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              -¿Dónde está el cenador que le ha comentado a Sandy?

-En esa dirección –Coleman señaló con el dedo-. ¡El santuario de mi soledad!

-Enséñemelo.

Allí estaba, oculto a miradas indiscretas. Un rincón ignoto para el común de los mortales, al que sólo accedían los iniciados. Cercado por pétreas columnas y plantas trepadoras. Un nido donde guarecerse del mundanal ruido. Con su decorativo templete de piedra volcánica coronado por un esférico emparrado de hierro revestido de aromáticas flores.

Un macizo de vegetación sólido, protector, gobernado por el silencio y el recogimiento. ¡Había repasado mil veces sus detalles! Barandillas, linterna de piedra, cubiertas abovedadas de la cúpula, travesaños del velador, pilares, emparrado, lámpara jardinera, rústicos asientos, tarima con forma de óvalo.

-¡Es precioso! –exclamó Sabrina.

-Me alegra que le guste.

-¿Por qué la gente no lo conoce?

-Ya ha visto las vueltas que hemos dado, atravesando el jardín por zonas que no guían al visitante.

-Un lugar para iniciados.

-La cultura japonesa crea espacios reservados para preservar secretos y defenderse de la rapacidad turista.

-¿Qué tienen de malo los turistas?

Coleman se encogió de hombros.

-No destacan por respetar el medio ambiente y las tradiciones de las culturas por las que pasan como un ejército invasor. Los japoneses establecen una distinción entre los visitantes responsables y ese turismo voraz que arrampla con todo sin preocuparse de lo que deja detrás.

Sabrina se acomodó en uno de los cuatro bancos de madera labrados de forma rústica.

-Así que viene aquí a escribir.

-Apuntes sin importancia.

 

***

 

Por fin su querido Alamo Square, el tranquilo barrio residencial de Western Addition, una apacible burbuja de bienestar en medio del ajetreo turístico, de ocio y negocio, que se había apoderado de la ciudad.

La principal atracción de Alamo Square era la fila de elegantes casas victorianas adosadas, llamadas Painted Ladies en alusión a los diferentes colores de tonos pastel que embellecían sus detalles arquitectónicos, frente al parque, en Steiner Street, donde vivían los Evans.

Un lugar privilegiado, en una de las colinas sobre las que se asentaba San Francisco. Desde allí divisaban en los días despejados el Golden Gate, el puente de la Bahía y la Pirámide Transamérica, el edificio más alto de la ciudad, de doscientos sesenta metros, con su característica forma piramidal, construido para desafiar los movimientos sísmicos sobre la falla de San Andrés.

Los Evans amaban su recoleto barrio, al que se habían mudado cuando Oliver se jubiló, seducidos por los spots publicitarios, escenas cinematográficas, series y programas de televisión rodados en ese escenario.

Cruzaron el porche y entraron en la casa victoriana, su Dama Pintada particular, con tres plantas útiles, buhardilla y tejado de dos aguas, de la que se sentían orgullosos y satisfechos, Madison delante y Oliver detrás, como tenían por costumbre.

Tomaron té con pastas; eran las cinco de la tarde y les gustaba seguir el ritual vespertino inglés. Conversaron durante media hora y Madison se retiró a la buhardilla, donde había instalado el taller. Le apetecía trabajar un rato en sus esculturas, una actividad que le resultaba grata y generaba ingresos merced a la página web de Pamela, aunque era un engorro preparar los pedidos y entregárselos a la agencia de transporte.

Oliver siguió a su mujer hasta el taller como un perrito faldero. Hoy no se sentía con ánimos para ver una película o sentarse ante el televisor cambiando de canal; era imposible encontrar algo que le hiciese olvidar la vacuidad que se apoderaba de él cuando no estaba con Madison.

-¿Te molesta que te acompañe, querida?

-No, papi.

A Oliver le encantaba el taller de Madison. Era un territorio mágico, poblado por criaturas increíbles, sugerentes, que no guardaban relación con la vida cotidiana y sus personajes previsibles; representaban la visión que ella tenía del mundo.

La obra preferida de Oliver era La pensadora abatida, una escultura en bronce de treinta centímetros; una extraña mujer, de edad indefinible, muy delgada, con boina de campesino, andrajos que apenas la tapaban y pechos descolgados.

Estaba sentada, con las piernas dobladas, muy pegadas al cuerpo, y apoyaba el mentón en la mano como El pensador de Rodin, aunque ella en la palma, no en el envés. Sus rasgos exóticos y afilados sugerían una raza indígena, quizá de la Polinesia.

Sus pendientes enormes, en forma de disco, a Oliver le recordaban las tribus polinesias que vio en un documental.

 

***

 

Un respingo detrás de otro. Primero tensa, luego relajada. Tras resistirse, cedía. Conforme Lazarus se apoderaba de ella. Conquistando su cuerpo.

Sólo podía renunciar a sus aprensiones, una detrás de otra. Era absurdo negar su propio deseo, esa necesidad imperiosa.

¡Qué excitación voraz! Emily la recatada daba paso al animal sexual.

Él era un pintor plasmando la obra en el lienzo de su cuerpo. ¡Tan creativo! Sin prisa, se regodeaba. Le lamió el vientre, repartiendo suaves besos sonoros, mordisqueándolo.

Estoy gorda, qué horror.

Maldito sobrepeso. No conseguía quitárselo de encima con las dietas. La silueta envidiable no es para mí. En cambio él poseía una figura estupenda, recia, sin grasa.

¡Qué vergüenza, mi barriguita!

A él no parecía importarle. Al revés. ¡Le gustaba! No paraba de chupar la barriguita, como hizo con los pechos, y hundía la punta de la lengua en ese ombligo que la acomplejaba, demasiado profundo, grotesco.

Apenas como y todo me engorda. Él se atiborra de guarrerías y no engorda.

¡La vida es injusta!

Pero ahora eran la misma cosa; se habían mezclado.

No hay diferencias entre nosotros.

Se sintió asaltada por una sensación de irrealidad. ¿Qué estaban haciendo en ese elegante Chesterfield, el único mueble que Amy rescató del tiempo en que era fregona y saco de boxeo?

En cualquier momento podía aparecer Arturo, el chicano compañero de trabajo a quien alquilaba una habitación. O Amy.

Tranquila, tonta. Arturo regresaría a última hora de la tarde. Y Amy iba a dormir en casa de Don. No hay peligro.

¡Me muero de vergüenza! ¿Qué pensarían si la viesen medio desnuda en el Chesterfield, junto a Lazarus? ¡Uff!

Él continuaba su labor de derribo.

Se quedó helada. ¡Había ocurrido sin que se diese cuenta! El prestidigitador le había quitado zapatos, calcetines y pantalones en un abrir y cerrar de ojos. ¡Dios, le estaba lamiendo las piernas! Empezando por los tobillos, recorría las pantorrillas, con movimientos circulares, se demoraba en las rodillas, mordisqueándolas, y exploraba por detrás, donde tenía cosquillas. ¡Por favor!

La risa asoma el pico.

Serpenteando por su pecho, jugueteaba aquí y allá. Ella no quería reírse; era inadecuado, fuera de lugar. ¿Cómo evitarlo? La cara posterior de las rodillas era su punto débil, que nadie había aprovechado hasta entonces. ¿Acaso alguien lo conocía? No. Ni siquiera madre. Sólo ella. Y ahora también él.

Ocurrió lo inevitable.

Tanto va el cántaro a la fuente que acaba por romperse.

Estalló la risa. Qué liberación. ¡Nunca se había reído tanto! Esas carcajadas conmovían su ser. Un estertor de los sentidos; hacía mofa de todo, empezando por ella misma.

Se reía del excesivo aire de trascendencia y el dramatismo de sus pensamientos.

Esas abruptas risotadas lo mandaban todo a la mierda, restando valor a cuanto era importante para ella.

Reírse así, desnuda en el Chesterfield, junto a Lazarus, haciendo guarrerías, era un desacato licencioso que atentaba contra las convenciones sociales.

Soy como él, sátiro diabólico que no respeta nada.

¡Qué absurdo!

Respiró profundamente. Había consumido sus reservas de hilaridad.

Me reí más que en el pasado y a cuenta del futuro.

Tenía la cara llena de lágrimas que no eran de angustia, por primera vez.

Lazarus proseguía. Ahora su lengua, qué preciosa herramienta, lavaba esos muslos carnosos de los que se avergonzó tanto, negándose a las faldas.

Rellenos, poco femeninos. ¡A él le encantaban! ¡Qué fruición! Como un manjar los degustaba.

Cerró los ojos. El placer era tan intenso. No podía aguantar sus embestidas.

Lazarus ahora trabajaba la entrepierna. Las lengüetadas en esa zona íntima, junto al fuego abrasador, eran descargas eléctricas. Tenía el cuerpo erizado. Se le cortaba la respiración.

Chorreo excitación, empapada de placer.

Exudaba pasión por todos los poros de la piel.

El exorcista la transformaba en juguete.

Al abrir los ojos vio que había franqueado la última puerta con esa habilidad pasmosa que le impedía percatarse de sus movimientos y tomar conciencia de la realidad.

¡Me ha quitado las bragas, por el amor de Dios!

Ya no tapaban su sexo. Estaban en la mesa. Dentro de la cesta de mimbre que contenía los panes. Grotesco. ¿O quizá gracioso? Un chiste simbólico, como todo lo que sucedía en esa delirante escena.

Lazarus miraba fijamente el triángulo de vello negro y rizado.

Mi pubis se clava en su pensamiento.

Se pincha la aguja perdida en el pajar como el yonqui su chute de droga.

Mientras le chupaba el pie derecho. ¿O el izquierdo? ¡Dios, ya no podía discernir! ¿Cómo diferenciar realidad y sueño?

De rodillas, hincaba en su sexo una mirada criminal, lamiendo la planta del pie.

Otro descubrimiento.

¡Era asquerosamente delicioso que le chupase el pie igual que un perro!

Qué punto erógeno sublime. Y desconocido. ¿Cómo iba saberlo? Ella no podía lamerse la planta del pie. Y era impensable que lo hiciese otro.

Algo tan osado sólo estaba al alcance del mago-exorcista-prestidigitador.

 

***

 

Sintiendo que estaba a punto de desbordarse, la apartó. Necesitaba entrar en ella, sentir que sus cuerpos se fundían.

Ahora en su rutina sexual adoptaban la postura conveniente con tácito entendimiento.

-Eres increíble, Don.

-Y tú eres mi realidad, Amy.

Lazarus Falcon Priest
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