Capítulo 10

LA reunión de Lezo con su plana mayor tuvo lugar en la nave capitana; Sepúlveda informó de las acciones militares en La Boquilla, por las que fue felicitado y se hizo constar el valiente comportamiento de Zúñiga en el diario militar. Tras el informe, don Blas comunicó que el virrey y él habían dispuesto enviar a La Boquilla cien hombres más, los integrantes de dos compañías de granaderos; luego el general abrió un turno para escuchar opiniones y preguntas.

—General —preguntó el coronel de ingenieros don Carlos Desnaux—, quizás las maniobras en La Boquilla hayan sido de distracción y estén preparando un asalto masivo sobre otra zona. El punto más lógico de ataque es el canal de Boca Chica, la puerta de la bahía; enviar nuevas fuerzas a La Boquilla es dejar otras zonas en desventaja.

—Pudiera ser coronel —dijo don Blas—, la zona de La Boquilla es pantanosa, muy difícil de atravesar por las fuerzas enemigas, aún menos con armamento pesado; pero no debemos estar desprevenidos en ningún lugar, han sacrificado muchos hombres allí y aún permanece frente a su playa la mayoría de la flota enemiga… Tenéis razón en que la llave que abre la bahía es la entrada de Boca Chica, así que he dispuesto en la bocana nuestros cuatro navíos como apoyo al fuerte de San Luis; les haremos difícil penetrar por allí. Os aseguro que quedan muy pocas horas para descubrir las intenciones de Vernon, no pensad que nos van a dar tiempo de tregua o descanso alguno, ellos no lo necesitan por su gran superioridad numérica. —Dijo estas palabras mientras estudiaba los planos sobre la mesa.

—Es lógico —volvió a intervenir el coronel— esperar un bombardeo masivo sobre todas nuestras posiciones, buscarán un triunfo rápido basado en esa superioridad. Pero un ataque directo contra la entrada de Boca Chica puede costarles bajas importantes; opino que harán intentos en diferentes zonas, las tantearán para encontrar los lugares más vulnerables, es lo razonable.

—Coronel, tenéis razón, pero lo que ahora me preocupa más es la población civil. ¿Se han tomado todas las medidas previstas para minorar el daño de las bombas?

—Todas, general. Mientras disparen desde las naves, sus cañones apenas tendrán eficacia de tiro sobre la ciudad, para ello deberían acercarse mucho y, además de poder encallar, serían un blanco seguro de nuestras baterías de costa.

—Por consiguiente —continuó Lezo—, hay que evitar a toda costa que desembarquen, pues desde tierra firme sí tendrían un blanco fácil sobre la capital. Pero con nuestras fuerzas va a ser muy difícil impedir que lleguen a las playas y que establezcan núcleos de resistencia… Debemos imposibilitar que conquisten zonas altas, donde la artillería enemiga nos tenga a su antojo. He previsto esta posibilidad y, llegado el momento, nuestros soldados tienen que estar prevenidos para las nuevas órdenes que iré disponiendo… Bueno, señores, es muy tarde y de seguro que pronto oiremos las baterías inglesas, intentad descansar lo que podáis; buenas noches e id con Dios.

Los oficiales se cuadraron y se despidieron del general, Lezo hizo un gesto al capitán Sepúlveda para que permaneciera en su camarote.

—Don Martín, he de felicitaros de nuevo por vuestra acción… Quiero deciros que me ha sorprendido mucho la actuación de don Diego de Zúñiga y aún más que vos pidierais su reconocimiento, y no lo digo por la enemistad que mantenéis con él, sino porque debió de ser una acción meritoria para que solicitarais que fuese anotada en acta. Sé que jamás negaríais a un soldado el reconocimiento merecido por muy malas relaciones que mantuvieseis con él, es una acción que os honra… La verdad, capitán, es que nos encontramos ante una grave situación, vos lo sabéis igual que yo. Gracias a Dios nuestras defensas son fuertes, pero es demasiado alto el número de enemigos, jamás vi flota igual en toda mi vida… Sin embargo, lo peor es que no lucho sólo contra el enemigo, tengo importantes diferencias estratégicas con Eslava y esto no es bueno para la defensa de Cartagena.

—Pero don Blas, sois el responsable de la defensa de la plaza, sólo a vos toca decidir su estrategia.

—No capitán, no olvidéis que Eslava es el virrey, representa a nuestro soberano, que Dios guarde, y puede disponer lo que estime conveniente… Además, es un hábil general, lo que no quiere decir que siempre estemos de acuerdo, de hecho estoy quejándome de ello, pero no deben existir diferencias de criterios en momentos tan graves… De todas formas, lo dispuesto sobre planos se puede mudar en el campo de batalla en segundos y es allí donde hay que tomar rápidas decisiones sin consultar a nadie.

—No os preocupéis general, saldremos adelante, el espíritu de nuestros hombres es muy alto, los oficiales están curtidos en los combates más duros y las defensas son muy eficaces, en algunos lugares inexpugnables; además, la población civil está ayudando en todo lo que puede.

—Eso creo, don Martín, pero son lógicas las incertidumbres de todo militar antes del combate… Bueno, no os entretengo más, id a descansar, os lo habéis ganado.

El único que no descansó en toda la noche fue Lezo, no podía conciliar el sueño, ni lo pretendía. Un nerviosismo interior le mantenía en vela, no cesaba de estudiar los planos y tomar nota. Escribió varios borradores de cartas destinadas al virrey, en ellas prevenía de lo que él consideraba un peligro para la defensa de Cartagena; aunque ya le había expuesto sus preocupaciones personalmente, pensó que el dejar por escrito su opinión haría que Eslava tuviese más cuidado al tomar decisiones, pues una carta era testimonio irrefutable, más si se había hecho copia y enviado a su majestad el rey.

Un fuerte bombardeo despertó a toda la ciudad al amanecer del día 17, eran las baterías españolas emplazadas en la Chamba, respondían a un movimiento de barcos ingleses aproximándose a la isla de Tierra Bomba. La artillería fue tan eficaz que las naves se retiraron de la línea de fuego español, pero esta maniobra previno a los mandos militares, debía reforzarse el fuerte de San Luis, el más cercano a la entrada; estaba al mando del coronel de ingenieros Carlos Desnaux. Se le envió un refuerzo de doscientos marinos, por lo que el número de defensores que servían la fortaleza ascendió a cuatrocientos; como se esperaba un largo y duro asedio contra el San Luis, transportaron quince mil raciones de víveres y municiones.

Don Carlos Suillar de Desnaux tendría un destacado protagonismo en la defensa de Cartagena; de origen suizo entró a servir a la corona española en la Compañía de Suizos, pero en 1719 ingresó en el Real Cuerpo de Ingenieros. Por sus grandes conocimientos, don Felipe V le concede el nombramiento de Ingeniero Ordinario de Ejércitos, Fronteras y Plazas con el grado de teniente de infantería, lo que le otorgaba mando directo sobre tropa. Siendo coronel se encuentra en Cartagena y el virrey Eslava le ordena examinar el estado de las fortalezas españolas en la plaza, sobre todo la de San Luis de Boca Chica, situada a la entrada de la bahía, también las baterías cercanas a la Chamba y el fuerte de San Felipe. El informe fue muy negativo, por ello se procedió inmediatamente a comenzar las reparaciones necesarias. Una de las medidas que tomó fue la tala de árboles que rodeaban el castillo de San Luis, de cuya defensa él mismo sería encargado.

Durante la noche don Blas había constatado la necesidad de colocar las dos naves que le quedaban, más una barcaza de treinta cañones, en el istmo de Boca Grande, ordenó su traslado al lugar. También dispuso enviar más refuerzos a Tierra Bomba y lo hizo retirando marinos de su escuadra.

El virrey igualmente ordenó cambios en la defensa, mandando traslados de fuerzas y materiales de guerra a los que no podía oponerse Lezo. En algunas ocasiones coincidían en la estrategia militar, en otras don Blas mostraba su disparidad de criterio, pero la última palabra en las reuniones de mandos la tenía Eslava. El virrey mandó a don Blas desembarcar varios cañones del navío San Felipe, que, con una dotación de cincuenta hombres bien pertrechados, serían enviados a la fortaleza de Santa Cruz, defensa que se encontraba abandonada pero situada en un lugar clave del acceso a la bahía. Si algún barco lograba entrar encontraría la oposición de estas baterías.

Pero Eslava continuaba con dudas sobre las estrategias y las intenciones de los británicos. El día 19 decidió revisar personalmente los principales enclaves de la defensa. Montado a caballo se desplazó a la playa de Cruz Grande para reconocer sus fortificaciones y llega hasta La Boquilla; este lugar le preocupaba desde el intento de desembarco inglés del día 16, en dos ocasiones había enviado refuerzos allí, no obstante decidió mandar de nuevo una dotación formada por ciento cincuenta negros que reforzarían el lugar ante un posible desembarque. Pero las intenciones de Vernon eran otras. La escuadra que estaba anclada frente a La Boquilla abandonó el lugar rumbo al canal de Boca Chica, sólo quedaban en su primitivo lugar tres naves que servirían de hospital para los heridos.

Sin embargo, don Blas de Lezo había descubierto las intenciones del enemigo, se hacían más evidentes por momento: arremeter contra Boca Chica con el fin de penetrar en la bahía exterior y desde allí atacar la ciudad en una intensa ofensiva artillera.

Al enemigo le era imposible entrar por Boca Grande, las cadenas y barcos hundidos lo impedían. Así, el día 20 se inició una fuerte ofensiva de la artillería inglesa contra las defensas españolas en Tierra Bomba, igualmente sobre las naves que protegían Boca Chica. La llevaría a cabo el vicealmirante inglés Ogle al mando de los barcos Princess, Amelia, Norfolk y Shrewsbury.

El bombardeo principal se dirigió contra las baterías de San Felipe y Santiago, que estaban defendidas por quince cañones y cien hombres al mando del capitán de fragata don Lorenzo de Alderete. El castigo recibido fue atroz, pero los españoles lo soportaron con entereza, dando una eficaz respuesta artillera. El comportamiento de los defensores fue heroico, aguantaron el certero fuego de los trescientos cañones ingleses durante cuatro horas. No podían resistir más y Alderete mandó inutilizar los pocos cañones que permanecían útiles, luego se dirigió con los supervivientes y heridos al fuerte de San Luis; el destacamento de éste recibió con agrado el refuerzo de los combatientes del San Felipe y Santiago, con ellos ascendía el número de sus defensores a quinientos quince hombres.

Los ingleses también sufrieron un duro castigo, los barcos que se habían dirigido contra las defensas de Boca Chica fueron recibidos por un intenso fuego que les produjo tan graves daños que no pudieron navegar, durante la noche serían remolcados por lanchas.

El fuerte de San Luis se había convertido en el principal foco de resistencia contra la invasión inglesa; esta posición se encontraba respaldada por las baterías de Punta Abanico y de San José. Desde el día 20 fue sometido a un incesante bombardeo que provocó daños en los cañones inhabilitando algunos, Lezo enviaría carpinteros para reparar las cureñas afectadas y volverlos a poner en funcionamiento.

Vernon sabía que era imprescindible rendir el fuerte para lograr sus planes de invasión, de forma que ordena recrudecer el cañoneo de manera incesante durante día y noche. El ataque transcurrió desde el mismo 20 de marzo hasta el 5 de abril, pero los atacantes también sufrieron importantes pérdidas y retiraron cinco naves dañadas gravemente. Lezo estuvo en todo momento dirigiendo la defensa y apoyando a los sitiados desde su nave capitana.

Don Martín había sido enviado al San Luis, tenía como misión recabar información de primera mano que sirviera a don Blas para trazar nuevas estrategias; Lezo dispuso que eligiese a diez hombres que lo acompañasen, pero Sepúlveda prefirió ir solo para no distraer fuerzas; no existía peligro alguno de presencia inglesa en tierra. Antes de llegar a la fortaleza percibió movimiento entre la maleza y decidió ocultarse; al ver que eran españoles salió a su encuentro, pero los soldados no le dejaron acercarse.

—¡Alto ahí, quien va! —gritó el que mandaba aquel grupo de soldados.

—¡El capitán Sepúlveda, enviado por don Blas de Lezo al fuerte de San Luis!

—Bajad las armas. —Ordenó el jefe, para luego identificarse ante don Martín—. Soy el capitán don Juan de Agresor con veinte hombres a mi mando, también nos dirigimos a la fortaleza. Tenía orden de hacer una ronda de reconocimiento por la zona y sorprendimos una patrulla inglesa que había tomado tierra…

—¡Ingleses en tierra! —exclamó Sepúlveda interrumpiendo la narración del capitán Agresor.

—Sí señor; no vimos a muchos, por lo que decidí atacarlos; matamos a un oficial y a dos granaderos enemigos, nosotros sólo hemos tenido un herido, pero ignoraba si esa patrulla era la cabeza de algún desembarco de mayor envergadura y decidí buscar refugio en el San Luis.

—Hicisteis bien, capitán; es una noticia muy importante la que me habéis dado, iré con vosotros al fuerte para informarme de su situación y esta misma noche regresaré para dar cuenta al general de cuanto sea de importancia.

Aquella era una mala noticia, el mismo día 20, quinientos ingleses habían logrado desembarcar cerca de las baterías del Santiago, al día siguiente lo haría el resto del contingente británico. Pero los españoles no tenían seguridad alguna sobre el número de ingleses desembarcados. La entrada de don Martín y los demás soldados en el fuerte de San Luis fue arriesgada, ya que el bombardeo enemigo era incesante. Una vez dentro, don Martín fue informado de la situación por el coronel Desnaux, jefe al mando de la fortaleza. Los destrozos en dos días de ofensiva habían perjudicado algunas zonas, pero la defensa seguía casi intacta y la moral en los defensores estaba muy alta, dieciséis heridos iban a ser enviados a Cartagena.

Sepúlveda comprobó que los ingleses iban a tener que sufrir mucho para rendir la fortaleza y ello le llevaría varios días, tiempo que sería vital para modificar los planes de defensa por la presencia inglesa en tierra.

El coronel don Carlos Desnaux llevó a don Martín a la parte más elevada de la fortaleza, desde allí pudieron divisar las posiciones inglesas y los focos más importantes de fuego enemigo. Con gran satisfacción don Martín observó varios navíos británicos ardiendo, pero algo les llamó la atención y les preocupó profundamente, la trayectoria de los ataques había variado, también empezaron a recibir fuego desde tierra.

—Está claro, coronel, que la patrulla que se encontró el capitán Agresor era la cabeza de un desembarco mayor; esto cambia las cosas…

—Ahora mismo modificaré la posición de tiro de algunas piezas para que respondan al fuego de tierra; perdonad que os deje, pero hay que actuar con rapidez. Tened prudencia al volver y presentad mis respetos a don Blas, decidle que nuestra moral es alta. Id con Dios.

—Quedad vosotros con Él.

En medio del intenso fuego Sepúlveda salió de regreso hacia la nave insignia donde esperaba noticias el general; pero tuvo una idea arriesgada, acercarse al lugar donde habían desembarcado los ingleses y ver las fuerzas con las que contaban.

Con gran sigilo se aproximó a la zona enemiga, no temía ser oído, el ensordecedor ruido de la artillería silenciaba todo, pero sí podía ser descubierto por alguna patrulla inglesa. Se aproximó todo lo que pudo y, gracias a un pequeño catalejo, llegó a contar doce morteros que no cesaban de lanzar fuego contra la fortaleza; había más de cien hombres en los alrededores, seguramente serían muchos más.

Con el mismo sigilo dio media vuelta, debía informar a Lezo de aquel descubrimiento, pero en su camino divisó a tres exploradores ingleses que marchaban tierra adentro. Iban en fila con las armas preparadas, con toda seguridad buscaban el lugar más apropiado para el avance de las fuerza invasoras. Sepúlveda decidió ponerles las cosas difíciles y salió a su encuentro, al último lo acuchilló con rapidez, al segundo le descerrajó un tiro de pistola que le tumbó, pero el tercero tuvo tiempo de reaccionar y disparar, la bala le rozó un brazo, sólo fue un rasguño. Don Martín sacó su espada y lo mismo hizo el inglés. La destreza de Sepúlveda era muy superior a la del enemigo, lo atravesó de lado a lado en breves momentos. Luego se cubrió la herida con un lienzo y se dirigió al puesto de mando español.

La nueva del desembarco artillero inglés fue tomada con gran preocupación por los mandos. Lezo citó al virrey en su barco para informarle del grave cambio en la situación. Otra vez sería don Martín el oficial encargado de comunicar las novedades a los mandos superiores.

—¿Estáis seguro de que eran doce morteros, capitán? —preguntó el virrey con grave preocupación reflejada en su rostro.

—Excelencia, al menos ésos eran los que pude contar; me imagino que con el fuego del San Luis poco más podrán haber desembarcado.

—Quizás sea así capitán Sepúlveda, pero es posible que reciban nuevos refuerzos en cualquier momento —intervino Lezo—, y por ello creo vital inutilizar esos morteros y terminar con el grupo de ingleses que los sirven.

—¿Pero cómo hacerlo, tenéis alguna estrategia señor De Lezo? —preguntó el virrey.

—Excelencia, sólo hay un único medio para lograrlo, que un grupo bien pertrechado de hombres salga del San Luis y los destruya mediante una operación por sorpresa.

El silencio cundió en el camarote, nadie se atrevía a tomar la palabra, esperaban que el virrey Eslava lo hiciera, pero éste no dijo nada, sólo requirió el criterio de los oficiales presentes. Por orden de graduación y antigüedad en el oficio fueron dando su opinión, todas en contra de lo propuesto por Lezo, menos la del capitán Sepúlveda:

—Señores —dijo don Martín—, estoy con el general De Lezo, ahora se trata de una fuerza pequeña, fácil de neutralizar, pero más adelante sería imposible, pues si no terminamos con ella se formará una cabeza de puente para recibir más artillería y hombres. Me ofrezco voluntario para hacerlo y buscar los hombres necesarios que me acompañen.

—Muchas gracias, don Martín, por el ofrecimiento que habéis hecho —intervino Eslava—, pero vos y el general estáis en minoría entre los oficiales asistentes. No obstante, ante vuestro generoso ofrecimiento, debo volver a escuchar la opinión de los jefes y oficiales.

El oficial mayor volvió a intervenir para seguir desaconsejando aquella acción.

—Capitán —dijo el coronel—, vos mismo habéis dicho que las baterías del San Luis han impedido un desembarco más numeroso en armas y hombres, quizás no puedan hacerlo; por eso, el destacamento inglés podría ser, si no destruido, sí neutralizado o reducida su eficacia con los propios cañones del San Luis y las defensa que le apoyan. Pero si, por desgracia, han desembarcado con más fuerza, enviar hombres allí es un suicidio, supondría una grave pérdida de soldados defensores de la fortaleza. Por consiguiente sigo desaconsejando esa actuación.

—Mi coronel —intervino Sepúlveda—, al igual que me infiltré en las líneas enemigas puedo hacerlo de nuevo y comprobar si hay alguna modificación, si han llegado refuerzos y actuar en consecuencia.

—Opino también inútil esa maniobra, pues habría que enviar un primer grupo de espionaje, volver al San Luis y salir de nuevo. Habríamos perdido el factor sorpresa, ya que si aquel avance enemigo supone una cabeza de puente, como el general Lezo opina, a esta hora habría mayor número de enemigos allí concentrado, por lo que sería inútil enviar a nadie.

—Señores —intervino don Blas—, estoy en total desacuerdo con vuestra mayoritaria opinión, creo verdaderamente imprescindible la acción de castigo y destrucción de ese pequeño destacamento esta misma noche… Más tarde ya no sería eficaz, como bien dice el coronel, si yo no estoy errado, muy pronto desembarcará un fuerte contingente inglés. Excelencia vuestra es la decisión, yo solo no puedo decidir.

Sin embargo, el virrey no determinó nada, se dedicó a realizar elucubraciones sobre el cambio de estrategia al tener el enemigo en tierra, pero se fue sin decidir nada, lo que molestó al general que veía en eso un grave error. Tras marcharse Eslava, Lezo quedó a solas con don Martín y en él se desahogó:

—Sepúlveda, ya veis la posición del virrey, habló mucho pero no dijo ni sí ni no, y con estas omisiones vamos dejando a los enemigos que hagan lo que quisieran. Id a curaros esa herida.

—No es grave don Blas.

—Da lo mismo, debéis evitar cualquier riesgo de infección, en estas tierras acuden los más ponzoñosos insectos a las heridas. He visto morir a muchos hombres por ello. Es una orden, que el cirujano os cure y luego descansad lo que podáis. Buenas noches.

Lezo no se había equivocado, el día 23 desembarca un fuerte contingente de tropas inglesas al mando del brigadier Wentworth. Los británicos también lograron desembarcar grupos de hombres en la zona de Pasacaballos, al sur de la bahía. Un marinero español había sido detenido en su canoa cuando navegaba por el río Sinú, llevaba víveres a la ciudad, pero logró escaparse lanzándose al río y huyendo a nado. Él llevó la mala noticia de la presencia enemiga en aquella zona que era vital como vía de aprovisionamiento. Si cortaban el río ya no sería viable ese medio de hacer llegar suministros a la ciudad.

Sin embargo, Vernon no estaba satisfecho con la situación, tras la destrucción de las defensas de Tierra Bomba pensaba que el resto de la conquista de la plaza sería muy rápida, pero los ataques se habían estancados ante la heroica resistencia de los españoles. La fortaleza de San Luis continuaba plenamente operativa, dañando a los barcos británicos que se atrevían a ponerse a tiro, el ataque de la artillería inglesa desembarcada no había disminuido la respuesta artillera española. Vernon no concebía esa lentitud en los avances tras la rápida destrucción de las baterías costeras y descargó su ira contra los oficiales al mando, les culpaba de inmovilidad, de una actitud pasiva ante el enemigo. Pero la realidad era otra, a parte de la feroz resistencia que cualquier núcleo español ofrecía a los intentos británicos, se encontraban ante el aliado natural de los defensores de Cartagena: la densa vegetación del lugar y las peligrosas zonas pantanosas. Los artilleros británicos se toparon con un gran problema, la difícil maniobrabilidad de las grandes piezas de 24 y 18 libras que eran imprescindibles para tomar el San Luis.

Pero Vernon insistió en acelerar el ataque contra la fortaleza y para ello firmó un despacho en el que mandaba que parte de las fuerzas terrestres avanzasen contra el fuerte de San Luis, ordenando que los ingenieros buscaran el lugar apropiado donde situar la artillería y desde allí poner sitio a la fortaleza. En cumplimiento de esas órdenes, el ingeniero militar Jonas Moore reconoció el terreno para encontrar la zona óptima donde colocar las piezas pesadas y comenzar el ataque. Tras los estudios sobre el terreno, Moore creyó haber encontrado el lugar apropiado para disponer la artillería pesada, pero informó que debía talarse la espesa arboleda del lugar y colocar bajo los cañones maderas que impidiera hundirse los cañones, actuación indispensable para lograr su operatividad. Si Vernon quería rapidez en el desarrollo de esta operación tendría que enviarle un fuerte contingente de hombres que calculó en mil seiscientos, mostró su preferencia por soldados de tropas regulares y no voluntarios. Sin embargo, el almirante inglés sólo le enviaría doscientos voluntarios americanos, quería reservar las tropas profesionales.

El bombardeo incesante sobre el San Luis continuó durante los trabajos de ingeniería, pero los españoles seguían poseyendo un alto nivel de respuesta militar, a la que se sumaba la de los navíos Galicia, San Felipe, África y San Carlos, que defendían la entrada de Boca Chica bajo el mando directo del general Lezo, quien envió refuerzos y suministros al fuerte. Don Blas también dispuso que se mandasen pequeñas patrullas a la zona de Tierra Bomba ocupada por los ingleses, tendrían una doble misión: como expedicionaria, informando de los movimientos del enemigo, y como partidas guerrilleras que hostigasen a los invasores aprovechando la espesa vegetación de la zona.

Se formaron cuatro partidas, don Martín pidió voluntariamente el mando de la primera que saliese y Zúñiga hizo lo mismo, pero no pudo conseguirlo, pues se presentaron voluntarios otros seis capitanes del ejército regular español. Don Diego, aunque cumplía pena por su antiguo delito, tenía la consideración de soldado con un tiempo de obligado servicio al rey, por lo que consiguió ir en una de las partidas como soldado. Las patrullas salieron de los barcos, bordearon la fortaleza de San Luis y, a partir de allí, se abrieron en abanico para recorrer la isla de Tierra Bomba, buscando los lugares donde habían conseguido desembarcar los ingleses, comprobando las fuerzas y el material que disponían. A esto sumaban el hostigamiento, atacando con rápidas maniobras las retaguardias de las compañías y las posiciones no muy numerosas.

Don Martín volvería a la zona que había espiado la jornada anterior, donde estaban situados los morteros enemigos, era la única partida que se dirigía a un lugar en el que, con toda certeza, se encontraban fuerzas enemigas desembarcadas, las otras deberían explorar el resto de la isla. La partida del capitán estaba integrada por veinte granaderos y un guía indígena, intentarían neutralizar los morteros.

Sepúlveda logró acercarse a unos doscientos metros de la posición que espió el día antes, ordenó a sus soldados que esperasen, él avanzaría solo para estudiar la situación del enemigo. El ensordecedor estruendo de los cañones encubría el ruido que pudieran hacer, pero sus hombres debían permanecer ocultos en la espesa maleza hasta nueva orden. El capitán, echando cuerpo a tierra, se arrastró hacia la línea enemiga más cercana, desde donde podía observar sin ser descubierto, pero se llevó una desagradable sorpresa, ya no estaban allí los morteros, se habían desplazado a otra zona apartada de su campo visual. El teatro de operaciones enemigas era muy diferente, un numeroso grupo de soldados talaba la arboleda de una alta loma situada a unos ochocientos metros, usaban los troncos cortados para fabricar las base donde apoyar los cañones de 24 y 18 libras que destruirían los potentes muros del San Luis. Calculó que en dos o tres día estarían operativos, bombardeando la fortaleza eficazmente, por lo que decidió retrasar ese momento y atacar la loma.

Pero proyectar una estrategia en aquella situación tan desventajosa era sumamente difícil. Entre sus hombres y la loma se encontraban cientos de soldados trabajando y bien armados, era imposible que un grupo de veinte hombres cruzase a cuerpo descubierto ochocientos metros cuesta arriba sin ser aniquilados por el numeroso fuego inglés. Debían engañar al enemigo y no había otra forma de hacerlo que con un ataque de distracción por el lado opuesto al que se encontraba su partida. Para esta maniobra necesitaba más hombres y decidió enviar al guía indígena en busca de la partida más cercana. Llevaba órdenes por escrito que había trazado en unos pliegos con carboncillo; en ellas se mandaba lanzar un ataque desde la maleza cercana al otro lado de la loma. El enemigo no debía averiguar el número exacto de atacantes, tenían que permanecer ocultos durante la ofensiva, de ello dependía el triunfo de la operación, ya que si advertían lo pequeña que era la patrulla española irían directos a por ellos. Ese ataque comenzaría en hora y media, tiempo suficiente para completar la estrategia de don Martín.

Mientras tanto, el capitán y sus hombres, debían neutralizar a varios ingleses, se disfrazarían con sus uniformes para lograr camuflarse entre los británicos cuando cundiese el desconcierto por el ataque de la otra partida desde el flanco contrario. Hacerse con uniformes enemigos era tarea muy difícil y peligrosa, pues la mayoría estaban en grupos muy superiores al de atacantes; pero un granadero advirtió al capitán que en el río se encontraban varadas varias barcazas, a una distancia que no se divisaban desde tierra. Tan confiados estaban los ingleses de la imposibilidad de un ataque español en la zona, que bajaron sus defensas y colocaron pocos vigías en las embarcaciones que lograron pasar el cerco español. Los seis soldados de guardia se habían apartado de la orilla para situarse muy cerca de la maleza, lejos de la mirada de sus oficiales, estaban jugando a los dados, lo que tenían prohibido por las ordenanzas militares.

Don Martín y diez hombres se acercaron sigilosamente, aunque el ruido del fuego era infernal no querían alertarlos con el movimiento de la maleza. En unos segundos los jugadores se vieron sorprendidos por el ataque fulminante de los españoles. Mientras Sepúlveda y otros cinco hombres se colocaban las guerreras inglesas, los otros cubrían con arena y ramas los cuerpos enemigos. Sólo quedaba esperar el ataque de la otra partida, aprovechar el desconcierto y camuflarse entre los británicos.

—Sargento, os quedáis al mando —ordenó Sepúlveda—, pero debéis cumplir mis órdenes rigurosamente. Cuando comience el ataque y salgamos a infiltrarnos entre el enemigo, vos y los demás soldados permaneceréis ocultos en la maleza sin moveros. Sólo debéis disparar para cubrirnos si fuere necesario, pero procurando no ser visto. Una vez que nos hayamos confundidos entre los ingleses os retiraréis hasta el punto inicial de las cuatro partidas. Deberéis esperar allí dos horas, si en ese tiempo no volvemos, regresad a la nave capitana. ¿Entendido?

—Sí señor.

—En cuanto a nosotros —se dirigió a los hombres disfrazados de ingleses—, deberemos llegar a lo alto de la loma y allí soltar el mayor número de granadas posibles sobre los tableros de maderas que están colocando los ingleses. Ésa es la única orden, desde el momento de entrar en combate cada uno será responsable sólo de sí mismo; el objetivo ya lo sabéis. Los que sobrevivan tienen más fácil huir de frente, en busca de la otra partida, volver atrás es imposible. Si alguno se pierde ya sabe el lugar de reencuentro antes de dos horas.

—Señor —dijo un soldado—, si huimos hacia los nuestros y nos ven con el uniforme inglés nos dispararán.

—A eso iba ahora; en el correo que nuestro guía ha llevado al capitán de la otra partida le informo que nos distinguirán porque llevaremos un lienzo anudado en la muñeca derecha, cuando corráis hacia ellos elevad bien el brazo para que no se confundan; así que, señores, colocaos el vuestro y estad dispuesto.

Apenas quince minutos después comenzó el ataque de la partida española al otro lado del cerro, y se hizo con tan gran aparataje de granadas que creó la sensación de una ofensiva llevada a término por fuerzas muy superiores. El desconcierto cundió en el lugar, era lo que había calculado el capitán. Durante esos primeros momentos de caos salió con sus hombres de la maleza, pero antes lanzó una granada a distancia, para que el humo cubriese dicha salida. Nadie se percibió de la presencia de los seis españoles, quienes sin ningún problema pudieron llegar a las obras de la tablazón que debía soportar el peso de las grandes piezas artilleras.

Cada español encendió dos granadas, nadie iba a sospechar de ellos, pensarían que serían lanzadas contra el enemigo atacante, pero en su carrera entre la muchedumbre desorganizada las dejaron caer sobre la tablazón y luego corrieron hacia la maleza, donde se resguardaba la otra partida. Había una gran distancia entre los ingleses y los españoles, los mandos británicos lograron reorganizar una escuadra de tiradores para descargar contra la espesura del bosque. Las doce granadas estallaron casi a la vez, lo que produjo aún mayor desconcierto; todos se volvieron ante el estruendo y vieron el destrozo sufrido en la obra de ingeniería, pesaron que estaban siendo atacados por el otro flanco. Desconcierto sobre desconcierto que aprovechó don Martín para sacar su espada, con el pañuelo bien visible en la muñeca, y fingir un ataque contra los ocultos en el ramaje. Lo mismo hicieron sus hombres y muchos soldados ingleses pensando que habían ordenado asaltar la posición boscosa. Pero un oficial inglés sospechó algo en aquella avanzada, ya que no fue ordenada por ningún mando, y descubrió que las botas de los primeros hombres no correspondían con las oficiales inglesas, sino a españoles, estaba claro que eran saboteadores. Rápidamente ordenó formar un piquete y disparar sobre ellos, pero las descargas hicieron más blanco sobre los propios ingleses que en los españoles que huían camuflados entre ellos y la humareda de pólvora.

Sepúlveda sufrió la pérdida de dos hombres, otro resultó gravemente herido. Los ingleses, entre el fuego amigo y el de los españoles que repelieron el asalto, más los vigilantes eliminados, sumaban cerca de cuarenta bajas.

El capitán y dos hombres lograron alcanzar la maleza, pero les seguía muy de cerca un grupo de británicos, por lo que el jefe de la guerrilla ordenó una descarga sobre ellos. Luego se ocultaron rápidamente selva adentro, donde los ingleses no quisieron adentrarse temerosos de ser emboscados en los pantanos.

La operación había sido todo un éxito militar, aunque don Martín era consciente de que aquella acción sólo retrasaría en dos o tres días la colocación de las grandes piezas artilleras. Pero también había servido para mostrar a los ingleses lo vulnerables que podían ser en esas tierras cenagosas y hacer ver que los españoles no estaban sólo a la defensiva, sino que podían atacarles en cualquier momento y ocasión con eficacia, lo que les haría actuar con más precaución, causando mayor lentitud en las maniobras.

Don Martín y los hombres de la segunda guerrilla llegaron al punto de encuentro antes de la hora convenida. Sepúlveda estaba lleno de júbilo por el triunfo militar, sólo deseaba descansar un momento y volver a informar al general De Lezo lo antes posible. Pero la euforia del capitán se mudó cuando divisó de lejos a varios heridos tendidos en el suelo; pensó que sus hombres no habían respetado la orden de no intervenir o que fueron descubiertos; pero estaba equivocado, eran los restos de la tercera partida que fue sorprendida por un fuerte contingente enemigo cerca de las ruinas del San Felipe. Don Martín se acercó para ver el estado de los heridos más graves, se le heló la sangre cuando identificó a don Diego de Zúñiga entre ellos. Las diferencias y antagonismos pasados no le habían impedido reconocer sus méritos en combate, tampoco podía olvidar el parentesco que le unía a su esposa. Tenía la conciencia perdida, una bala le había alcanzado el pulmón, la herida parecía limpia, pero perdía mucha sangre; además, los insectos rodeaban las vendas ensangrentadas.

—¿Cómo ha sido sargento? —preguntó Sepúlveda al suboficial al mando, pues el capitán había caído.

—Señor, divisamos piquetes ingleses cerca de las ruinas del San Felipe y por unos pescadores sabíamos que grupos expedicionarios enemigos se encontraban en aquella zona. Como teníamos ordenado hostigarlos en grupos de guerrillas, decidimos atacar una pequeña patrulla cercana a nosotros; rodeamos el objetivo y caímos sobre ellos, pero no vimos que a unos cientos de metros le seguía un destacamento de más de cincuenta hombres, en pocos minutos los tuvimos encima… Nuestra partida se dividió en dos, el enemigo terminó pronto con la del capitán, estaba todo perdido, pero don Diego encendió varias granadas y nos gritó que escapáramos, él distraería al enemigo. Con valor temerario se acercó a los ingleses, le perdimos de vista, sólo oímos la explosión de cinco o seis granadas…, La acción de Zúñiga ha salvado al resto de los hombres; le dimos por muerto, pero en un descanso apareció entre la maleza ensangrentado y tambaleándose, cayó al suelo sin conciencia, y así hasta ahora.

Sepúlveda volvió a sorprenderse por la hazaña de su antiguo enemigo. Con aquella heroica acción había terminado por olvidar el pasado y comenzaba a admirarle. Juzgó que ese comportamiento debía tener algún motivo y pensó en dos: bien que buscaba la muerte por alguna razón que a él se le escapaba, o bien que deseaba el reconocimiento del capitán y saldar con ello su antigua deuda. Tuvo por seguro el segundo, pues don Diego amaba a su mujer e hijo, no había motivo alguno para dejar viuda y huérfano.

Era el herido de mayor gravedad; sin descanso alguno ordenó ir hacia la capital, la marcha era lenta y el camino angosto y difícil, paró en varias ocasiones para cambiar el vendaje de don Diego que rezumaba sangre constantemente. Por momentos aumentaba su gravedad y le había asaltado un feroz fiebre que no cesaba con los constantes paños humedecidos que le aplicaban.

Al pasar cerca de la fortaleza del San Luis, don Martín decidió atravesar el cerco de fuego para pedir un caballo, el coronel Desnaux le facilitó uno veloz. Sepúlveda volvió a cruzar el cerco velozmente montado a caballo, luego ordenó a sus hombres que subieran al herido y los amarrasen a su cuerpo con los correajes para que no cayese del caballo mientras galopaba.

Picó espuelas y no paró un solo instante de cabalgar para llevar a don Diego directamente al hospital central, sabía que en éste había más medios que en los militares emplazados más lejos de la capital.

Doña Beatriz y doña Lucía fueron testigos directos de la llegada de don Martín con el herido, estaban en la enfermería. Al principio no identificaron a Zúñiga, tenía el rostro cubierto por la sangre salpicada durante la cabalgada pero, una vez en el suelo, doña Lucía reconoció a su esposo. Por la impresión sufrió un colapso que le hizo perder el conocimiento, su prima la asistió mientras un médico y varios voluntarios trasladaron al herido a la mesa de operaciones.

Don Martín acompañó a Zúñiga hasta la sala de cirugía, los médicos le confirmaron lo que él temía, la preocupante gravedad de su estado, necesitaba una urgente operación para extraer la bala y cortar la hemorragia, pero en su estado y por la pérdida de sangre sufrida le daban pocas esperanzas de vida.

Don Martín no podía permanecer allí durante la operación, debía informar urgentemente a Lezo. Intentó buscar a su esposa para despedirse y decirle que volvería tan pronto como hubiera terminado su reunión con el general. Sin embrago, no logró hablar con ella, habían llevado a doña Lucía a la zona de mujeres donde él no podía entrar, doña Beatriz le acompañaba en todo momento, por lo que encargó a una monja que le diera recado anunciando su regreso lo antes posible.

Don Blas recibió con satisfacción las noticias referidas por el capitán, aquella acción retrasaba el bombardeo con grandes piezas artilleras sobre el fuerte de San Luis. A su vez, el inglés ya había probado lo difícil que era combatir a los españoles en las zonas pantanosas, no iba a resultar tan fácil como creía Vernon. También mostró su interés por el estado de Zúñiga, más al saber la gesta heroica que le llevó a ofrecer la vida por la de sus compañeros; dio permiso a don Martín para que regresase de inmediato al hospital.