Capítulo 6

LA noticia corrió como un reguero de pólvora por los mentideros de la ciudad; nadie se atrevía a decir nada públicamente, pero todas las miradas señalaban a los Zúñiga, habían puesto tanto empeño en que don Martín fuese notoriamente castigado, que ahora se convertían en los principales sospechosos.

Marinos e infantes se echaron a las calles en busca de su oficial, la ciudad estaba tomada por los militares, quienes no dejaron una sola collación sin escudriñar. Algunos grupos se dedicaron a pasear frente a la casa de los Zúñiga, miraban amenazantes, casi desafiantes, a todo el que entraba o salía. Don Gaspar ordenó atrancar la puerta y reforzarla con varios travesaños; sólo se podía acceder a la vivienda por un pequeño portal. Había intentado reclutar algunos mercenarios, pero nadie aceptó ese trabajo, sus propios hombres le advirtieron que no alzarían armas contra los soldados de su majestad, les iba la vida en ello.

Para mayor desasosiego de la población, el rey había partido el día anterior hacia Sanlúcar de Barrameda, donde sería agasajado por el duque de Medina Sidonia; no podía interponer su autoridad en aquel tenso momento. Don Gaspar escribió un recado al asistente de Sevilla impetrándole que pusiera vigilancia junto a su casa, éste no tuvo más remedio que hacerlo y envió un regimiento de milicias provinciales. Don Martín llevaba casi dos días secuestrado, el plazo marcado por Lezo estaba llegando a su fin, anochecía en la ciudad y ninguna novedad ofrecía esperanzas de poder encontrarle.

Durante el cautiverio, los guardianes no dirigieron palabra alguna al raptado; el capitán sentía un intenso dolor en las manos por el fuerte nudo que las ataba, no se podía poner en pie.

—Dadme agua, por amor de Dios —solicitó don Martín.

Los vigilantes se miraron entre ellos y, tras titubear unos instantes, el encapuchado de mayor tamaño se acercó con una vasija y le sostuvo la cabeza para que pudiese beber.

—Gracias —dijo Sepúlveda, pero nada más, sabía que sus guardianes no iban a soltar palabra alguna, estaba claro que lo tenían prohibido.

Al poco volvió a oír pasos tras la puerta, entraron los mismos individuos cuyas prendas denunciaban calidad.

—Vendadle los ojos y amordazad su boca, vamos de paseo —dijo uno de ellos.

Los esbirros siguieron las órdenes del cabecilla, luego lo alzaron del suelo y, con el cañón del arcabuz sobre su espalda, lo empujaron para que caminase; servía de guía otro de los raptores que le sujetaba por el brazo.

Tuvo que bajar una empinada y húmeda escalinata, advirtió que sus pies resbalaban en tierra húmeda, era un camino desnivelado, al final del mismo percibió el frescor de la calle; tuvo claro que lo habían trasladado por un pasadizo.

Sintió el ruido de un carruaje que se detenía delante de ellos, le ayudaron a subir entre dos hombres; nada podía hacer, estaba atado de manos y, al menos, le vigilaban cuatro personas. El trayecto fue corto, al bajar del coche notó cómo sus botas se hundían en la arena, no había duda de que se encontraba cerca del río, en algún lugar del Arenal.

Al poco sintió cómo el agua fría penetraba por las costuras de su calzado. Entre varios lo elevaron y subieron a una barcaza, lo acompañaban sus captores. La noche estaba cerrada, sólo se oía el rumor del agua y el chasquido de los remos sobre la superficie. El trayecto apenas duró dos minutos, calculó que se encontraba en medio del Guadalquivir cuando el bote se detuvo.

—Hasta aquí vuestro último viaje, Sepúlveda; poneos a bien con Dios, pues sólo os queda su misericordia, la mía ya no puedo brindárosla, el general De Lezo lo ha hecho imposible. Sólo pretendía daros un correctivo y luego soltaros, sin que supierais la identidad de vuestro castigador… Aunque no dudo que siempre habríais sospechado quien se encontraba tras vuestro escarmiento, pero ya no puedo dejaros con vida, las amenazas del general, la seguridad mía y de mis hombres, fuerzan esta medida que jamás pensé en tomar.

Don Martín intentaba hablar, pero la mordaza lo impedía.

—Ya que vais a morir, confirmaré vuestras sospechas —dijo aquel hombre mientras daba orden a un esbirro de quitar la venda al capitán.

Al otro lado de la barcaza apareció la imagen de Zúñiga, con un talante orgulloso que no podía ocultar los nervios contenidos, su mano derecha apoyada sobre una daga sujeta al cinto, temblaba sin control.

—Si aparecéis muerto en el río nadie podrá atribuirme el crimen —continuó el veinticuatro—, hay mucho asesino suelto por estos lugares y el asistente obligará al general a que deje de coaccionar a mi familia, pues no habrá prueba alguna contra mí… Os doy mi palabra de que nunca pretendí vuestra muerte, pero todo se nos ha ido de las manos.

Dicho esto sacó la daga de su tahalí y, con nerviosismo cada vez más incontrolado, comenzó a desplazarse por el inestable bote hacia su víctima. Se movía torpemente con el vaivén de las aguas, más al tener que sortear a los remeros. Martín aprovechó ese momento, fijó sus pies a cada lado de la barcaza y comenzó a bambolearse fuertemente con la potencia de su vigoroso cuerpo. Zúñiga tuvo que sujetarse a uno de los remeros para no caer al agua, pero era tal la fuerza que Martín había desatado sobre la barca, que uno de sus captores se precipitó al río y la embarcación, descontrolada totalmente, volcó.

El capitán era un experto marinero y un hábil nadador, saltó momentos antes de zozobrar y, aunque tenía atadas las manos, con la propulsión de las piernas y el torso pudo alejarse. Los sicarios no sabían nadar, comenzaron a gritar pidiendo auxilio; Zúñiga se sujetó fuertemente al vientre de la barcaza vuelta, tampoco sabía nadar.

Al mojarse la mordaza que silenciaba a Martín se ablandó, con la lengua la pudo apartar de su boca; los galeones de la Real Armada no estaban lejos y nadó hacia ellos.

—¡A mí la guardia! ¡A mí la guardia! —Repetía don Martín incesantemente con todas sus fuerzas—. ¡Soy el capitán Sepúlveda!

Pronto se iluminaron las cubiertas de los navíos, soldados con faroles rompieron la oscuridad que cubría las aguas. Dos botes acudieron al auxilio del capitán.

—Id al centro del río, hay una barcaza volcada —ordenó a quien mandaba uno de los botes mientras le subían al otro—, detened a los hombres y traedlos al barco.

Cuando llegaron los infantes dos esbirros se habían ahogado, Zúñiga y otro de sus hombres se sostenían a duras penas sobre la resbaladiza panza de la barcaza cubierta de escurridiza verdina.

Un soldado echó un capote sobre los hombros del capitán, Sepúlveda secó su cara y cabello, luego pidió agua. Al final de la escala que llevaba a la nao capitana le esperaba don Blas, sin decir nada le dio un fuerte abrazo.

—Estoy bien, general, a sus órdenes.

—Id a cambiaros de ropa, amigo, no debéis permaneced mojado, estas noches son traidoras. Descansad y mañana podremos hablar…

—Con vuestro permiso iré a mudarme, pero luego os ruego que tengáis a bien recibirme.

—Como gustéis, don Martín, os aguardo en mi camarote.

Sepúlveda no esperó a que fuesen subidos a la nave capitana Zúñiga y el esbirro, no quería verles por temor a no poder contener su ira.

Apenas media hora más tarde don Martín se personaba en los aposentos de Lezo, quien había dispuesto vino y viandas para el capitán, imaginaba que sus captores no le habrían ofrecido alimento alguno. Mientras daba buena cuenta de la comida contó a don Blas cuanto había sucedido. El general escuchaba lleno de ira la narración de Sepúlveda, su sospecha se había cumplido, los Zúñiga se encontraban tras el secuestro e intento de asesinato, para nada habían servido las amenazas. Aquel atrevimiento estaba penado con la muerte.

—Don Blas —intervino el capitán—, ignoro si el padre tendrá algo que ver en todo esto, en ningún momento le vi, ni se hizo referencia alguna hacia su persona; me inclino más a pensar que ha sido culpa exclusiva de su hijo.

—Tenéis mi palabra de que esta misma noche lo sabremos y os aseguro que rodarán las cabezas de todos los culpables, por muy altas que crean estar.

Sepúlveda no contestó, sólo alzó su rostro para mirarle fijamente unos instantes, luego bajó los ojos y comenzó a degustar un licor de naranja; se encontraba agotado y don Blas le ordenó retirarse. Pero el general no hizo lo mismo, se dirigió a la dependencia que servía de cárcel, una especie de jaula de gruesos barrotes en la bóveda de la nave.

Allí se encontraba Zúñiga, cubierto con una manta sobre su ropa mojada; el esbirro superviviente estaba en la enfermería, se había golpeado fuertemente con el casco de la barcaza.

Lezo se paró firme delante de aquella celda, mirándole con desprecio, pero a la vez con firmeza y decisión; una mirada terrible que removió las entrañas del joven heredero sevillano. Pero si su miedo era grande, aún mayor lo era su orgullo e intentó disimular el primero con el segundo.

—¡Qué atropello es éste! —gritó Zúñiga—. ¡Es un ultraje! Exijo que se avise urgentemente al señor asistente y al presidente de la Real Audiencia.

—Callaos de inmediato, si no lo hacéis ordenaré que seáis azotado y luego se os cuelgue del palo mayor.

Zúñiga sintió que le flaqueaban las piernas de miedo, pero no se achicó ante el general y continuó solicitando la presencia del asistente y del cabeza de los jueces sevillanos, las primeras autoridades de la ciudad. El primero era amigo de su padre y el segundo pariente de la madre, sabía que bajo la jurisdicción civil que ellos representaban gozaría de un trato mucho más benevolente que bajo la militar.

—General, vos no poseéis autoridad alguna sobre mi persona, no estoy sujeto al fuero castrense, por lo que mi delito, si lo hubiese, ha de ser juzgado por la audiencia de la ciudad, por nadie más. Amén de que esta cárcel no es lugar para un caballero veinticuatro de Sevilla; si he de estar recluido, la ciudad tiene su prisión propia para la nobleza, os exijo que me enviéis allí de inmediato.

—Señor de Zúñiga, no estáis en situación de exigir nada, la única condición que tenéis ahora es la de un vulgar delincuente, un miserable y taimado criminal que ha intentado asesinar a un capitán del rey… Y os equivocáis, sí que poseo jurisdicción sobre vos, primero porque habéis atentado contra uno de mis hombres; segundo porque os encontráis en mi nave y en ella sólo yo poseo autoridad, tanto en puerto como en la mar. Si tenéis alguna duda sobre ello consultad con los ilustres abogados que vuestro padre de seguro podrá pagaros, pero ni todos los letrados de la ciudad juntos lograrán salvar vuestra vida ni la de vuestro progenitor.

—¡Mi padre no! —dijo gritando y lleno de desesperación—. ¡Él nada tiene que ver con todo esto! Os doy mi palabra de honor, es ajeno a mi acción… Traedme una Biblia y lo juraré ahora mismo sobre ella… No sabía nada… —Terminó en voz baja, sentándose derrotado sobre un escaño de basta madera.

Lezo miró fijamente a Zúñiga y le dijo:

—Os creo…, y por ello no exigiré su arresto, pero vos deberéis poneros a bien con Dios, pues no saldréis con vida de esta nave, así lo exigen las ordenanzas militares que vos habéis quebrantado tan gravemente. —Luego se retiró al camarote y dictó unas cartas a su ordenanza, iban dirigidas al asistente y al presidente de la Real Audiencia comunicándole el grave delito y el arresto de Zúñiga.

Apenas había amanecido cuando el general fue avisado de la llegada de las primeras autoridades sevillanas, así como de un nutrido grupo de juristas y letrados enviados por el poderoso cargador.

Todos exigieron la entrega inmediata del prisionero a la jurisdicción civil, alegando la improcedencia de la militar. Aseguraron al general que pasaría a la cárcel de nobles y sería procesado con toda justicia. Pero Lezo se había hecho acompañar por un prestigioso coronel auditor, quien desarmó, con la ley en la mano, todas las argumentaciones y exigencias de las autoridades civiles y judiciales sevillanas. El general no dio su brazo a torcer y comunicó que en cualquier momento don Diego podría ser juzgado por un tribunal militar y ejecutado según las ordenanzas castrenses.

—General —dijo el asistente—, si bien es cierto que vos tenéis la jurisdicción absoluta en vuestro barco, y así los mandan las leyes que vos alegáis, también es cierto que yo poseo la representación directa y exclusiva de su majestad el rey en esta ciudad y en toda su jurisdicción, y, por ello, os ruego que aguardéis el regreso del monarca y que él decida.

—Con todo respeto, señor asistente, tampoco me afecta vuestra jurisdicción, mañana mismo puedo levar anclas e ir a Sanlúcar de Barrameda en busca de su majestad, hacer justicia por el camino o allí mismo.

—Ahora sois vos quien estáis en un error, señor De Lezo —continuó el asistente—, fuera de este barco tengo absoluto poder y jurisdicción en todo cuanto sucede en la ciudad, entre ellos el conceder permiso para que la flota pueda abandonar la ciudad o el aprovisionamiento de vuestra naves… Sin mi orden no se levarán las cadenas que protegen la entrada del río… Ley por ley, señor De Lezo.

El general se dio cuenta de la razón que asistía al representante real, silenció unos instantes para luego exclamar:

—¡Ley por ley! Sea pues como decís, pero os aviso que ya he enviado carta al rey refiriéndole todo lo concerniente al caso, de seguro que don Felipe, que Dios guarde, no va ir contra las propias ordenanzas reales…

—Pero le queda la misericordia cristiana y el derecho de gracia, el indulto…

—Vos lo decís, el indulto, pero para ello ha de ser juzgado y dictada una sentencia; mañana mismo se reunirá el tribunal militar que yo presidiré… Enviad cuantos letrados defensores estiméis oportuno, pero no valdrá de nada, es de suma gravedad el delito.

—General —intervino el presidente de la Audiencia—, vos podréis juzgar cuando os venga en gana al señor de Zúñiga, pero se ha de velar por la imparcialidad y limpieza del proceso para que sea justo y válido; por ello os ruego me permitáis asistir, ya no como presidente, sino como letrado defensor… No deseo engañaros, me unen lazos de parentesco con vuestro prisionero y, aunque no me enorgullece su acción, es más, la aborrezco como hombre de justicia, he de defenderle, vos lo comprenderéis.

—Tenéis todo el derecho para ello y no lo impediré.

Por la tarde fue el poderoso Zúñiga quien se acercó a la nave capitana y rogó audiencia con don Blas de Lezo para suplicar por la vida de su hijo. Éste le recibió en su camarote.

—Tened presente, general —dijo con sincera humildad—, que ahora es el padre quien os habla, no el cargador a quienes todos consideran o temen, menos vos… Soy consciente de la suma gravedad de la acción de mi hijo y yo no estoy exento de culpa, no porque haya tomado parte en ella, sino por su crianza. Ésta ha sido marcada con las mismas pautas que yo recibí de mi padre: el honor, el orgullo, el no dejarse avasallar por nadie, el estar presto a cobrar venganza por las afrentas recibidas, el hacer que te respeten… o mejor, te teman… Todo ello le ha llevado a la terrible situación que ahora sufrimos… Vengo humildemente a pediros perdón, a postrarme ante vos como lo haría cualquier padre que va a perder a su hijo y a rogar vuestra mediación ante el rey… Es mi único hijo… —dijo con la voz entrecortada mientras se le escapaban unos leves sollozos que intentaba domeñar.

—Creedme que os comprendo, yo haría lo mismo en vuestro lugar —contestó Lezo—. Pero la acción ha sido de suma gravedad, intentar asesinar a un oficial de su majestad, premeditadamente y haciendo caso omiso a cuantas advertencias os hice en vuestra casa…, aunque ya sé que vos no tuvieseis nada que ver… No, no me corresponde conceder la clemencia que rogáis, ni siquiera al rey, sino a don Martín de Sepúlveda. Es a él a quien se hace justicia con la ejecución de vuestro hijo, y sólo él puede mediar ante el rigor de la condena y decidir la suerte que correrá don Diego. Además, esa clemencia debe venir rogada por el interesado, mostrar su arrepentimiento y presentar sinceras disculpas ante la víctima… Pero con todo, la ley es muy clara y rigurosa en casos de tanta gravedad y se puede escapar a la simple voluntad de la víctima.

—He hablado con él, se niega a rogar por su vida aunque yo se lo he suplicado, tan pagado está de su linaje y posición que no cree posible su ejecución… Los abogados de nuestra familia le han hecho ver cuán equivocado está, y que sólo la misericordia del rey puede detener la mano del verdugo… Pero para alcanzar la clemencia real la petición, como bien decís, ha de ir acompañada del arrepentimiento, pedir perdón a vos y a don Martín… Sin embargo, nada logra doblegar su altivez… ¡Qué mal le eduqué Dios mío! —clamó al cielo levantando sus ojos—. Pero soy su padre y si su irresponsabilidad no le deja actuar como debiera, yo me arrastro a vuestros pies cuantas veces sea necesario para suplicar el perdón —dijo mientras arrojaba su bastón al suelo e intentaba arrodillarse con torpeza por sus años; don Blas lo impidió sujetándole fuertemente por los brazos.

—¡Teneos, señor de Zúñiga, no soy el rey! Yo sólo puedo mediar, pero para ello debo tener consentimiento de la víctima, no es mí a quien corresponde decidir.

—Ante vos y ante don Martín me humillaré cuantas veces haga falta; la clemencia que jamás hubiese solicitado para mí, la ruego ahora para mi único hijo, estoy viejo como vos veis… no tengo a nadie más que a él… Si en algo vale, ofrezco mi vida a cambio de la suya…

—De nada valdría, vos sois inocente de este gravísimo delito, vuestra muerte nada arregla… No obstante, creo que deberíais hablar con el capitán Sepúlveda, es un hombre de gran corazón.

—Eso haré, os ruego que me preparéis una entrevista con el capitán, ante él rogaré, suplicaré y me humillaré cuanto fuese necesario…

Dicho esto, el general ordenó a su asistente que acompañase al señor de Zúñiga hasta el carruaje que le esperaba en el atracadero; luego escribió un recado a don Martín, a quien había concedido unos días de licencia que pasaba con su familia. Sepúlveda aprovechó aquellas jornadas para buscar una nueva casa, compró una mediana en un buen lugar de la ciudad, en las calle de las Cruces de la collación de Santa Cruz. En ella se encontraba, ordenando los últimos arreglos antes de la mudanza, cuando el capataz de la obra le anunció una visita.

—Capitán, unas damas preguntan por vuesa merced.

—¿Quiénes son?

—Son señoras principales, pero no me han dado su nombre, dicen que es algo personal que sólo concierne a vos; llevan el rostro cubierto con velos.

—Hacedlas pasar al gabinete, las recibiré en él.

Martín vio entrar dos estilizadas figuras femeninas, aun con el rostro tapado por un tupido velo negro denotaban juventud en sus andares y finas manos. Mientras que la que vestía con mayor lujo seguía hacia adelante, la otra quedaba unos pasos atrás.

—Señoras, os ruego que toméis asiento —dijo el capitán acercando una silla a la más cercana y señalando otra a la dama que había quedado apartada.

Cuando levantó el velo que tapaba su rostro a Martín se le helaron las entrañas, sintió una turbación que hacía años no experimentaba. Era Lucía de la Barrera, aquella joven de la que se enamoró en su juventud, la causa de todos sus pesares y también fortuna, pues su marcha de Sevilla le hizo alcanzar un rango que nunca habría soñado. La belleza que le adornaba era aún más esplendorosa que en su primera juventud, se habían marcado las perfectas facciones y definido sus bellos rasgos.

—Doña Lucía… —comenzó a hablar Martín, dándole un tratamiento distante e intentando controlar sus emociones. Ella, sin embargo, no podía encubrir su desasosiego por aquella situación—. Han pasado tantos años… Nunca pensé que hubiera ocasión para este nuevo encuentro…

—Sin embargo la hay, don Martín —intervino la dama dándole el tratamiento que había alcanzado el militar por méritos propios—, y vos podéis adivinarla.

—Os aseguro que no sé a qué os referís.

—¿No sabíais que contraje matrimonio con don Diego de Zúñiga?

—No, no lo sabía, he estado muy lejos de España estos años; aunque lo intuía, era lo más lógico.

—Don Martín, es la primera vez en mi vida que entro en casa de un caballero sin ser invitada, aunque lo haga oculta bajo este velo y acompañada de una dama para evitar habladurías a las que pudiera exponerme… Bien conocéis Sevilla, sus incansables murmuraciones y maledicencias, pero no tengo más remedio que presentarme ante vos y rogar por la vida de mi esposo ya que él se niega a hacerlo.

—Le entiendo, doña Lucía, pero creo que la suerte de don Diego ya no depende de mí. El delito ha sido de suma gravedad y para él sólo existe una única sentencia posible, y os doy mi palabra de honor que no me place, no busco venganza alguna, sólo justicia… Todo está fuera de mi alcance, quien atenta contra la vida de un oficial de su majestad delinque contra el mismo rey…

—Pero vos podéis mediar, mi suegro, don Gaspar de Zúñiga, ha consultado con los más doctos juristas de la ciudad, ha enviado correos a prestigiosos doctores en leyes de Salamanca e incluso ha hablado con vuestro general, don Blas de Lezo, suplicando por la vida de su hijo… Sí existe una posible vía para salvar su vida, que vos le perdonéis públicamente y con vuestro perdón rogar el indulto, cambiando su ajusticiamiento por otro castigo ejemplar… Es cierto cuanto os digo, mi prima doña Beatriz de Silva puede dar testimonio de ello… —dijo mirando hacia la dama que había quedado tras ella. Luego extrajo un lienzo de su manga y secó las lágrimas que habían comenzado a derramarse por sus mejillas.

La dama aludida descubrió su rostro y la belleza de la misma turbó el ánimo del capitán. Era una mujer más joven que doña Lucía, con una tez blanca y una piel transparente que dejaban adivinar leves venas azuladas. Su cabello, recogido en un moño ensortijado, era negro azabache y sus grandes ojos verdes destacaban como dos candelas bajo perfectas y oscuras cejas. Dama de inusual altura, cuyo talle agraciado se coronaba con un hermoso pecho que se dejaba adivinar a través de un escote velado por leves encajes.

—Don Martín, perdonad que me dirija a vos sin haber sido presentados debidamente —intervino doña Beatriz—, pero la angustia de mi prima y su ruego de apoyo por mi parte así lo hacen necesario… Tiene razón en todo cuanto os ha dicho; estos días han sido un continuo ir y venir de letrados y jueces a casa de mi tío don Gaspar. Todos ven como único camino para un posible indulto de su majestad que vos le perdonéis previamente y, aun así, deberán moverse muchas influencias ante el rey para lograrlo… Vos tenéis la vida de don Diego en vuestras manos…

—Como él tuvo la mía e intentó quitármela… —Cortó fríamente el relato de la joven, de la que no apartaba ojo.

—Pero vos no sois igual que él —alegó atrevidamente la joven dama—, sois un hombre de honor, un capitán de su majestad el rey; habéis dicho que no buscáis venganza, sólo justicia, una justicia que es pública con su condena a muerte… La pena es manifiesta y notoria, por lo que su delito e infamia serán conocidos, vuestro perdón no le quitará la condición de ser un convicto sentenciado, con el deshonor que ello conlleva, sólo os engrandecerá al perdonar a un enemigo… Mi padre fue militar como vos, murió en combate cuando yo era niña, él decía que en los campos de batalla se batiría a muerte por el rey en cualquier circunstancia, pero fuera del mismo sería incapaz de sacar su espada a no ser para defender la fe, su honor y el del rey, y lo decía al porfiar con su hermano, oidor de la Chancillería de Granada, sobre las condenas a muerte. Era un hombre de profunda fe al que Dios tenga en su gloria.

A Martín no sólo le había cautivado la belleza y el saber estar de aquella joven con ojos felinos que le atravesaban el alma, sino sus sabias palabras que empequeñecían a doña Lucía.

—Hay otra cosa, capitán —intervino doña Lucía—, me encuentro encinta y mi esposo aún lo ignora. No quería comunicárselo hasta que el hijo cuajara bien en mi vientre, pues ya perdimos dos antes de nacer. Os suplico que este niño pueda conocer a su padre, apelo a vuestra caridad en nombre de Dios… —dicho esto rompió en un llanto desconsolador.

Era cierto que don Martín no buscaba venganza y menos la muerte de su antiguo rival, si él pudiera evitarlo ya lo habría hecho. Ahora encontraba ocasión para ello y, además, la joven Beatriz le había robado el corazón; eran dos motivos suficientes para acceder al ruego de ambas damas.

—Señoras, ya os dije que no procuro venganza… si mi perdón puede lograr el indulto, contad con él. Hoy mismo enviaré recado al general don Blas de Lezo concediendo la clemencia que me solicitáis…, es más, en el mismo también rogaré a su majestad por el indulto, más no puedo hacer y ruego a Dios que sirva de…

No había terminado sus palabras cuando doña Lucia se levantó y corrió hacia él para besarle la mano, dándole interminables gracias entre sollozos.

—¡Refrenaos doña Lucía!, nunca os infligiría daño alguno.

Aquella carta fue sonada en toda Sevilla, se corrió como la pólvora el perdón de Sepúlveda y su generosidad para con quien había intentado asesinarle. Ello causó un profundo cambio de actitud en los regidores de la ciudad hacia don Martín. El mismísimo asistente y el presidente de la Real Audiencia, pariente de los Zúñiga, se desplazaron a casa del capitán para darle las gracias por aquel generoso gesto que dejaba de forma manifiesta la gran talla moral del militar. El cabildo de la ciudad acordó fijar una buena pensión a la madre de don Martín y mejorar la de su tío, estaban en deuda con él. El padre de don Diego le envió una carta en la que le rogaba perdón, agradecía profundamente su gesto y le manifestaba quedar en eterna deuda con él.

Don Blas de Lezo felicitó a Sepúlveda por su magnánima decisión, él mismo también solicitaría del rey el indulto para Zúñiga. Fueron muchas las peticiones de perdón que enviaron grandes señores y autoridades de la ciudad, pero la que inclinó a su majestad para concederla fue la del general De Lezo. Sin embargo, la pena mayor debía conmutarse por otra, pues el delito había sido sentenciado en firme. Sorprendió la decisión del rey, en lugar de cárcel, destierro o confiscación de bienes, ordenó que don Diego sirviera diez años en la Real Armada bajo el mando directo de don Martín de Sepúlveda, pero hasta que no partiese la flota de Sevilla estaría preso en la cárcel de los hidalgos.

La nueva pena conmutada por la de muerte era mucho más leve de lo que se esperaba en la ciudad, por lo que todos los parientes de Zúñiga estuvieron satisfechos con la misma. Don Gaspar sabía que, de no ser por la clemencia de Sepúlveda y la mediación de Lezo, nadie hubiese librado a su hijo de la pena capital, les estaba agradecido sinceramente. Aquel asunto había ablandado el corazón del poderoso cargador, quien vio mermar su salud por culpa del sufrimiento padecido. Pero el hijo, al decir con sus amigos y carceleros, mantenía su altivez y desmedido orgullo; intentaba argumentar que el rey lo había perdonado por ser él quien era, no por las mediaciones de Sepúlveda y Lezo. Sin embargo, el propio don Diego y todos sabían la verdad.

Desde que Martín vio a doña Beatriz no pudo quitársela de la cabeza. No era un hombre diestro en amoríos, su vida se reducía a las armas y el servicio del rey, tenía poca experiencia con las mujeres y menos con damas de noble cuna. Cuando su hombría le avivaba los deseos solía acudir a la mancebía junto a compañeros de armas o frecuentar algunas de las muchas hembras del pueblo llano que se prendaban de él.

No tuvo problemas en informarse sobre la naturaleza de la joven que le turbaba el seso robándole el corazón, pero se lamentaba de su cruel sino; había tenido que ser también en Sevilla y dentro de la misma familia que parecía destinada a cambiar su vida y nunca positivamente. Se le antojaba una mala jugada de la fortuna, un pertinaz y maligno hado que le unía a ellos.

La joven era hija del coronel don Genaro Casamayor de la Barrera, primo hermano del padre de doña Lucía, don Pedro de la Barrera. El coronel murió en un enfrentamiento contra piratas filipinos cuando custodiaba el famoso galeón de Manila. La noticia de su muerte tardó en llegar a Sanlúcar de Barrameda, donde vivía la familia. La madre entró en una profunda depresión de la que no lograba salir, aquel estado le impedía atender a su hija de tan sólo ocho años. El galeno diagnosticó que había perdido la razón, por lo que el alcalde mayor de la ciudad determinó que se asignara un tutor a Beatriz, mientras que a su madre se le internó en un convento de monjas donde profesaba una hermana de la misma; pero la desgraciada mujer no tardó en seguir el camino de su esposo, pues tres años después moría repentinamente.

Beatriz quedaba sola, bajo la tutela de un administrador que resultó no ser honrado; cuando las autoridades se dieron cuenta de ello ya era demasiado tarde, el tutor había realizado desastrosos negocios y liquidado gran parte del patrimonio heredado por la joven, substrayendo la mayoría. Tras ser descubierto escapó a Brasil, allí no podían llegar las autoridades españolas. Los deudores de aquellos negocios se quedaron con los restos de la herencia; la joven con catorce años se vio sin casa y con una corta paga de su padre. No tenía más familia en Sanlúcar que la tía monja, quien le ofreció asilo en el convento, pero debía entrar como novicia; sin embargo, ella no tenía vocación, desde pequeña sentía miedo de aquella clausura.

Tenía dos tíos más, uno materno, canónigo en Santiago de Compostela, y otro paterno, oidor en Granada, pero ambos pusieron excusas mientras la presionaban para que entrase en el convento sanluqueño y allí profesara como religiosa, incluso ofrecieron dotarla para ello.

Fue don Pedro de la Barrera quien acogió a su sobrina en casa tras recibir una carta de la tía monja. El rico empresario de paños y telares no era un mal hombre, toda su vida se reducía a los negocios y a su hija; no frecuentaba fiestas o reuniones de sociedad, y aunque pertenecía a la nobleza antigua era uno de los pocos sevillanos que no alardeaba de ello, rechazando cargos en el regimiento de la ciudad que le ofrecían por su linaje. Sólo trataba a su suegro, el poderoso Zúñiga, con quien tenía importantes negocio, y otros cargadores y mercaderes. El poco tiempo libre que le restaba, tras atender a su familia y negocios, lo dedicaba a la hermandad de la Santa Faz de Nuestro Señor Jesucristo, de la que era el alcalde más antiguo.

La compañía de Beatriz le vendría bien a su hija, consideraba que nadie mejor que una pariente cercana podría hacer las funciones de dama de compañía para Lucía, y esa fue la tarea que le asignaron en la casa. Aunque se llevaban cuatro años, ambas jóvenes congeniaron bien, por lo que la labor de acompañante agradaba a Beatriz. Sin embargo, en los gustos no coincidían plenamente, Lucía gustaba de paños y brocados lujosos, los perfumes caros y las joyas más llamativas, le embelesaba el lujo; Beatriz era sencilla, demasiado para su alta clase, lo que contrariaba a la prima. Lucía pensó que la corta paga que le quedaba de su padre le impedía mejores galas y no tenía parte de razón, por ello le hizo ver que era absurdo, en su casa estaban los mejores paños de Flandes, Milán y París, y nada le costaba la modista de la familia; pero aun así, sólo consiguió que su prima aceptara unos bonitos trajes, no quería ser una carga para la familia, aunque poseyeran tan gran fortuna.

Don Pedro de la Barrera era consciente de la grandeza de espíritu y humildad de aquella joven que intentaba ayudar y agradar en todo, a la vez que ser discreta y pasar desapercibida para no molestar. Por ello, para no ofenderla, buscaba cualquier excusa para obsequiarla con buenos regalos; cuando no era su cumpleaños o su onomástica, regalaba a ambas por el regreso de la flota de Indias o por el cierre de algún negocio ventajoso con mercaderes genoveses.

Tras casar don Diego de Zúñiga con doña Lucía no acabó aquella gran amistad. A Lucía le hubiese gustado llevar a su prima a vivir con ella, pero sabía que iba a ser un duro golpe para el padre perder a las dos al mismo tiempo; además, estaba más tranquila sabiendo que don Pedro se encontraba bien acompañado con Beatriz. De todas formas, ambas salían juntas a diario, bien a misa, bien de compras por la ciudad.

Todo lo que oía Martín sobre aquella joven le hacía quererla y desearla, a pesar de haber cruzado tan sólo dos o tres frases con ella. Sabía que las primas iban a misa de diez todas las mañanas a la catedral. Sepúlveda era cumplidor con los preceptos dominicales y festivos de la Iglesia, pero no solía ir a misa fuera de éstos; sin embargo, se convirtió en un asiduo asistente a la de mañana.

Los primeros días sólo se saludaban al cruzarse, Martín debía tener sumo cuidado con la maledicencia de las lenguas viperinas. Toda Sevilla sabía que aquel hombre en su juventud estuvo enamorado de la esposa de Zúñiga y cómo terminó esa historia; también era público que el capitán había perdonado a don Diego salvándole la vida, si les veían juntos podría surgir la difamación, haciéndose eco de falsas sospechas que pronto aparecerían como realidades en los mentideros de la ciudad.

Pero Lucía era una joven despierta, se había dado cuenta de la atracción que su prima ejercía sobre el capitán y decidió hacerle el cortejo más fácil, le estaba profundamente agradecida. Determinó fingir una enfermedad que le impidiera ir a misa durante unos días; pero don Pedro y don Gaspar se preocuparon y solicitaron los servicios de los mejores galenos de la ciudad, quienes nada grave encontraron, diagnosticaron que se trataba de agotamiento, lo que quitó la preocupación del cabeza de familia. Beatriz no quería dejarla sola durante su convalecencia, por lo que decidió faltar a misa esos días; Lucía tuvo que ingeniárselas para que la prima no dejase de acudir a la catedral y lo hizo rogándole que rezara por ella una novena a la Virgen de los Reyes. A la vez envió un recado al capitán, en el mismo le avisaba que tendría a Beatriz sólo para él durante cinco o seis días, tiempo que debía aprovechar para caerle en gracia.

El capitán se vio sorprendido por esa epístola de Lucía. ¿Tan indiscreto había sido para que ella se diese cuenta de sus pretensiones? Pero no quiso pensar más, agradeció en su interior aquel gesto de su antiguo amor, pues no debía hacerlo por escrito, y decidió hacer frente a aquella situación, de cara, como siempre hacía con sus asuntos. A la mañana siguiente aguardó la llegada de Beatriz junto a la pila de agua bendita, respiró tranquilo cuando advirtió que venía sola, le ofreció el agua bendecida con su mano y escuchó misa junto a ella. El haber ido sin compañía le proporcionaba al capitán el mejor de los pretextos para acompañarla hasta su casa, era obligación de todo caballero.

Por el camino de regreso la joven volvió a agradecer su generoso perdón hacia el esposo de su prima; también le mostró su preocupación por la salud de Lucía, aunque no quería hablar mucho de ella, pues conocía la historia pasada. Martín quedó aún más subyugado por la fuerte personalidad y la sana naturalidad de aquella joven, muy lejos de la fingida afectación de las doncellas casaderas sevillanas de alta cuna.

Los encuentros en la catedral se sucedieron las mañanas siguientes. Martín era consciente de que la joven no había mostrado desagrado alguno por su compañía, nunca se opuso a que le escoltase a casa, e incluso algunas veces daban un corto paseo antes de llegar al palacio de los Barrera. Ella le contó su vida y Martín hizo lo mismo, obviando el suceso del pasado con su prima, pues ambos lo conocían sobradamente, sabían que podía ser un serio obstáculo para formalizar una relación estable. Sin embargo, Lucía iba a ser la mejor valedora para consolidar aquella relación, no sólo por agradecimiento a Martín, sino en su propio interés. Un noviazgo entre el capitán y Beatriz terminaría con las murmuraciones que veían motivos espurios en el perdón de Zúñiga, pues nadie olvidaba la inclinación que tuvo Sepúlveda en su juventud hacia Lucía. Además, doña Lucía era consciente de que su esposo iba a pasar los próximos diez años bajo el mando directo de don Martín en una nave de la Real Armada, con un riguroso fuero castrense; una relación familiar suavizaría la intemperancia entre ambos enemigos.

El propósito que se había marcado Lucía debía conducirlo con sumo cuidado y delicadeza, inclinando veladamente la voluntad de su prima hacia el capitán. Para lograrlo hubo de restar importancia a los sucesos del pasado; además, debía ejecutar su empresa sin que se notara demasiado, pues su esposo de seguro estaría en contra. Y lo hizo con tal pericia que persuadió a Beatriz de que aquel suceso pretérito fue una necedad de juventud sin trascendencia alguna para ella, que jamás sintió la más mínima atracción por Sepúlveda ya que prefería a don Diego; además, ensalzó tanto las cualidades de Martín, evidenciándolas por su valor, buen porte y clemencia, que la joven terminó convencida de que era el hombre de su vida.

Lucía debía maniobrar para buscar el apoyo de la familia. Su suegro se opuso al principio, una cosa era estar agradecido al capitán y otra muy diferente tener en familia a quien pudo ser causa de la muerte de su hijo, aunque no fuese culpable de ello. Pero la joven astutamente le hizo ver las ventajas que traería ese compromiso, acallaría malas lenguas y dulcificaría las futuras relaciones de su esposo con el capitán. Don Gaspar no debía olvidar que su hijo Diego estaría bajo el mando de Sepúlveda durante una década. Para terminar de inclinarle a su favor le anunció en ese mismo encuentro su preñez, que, al decir de los médicos, esta vez había arraigado bien en su vientre. No quería a un hijo sin padre y toda acción encaminada a mejorar su seguridad durante esos diez años era inexcusable.

El viejo cargador, cuya salud había salido mermada de aquellos acontecimientos, con la feliz noticia de un nieto, un heredero para su linaje e imperio comercial, pareció rejuvenecer y recobrar bríos, se encontraba restablecido de sus males. En ese momento comprendió que eran razonables cuantos argumentos había expuesto su nuera, y la apoyó en todos. Luego corrió hacia la cárcel de los hidalgos, a pesar de haber asegurado que nunca la pisaría para visitar a su hijo. Deseaba comunicarle la buena nueva de su esposa, pero no le comentó los proyectos trazados por ella, le había dado palabra de no decir nada a don Diego, pues, conociendo su desmedido orgullo, podría convertirse en un grave inconveniente.

Por su parte, Beatriz no iba a tener inconveniente alguno con la aquiescencia del tío. Tanto su hija como don Gaspar apoyarían la futura relación, él siempre las contentaba. Además, don Pedro de la Barrera valoraba mucho a aquel desconocido capitán que había sabido perdonar a quien intentó quitarle la vida.

Ambos jóvenes acordaron formalizar el noviazgo dándose palabra de casamiento, pero decidieron llevarlo en secreto para que don Diego de Zúñiga no se enterase, cuando saliera de la cárcel lo encontraría consolidado. Además, aquel era un asunto propio de la familia de la Barrera, no de los Zúñiga.

Entre la nobleza sevillana ya no se hablaba del «hijo del carpintero», como despectivamente denominaban a Martín algunos incondicionales amigos del preso, sino como el capitán Sepúlveda, cuya familia tenía distinguidos orígenes, con servidores en la Armada y miembros del alto clero; lo había demostrado para ingresar de colegial en el Real de San Telmo.

La hipócrita sociedad sevillana mudaba su criterio según le conviniera a sus intereses. Los Zúñiga y los Barrera tenían lazos de sangre con las principales familias de la ciudad, existía un fuerte clientelismo entre ellas, un nuevo miembro que ingresase en las mismas debía hacerlo con todos los beneplácitos y honores, justificándole la más alta y acreditada prosapia. Si don Martín no hubiera perdonado al vástago de los Zúñiga y no fuese a enlazar con los Barrera, por muy alta graduación militar que gozara y por muy sobresalientes méritos que poseyese, lo considerarían un advenedizo y seguiría siendo despreciado por las familias que ahora le abrían las puertas.