escuadras, más la tercera que ha de llegar de Francia, contaremos con barcos suficientes para derrotarle. Pero mi temor es la mar en estas fechas, se vuelve imprevisible y peligrosa, ya conocéis los daños que los temporales han causado en nuestra flota y en la francesa.
—Esperemos que tengamos de nuestra parte la bonanza del tiempo.
—Dios así lo quiera, si no, Cartagena estaría en un gravísimo peligro y con ella todo el Imperio español quedaría al antojo de la superioridad inglesa y sólo nosotros para defenderlo.
Las palabras de aquella noche parecían proféticas. La escuadra de Laroche-Alart cruzó el Atlántico sufriendo fuertes temporales que produjeron importantísimas pérdidas inhabilitando la mayoría de las naves. Para colmo de males, en la escuadra del almirante D’Antin se desató una epidemia, el propio almirante y la mayor parte de su tripulación enfermaron. En esas condiciones era del todo imposible hacer frente a la poderosa Armada británica, entablar un combate en esas circunstancias sería un suicidio. Los franceses debían reponer fuerzas, reparar barcos, buscar víveres y curarse de la enfermedad que castigaba la flota de D’Antin.
Torres era consciente de la terrible situación de los franceses y, en lugar de volver a Cartagena para reforzar sus defensas, decidió poner rumbo a España escoltando los galeones del tesoro que viajaban a la península. Poco después, la flota francesa, con importantes bajas en su tripulación y serios desperfectos en las naves, resolvió regresar a Francia. Como había previsto don Blas de Lezo, Cartagena quedaba desprotegida ante un enemigo muy superior al que debería hacer frente con muy pocos hombres y medios; el error del virrey al apoyar a Torres dejaba la plaza en una gravísima situación.
Tras llegar la noticia del regreso de las escuadras españolas y francesas a Europa, abandonando la ciudad a su suerte, cundió el desánimo y el miedo en Cartagena. Algunos de los ciudadanos más destacados se plantearon huir tierra adentro, pero era demasiado lo que dejaban atrás, años de trabajo, sus casas y haciendas. Una comisión ciudadana visitó al virrey para exigirle una eficaz defensa y buscar refuerzos en otras plazas; al mismo tiempo le reprochaban su error al no haber apoyado la propuesta de Lezo de permanecer la flota en el puerto. Eslava intentaba tranquilizar a los poderosos miembros del cabildo ciudadano alegando que tenían medios suficientes para la defensa —aun sabiendo que no era así—, pero debía hacer frente a su error de cálculo e impedir que el pánico terminase por desarmar una eficaz resistencia de la ciudad. En cuanto a los reproches por su fatal elección fue tajante:
—Señores —se dirigió a la comisión ciudadana—, podemos discutir cualquier extremo sobre la defensa, sobre los medios de prevenir un ataque inglés y cualquier otra cuestión tocante a la protección de la ciudadanía; pero las decisiones militares sólo deben tomarla los militares, que son los peritos en esta materia y están sujetos a órdenes superiores. Si el general De Torres y la escuadra francesa han regresado a la metrópoli será por órdenes que desconozco y en la que no podemos entrar… Creo que no me equivoqué al intentar interceptar la flota inglesa antes de que llegase a Cartagena, pero ignoro lo sucedido y las órdenes que han recibido tocantes al retorno de las escuadras a España y Francia… y, aun cuando lo supiese, no podría revelar secretos militares sin caer en traición.
—Excelencia —contestó don Diego de Ojeda, regidor perpetuo y decano de la ciudad, un poderoso comerciante al que el rey había concedido el hábito de Santiago por sus grandes servicios a la corona—, de acuerdo que los civiles nada podemos hacer en lo tocante a las órdenes militares…, pero sí podemos enjuiciarlas y opinar sobre lo correcto de lo actuado. No debéis olvidar que en este cabildo ciudadano ocupan escaños, como regidores, antiguos e ilustres militares retirados y que todos ellos ha considerado desacertada esa decisión; ignoramos si la tomasteis vos o teníais órdenes superiores, tampoco podemos llegar a saberlo debido al secreto militar, ni deseamos conocer el origen de esa orden, aunque por la ciudad corren muchos rumores…
—Señor De Ojeda —cortó con mucho tacto la intervención del regidor, pues sabía que gozaba del aprecio del rey y que en breve podía ser llamado a España para ocupar un importante cargo en los consejos de su majestad; también se comentaba que pronto sería agraciado con un título del reino—, vos mismo lo habéis dicho, son rumores, la verdad es parte del secreto militar y si se actuó de esa forma es porque se estimó la más conveniente. Además, por mucho que discutamos aquí ya no podemos cambiar los hechos y hemos de prepararnos contra el enemigo todos unidos, no divididos.
—Tenéis razón, excelencia. Sois el representante de su majestad, que Dios guarde, por ello confiamos que actuéis como lo haría la más alta jerarquía de la nación.
—Tenedlo por seguro… Ahora debéis disculpadme, he de reunirme con los mandos, hay mucho trabajo por hacer y poco tiempo… Sólo os ruego que hagáis todo lo posible por facilitar el mayor número de civiles disponibles para la defensa de Cartagena.
—Desde ahora mismo podéis contar con todos nosotros y haremos lo posible por reclutar hombres hábiles que ayuden a la defensa.
—Lo sé y os doy las gracias por ello, id con Dios.
Cuando el alcalde y los regidores hubieron abandonado la estancia, el virrey Eslava se derrumbó sobre su sillón. Se encontraba inquieto e irascible, se había equivocado y sabía que ese error era público y notorio, difícil de perdonar. En el cabildo había ilustres militares retirados que calificaron su decisión como un grave error y que podían ponerle en apuros frente al rey. Maldijo mil veces la decisión del general Torres de regresar a España dejando desasistida Cartagena; lo consideraba una traición personal, pero él había propiciado aquella situación apoyando su plan de actuación. Lo que peor llevaba era tener que ver el rostro del almirante Lezo, sabiendo que en su mirada se reflejaría el reproche por la fatal decisión que tomó en contra de lo aconsejado por él.