Capítulo 4
Evocaciones en Cartagena de Indias
LA flota de Lezo, que zarpó del Puerto de Santa María el 3 de enero de 1737, llegaría a Cartagena el 11 de marzo. Meses antes de su partida, el 23 de julio de 1736, don Blas había recibido un real despacho de S. M. en el que se comunicaba su nombramiento como comandante general, colocándolo al mando de una flota integrada por ocho galeones y dos registros con destino a Tierra Firme, irían escoltados por los navíos Conquistador y Fuerte.
Las tierras americanas le eran muy conocidas al general, durante años desempeñó su carrera militar en las provincias españolas de ultramar. Allí conoció a la que sería su futura esposa, doña Josefa Pacheco.
Antes de atracar en el puerto de Cartagena había estado examinando con el catalejo las zonas fortificadas que se le ofrecían a la vista; tuvo una primera perspectiva de los puntos más débiles para la defensa, debería reforzarlos ante un más que probable ataque inglés. Cartagena era un lugar codiciado por la corona británica, estaba considerada como la puerta de la América española, por lo que su situación estratégica defensiva era fundamental, si conquistaban tan importante plaza todo el Imperio español caería en manos inglesas. Por ello, su fortificación debía suponer una eficaz defensa ante el ataque de enemigos.
Aquellas aguas le evocaron tiempos intensos ya idos, aunque difíciles de olvidar, y no sólo de su antigua experiencia en las Indias Occidentales. Durante los días de sosegada navegación tuvo ocasión de examinar el pasado con detenimiento; se planteó realizar un examen de conciencia sobre su vida. Había muchos episodios de los que deseaba hacer memoria y analizar con la perspectiva menos apasionada que marcaba la distancia del tiempo.
Tras la recuperación en su villa natal de Pasajes, en la que el más diestro carpintero le había tallado varias patas de palo en recias y nobles maderas, el joven Lezo se incorporó al servicio activo de su majestad en la Real Armada con su reciente oficio de alférez de bajel. Por su heroico comportamiento se le había ofrecido otro alto honor, el nombramiento de asistente de Cámara de S. M. el rey don Felipe V. Pero el joven Lezo rechazó tan importante dignidad, no deseaba estar en la corte como un figurante ocioso, uno más de los que abundaban entre las camarillas que buscaban el poder y medraban para lograr los favores reales; tan sólo ansiaba servir al monarca en la mar y llegar a ser un experto marino de guerra, lo que había soñado desde su niñez.
Pronto su nombre volvió a sonar con fuerza en la Armada y en la corte por sus valientes acciones. El navío donde servía fue destinado al socorro de las plazas de Peñíscola y Palermo, donde actuó con gran éxito para las armas españolas. Sin embargo, la gran proeza sería el enfrentamiento naval que protagonizó contra el barco británico Resolution, que armado con setenta cañones era muy superior en fuerza, tamaño, defensas y hombres, al que mandaba don Blas de Lezo.
Pero Lezo no sólo venció al Resolution, que fue incendiado y hundido, sino que apresó otras dos naves enemigas; éstas serían las primeras que encabezarían una nutrida lista de barcos capturados para S. M. Por esta hazaña bélica le fue concedido el privilegio de llevar los navíos prendidos a su puerto natal de Pasajes. El pueblo se echó a la calle para vitorear al joven marino que tan grandes satisfacciones estaba dando a su familia y a su patria chica. Apenas contaba con dieciocho años cuando su valor y destreza militar comenzaron a forjarse como una leyenda.
En 1706 se le ordenó abastecer a los partidarios de don Felipe V que se encontraban sitiados en Barcelona por la armada enemiga, y lo hizo al mando de una flotilla. Era una misión de alto riesgo, muy difícil de cumplir, pues el enemigo era numeroso y estaba bien pertrechado. La ciudad se hallaba fuertemente cercada por un elevado número de barcos ingleses que intentaban impedir el aprovisionamiento de víveres, armas y municiones. Su ingenio e inteligencia militar le hicieron articular medios de defensa y protección que hasta entonces no se habían usado en la Marina.
Consiguió entrar y salir del cerco, eludiendo la numerosa y férrea vigilancia de los poderosos enemigos, gracias a una invención propia. Mandó arrojar al agua fardos de paja humedecida que fueron incendiados, el fuego provocaba un negro y denso humo en el que se ocultaban los barcos de Lezo, que lograron escapar mediante esa brillante estratagema. El enemigo no tenía un blanco cierto sobre el que descargar su mortal artillería, y, de hacerlo, podría dañar a sus barcos con fuego propio.
También había ideado unos proyectiles incendiarios de gran eficacia, tenían forma de casquetes y en ellos se introducía material incandescente. Aquellas bombas de fuego prendían con gran facilidad en las velas, maromas y maderas de los navíos enemigos, provocándoles gravísimos daños a la vez que se distraían hombres de la defensa de la nave, pues buena parte de ellos debía aplicarse en sofocar el fuego antes de que llegase al polvorín. Todo ello disminuía notablemente la capacidad de maniobrabilidad y la respuesta militar.
En Tolón viviría su primera experiencia de combate en tierra firme, pero no sería muy favorable para el joven marino. Las fuerzas del príncipe Eugenio de Saboya habían atacado el castillo de Santa Catalina, donde se encontraba Lezo como defensor. El bombardeo era intenso, don Blas ordenaba varias baterías desde la fortaleza; continuamente asomaba más de medio cuerpo desde la muralla para observar las maniobras del enemigo. Ello suponía un gran riesgo, pues su pata de palo le impedía guardar el equilibrio con la misma eficacia que si tuviera su pierna sana. Además, era menos ágil para esquivar los disparos, aunque a ello estaba habituado, pues nunca abandonaba su puesto en el combate, se mantenía de pie, casi inmóvil, dando las órdenes oportunas.
—Don Blas —dijo un artillero—, no debéis arriesgaros de esa manera, yo puedo asomarme y daros la información necesaria.
—Soldado, os agradezco vuestra preocupación, sois muy valiente, pero es mi obligación anteponer la vida de mis hombres a la mía propia; además, sólo Dios dispone el momento de llamarnos a su justo juicio.
Los impactos se sucedían cada vez con mayor acierto en el blanco y las balas de plomo silbaban alrededor del bizarro militar. Lezo permanecía de pie, en medio de la metralla que hería la muralla desgajándole miles de trozos. Mientras, la dotación que alimentaba los cañones intentaba mantener sus cuerpos lo más resguardado posible del alcance de las armas enemigas.
Un gran estruendo hizo retumbar el baluarte que defendía don Blas, la explosión había arrancado parte del lienzo protector de la muralla. El espeso humo no dejaba ver las consecuencias de aquella fuerte deflagración; los servidores de la batería se vieron cubiertos por una lluvia de cascotes y polvo. El soldado que se había preocupado por la seguridad de Lezo intentó buscarle entre la humareda, se acercó hacia el lugar donde el militar dirigía la defensa; lo vio tendido sobre el suelo, su pata de palo había quedado encajada en un hueco y el cuerpo se encorvaba de forma violenta. Pero lo que le llenó de espanto fue el rostro de don Blas bañado en sangre, uno de sus ojos había reventado y los restos colgaban desde la cuenca vacía sostenidos por una serie de nervios sangrantes.
Aquel soldado sacó un lienzo de su casaca, luego recogió como pudo el colgajo sanguinolento y lo colocó sobre la tenebrosa cuenca huera, ya carente de vida, taponándola con el pañuelo. Lezo tenía medio perdida la conciencia, musitaba palabras inconexas y ordenaba cargar contra los enemigos una y otra vez.
Debía llevarle cuanto antes al hospital del castillo, la herida era de gravedad. Lo cargó sobre sus hombros y emprendió el descenso por una estrecha y empinada escalinata que daba acceso a las almenas. No sin dificultad logró llegar abajo, el continuo trasiego de tropas y la angostura de la escalera hacían difícil su traslado.
Pero antes de alcanzar la puerta del botiquín un proyectil detonó cerca de él, clavándose abundante metralla en la pierna del soldado. A pesar de su herida no quiso abandonar al superior, y, como pudo, lleno de arrojo y coraje, logró alcanzar el interior del hospital donde ambos fueron atendidos.
Lezo estuvo dos días inconsciente tras su operación; el cirujano había realizado un excelente trabajo vaciando y limpiando la cuenca del ojo, lo que supuso descomunales dolores en don Blas, pero al igual que cuando le amputaron la pierna no profirió el más mínimo quejido, sólo perdió la conciencia al final de la intervención.
Al despertar se palpó el ojo izquierdo con la mano y notó la venda; no dijo nada, sabía que lo había perdido. Tras informarse del fracaso militar del duque de Saboya, hizo llamar al galeno de guardia, un joven alférez recién licenciado en Cirugía y destinado en uno de los navíos españoles atracados en Tolón.
—¿Cómo os encontráis, don Blas? —preguntó el médico.
—Creed que no miento si os digo que otras veces me he encontrado mucho mejor —contestó con cierta ironía no exenta de tristeza—. Pero gracias a Dios y a su infinita misericordia estoy aquí y puedo contarlo…, ahora sólo deseo incorporarme lo antes posible a mi puesto de mando.
—Habrá de esperar señor De Lezo, esa herida tiene un tiempo prudencial de sanación que ha de observarse si no queremos complicaciones de mayor gravedad.
—Decidme, ¿qué ha sido del soldado que me trajo al hospital? Recuerdo que estalló una granada muy cerca de nosotros.
—Sufrió heridas en la pierna derecha, pero fue operado y se le extrajo la metralla, no corre peligro alguno. Se recupera en la sala de tropa.
—Deseo verle lo antes posible; ¿conocéis su nombre?
—No señor, son muchos los heridos, pero él mismo os lo podrá decir, haré que dos enfermeros lo traigan en el palanquín.
Poco después lo acercaban al soldado transportado por dos sanitarios, lo colocaron junto al catre de Lezo; el militar hizo una señal con la mano para despedir a los enfermeros. El herido, a pesar de tener la pierna fuertemente vendada, intentó incorporarse para saludar al superior.
—Ni se os ocurra soldado, permaneced sentado… Quiero daros las gracias por vuestro auxilio, con toda seguridad no me hallaría en el número de los vivos si no llega a ser por vos. Era una herida muy dañina, y con mi limitación no hubiese podido llegar a tiempo a la enfermería… ya veis, sólo he perdido el ojo izquierdo.
—Señor, no tenéis que agradecer nada, era mi obligación, sólo cumplí con mi deber.
—Creedme si os digo que habéis superado con vuestra noble acción cuanto se puede demandar a un buen soldado. Fuisteis herido y, no obstante, no me abandonasteis para salvaros vos… ¿Vuestra gracia es?
—Mi nombre es Martín de Sepúlveda, señor; soy natural de Sevilla.
—Bella ciudad en verdad, como nunca vi otra, y tened por seguro que he viajado mucho; estáis muy lejos de vuestra patria chica.
—Señor, la vida…
—Me complacería conocer la de quien ha salvado la mía; vos y yo tenemos todo el tiempo para ello, por lo menos hasta que nuestros cuerpos sanen por completo, y por mi parte parece que va de largo.
Martín de Sepúlveda relató lo que hasta entonces había sido su devenir; su familia, los estudios en la escuela de mareantes de Sevilla, el peligroso trance contra el mayorazgo de los Zúñiga, su huida en el navío francés y la llegada al puerto de Tolón.
—Señor, cuando me vi en tierras galas —narraba Martín—, sin nadie a quien poder acudir en busca de ayuda, y desconociendo su idioma, el ánimo se me vino a los pies. Ignoraba qué iba a ser de mí, no reaccionaba; así estuve errando por el puerto y sus alrededores dos días, no me daba miedo, conozco bien el de Sevilla y os aseguro que tiene mayor peligro que éste. No podía hacer vida en la calle, pero el dinero que me había dado mi señora madre apenas cubría la mensualidad de una mala habitación y no encontraba trabajo alguno, el desconocimiento de la lengua francesa me lo hacía muy difícil. A las dos semanas me encontré de frente con un puesto de reclutamiento para la soldadesca, enarbolaba las armas de nuestro rey don Felipe y hablaban español. Vi allí mi salvación, de manera que firmé para entrar al servicio de S. M. durante dos lustros. Siempre me había atraído la milicia, pero en circunstancias muy distintas a las que me vi forzado a elegir; de niño soñaba con ser oficial de los reales ejércitos, nunca un simple soldado… Sin embargo, Dios ha dispuesto que entrase en este servicio.
—Decidme, Martín, ¿por qué elegisteis la artillería teniendo tantos conocimientos de la náutica?
—No tuve otra opción, señor; sólo hallé oportunidad en ese banderín de alistamiento, eran españoles. Es cierto que conozco bien la mar, pero no llegué a concluir mis estudios por las causas que ya conocéis. Además, sentar plaza en la Marina Real era algo alejado de mis posibilidades en España, ahora ya se hace imposible.
—Eso ha cambiado, a partir de hoy entraréis a mi servicio; haré que el rey os conceda una patente que otorgue vuestro traslado de la artillería a la armada, sé que lo hará si yo se lo pido.
Y así fue, don Blas de Lezo había rechazado los altos honores ofrecidos por S. M. en la corte; el militar seguía considerando que su lugar no se encontraba en los lujosos salones de palacio, apartado de la lucha continua y necesaria para mantener en pie la unidad del reino, sino en los mares defendiendo el pabellón de España.
El monarca no le escatimó tan ínfima merced, don Blas recibió un correo del rey accediendo a su petición; con el mismo se adjuntaba un real despacho firmado de puño y letra de su majestad comunicándole un nuevo ascenso por méritos de guerra. En 1707 era nombrado teniente de guardacostas con tan sólo veinte años, sería destinado al puerto de Rochefort, y junto a él marcharía su ya amigo Martín de Sepúlveda.
Allí continuaría escribiendo páginas de gloria para la Armada española. Una de las que más fama y gloria le concedió fue la protagonizada el año 1710 enfrentándose al poderoso navío inglés Stanhope, que triplicaba en fuerzas al gobernado por Lezo. El barco británico era capitaneado por John Combs, quien mantuvo un intenso cañoneo contra la nave de don Blas. Los ingleses tenían terror al abordaje de los españoles, temían el combate cuerpo a cuerpo por la fama de bravura de sus soldados; don Blas era consciente de ello y, a pesar de su gran inferioridad de fuego, logró maniobrar con tal rapidez que ambos barcos quedaron unidos. Los británicos vieron cómo los garfios lanzados desde la nave de Lezo volaban por los aires para caer con fuerza y clavarse en su barco, era el inicio del abordaje y, como recogen las crónicas, «cuando los ingleses vieron aquello, entraron en pánico».
Martín de Sepúlveda encabezó el asalto a la nave enemiga, habían pedido ese puesto de honor.
—¡Por el rey! —gritó enardecido mientras arremetía valientemente contra un grupo de ingleses que aguardaban la acometida. Le siguieron bravamente los infantes españoles, con tal fuerza y fiereza que desbarataron la primera línea defensiva de la nave provocando la huida de los británicos y la entrada masiva de los asaltantes.
La oficialidad del Stanhope consiguió contener la estampida y reorganizar sus hombres, presentarían combate desde el centro de la nave, eran superiores en número a los españoles. A los ingleses sólo les quedaban tres opciones: resistir combatiendo, saltar por la borda, —donde la mayor parte morirían ahogados—, o la rendición, hecho que John Combs ni se había planteado, pues creía segura su victoria por la superioridad numérica.
Sepúlveda observó que en centro del barco se hacía fuerte un importante número de fuerzas enemigas dispuestas para abrir fuego en dos tandas. Todavía no había completado el abordaje la totalidad de los infantes españoles, pues lo ingleses hostigaban esta maniobra con disparos desde la cubierta. Martín era consciente de que no podían esperar esos refuerzos, la resistencia inglesa se reforzaba por momentos.
—¡Ataquemos formando tres frentes, así fragmentamos su capacidad de fuego! ¡Mi pelotón avanzará por el centro, los demás dividíos por babor y estribor! ¡Al ataque!
Con bravura fanática los españoles cargaron contra el enemigo, éstos se vieron sorprendidos por la maniobra de división de fuerzas. El fuego inglés también tuvo que dividirse en tres frentes, reduciéndose considerablemente su capacidad para hacer blanco sobre los atacantes. Además, los ingleses también se vieron atacados por el fuego que Lezo, al observar la hábil maniobra de Sepúlveda: mandó abrir desde la cubierta contra la concentración de tropas inglesas; esa densidad de hombres en tan limitado espacio supuso un blanco fácil y el número de bajas fue muy alta, lo aprovecharon los españoles para terminar de desarmar la defensa inglesa, haciendo gran estrago entre el enemigo.
La tripulación comenzó a rendir las armas, sólo un grupo de oficiales mantenía el combate. Sepúlveda arremetió contra un capitán, para ello tuvo que saltar entre cuerpos despedazados, hombres con las vísceras sangrantes al aire o con los miembros amputados, otros que, con la mirada perdida, parecían haberse abstraído de aquella escabechina por una locura momentánea. El capitán inglés se batió forzadamente, ambos tuvieron que guardar el equilibrio pues resbalaban con la sangre que inundaba la cubierta. Tras un duelo intenso, Martín consiguió herirlo y hacerle prisionero, fue entonces cuando los demás depusieron las armas.
Con un número inferior de fuerzas, Lezo logró derrotar al inglés; sus heroicos triunfos se lograban siempre contra enemigos muy superiores en barcos, artillería y hombres. Don Blas tenía en su haber la captura de once barcos, el menor con veinte cañones.
Terminada la batalla, Lezo ordenó recoger los cadáveres españoles, lavarlos con esmero y hacerlos vestir con sus uniformes de gala. Tras el sobrio pero solemne funeral castrense los cuerpos de los héroes fueron ofrecidos a la mar, eterno cementerio de valientes marinos y guerreros de todos los tiempos, quienes esperarían en sus profundas entrañas la resurrección de la carne y el juicio final. Don Blas había dado licencia para que el enemigo honrase y cediera a las aguas sus soldados caídos.
Por esta hazaña don Blas, que de nuevo resultó herido, aunque de levedad, fue ascendido a capitán de fragata, y Martín de Sepúlveda se vio premiado con el oficio de sargento, lo que le promovía a un rango militar que no esperaba. El combate sería inmortalizado por diestros pintores, quienes perpetuaron la batalla en espléndidos óleos como testigos de la historia, uno de ellos pasaría a ornamentar el salón de la casa solar de los Lezo en Pasajes.
La noche siguiente don Blas de Lezo ofreció una cena a los mandos que habían estado bajo sus órdenes durante el combate, también dispuso que se sirviera a la tripulación doble ración de comida y de ron.
En plena convivencia castrense la camaradería irrumpió entre los presentes, se comentaban los pormenores del combate y los trances de mayor valor y heroísmo, todos se felicitaron por aquella esforzada victoria de las armas españolas. Pero como no podía ser de otra manera, se reconoció unánimemente al artífice del triunfo, don Blas de Lezo, quien tras brindar por S. M. el rey y recordar a los caídos dio por finalizado el acto.
Antes de abandonar el camarote, don Blas se dirigió a Sepúlveda.
—Por favor Martín, si no estáis muy fatigado os ruego que permanezcáis aquí un instante —le pidió Lezo.
—El tiempo que haga falta, don Blas.
—Servíos una copa de vino y, si sois tan amable, servidme otra a mí.
Sepúlveda escanció una primera de oporto que ofreció al jefe de la flota, luego se sirvió la propia.
—He de felicitaros por la valentía y el arrojo con el que combatisteis ayer, os aseguro que me encargaré de que tenga su justa recompensa. Habéis demostrado una bizarría y una destreza digna del soldado más experimentado.
—Gracias, don Blas, he aprendido muchos con vos durante estos casi tres años pero el triunfo es sólo vuestro.
—Nada más lejos de la realidad, querido amigo. Yo solo poco puedo hacer si no cuento con valerosos hombres que cumplan mis órdenes tal como las transmito… Sois un alumno aventajado, os auguro un gran futuro en la armada pleno de éxitos, si Dios se es servido en ello.
—Las mieles del triunfo son gustosas de saborear, más cuando han costado tanto, don Blas.
—Tenéis razón, Martín. El padecimiento por las heridas que nos marcarán para siempre, la aflicción profunda por las pérdidas de valerosos amigos, el sufrimiento por la dureza del combate, todo ello se atenúa y se ve recompensado con esas mieles que nos ofrece la victoria, que hay que saber saborearlas… y compartirlas.
Tras esas palabras Lezo quedó en silencio y pensativo, la bebida había soltado la lengua de ambos amigos.
—¿Tenéis con quién compartirlas…? ¿Alguna dama quizás? —preguntó don Blas a Sepúlveda.
—Como vos sabéis, mi familia se encuentra muy lejos, sólo conocen de mí por las epístolas que puedo enviarles muy de tarde en tarde. Casi todos los meses les escribo recado, pero la mayoría los rompo, no quiero dejar constancia de mi paradero, la mano de los Zúñiga puede llegar muy lejos… Tampoco hay dama que espere noticia alguna sobre mi persona. Me enamoré por primera vez en Sevilla, ¡y ya veis en qué terminó todo! Por ello estoy aquí…, aunque tardé mucho tiempo en olvidarla ya tan sólo es un recuerdo. Este cambio en mi vida ha sido positivo, estoy donde siempre quise estar, sirviendo al rey.
—En cuanto a esos temores debéis desecharlos, ahora sois un soldado de su majestad, estáis bajo jurisdicción militar y poco pueden hacer vuestros enemigos contra ello.
—Y vos, don Blas —volvió al tema anterior—, ¿con quién compartís los triunfos?
—Con mi familia y amigos, tampoco hay dama alguna con quien celebrarlos… Mirad Martín, desde los doce años no he hecho más que prepararme para entrar en el servicio del rey, a quien Dios guarde. Aún no tenía los diecisiete cumplidos cuando me familiaricé con la brutalidad de la guerra, acompañado de tan mala fortuna que mi cuerpo pagó un alto tributo al dios Marte, esta pata de palo es buen testimonio de ello. Apenas transcurrido un año de esa gabela sangrienta, vos me librasteis de la muerte segura en una batalla que fue favorable a nuestras armas, pero que en lo personal se cobró mi ojo izquierdo… La verdad es que no he tenido tiempo de galanteos entre damas de la corte o la alta sociedad, sólo he combatido y puesto mi vida en manos de mis dos señores, el que reina en los Cielos y el que rige el Imperio… Pero seamos sinceros, querido amigo, ¿qué mujer se iba a fijar en un hombre con una pata de palo y un ojo de menos? No soy agradable de ver y soy muy consciente de ello… No creo que existan damas que se sientan atraídas por una persona con tan importantes carencias corporales, y creedme que lo comprendo, es lo normal, para ellas no puedo ser bocado de buen gusto… La mar y el servicio a su majestad ocupan todo mi tiempo, son mi vida, mi afán; no deseo intrigas en la corte, ni ser un paseante más, un ocioso sin otra ocupación que conspirar por un puesto o un cargo, y menos dar ocasión al desprecio o a la compasión.
—Pero don Blas, sois un bravo militar cuyas acciones se cuentan por hazañas, vuestra fama y buen nombre os preceden, aumentan cada día que pasa, gozáis del aprecio personal de nuestro monarca y el reconocimiento de la cúpula militar; cualquier dama se sentiría atraída por un caballero de tan altas virtudes.
—Agradezco vuestro ánimo, amigo Martín, pero creedme si os digo que he visto a los más bizarros militares vencidos en temas de galanteos por bisoños oficiales de pelucas empolvadas, sin otro mérito que el de su fatuo porte. El alma de la mujer es muy diferente a la del hombre, muchas ven excelencias en cosas que para nosotros no tienen valor alguno e ignoran lo que consideramos en nuestra más alta estima.
—Don Blas, tened por seguro que os enamoraréis, es más, se enamorarán de vos. No creo a las damas tan ciegas como para no ver los méritos y cualidades que adornan a vuestra persona, que van más allá de vuestro porte o distinción.
Sin embargo, Sepúlveda no estaba muy convencido de sus propias palabras, salidas con el ánimo de ayudar a un amigo. Era consciente de que Lezo tenía gran parte de razón en su apreciación sobre los gustos de las damas; nadie más consciente de ello que el propio Martín, quien había ganado el ánimo de una noble y bella sevillana no precisamente por sus dotes personales y académicos, sino por su privilegiado físico, y la había ganado contra un contrincante deseado por la mayoría de las damas hispalenses, el poderoso mayorazgo de los Zúñiga, uno de los grandes partidos de la ciudad.
En ese momento se acordó de Lucía, ¿qué habría sido de ella? En verdad le había costado muchos esfuerzos y amarguras olvidarse de ella, de su primer amor; largas noches de insomnio y desesperación con el corazón roto de dolor y su bello rostro permanentemente fijo en el pensamiento. Pero también se preguntó mil veces si llegado el momento la joven se hubiera decidido realmente por él, un joven sin futuro, en lugar de su opulento y linajudo contrincante. ¿Podía haber salido vencedor en esa lid de amores el hijo de un carpintero de ribera, un humilde pescador de río que estudiaba con beca? En su fuero interno sabía que no; Lucía coqueteaba con él movida por la reputación de galán que gozaba entre las damas, pero una cosa era el juego amoroso y otra la decisión de compartir toda una vida con alguien que no le aportaba nada.
—Es tarde, Martín —dijo Lezo—, gracias por acompañarme en estos momentos.
—Ha sido un placer, don Blas, sabéis que podéis contar conmigo en cuanto pueda seros de utilidad.
Don Blas de Lezo continuó con su brillante carrera militar, venciendo en cuantas acciones de armas tomaba parte, su fama crecía por días; junto a él, su inseparable amigo Martín de Sepúlveda.
En 1712 se vio agraciado con el ascenso a capitán de navío, siendo inmediatamente destinado a una importante misión militar, el segundo ataque contra la ciudad de Barcelona, que se encontraba cercada en tierra por el mariscal duque de Berwick, hijo bastardo de Jacobo II, rey de Inglaterra, y de su amante Arabela Churchill, al servicio de don Felipe V, quien le premió dichos servicios con el ducado de Liria y Jérica.
Aquella misión volvió a llenarle de gloria, saliendo triunfante de sus encuentros con los enemigos; pero hubo de pagar un nuevo peaje, una grave herida en el brazo derecho que lo dejó inutilizado. Lezo estaba destinado en la nave Campanella; para lograr mejor blanco sobre el adversario y, como siempre, arriesgándose con gran valentía y arrojo, se acercó audazmente a las fuertes defensas de la ciudad, pero un proyectil le hirió en el brazo, quedaba manco del mismo.
Durante su convalecencia en el Real Hospital de Marina, Martín estuvo en todo momento junto a él. Pero el valor, la capacidad de sacrificio y el tesón del capitán De Lezo, hicieron su recuperación rápida y satisfactoria, regresando al servicio activo de las armas en breve.
La confianza del rey en don Blas era absoluta, contaba con él en las misiones más delicadas y arriesgadas, donde los conocimientos de Lezo garantizaban el buen fin. Su majestad le ordenó formar parte de la escuadra de don Andrés del Pez, que en 1714 navegaría hasta Génova para recoger a la reina Isabel de Farnesio. Sin embargo, la reina decidió hacer su viaje por tierra, por lo que hubo de regresar la escuadra a puerto.
Un año después, Lezo participó en la importante expedición que se organizó para recobrar Mallorca, la isla se encontraba defendida por fuerzas austriacas e inglesas partidarias de la causa del archiduque don Carlos, pretendiente a la corona de España. La flota española la componían siete navíos, diez fragatas, dos saetías, seis galeras y dos galeotas, a más de diez mil hombres. Estaba al mando el gobernador general de la Armada, don Pedro Gutiérrez de los Ríos Zapata de Mendoza, cuarto conde de Fernán Núñez, vizconde de Abencalez y señor de la Villa de la Morena, general de la Real Armada del Mar Océano y sus Ejércitos. Ante ese despliegue militar, los austracistas mallorquines se rindieron, sometiéndose a la majestad de don Felipe V.
Terminada la guerra de Sucesión, Lezo es destinado a la escuadra del general don Fernando Chacón, en el navío Lanfranco; corría el año de 1716. Esta fuerza tenía encomendada la misión de recuperar la plata indiana de los navíos que frecuentemente naufragaban en el canal de las Bahamas, concretamente la transportada en los barcos de Ubilla y Echevers, perdidos el año anterior en aquel lugar; tras rescatar el preciado metal debían transportarlo a Cádiz.
Sin embargo, en su nuevo destino duraría poco pues, a finales de ese mismo año, la escuadra de Lezo al mando del general don Bartolomé de Urdizu y Arbelaez, recibe orden de unirse a la de don Juan Nicolás de Martinet, marino francés al servicio de don Felipe V, quien le nombró jefe de la escuadra formada por los navíos Conquistador, Triunfante y la fragata Peregrina, barcos adquiridos por el mismo Martinet. El nuevo destino sería los mares del Sur, rumbo a Chile y Perú, zarpando de Cádiz el 16 de diciembre de 1716.
El navío Lanfranco, en el que irá don Blas como segundo comandante, formaba parte de la flota. Se encargaría de limpiar aquellos mares de piratas, corsarios y contrabandistas; el comercio ilícito en la zona producía graves estragos a los cargadores y mercaderes españoles.
Mientras que la escuadra de Martinet consiguió atravesar el cabo de Hornos y llegar al Pacífico, no así la de Urdizu, que sufrió fuertes temporales provocándole importantes daños que le obligaron a regresar a Buenos Aires. El Lanfranco, junto a las demás naves, sería reparado en aquella ciudad. El mes de enero de 1718 la escuadra reanudará su viaje hacia el sur, pero el tiempo vuelve a ser adverso y han de regresar de nuevo al estuario del Río de la Plata.
En las aguas de Montevideo capturan las fragatas francesas San Francisco y Danicant. El Lanfranco se encuentra muy dañado a causa de los temporales sufridos, por lo que Urdizu y Lezo lo abandonan y pasan a las naves capturadas; con los nuevos barcos y la maestría de Lezo llegan al Pacífico.
Don Blas de Lezo empleó sus conocimientos y mano férrea contra quienes osaban transgredir los acuerdos internacionales causando graves perjuicios a los intereses de España, sobre todo piratas y contrabandistas ingleses y holandeses. Lo hizo con tal acierto durante siete años que el 16 de febrero de 1723 fue puesto al mando de las fuerzas navales de los mares del Sur.
Sería en Perú donde encontró el amor, un amor correspondido por una rica aristócrata criolla, doña Josefa Pacheco, natural de Lacumba, jurisdicción de Arica, e hija de don José Carlos Pacheco de Benavides y de doña Nicolasa de Bustos, señora de las villas de Ovieco y Cañal.
Desde el primer instante don Blas se sintió atraído por aquella ilustre dama, pero no se atrevió a mostrarle su inclinación, pues tenía muy presentes sus carencias físicas, las que sabía que le podían derrotar en un posible intento amoroso; como dijo a don Martín, no quería ser despreciado ni compadecido por dama alguna. Sin embargo, con el tiempo notó en doña Josefa una deferencia especial hacia él; era atenta en extremo y solía abandonar la compañía de jóvenes y apuestos militares para estar con él. Su conversación era culta, sin rehuir tema alguno, muchas jóvenes no gustaban de oír hablar sobre historias de guerras, les asustaba y horrorizaba; pero doña Josefa era muy diferente, escuchaba con atención lo que el ilustre militar le narraba, su vida había sido la mar y la guerra, de pocas otras experiencias podía hablarle y menos mostrarse como un consumado seductor.
En un primer momento sólo coincidían en recepciones oficiales o en las privadas que celebraban las más distinguidas familias del lugar con cierta asiduidad. Luego llegaron las invitaciones de la familia Pacheco, al principio a reducidos grupos de militares entre los que siempre se encontraba Lezo y nunca repetía ninguno de los otros compañeros de armas. Finalmente, la invitación se dirigía sólo a don Blas, bien para tomar un aperitivo, bien para almorzar. Cuando Lezo se encontró con seguridad, le pidió permiso para acompañarla a misa, lo que aceptó doña Josefa muy complacida, ello suponía el primer paso antes de formalizar un compromiso.
Tras un breve noviazgo contraen matrimonio el 5 de mayo de 1725 en la hacienda de La Magdalena, la misa sería oficiada por fray Diego Morcillo, arzobispo de la ciudad de los Reyes, posteriormente Lima. Don Martín estuvo presente en tan importante momento de su vida y le recordó aquella conversación íntima que tuvieron años atrás sobre el amor y las mujeres.
El matrimonio tendría tres hijos varones, Blas, el primogénito nacido en junio de 1726; Pedro, que murió a joven edad, y Cayetano; y cuatro hijas, Josefa, quien casaría con el vizconde de Santisteban; Agustina, Eduvigis e Ignacia, que también contrajo matrimonio con otro título del reino, el marqués de Tabalosos.
Durante catorce años don Blas ejerce su servicio militar en las costas de Chile y Perú. El historial de Lezo en las Indias asombra a toda la Corte, había capturado seis navíos de guerra cuyas cargas sumaban un botín de tres millones de ducados, sin contar el fabuloso valor de las naves apresadas, tres de ellas fueron incorporadas a la Armada de su católica majestad. Los numerosos combates que protagoniza vuelven a contarse por victorias, pone en jaque y extermina a los corsarios enemigos que actuaban en las aguas chilenas y peruanas, igualmente dificulta el tráfico de contrabando que transportaban naves autorizadas ocultas en las bodegas entre la mercancía. Los delincuentes no se atrevían a surcar las aguas que dominaba Lezo, los barcos mercantes españoles volvían a navegar con seguridad, custodiados por las fuerzas navales de don Blas y los cargadores de Indias dejaban de perder dinero por la competencia desleal del contrabando.
En 1726, con treinta y nueve años, es nombrado almirante de la flota del Mar del Sur, cuya base se encontraba en el puerto del Callao, virreinato del Perú. El 1 de junio de ese mismo año nacería su primer hijo, Blas.
Lezo lleva muchos años alejado de España, añora retornar a ella, presentar su esposa a la familia y descansar una larga temporada, se lo había ganado a pulso. Por ello escribe a su majestad solicitando ser relevado del cargo y volver a su patria. Por Real Orden de 13 de febrero de 1720 el rey le concede lo solicitado; llegaría con la flota de Indias al puerto de Cádiz el 18 de agosto de 1930, con él regresaban Martín de Sepúlveda y los oficiales que habían servido el mismo tiempo en los mares del Sur.
La gran estima que don Felipe V le tenía hizo que lo llamase a la corte, por aquel entonces residente en Sevilla, y hasta allí se dirigió don Blas para dar cuenta al rey de sus acciones de ultramar, aunque el monarca ya conocía esas hazañas navales gracias a los correos que llegaban de las Indias. En Sevilla no sólo obtuvo el plácet de su actuación, sino que fue nombrado jefe de escuadra como recompensa por los grandes servicios prestados a la corona.
Don Martín de Sepúlveda, que se había distinguido por su bravura en cuantos combates tomó parte junto a Lezo, se vio agraciado con el empleo de capitán. Este nombramiento le hacía ascender a un nivel que nunca había soñado, no sólo social, también económico. La graduación de capitán le abría las puertas a la nobleza y a importantes cargos que podría desempeñar una vez que abandonase el servicio al rey.