Capítulo 13
A pesar de las reiteradas llamadas a la calma, muchos ciudadanos pretendían abandonar Cartagena cuanto antes, las milicias locales y sus mandos tenían difícil la tarea de impedir la huida masiva de la población; por ende, los pregoneros del cabildo volvieron a vocear el edicto que expropiaba los bienes de quienes marchasen, gracias a esto se contuvo la desbandada desatada en los primeros momentos. Pero las autoridades eran conscientes de que, si los británicos continuaban ganando terrenos, deberían desalojar las casas y edificios que pudieran estar a tiro de los cañones. Varios ingenieros realizaron los cálculos y decidieron evacuar casas del barrio más próximo a las murallas atacadas; en éste se encontraban viviendas de militares, entre ellas la destinada al capitán Sepúlveda y su esposa. Doña Beatriz se trasladó al hospital, allí pernoctaban algunas voluntarias cuando se hacía tarde, le darían aposento en un pequeño cuarto junto al botiquín, en la planta baja, la alta estaba reservada para los médicos y sus ayudantes.
Cuando doña Ana la vio llegar se sorprendió, pues debía estar reposando:
—¿Pero a dónde vais en vuestro estado, hija mía? —dijo la viuda del coronel al verla con su equipaje.
—Ya veis, las milicias han evacuado la zona más próxima a la muralla, la que bombardearon esta mañana. En ella está mi casa; el director del hospital me alojará en una de las habitaciones bajas, así estaré más cerca y podré ayudar mejor.
—¿Pero qué locura decís, mi niña? No estáis para nada, las primeras semanas son fundamentales; en este lugar sólo veréis cosas desagradables, cuando no terribles…
—Os recuerdo que he trabajado aquí, ya poco puede estremecerme.
—Sí, hija, sí, pero no en vuestro estado, estáis débil y podéis coger cualquier infección que sea fatal para vos y el hijo que esperáis. Además, Alma me ha enviado recado diciéndome que debéis reposar al menos veinte días y que no os olvidéis tomar su preparado.
—Lo tomo todos los días y la verdad es que me siento mucho mejor, por eso decidí venir, puedo ayudar. El otro lugar que me han ofrecido debía compartirlo con otras señoras, tendríamos que dormir en malos catres, aquí tengo un cuarto para mí sola.
—De eso nada, os venís a mi casa, no se hable más, tengo sitio sobrado; hace tiempo que os lo iba a ofrecer, pues deseo atenderos y velar por vos. Además, y os ruego que no hagáis uso de esta información —dijo mientras bajaba la voz—, según me han informado, se ha desatado un peligroso brote de fiebre amarilla en los barcos ingleses, son muchas las víctimas… Al parecer están arrojando los cadáveres al mar, no sé si con intención de contagiarnos a nosotros, pero sí que algunos han llegado a la costa… Hay un grupo de nativos encargados de sepultar los cuerpos que devuelven las olas; lo más grave es que también llegan a zonas ocupadas por los ingleses, donde serán alimento de alimañas y éstas pueden transmitir la enfermedad. En casa tengo unos bebedizos que me ha enviado Alma por si acaso se confirmase la epidemia.
—Os lo agradezco profundamente doña Ana, pero bastante trabajo tenéis ya en el hospital como para aguantarme encima a mí.
—Creed que no realizo todos los trabajos que me gustarían, piensan que por mi edad no puedo y me dan las tareas más simples…, os aseguro que estoy más fuerte que muchas de esas mozuelas que se desmayan al ver una gota de sangre… Han sido muchos años curando heridas de guerra a mi difunto esposo y a sus hombres, no es la primera vez que trabajo en una enfermería militar, pero ¡qué se le va a hacer! Además, me gusta sentirme útil, llevo una vida demasiada tranquila en Cartagena…
—Sois muy buena conmigo, doña Ana.
—Soy como tengo que ser con una gran dama y esposa de un valiente militar. Dentro de una hora vendrá mi cochero a recogerme, mientras, podéis hablar con vuestra prima, estará con don Diego, se encuentra recuperado pero muy débil. Id, en una hora nos vemos en la puerta.
Cuando doña Beatriz entró en la sala donde se recuperaba don Diego de Zúñiga vio que éste se encontraba sentado en la cama. Tenía el torso vendado y las manchas de sangre destacaban sobre los blancos lienzos. Se extrañó al ver que discutían y doña Lucía lloraba.
—No deseo importunaros, primos; venía a ver cómo os encontráis, don Diego, y veo que…
—Estoy muy bien, doña Beatriz —cortó Zúñiga antes de que terminase la frase—, se lo he dicho a mi esposa, puedo levantarme e ir a combatir como los demás.
—¿Pero vos oís, prima? Creo que mi esposo ha perdido el seso… Hace dos semanas que estaba a la muerte, tiene graves heridas de las que ha de reponerse y quiere ir al frente… ¡Si apenas se mantiene en pie por debilidad!
—Eso es algo que se arregla haciendo comidas decentes y no la bazofia insulsa que nos dan en este hospital… Además, no hace dos semanas que convalezco de mis heridas, sino dieciocho días, y creo que estoy en condiciones de incorporarme.
—Os recuerdo que vos no tenéis la última palabra —dijo doña Beatriz para mediar en la disputa entre esposos, procurando dejarla zanjada—, ha de ser el galeno quien os dé la licencia.
—¿Qué sabrá el galeno sobre cómo me encuentro?
—Tiene razón doña Beatriz —intervino doña Lucía—, él debe daros el premiso para abandonar el hospital.
—Pues que venga lo antes posible, hacen falta hombres hábiles para combatir y yo estoy aquí ocioso, sin hacer nada, mientras los demás se juegan la vida por España y nuestro rey…
—Iré a buscar al médico —dijo Beatriz.
Lo encontró en la sala contigua, estaba muy ocupado con la llegada de los heridos en los últimos combates, por lo que se molestó al tener que ir a calmar la insensatez de uno de sus pacientes.
—Señor de Zúñiga —dijo secamente el médico—, no estáis en condiciones de combatir, es más, tampoco os encontráis en condiciones de estar sentado sobre la cama como os veo, presionando la herida, sino acostado, y así deberéis pasar las siguientes semanas.
—Pero doctor, me encuentro bien, soy más necesario fuera que aquí dentro, ocupando una cama que puede servir a otro…
—Vos no os preocupéis por eso, nadie va a quedar desasistido.
—Doctor, lo lamento, pero he tomado una decisión, y es la de ir a combatir.
—Don Diego, no puedo perder más tiempo discutiendo con vos; os recuerdo que estáis bajo jurisdicción militar y he de advertiros que bajo mi delantal está el fajín de coronel. Es una orden, no podéis abandonar vuestro catre, si lo hacéis seréis detenido y amarrado al mismo.
—Coronel, yo sólo deseaba ser útil…
—Ya lo habéis sido, y, según tengo entendido, mucho; debéis estar orgulloso de ello… Además, si los ingleses logran acercar más sus baterías no vais a tener que ir en busca de ellos, seguramente tendremos que defendernos dentro del hospital, pero esperemos que no llegue el caso. Ahora debo dejaros, asuntos de mayor gravedad me aguardan… Quedad con Dios.
Don Diego no tuvo más remedio que obedecer las órdenes superiores; pero lo dicho por el coronel le hizo concebir planes defensivos para el hospital, ello le ayudaba en las horas de convalecencia. Pidió a la esposa que le llevase sus armas, se dedicó a limpiarlas y luego las escondía bajo el catre para tenerlas a mano.
Los bombardeos ingleses cada vez eran más prolongados, no tenían descanso las voraces fauces de bronce de sus cañones; los planes de Vernon comenzaban con un éxito inicial. Se realizaría un ataque simultáneo por mar y tierra, la Armada debía ocupar Manzanillo y Manga; por tierra tendría lugar un desembarco en la colina de La Popa, tomarían el castillo de San Lázaro y, a la vez que atacaban la ciudad, se llevaba a término un nuevo desembarco en la playa de Cruz Blanca. La fortaleza de Santa Cruz fue asaltada, siendo abandonada por los españoles en la madrugada del día 11.
La pérdida de la fortaleza y de los dos últimos navíos españoles fue un duro golpe, Lezo echaba las culpas al virrey en su diario… «…con lo que don Sebastián de Eslava ha provocado la ruina de todos los barcos de línea de la Marina, a lo cual era contrario y muy opuesto…».
Pero Lezo no se arredró ante las dificultades, los días siguientes continuaría preparando la defensa de la plaza y reorganizaría sus fuerzas. Era consciente de la inferioridad numérica en la que se encontraba, los británicos habían desembarcado más de nueve mil hombres en las islas de Manzanillo y Manga; macheteros jamaicanos, milicianos de las colonias inglesas y soldados británicos se dirigían hacia el castillo de San Felipe por el cerro de La Popa, ocupando un convento, el de Santa María de Popa, que habían evacuado los españoles.
El virrey se encontraba desconcertado y de nuevo reunió a su Estado Mayor. Le habían comunicado la presencia masiva de tropas británicas en la playa de la Cruz Grande; el día 17 los generales españoles pudieron comprobar el avance de los enemigos y su preparación artillera, con piezas de gran calibre, que desplegaban en el convento. La última esperanza de los españoles, el castillo de San Felipe de Barajas, a un kilómetro de La Popa, quedaba al alcance de los poderosos cañones enemigos; si esta fortaleza caía la ciudad quedaba a merced del certero bombardeo británico. El castillo contaba con un foso que Lezo había mandado ahondar a su alrededor, algo que sería fundamental en la batalla. También ordenó cavar delante de la fortaleza unas trincheras para impedir el avance de las armas pesadas enemigas.
De nuevo sería el coronel de ingenieros Desnaux el encargado de la defensa del castillo, para lo que sólo contaba con quinientos veteranos de los regimientos de Aragón y España, a lo que sumaba los avezados artilleros de las naves de Lezo.
Eslava quería dificultar la marcha de las tropas desembarcadas en las playas de Cruz Grande los días 18 y 19, para lo cual envía un contingente de doscientos hombres al mando del capitán don Antonio Mola; con él iría de segundo don Martín de Sepúlveda.
El número de españoles era insignificante contra las fuerzas desembarcadas, pero poseían la importante ventaja de conocer el terreno. Los ingleses no esperaban ofensiva alguna, pues sería suicida ir contra enemigos tan superiores en número; el factor sorpresa, la preparación militar y el valor de los españoles, hicieron que la maniobra triunfase.
—Don Martín —dijo el capitán Mola—, cuando comience el ataque el enemigo intentará adentrarse en la espesura para defenderse mejor y allí quedaría al descubierto nuestra inferioridad. Eso nos pondría en dificultades, hemos de preparar un ataque enérgico y contundente, debemos dar la sensación de que el número de atacantes es muy superior… Tenemos que lograr un desconcierto tal, que no les dé tiempo a reaccionar. Colocaré a ciento veinte hombres en línea, para que la descarga primera sea destructiva y, sin dar tiempo a reaccionar, veinte granaderos lanzarán sus bombas contra las fuerzas enemigas desconcertadas, lo que dará ventaja para recargar las armas. Vos con cincuenta hombres debéis situaros al este, en la entrada natural que con toda seguridad tomarán los que pretendan adentrarse en el interior, allí los sorprenderéis.
—Magnífica estrategia, capitán; creo que es importante advertir a nuestros hombres que primero disparen sobre los oficiales, con la caída de éstos la tropa quedará desorganizada, sin mando.
—Tenéis razón, daré esa orden, id con Dios don Martín.
—Que Él nos proteja a todos.
El capitán Mola dispuso a sus hombres en una eficaz línea de fuego, hizo que tuvieran cargados dos arcabuces y sus pistolas; un fuego repetido al inicio daría sensación de una fuerza atacante muy superior, los granaderos lanzarían sus bombas entre las descargas.
Don Martín dispuso a sus hombres en dos líneas, era un lugar angosto en el que no podían colocarse a ambos lados del sendero, pues el fuego cruzado causaría bajas amigas.
A la voz de fuego del capitán Mola una estruendosa nube de pólvora y plomo cayó implacable sobre los británicos, quedando en el suelo un importante número de enemigos, entre ellos muchos oficiales. No se habían repuesto de la primera descarga cuando recibieron las otras dos y una lluvia de granadas que hacían explosión en medio de una tropa desorganizada que no presentaba defensa alguna. Cientos de cadáveres mutilados sembraban las arenas de la playa tiñéndolas de sangre, el oleaje que llegaba a la orilla era rojizo.
Como había previsto el capitán Mola, un importante contingente, al mando de varios oficiales, intentó llegar a la maleza para poder parapetarse y presentar batalla, y lo hicieron por el camino natural, encontrándose de frente con la descarga de los cincuenta hombres de don Martín; pero era tal la avalancha de ingleses por el sendero que, tras la segunda descarga, seguían llegando enemigos. Los cuerpos de los caídos se amontonaban unos sobre otros, ello dificultaba el avance, formándose un tapón de hombres desconcertados, y esto era una ventaja para los españoles, dándoles tiempo a recargar sus armas.
Don Martín y cuatro soldados se habían ocupado de neutralizar a los mandos ingleses, el que no murió en el ataque se entregó a los españoles mientras sus hombres se retiraban en una desorganizada huida hacia las barcazas, lo mismo que hacía el resto de las tropas que permanecían en la playa.
Sepúlveda vio cómo el capitán Mola salía con sus hombres a la playa para reducir a los pocos enemigos que aún ponían resistencia, eran los que no habían podido huir en los botes, él hizo lo mismo; los supervivientes entregaron las armas.
El ataque había sido un éxito militar de gran envergadura, más teniendo en cuenta la desigualdad de fuerzas, pero ése ya era un factor con el que los españoles contaban desde el comienzo del asedio.
Los dos capitanes se dirigieron a un coronel y cuatro oficiales ingleses que se pusieron al frente de los prisioneros. El coronel les entregó su espada en señal de rendición, notaban en su rostro la sorpresa al comprobar el reducido número de hombres que había destrozado sus fuerzas. Luego se dirigió a un joven teniente, éste se adelantó y, con un español bastante correcto, hizo de intérprete entre los mandos militares.
—Capitán —se dirigió a Mola—, me ordena mi coronel que le pida permiso para enterrar a nuestros hombres y asistir a los heridos, luego quedamos a su disposición.
—Teniente, dígale al coronel que tiene nuestro permiso, pero con la condición de que un grupo de vuestros soldados recoja las armas y las entregue, serán observados en todo momento, cualquier intento de hacer uso de ellas será respondido con una descarga.
El coronel aceptó, ordenó a veinte hombres recoger el armamento y entregarlo.
—Teniente —dijo Mola—, decid a vuestro coronel que puede contar con la asistencia sanitaria del enfermero que nos acompaña, así como de los medicamentos y agua que llevamos.
El coronel agradeció ese gesto inclinado su cabeza.
Los dos capitanes españoles se retiraron a conversar, comentaban el éxito de la operación militar mientras no quitaban ojo de la recogida y entrega de las armas.
—Sepúlveda —habló don Antonio—, son cerca de doscientos prisioneros, muchos gravemente heridos. Cargar con ellos supone una rémora que nos impedirá regresar con rapidez, pero tampoco podemos llevarnos a los sanos y abandonar a los heridos a su suerte, somos militares no asesinos.
—Estoy de acuerdo con vos y sólo se me ocurre una solución, que en los botes abandonados se embarque a los heridos más graves, irán acompañados de un mínimo número de hombres que sean aptos para remar. Nos llevaremos al resto de los prisioneros, no debemos dejar libre a soldados que vuelvan a empuñar sus armas contra nosotros.
—Es lo más sensato, ya lo había pensado, pero quería conocer vuestra opinión. Haré que nuestro enfermero examine a los heridos leves y elija a los hábiles para remar. Si hemos de sumar alguno sano, no habrá más remedio, pero tenemos que hacerlo… No obstante hay algo que me preocupa, ya conocéis los incesantes rumores de epidemia de vómito negro entre los ingleses…
—No son rumores, capitán, es una realidad. Los cadáveres de los infectados que llegan a las playas son recogidos y enterrados por la noche para no alarmar a la población civil, es un secreto militar.
—Descuidad, lo respetaré… Temía que así fuese… Pero esto me crea el conflicto de trasladar los prisioneros a Cartagena, seguramente alguno estará infectado; debemos evitar el contacto con ellos y que puedan propagar la epidemia.
—Haré que marchen a una distancia prudente y colocaré tras ellos a cincuenta hombres armados con la orden de no acercarse más de dos metros a los ingleses.
—Me parece bien don Martín; ahora enviaré un correo al San Felipe para que tengan preparadas las mazmorras bajas. Comunicaré al coronel Desnaux el peligro de contagio, él dispondrá su aislamiento.
Desnaux instaló a los prisioneros en las mazmorras más aisladas, así evitaba el contagio a la vez que les protegía de las bombas lanzadas sobre el castillo por sus compatriotas; el personal médico sería el encargado de atender a los presos.
El virrey estaba muy satisfecho con el triunfo de la operación militar llevada a término por las partidas, y decidió mandar una nueva tanda integradas por granadinos. La situación era grave, pero el tiempo corría a favor de los españoles, la epidemia se extendía entre las tropas inglesas desembarcadas. En las zonas pantanosas cogían innumerables infecciones por picaduras de insectos de todo tipo; también estaban faltos de alimentos, muchos ingleses habían tirado sus raciones por creerlas contagiadas y la resistencia española hacía que los víveres se racionaran cada vez más. Los británicos iban al combate mal alimentados y sin fuerzas, por lo que eran más vulnerables a epidemias y demás enfermedades tropicales que potenciaron las abundantes lluvias de temporada.
Sin embargo, los españoles, a pesar del intenso fuego sufrido incesantemente durante días, tuvieron pocas bajas y la epidemia no se había extendido hacia Cartagena, lo que hacía reequilibrar la capacidad defensiva aunque permanecieran en una gran inferioridad.
A medida que transcurrían las horas, la impaciencia de Vernon se acrecentaba. Su desprecio a los españoles le hacía concebir que el castillo sería fácil de tomar, echaba la culpa del retraso a sus subordinados, entre ellos al general Wentworth, quien dirigía las operaciones en tierra. Pero éste bien conocía la resistencia de los españoles y la eficacia de sus fortalezas, la de San Felipe era un bastión difícil de expugnar, sobre todo desde las mejoras que hicieron Lezo y el virrey reforzándolo para prevenir los ataques enemigos. Para tomar el castillo las tropas inglesas debían subir unas inclinadas laderas, e intentar asaltarlo a cuerpo descubierto suponía una operación suicida, antes tendrían que abrir alguna brecha en sus enormes muros, también incomunicar a los defensores con la ciudad, impidiendo el abastecimiento de víveres y la llegada de refuerzos. Esto último lo intentaron algunos barcos británicos bombardeando el fortín de la Media Luna a la entrada de la ciudad, que era la vía para transportar hombres, víveres y municiones y por donde estaba entrando el auxilio de los habitantes del interior de Cartagena.
Debían derribar parte del lienzo de las murallas si querían un ataque efectivo de la infantería, y en ello se emplearon a fondo con la artillería situada en el convento de La Popa, mandada por el norteamericano Lawrence Washington, sumando a esto el apoyo del fuego de barcos cercanos. Sin embargo, el cañoneo de estos últimos no era efectivo, pues la distancia disminuía la fuerza de los impactos y las posibilidades de blanco. Los gruesos muros del castillo resistían el bombardeo de las baterías de tierra, los defensores apenas habían sufrido bajas y mantenían la moral muy alta; el tiempo transcurría en contra del enemigo y la epidemia seguía diezmando las fuerzas británicas. Vernon no quiso esperar más y empujó a Wentworth a un asalto final que consiguiese rendir el castillo.
Para este asalto se desembarcaron nuevas fuerzas, entre ellas las norteamericanas, pero las compañías británico-americanas no se habían recuperado de su pésimo estado físico y moral, la mala alimentación lo impedía; la mayoría de los combatientes estaban cansados y enfermos. Sabían que el ataque a una fortaleza que no había sufrido merma considerable durante el bombardero era una temeridad; además, la lluvia calaba a los soldados sin tener lugar donde resguardarse. Algunos oficiales ingleses se opusieron a este asalto, pero no fueron tenidos en cuenta, Vernon poseía el mando, él decidía y fue claro con el general Wentworth: debía organizar el asalto lo antes posible.
El plan para tomar el castillo tenía que estar bien trazado, pues la mortandad podía ser muy alta y ello no sólo suponía la pérdida de la eficacia en el ataque, sino la de una batalla que era decisiva. Wentworth contaba con cuatro mil hombres, los dispuso en cuatro grupos a cuya cabeza iban granaderos para abrir brechas. Dejaría una reserva por si era necesario reforzar el asalto.
Los mandos ingleses estaban de acuerdo en que el asalto debía realizarse por la noche, ello dificultaba la visibilidad y el blanco de los españoles sobre un enemigo que subía por una empinada ladera con una pesada impedimenta; comenzaría el 20 de abril.
Mientras tanto, en la capital se habían celebrado rogativas y misas en petición del triunfo de las armas españolas; sabían que un ataque masivo británico era inminente, lo que producía un gran desconcierto entre la población que temía por su vida y hacienda. Los ingleses no iban a perdonar la fiera resistencia presentada y la pérdida de hombres sufridas en combate, temían la venganza sobre la población civil en sus personas y pertenencias, la rapiña de los soldados ingleses era conocida.
Don Diego de Zúñiga ansiaba noticias de los frentes de batallas, le llegaban confusas y muchas veces contradictorias, habían transcurrido ya veinticinco días desde su ingreso en el hospital y la última semana mejoró considerablemente, el propio doctor le dio permiso para dar paseos con doña Lucía por los pasillos y alrededores del hospital. Sin embargo, su espíritu estaba intranquilo, no se encontraba bien consigo mismo en aquella situación, un desasosiego le asaltaba continuamente, el futuro de la plaza se disputaba en los próximos días sobre el campo de batalla y él no podía tomar parte en ello.
La noche del día 18 de abril había ingresado un joven alférez herido de metralla en la cabeza, no era de gravedad, pero el vendaje le tapaba un ojo y no podía combatir; le colocaron junto a la cama de Zúñiga.
—¿Alférez, podéis decirme vuestro nombre? —preguntó don Diego cuando quedaron a solas.
—Soy don Pedro Montiel, alférez del regimiento de Aragón, ¿vuestra gracia es?
—Don Diego de Zúñiga, soldado de su majestad.
—¿Cómo os hirieron, don Diego? ¿Fue de gravedad?
—En las primeras partidas que salieron el día 24 de marzo, hace casi un mes. En cuanto a mi gravedad afirman que estuve más muerto que vivo los primeros días, nadie daba un maravedí por mi vida y ya veis, estoy prácticamente recuperado gracias a Dios.
—Fue muy sonado el éxito de esa empresa y celebrada la decisión de hostigar al enemigo en pequeñas partidas; debió de ser un momento apasionante —dijo el joven militar lleno de fervor castrense.
—La verdad es que no sé deciros si fue apasionante o una locura, sólo que cumplí con mi deber y que lo pasé muy mal, no sólo por las heridas que me causaron, sino antes, por el temor a lo desconocido, a lo que podíamos encontrarnos en una tierra inexplorada e invadida por enemigos, pero ésa era nuestra misión… Decidme, ¿es cierto que se espera la mayor ofensiva de los ingleses en breve?
—Así es, don Diego, y yo aquí, sin poder ser útil, esta maldita metralla me ha inhabilitado para el combate…
—Dad gracias a Dios que no os ha segado la vida —cortó don Diego—, pero continuad, os lo ruego.
—Tenéis razón, he de dar gracias por Su divino amparo desde que empezaron los combates… Como os iba diciendo, es inminente el ataque, se espera que sea esta noche o en la de mañana a no más tardar, pues está claro que asaltarán el castillo de madrugada, de día sería temerario, un blanco fácil. Aunque se puede demorar, los ingleses están en una tierra desconocida para ellos, llena de zonas pantanosas donde es muy fácil que se pierdan personas que las desconocen, aún más de noche…Pensando en ello había ideado un plan con varios soldados voluntarios, pero la herida me impidió hacerlo llegar a los mandos para que me concedieran permiso y llevarlo a término.
—¿Puedo conocer cuál era vuestro proyecto?
—Es tan fácil como peligroso, los ingleses no son ingenuos, por lo que debía estar bien trazado… Nos haríamos pasar por desertores y así ofrecernos al enemigo para guiarles por sendas equivocadas, luego abandonarles… Pero el riesgo era enorme, cualquier duda del mando supondría nuestro fusilamiento por espías.
—Sí que es arriesgado, ¿y no lo habéis hablado con algún oficial?
—No me ha dado tiempo, pero ahora pienso que lo hubieran denegado por disparatado…
—Quien sabe… —dijo don Diego dejando caer su cabeza sobre la almohada en señal de dar por finalizada la conversa.
Zúñiga pasó toda la noche cavilando, el plan del alférez le parecía muy acertado, pero de nada servía si los mandos lo ignoraban. No había tiempo que perder y, tras meditar concienzudamente, decidió llevarlo a término él mismo. Pidió recado de escribir al enfermero y redactó una nota para su esposa en la que comunicaba su determinación y le declaraba su eterno amor si moría en el intento. Cuando se apagaron las luces don Diego saltó por la ventana con las armas que escondía bajo la cama.
Todas las mañanas doña Lucía le llevaba un desayuno preparado por ella, pues a su esposo no le gustaba la comida del hospital. Se extrañó de no verlo en la cama, pensó que se habría levantado temprano y estaría dando algún paseo por los pasillos del hospital, ya que fuera no le había visto. Tras dar varias vueltas y no encontrarlo comenzó su desasosiego, temía que hubiese escapado para ir a combatir, don Diego no paraba de insistir en ello. Cuando halló la nota vio la gravedad del caso y desesperada corrió a casa de doña Ana en busca de su prima.
—Dios mío —dijo doña Beatriz cuando leyó la nota—, vuestro esposo se ha vuelto loco, si mal hace en escaparse peor en intentar un plan tan descabellado.
Doña Lucía no paraba de llorar desconsoladamente.
—¡Dios mío protegedle, os lo ruego! —Rogaba con los ojos mirando al cielo; en su delirio de dolor soltaba frases inconexas que manifestaban el cúmulo de pensamiento negativos que invadían su cabeza—. Podía haber pensado en mí y en su hijo… ¿Cómo pudo hacerlo? Quizás no haya sabido mantenerlo a mi lado… No sé, ¡Dios, ayudadme a comprender…! Si muere, encima será tratado como un desertor…
—No digáis eso —intervino doña Ana—, nadie va a tratar como desertor a un hombre que arriesga la vida por su patria y su rey… Es cierto que la idea es disparatada, pero también que, de estar sano, ahora estaría en los duros combates que se están librando. Confiad en Dios, si está de Él que vuelva sano, nada sucederá… Tened en cuenta que Él le ha salvado la vida cuando todos la dábamos por perdida, quizás fuera para esta misión.
Ninguna palabra consolaba el ánimo de doña Lucía, pero pasados los primeros momentos rehízo su ánimo, ella, como toda su familia, había sido educada para no exteriorizar sus sentimientos. Hizo de tripas corazón y se retiró a orar en la capilla de la casa con la viuda del coronel. Doña Beatriz escribió una nota al capitán Sepúlveda y adjuntó la de don Diego, un explorador indio se la llevaría al castillo de San Felipe de Barajas.
Cuando llegó el indio con el recado, don Martín se encontraba descansando, llevaba días sin dormir y la acción militar en la playa de Cruz Grande le había extenuado, aún así pretendía seguir en vigilia junto a don Blas de Lezo, pero éste le ordenó descansar, le quería fresco y hábil para las duras jornadas que se avecinaban. El centinela no permitía al explorador ver al capitán, el general había dado orden de no molestarle, pero ante la insistencia del emisario y revelar que era un recado grave de su esposa el centinela accedió.
Tras leer la nota, Sepúlveda saltó del camastro, se ajustó el cinto y fue en busca del general Lezo.