24

 

 

 

 

-Me encanta el Jardín de té japonés.

Un lugar de ensueño, lleno de estanques, pasarelas y vegetación exuberante.

-Se construyó para la Exposición Universal de 1894.

-Es un pozo de sabiduría, inspector.

-Algunos lo llaman Jardín Zen. Mezcla refinamiento y simpleza rural.

El conjunto era inspirador: montículos de connotaciones budistas, pétreas islas rodeadas de agua azulada, minúsculos puentecitos, rocas escarpadas de basalto de aire volcánico delimitando pequeños recintos.

Ese lugar tenía un poso iniciático.

Un templo al aire libre.

Animaba a la realización espiritual, la sanación del alma y la sublimación del amor, más allá de religiones y dogmas de fe.

Coleman señaló una linterna de piedra dos metros de alta.

-Cualquiera diría que enfoca directamente el Paraíso.

-¿Por qué la llaman linterna? ¡A mí me sugiere una flor!

-Es ambas cosas y muchas más.

-Lo que te sugiera, ¿no?

-Ese elemento decorativo está muy arraigado en la cultura japonesa. Simboliza los cinco elementos: tierra, agua, fuego, viento y cielo. Los estados evolutivos del ser humano.

Habían llegado. Coleman consultó satisfecho su reloj de pulsera. Había acortado a dos minutos y medio el previsible retraso, gracias a su pericia automovilística y buena forma física, que la detective secundó satisfactoriamente.

Observó esa construcción destinada a los participantes en una ceremonia que se remontaba al siglo XIII, cuando los samuráis tomaban ritualmente sus infusiones.

Los responsables del Golden Gate Park le habían conferido forma de pagoda, con tres alturas y un macizo tejado de dos aguas, pero en su origen tales edificaciones eran más modestas. El techo era muy bajo; había que agacharse, descalzo, y caminar a cuatro patas, renunciando al orgullo personal.

Qué maestría para emplear sabiamente los símbolos.

Sabrina reparó en el vistoso adorno floral: un círculo de pequeños cerezos manipulados para bonsái.

Los aguardaba una cincuentona de aspecto apacible y elegante vestida con buen gusto.

-¿Sandy? –dijo Coleman, sonriente.

La aludida examinaba los floreados cerezos.

Esbozó un gesto de sorpresa.

¡Vaya, un hombre atractivo y distinguido!

-Encantada de conocerlo, inspector Coleman –dijo, estrechándole la mano.

-Igualmente. Le presento a la oficial-detective Sabrina Robinson.

Sandy miró a Sabrina con admiración. Se había formado una idea errónea respecto a la apariencia de los policías de San Francisco, se reprochó, observando complacida la belleza de Sabrina y su atuendo pulcro y femenino.

-¿Nos sentamos? –propuso Coleman señalando los cómodos bancos de madera situados a ambos lados de la construcción.

 

***

 

-Tienes una sonrisa preciosa, cargada de inocencia e ilusión.

-Gracias.

Mientras ella preparaba el refrigerio en la cocina americana, se dedicó a contemplarla. Físicamente era una chica del montón. No destacaba en ningún aspecto. Estatura media. Pelo castaño corriente y descuidado. Cara vulgar. Apáticos ojos pardos. Quince kilos de sobrepeso.

La buena de Emily pasaba desapercibida; no poseía rasgos distintivos. Recatada y discreta, tenía algo rancio y anticuado, de joven macerada en tiempos pretéritos.

Se vestía con demasiada formalidad. Hechuras holgadas, colores apagados y nada de faldas. Usaba vaqueros, blusa sin escote y zapatillas deportivas. Hoy era una excepción. Pantalones ceñidos de lycra, blusa fina con el cuello en V, realzando los rotundos senos, y coquetos zapatitos de medio tacón.

La colección de cuadros bordados de la pared no estaba mal.

-¿De dónde han salido esas maravillas pictóricas?

-Las tejí yo. Me encanta bordar. Aprendí a los nueve años.

-¿Te enseñó tu madre?

-Teníamos una vecina mexicana, de Tlacolula, que pertenecía a un grupo de mujeres llamadas Las hormigas bordadoras. Se dedicaban a contar historias de su vida cotidiana a través de lienzos textiles.

-¡Súper!

-Ella me enseñó la técnica del aplique para bordar figuras con retazos de tela.

-Tienen una apariencia añeja.

-Utilizo tela reciclada y un rebozo tradicional de Mitla como base.

-Me gusta su estilo naif. Felicidades.

-¡Gracias!

Lazarus F. pensó que eran imágenes ambiguas. Aunque estaban tejidas con colores vivos y alegres, las figuras humanas transmitían tristeza y soledad. Se repetía una mujer de pelo largo parecida a Amy, en diferentes ambientes, sola, apartada de su entorno, perdida.

-¿Qué tal tu madre?

-¡Genial! ¡Está tan cambiada! Es otra persona.

-Las dos vivís un renacimiento.

-Nos pasamos el día riéndonos y gastando bromas. Se acabaron las caras largas y los pensamientos negativos.

-Amy parece tu hermana.

-Es como una adolescente con su primer amor.

-¡Fantástico!

-¿Me quieres, Lazarus?

-¡Mucho!

-A veces me parece increíble que un hombre como tú se fije en mí.

-El amor es magia.

-Ojalá.

-Cuestionarlo no tiene sentido.

-Yo creía que nunca iba a ocurrirme.

-Ha llegado tu momento.

-Es un sueño del que temo despertarme.

-Los sueños se cumplen, a veces.

-En las novelas, las películas y los cuentos de hadas.

-Y en la realidad.

-Tengo que aprender a dominar mi miedo. A Amy le pasa lo mismo. Los hombres como mi padre no deberían ir libres por el mundo. Se alimentan del sufrimiento de los demás.

-Bueno, ahora tiene a Don.

-Lo adoro. ¡Es tan sensible y comprensivo! Vive con la idea fija de hacer feliz a Amy.

-Tu madre no está acostumbrada a ser feliz. El amor es para ella un juguete desconocido y lleno de peligros. Nadie nace sabiendo. Debemos aprender a sufrir. Y a ser feliz. El secreto está en la moderación y el equilibrio.

-¡Exacto! Tú eres tan sabio, Lazarus. Me encanta hablar contigo.

 

***

 

A Oliver le resultaba significativo que Pamela y ese hombre fueran compañeros de estudios y ahora él trabajase de camarero mientras ella ganaba una fortuna en Silicon Valley. Era asombrosa la selección natural de las especies o la fortuna.

-Voy a por su pedido –dijo el camarero despidiéndose con la mano.

-Parece un buen tipo.

-Ya sé cómo se llama, papi. De repente me ha venido su nombre a la cabeza. Pam me habló alguna vez de él. Patrick O’Connell.

-Se nota que es irlandés.

-Era el empollón de la clase.

-¿En el colegio?

-En el instituto de enseñanza secundaria.

-No ha prosperado mucho.

-En esa época Pam no paraba de ir a la playa con sus amigas para coquetear con los surfistas.

-Y en casa se pasaba el día enganchada a los videojuegos.

Nuestra Pam era una estudiante mediocre, pensó Oliver.

-Ha tenido la suerte de convertir su ocio en negocio –dijo Madison.

-Y que lo digas.

-En Silicon Valley programa los videojuegos que le quitaban el sentido de adolescente. A Curtis le pasa igual.

-Los irlandeses son una raza aparte. Les sale todo torcido. ¡Y pensar que en nuestro país hay cuarenta millones de irlandeses!

Madison resopló.

-Ha llovido mucho desde que nos independizamos de los españoles en mil ochocientos veintiuno, papi.

-Estamos llenos de negros, chinos, irlandeses, hispanos y gays.

-¡Oh, por favor!

-En la lucha por la supervivencia las minorías se pisan entre sí y al final somos todos minoritariamente mayoritarios, por contagio.

El camarero trajo el pedido en una bandeja y lo desplegó en la mesa con movimientos gráciles y rápidos.

-Hijo, tú te llamas Patrick O’Connell, ¿no es así? –soltó Madison con esa franqueza suya que en ocasiones le causaba problemas.

Patrick esbozó un gesto de pasmo, desfigurando graciosamente sus rasgos correctos, a lo Pierce Brosnan.

-Pues sí.

-Pam hablaba mucho de ti cuando estaba en el instituto.

-¿De veras?

-Me dijo que eras el primero de la clase.

Patrick se ruborizó.

-Eran otros tiempos. En esa época podía estudiar, aunque trabajaba con mi padre desde los doce años.

-Vaya.

-Cuando acabé el instituto murió mi padre y tuve que hacerme cargo de la familia.

-¿No fuiste a la universidad?

-Imposible. Y aquí estoy, trabajando día y noche. Del Bubba me voy al SoMa District. En las discotecas me emplean por horas para vigilar la entrada de los clientes.

-¿De dónde es tu familia?

-Vivió durante tres generaciones en Eureka Valley. Antes era el gueto de los irlandeses. Luego llegaron los gays y lo cambiaron todo. Se apoderaron del barrio.

-Pocos saben que The Castro, la meca de los gays, antes se llamaba Eureka Valley –intervino Oliver.

Lazarus Falcon Priest
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