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-Me refiero al tipo que violó a tres mujeres en la calle 24, a la vuelta de tu casa.

              -¿Frederick Dozier? Bueno, lo han condenado; no arruinará la vida a más mujeres. Es una ciudad segura, cariño.

              Amy no estaba de acuerdo. Ella conocía otra cara de la realidad.

-He mantenido clarificadoras conversaciones con Alma Muñoz.

-¿Quién?

-La directora de SFWAR, Mujeres de San Francisco Contra la Violación.

-Ah.

-Nos reunimos en el pobre sótano que desde hace cuarenta años sirve de sede a la asociación.

-Tu matrimonio empezó fruto de una violación, ¿no?

-Mi ex marido me violó durante un campamento de verano. Cuando aún éramos menores. Luego nuestras familias respectivas pensaron que lo mejor era casarnos, para evitar escándalos y que no me viese obligada a abortar. La mezcla de estupidez y fanatismo religioso es una combinación muy peligrosa.

              -La Misión es un barrio de lo más tranquilo.

              Don parecía un disco rayado.

Estaba empeñado en que se mudase a su casa.

 

***

 

-Recuerdo haber comprado uno de sus cómics caseros. James me comentó que la autora era una artista que se auto-publicaba y distribuía personalmente sus obras en las tiendas.

-¿Le gustó?

-No, la verdad. Demasiado truculento y espeso. Yo leo cómics para entretenerme, no para pasarlo mal.

Se hizo el silencio en la oficina del inspector, donde reinaba un confortable desorden. Coleman y Sabrina habían imprimido pinceladas de su personalidad, empezando por las fotografías que presidían la mesa. La del inspector, muy reciente, lo mostraba en sus pletóricos cincuenta y tres años. Alto, apuesto, distinguido. Luciendo con ese estilo suyo elegante el traje que acababa de comprarse en John Varvatos.

Coleman se hizo retratar en su querida Chinatown, al pie de una vistosa casa con forma de pagoda. Como era de esperar había posado de escorzo, con la cabeza ladeada, mostrando el lado izquierdo de su rostro, el bueno. En el derecho tenía una fea cicatriz, impresionante si uno la veía por primera vez, que le atravesaba la cabeza desde la sien hasta el mentón, lo cual era una lástima, a juicio de Sabrina.

Por lo demás el inspector era un cincuentón atractivo, comparable a George Clooney o Bruce Willis, con el que compartía la calvicie. Claro que Bruce Willis exhibía su cabeza calva sin el menor reparo y en cambio Coleman la ocultaba con su variado repertorio de sombreros adquiridos en Faze Apparel, uno cada tres meses, con pulcra puntualidad, para seguir nutriendo su colección.

La fotografía de Sabrina fue tomada ocho meses atrás, el día de su vigésimo séptimo cumpleaños, frente al edificio principal de la prisión de Alcatraz, adonde ella acudió tras abonar los treinta y tres dólares que costaban los servicios del tour turístico, que incluían paseo en barco alrededor de la isla, documental en audio de cuarenta y cinco minutos, el Doing Time: Alcatraz Cellhouse Tour -donde intervenían antiguos funcionarios de prisiones y convictos de los tiempos en que la popular cárcel estaba en activo-, vídeo orientativo producido por Discovery Channel, visita guiada desde el muelle hasta los jardines históricos y las sórdidas dependencias carcelarias, y el extra final: vívida audio-guía que ponía los pelos de punta al visitante más insensible, a elegir entre Historias de Alcatraz y Sonidos de Alcatraz, la opción por la que se decantó Sabrina; había escuchado la otra en su visita anterior.

Como era de esperar la audio-guía le impresionó. Se emitía cuando era noche cerrada y mostraba la ceremonia de apertura y cierre de puertas de toda la cárcel, reproduciendo la sensación claustrofóbica que padecían los prisioneros.

-Amy vivía en la escena del crimen junto a su hija Emily, una joven de veintidós años que trabaja de encargada en un conocido pub de la zona –prosiguió la detective.

-¿De encargada, tan joven?

-Fue contratada en el local cuando tenía dieciséis años; al parecer es una persona muy capaz y responsable.

-Una excepción. A los jóvenes norteamericanos de hoy en día sólo les interesa alcanzar un grado de imbecilidad supina asomándose al espejito mágico de sus juguetes tecnológicos.

Sabrina sonrió.

-¿Don era su marido?

-Su novio. Salía con él desde hacía unos meses. Se separó del marido seis años atrás. Era un maltratador.

-Muy viril.

-Don fue a pasar la noche en casa de Amy porque Emily se ha ido de acampada con su novio al Yosemite.

-¿Quién dio la voz de alarma?

-Un vecino de la zona llamó al teléfono de emergencias a las dos y media de la madrugada –Sabrina sacó un papel del portafolio-. Dijo: Estoy en Woodacre y acabo de oír seis disparos y después he oído a alguien que corría calle abajo por Red Book. Hemos oído a alguien que entraba en un coche. La operadora replicó: ¿Puede decirme algo del coche? ¿Qué ha visto? Y el comunicante dijo: Nada. Siete minutos después la centralita de emergencias recibió una llamada del camarero hispano, compañero de Emily, al que han alquilado una habitación. Dijo: La madre de mi casera y su novio están muertos. Y la operadora le informó que había unos agentes en camino.

-¿Cuántos disparos?

Sabrina tomó del portafolio cinco fotografías que mostraban la escena del crimen desde diferentes ángulos.

-Seis. Tres por cada víctima.

El inspector examinó las fotografías. Don estaba tumbado en el suelo. Parecía haberse caído de la cama mientras recibía los disparos, como si hiciese un intento desesperado por defenderse. Amy estaba tumbada en la cama, rodeada por un charco de sangre.

-¿Munición?

-Balas de nueve milímetros.

-¿Huellas dactilares?

-No.

-¿Móvil presumible?

-Ninguno, por el momento.

-¿Algún potencial enemigo en el entorno de las víctimas?

La detective denegó con la cabeza.

-Tanto Amy como Don eran personas solitarias, aunque él tenía que tratar a muchos clientes y proveedores en la tienda que regentaba y ella conocía a todos los comerciantes de cómics de San Francisco. No hay constancia de ninguna enemistad.

-¿Qué ha sido del maltratador?

-El ex marido de Amy falleció hace un año de una embolia cerebral.

Coleman rió sin humor.

-Ahora entiendo por qué han retirado el caso a la oficina del Sheriff y nos lo han endosado a nosotros.

Sabrina prefería no hacer comentarios. La guerra de competencias jurisdiccionales entre el San Francisco Police Department, al que ellos pertenecían, y el San Francisco Sheriff’s Department era un culebrón interminable.

En cambio Coleman se mostraba crítico con sus mandos siempre que tenía ocasión. Consideraba que el Departamento de Policía estaba gangrenado por corruptelas varias. Empezando por su superior inmediato, el teniente Clark. Es un meapilas descerebrado fanático, decía.

Según Coleman el teniente Clark se había sacado una secta de la chistera, la Iglesia de Yoda, que veneraba al popular personaje de Star Wars. Los fieles se reunían cada domingo al pie de la estatua de tamaño natural del maestro de los jedi situada junto al Golden Gate Bridge, en los jardines del parque el Presidio, entre palmeras y eucaliptus. Allí arengaban a los peregrinos, fans y curiosos que se acercaban a contemplarla.

Aunque el teniente Clark no tenía aspecto de Yoda con puntiagudas orejas de soplillo y pies en forma de garras, aspiraba a ser un Maestro de la Fuerza con los poderes que George Lucas había conferido al personaje en la película. Clark y sus correligionarios captaban adeptos asegurando a los seguidores de la exitosa saga que si bebían el agua de la fuente instalada al pie de la estatua de Yoda, que contenía la sabiduría universal, serían bautizados en su Iglesia.

Algunos los tomaban en serio. Veían al maestro jedi como un tótem religioso. Y su pétrea recreación los sugestionaba más que la Estatua de la Libertad.

 

***

 

Lazarus P. avanzaba a velocidad moderada por la US-101 hacia Oregon Expy. Se sentía sobreexcitado. Le ocurría siempre que se dirigía a Palo Alto, a casa de su madre. Era una mezcla de ilusión y temor.

-¡Vas a pasarte la salida! –exclamó Lazarus F.

Lazarus P. dio un volantazo justo a tiempo para tomar la salida Embarcadero Rd/Oregon Expwy. Luego siguió hasta Ross Rd, se incorporó a Oregon Avenue y aparcó frente al número trece.

En el trece de Oregon Avenue, en Palo Alto, se encontraba la casa de los horrores, a juicio de Lazarus F.

-¿Me esperas aquí?

-Claro.

-Puedes poner música. Ayer metí más en la guantera. Hay de todo: Creedence Clearwater Revival, Santana, Grateful Dead, Journey, Jefferson Airplane.

-El rock pastelero te lo dejo a ti, Priest.

-También Faith No More.

-Sólo me gusta el punk. Un acorde de Dead Kennedys tiene más valor que todo lo que has mencionado.

-Como quieras.

Lazarus P. abandonó el Dodge dando un portazo.

Cuando se disponía a apretar el timbre, la puerta se abrió y apareció Sibylle.

-¡Madre!

-Pasa.

Lazarus P. entró en la casa y se acomodó en una silla. Sibylle se quedó de pie en mitad del salón, debajo de la lámpara de araña, con los brazos en jarras.

Ahí estaba madre; no había cambiado nada.

Sibylle con sus gafas de montura gruesa cuyas lentes le empequeñecían grotescamente los ojos. Y ese pelo negro y estropajoso que le caía sobre la espalda y los hombros. Y la delgadez cadavérica. Sumergida en el característico vestido espantoso y obsoleto que tapaba recatadamente su cuerpo alámbrico, dejando ver sólo un fragmento de las huesudas pantorrillas.

Parecía mentira que esa mujer tan menguada y exenta de atractivo fuese su madre. Resultaba increíble que un hombre le hiciese el amor. Pero así ocurrió, de lo contrario no estaría él allí.

-Has sido un niño bueno –dijo la voz ronca, grave, autoritaria, de Sibylle.

-Sí, madre.

-Realizaste mi sueño, el que alenté para ti. Fuiste sacerdote y la luz de Robert Davis eclipsó tu oscuridad.

-Sí, madre.

-Las dos identidades se unificaron en tu deslumbrante personalidad.

Eso no lo tengo claro, se dijo Lazarus P.

-Luego los triunfos vinieron rodados. Entraste en Morgan Stanley, te compraste una hermosa casa y un bonito coche, te casaste con Fiona y tuviste dos hijos preciosos, Rita y Terry, la parejita perfecta.

-Así fue, madre.

Sibylle le sostuvo la mirada. Al recibirlo estaba rígida, tensa, como de costumbre. Ahora temblaba, a punto de estallar, por una razón que él ignoraba.

¿Por qué lo había convocado a través del campo astral?

Ella no compartía la modernidad; abjuraba de la tecnología. No tenía televisión, teléfono fijo, móvil ni ordenador. En su casa no había ningún electrodoméstico. Lavaba la ropa a mano y consumía los alimentos rápidamente, para evitar que se estropeasen.

Cada tres días venía el repartidor con la compra; sólo salía de casa para acudir a la iglesia, una vez por semana, a pie; no le gustaba utilizar los medios de transporte. Debido a su vida sedentaria resultaba un trayecto agotador, dos horas de caminata, el tiempo que tardaba a su ritmo lento para ir hasta el templo crowder más cercano, situado en el 3865 de Middlefield Rd, y regresar a casa.

El mundo exterior de Sibylle se reducía a ese itinerario formado por las calles Oregon Avenue y Middlefield Rd., una L perfecta en su simplicidad, con su ángulo recto. Eso era todo.

-Hace mucho tiempo que no veo a Fiona y a tus hijos.

-Lo sé.

-¿Por qué te has dejado el pelo largo?

Lazarus P. se encogió de hombros. Le gustaba su nuevo look. Con coleta se sentía un indio salvaje.

-¡Llevas unas ropas tan vulgares! Antes siempre ibas con traje y corbata.

-Impecable.

-Has cambiado.

-Pues sí.

-¿Regresó tu mitad oscura?

-Tal vez.

-¿Abjuras de Robert Davis?

Lazarus P. sonrió.

-Se han invertido los términos, madre –dijo, desafiante.

Lazarus Falcon Priest
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