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El tenso ambiente podía cortarse con un cuchillo, como decían en las novelas.

¿Por qué su jefe se empecinaba en provocar a ese energúmeno?

¡Mierda, qué pesadilla tener un padre así! Se compadecía de Fiona: aovillada en el sofá, enterraba la cabeza entre los brazos.

-¡Diablos, Emma, haz callar a ese maldito chucho!

La señora Duncan atenazaba al fox terrier.

-Milú no es un vulgar chucho –balbució en tono lastimero.

Al señor Duncan lo contrariaban esos furiosos ladridos, un elemento discordante para desautorizarlo precisamente a él. Milú era una prolongación de su mujer; se hacía eco de las protestas que ella no se atrevía a verbalizar.

Dio un tirón a la cadena y volvió a sonar la Campana de la Libertad, símbolo del abolicionismo, a la que él confería una interpretación libre, a tenor del uso que le daba.

El estridente y desagradable carrillón trajo de nuevo al mayordomo negro, su acostumbrada solicitud y su espalda doblada por un peso inmaterial.

-¡Hart, llévese a ese chucho; no lo aguanto más! –farfulló el señor Duncan.

El mayordomo dirigió una mirada de conmiseración a la señora Duncan, agachando la cabeza sumisamente, y comenzó un nuevo forcejeo. Ambos tiraban del fox terrier como en la cinchada. El nervioso Milú seguía ladrando, con la mirada fija en el señor Duncan, ajeno a la pugna de la que era objeto.

Su enemigo era el amo de la casa.

A Sabrina le llamó la atención la complicidad entre la señora Duncan y el mayordomo. Se compadecían de la suerte del otro y participaban en ese forcejeo a regañadientes, obligados por el señor Duncan. Había entre ellos más comprensión, respeto e incluso ternura de los que nunca hubo entre ella y su marido.

Hart no se empleaba a fondo en esa modalidad de cinchada que sustituía la cuerda por el fox terrier. El juego de la soga se convertía en un infantil tuyo-mío mientras los contendientes se miraban poniendo cara de circunstancias, enfrentados por culpa del señor Duncan, a quien ambos detestaban, presumiblemente.

Fiona, ausente, se abrazaba las piernas con aire compungido, gimoteando como una chiquilla desvalida.

¡Qué patética escena!

Sabrina echó una ojeada al inspector para indicarle que no aguantaba en esa casa estrambótica.

Haz de tripas corazón, fue la réplica muda de Coleman.

Claro, ella era oficial-detective del Departamento de Policía. No estaban allí de visita. Como decía su jefe, un buen policía debe adaptarse a cualquier ambiente, cual camaleón, y mantenerse impasible, por hostil que sea el entorno.

Coleman, como era previsible, no se dejaba impresionar. Asistía al drama de vodevil sin dar muestras de extrañeza.

El poli es un voyeur de la sucia realidad, argüía.

Somos testigos, en primera línea de fuego, en vivo y en directo, de los desmanes y atrocidades que el vulgo ve de refilón en los noticieros televisivos.

Requerimos tragaderas. ¡Tolerancia emocional!

Esta privilegiada situación nos permite conocer a fondo el comportamiento humano, al margen de estereotipos simplistas, señorita Robinson.

A juicio de Coleman el policía inteligente tenía la oportunidad de erigirse en filósofo callejero, extrayendo sabias enseñanzas de sus experiencias cotidianas.

Claro que sus colegas eran autómatas teledirigidos por el procedimiento y la basura suburbana no les suscitaba ninguna reflexión.

-¡Esto es ridículo! –exclamó el señor Duncan, exasperado.

Al comprobar la inoperancia de ese maldito negro conchabado con Emma, arrancó al fox terrier de los brazos de su mujer violentamente y ni ella ni el mayordomo tuvieron coraje para impedirlo. En cambio Milú, más belicoso, dio un mordisco a su atacante, aunque al hacerlo atentase contra su propia supervivencia.

Ignora el refrán: no muerdas la mano que te da de comer, se dijo Coleman, encantado con su valor. ¡Todos los presentes habrían hecho de buena gana lo mismo si hubiesen estado en su lugar!

El señor Duncan profirió un alarido, arrojando al fox terrier a los brazos del mayordomo.

-¡Por Dios, Hart, llévese a esta criatura diabólica y enciérrela en un sitio donde no vuelva a verla o tendré que cortarle la cabeza!

El mayordomo salió corriendo con expresión de pánico, controlando a duras penas a Milú, que daba brincos en sus brazos como si saltase sobre una cama elástica. Los furiosos ladridos resonaron por toda la casa, conforme el fox terrier era conducido al lugar que Hart había escogido como celda: el sótano, la bodega o lo que hubiesen habilitado los Duncan en el subsuelo.

De improviso se hizo el silencio.

-Todo lo que pasa en esta casa es injusto. ¡Estoy harta! –dijo la señora Duncan.

-¡Cállate, Emma, o le diré a Hart que te encierre a ti también! –replicó entre bufidos el señor Duncan, levantando el puño, que resultaba más amenazador por las amapolas de sangre que afloraban en los nudillos.

Fiona hipó audiblemente, lo cual resultaba significativo; era la primera vez que daba señales de vida desde su refugio en el sofá. Los presentes se volvieron hacia ella, sorprendidos, esperando que dijese algo, pero no fue así.

Al ser objeto de la atención general, Fiona enterró de nuevo su rostro.

El señor Duncan encaró al inspector, amenazándolo con el puño, en cuyos nudillos se extendían las amapolas de sangre.

-¡Salgan de mi casa inmediatamente! –barbotó, fuera de sí.

Coleman negó con la cabeza.

-Me gustaría hacerle unas preguntas a su hija. A solas –dijo.

-¡De ningún modo! ¡No lo permitiré! ¿Quién se ha creído para echarme de mi propia casa? ¡Mi hija no contestará a sus estúpidas preguntas! ¡No tiene nada que decir!

Coleman se encogió de hombros.

-Si lo prefiere le enviamos una citación oficial para que declare en comisaría. Si se niega a comparecer, el Departamento de Policía de San Francisco presentará cargos contra ella por desobediencia.

El señor Duncan, con el rostro encendido por la rabia, las venas del cuello hinchadas y el cuerpo trémulo, debía tragarse el orgullo y dar su brazo a torcer. Era preferible que Fiona atendiese a los policías allí que en comisaría, a merced de esos hurones desalmados.

No era fácil aceptar aquella derrota inédita en su reino, ante sus sirvientes, se dijo el inspector, examinando con prurito científico los esfuerzos del sujeto para asimilar una situación tan deshonrosa.

El señor Duncan estaba colapsado, sancochándose en un sofrito de impotencia.

Su puño amenazador comenzó a replegarse. Los hombros se abatieron. La cabeza, antes bien erguida, decaía. El semblante expresaba estupor.

-Está bien. Le concedo cinco minutos –dijo-. ¡Vámonos, Emma!

En el umbral se volvió hacia su hija, recobrando la compostura arrogante.

-¡Nena, mucho cuidado con lo que dices! –exclamó, imperativo, provocando que Fiona se estremeciese.

Luego los Duncan abandonaron el salón.

¡Mierda, qué indeseable de la peor calaña!, se dijo Sabrina. ¿Cómo podía haber hombres tan despóticos, necios e insensibles?

Coleman le hizo un guiño de entendimiento y se sentaron en el sofá, junto a Fiona.

-¿Sería tan amable de contestar a unas preguntas? –dijo, empleando ese tono caballeroso que a Sabrina tanto le gustaba; ¡lástima que su jefe lo reservase para ocasiones puntuales!

Fiona asintió, echando un vistazo temeroso a la puerta para comprobar que el lobo se había eclipsado.

Al inspector le alegró que emergiese de su enterramiento voluntario. Era imposible interrogar a una persona que formaba un capazo protector con el cuerpo. ¿Cómo adivinar sus pensamientos si ocultaba el rostro?

Dadas las circunstancias prefería que la señorita Robinson tomase el timón. Le hizo un guiño elocuente y se arrellanó en el sofá para observar.

-Investigamos a tu ex marido –empezó la detective.

-¿Por qué?

La voz de Fiona era dulce.

-Creemos que está involucrado en un doble asesinato.

-¡Dios mío! ¿Dónde?

-En Woodacre.

-No lo entiendo.

-Sabemos que tú no tienes nada que ver, pero nos gustaría que nos ayudes a completar su perfil psicológico.

Hubo una pausa.

-¿Te parece bien?

Fiona asintió, mirando a la detective con simpatía. La cosa marchaba sobre ruedas, se dijo Coleman. ¡La señorita Robinson tenía una mano de seda para tratar a la gente!

-¿Puedes decirnos qué tal fue vuestro matrimonio?

Fiona carraspeó.

-Bien, al principio. Nos queríamos.

Sabrina comprendió que era fácil hablar con esa mujer. Lamentaba que no pudiese aprovechar su inteligencia.

Fiona necesitaba desahogarse y en el seno de su familia parecía imposible.

Quizá el desarraigo sentimental y la égida paterna la habían aislado.

Se respiraba su soledad. Estaba prisionera. Era fácil imaginarse a los carceleros: educación aberrante, matrimonio marrado, padre tiránico, dependencia material y psicológica e incapacidad para echarse la manta a la cabeza y buscarse la vida por sí sola.

Había algo más, que ignoraba Sabrina. En esa mirada recelosa y esquiva se emboscaba el miedo.

Su secreto la corroía por dentro y le hacía sentirse humillada.

 

***

 

Samantha encendió un cigarrillo, acomodándose en el sofá, abrumada por la descarga de sexualidad visceral.

-¡Mierda, Lazarus, qué bestia eres! –dijo, mirando hacia el techo.

-Los seres humanos tenemos el defecto de no valorar nada y olvidarlo todo. El presente nos engaña, siempre.

Lazarus F. guardó la pistola.

-Ha sido un inmenso placer. ¡Suerte, muñeca! –dijo, intuyendo que no volvería a verla, y salió del apartamento.

Ahora todo era deprimente: el pasillo, la moqueta, las puertas de roble. Y el ascensor. Y el tipo trajeado que olía a colonia Diavolo de Antonio Banderas. Y el vestíbulo con aire de hotel pijo. ¿Por qué a renglón seguido de un polvo memorable le daba ese bajón anímico?

Sístole y diástole de la psicología.

Todo lo que sube, baja, se dijo estoicamente mientras recorría el trayecto hasta el viejo Dodge.

-¿Qué tal ha ido, Falcon?

-De puta madre.

-¿Por qué traes esa cara de velatorio?

-Es el efecto post coitus. ¿Has vuelto a sacar esa maldita foto de la ex y los nenes?

-Así mato el tiempo cuando follas a tus zorras.

-¡Puto curita! Tienes los sermones grabados a fuego en la mollera. ¿A quién se le ocurre meterse a sacerdote crowder? Madre hizo un buen trabajo de deconstrucción psicológica. La llamada de la culpa, ¿no? Fíjate qué pinta de mema tiene Fiona.

-Una niña de buena familia, educada y respetuosa, como debe ser.

-Potable como mujer de un curita crowder y exitoso ejecutivo de Morgan Stanley. Tradicional, sumisa y consentidora. ¡Joder, Priest, no me digas que has llorado mientras me ventilaba a Samantha! ¡Deja de mirar la puta foto! ¿Cómo puedes sentirte orgulloso de Rita y Terry? ¡Son Tom y Jerry en versión crowder!

 

***

 

-Dice Pamela que está inspirado en la parte de la película donde Forrest se alista en el ejército para ir a Vietnam.

-¡Vietnam, qué horror! –exclamó Madison, esbozando un gesto de desagrado.

-En esa época Forrest sólo tenía un amigo.

-¿Quién?

-Benjamin Buford, apodado Bubba.

-Ahora entiendo el nombre del restaurante.

Oliver sonrió.

-Bubba era un fanático de las gambas. Se pasaba el día imaginándose mil formas de cocinarlas. Así se evadía de la guerra. Forrest y él decidieron montar un restaurante de gambas cuando abandonasen el ejército.

-Así que podrían aparecer por aquí Bubba o Forrest.

-Bubba murió antes de ver realizado su sueño.

-Los empresarios hosteleros son fantasiosos para sacarse franquicias de la manga. Imagino que habrá Bubba Gump por todas partes.

-En California hay unos cuantos: Hollywood, Santa Mónica, Long Beach, Monterey. Creo que en Anaheim también.

-¿Y en otros estados?

-Claro: Florida, Colorado, New York, Texas…

-Pamela y Curtis fueron al de Times Square cuando estuvieron en la gran manzana.

-En Hawaii hay tres, empezando por el de Honolulu.

-Se extenderán por el planeta como un ejército de legionarios romanos.

-Hay unos cuarenta Bubba Gump repartidos por el mundo, querida.

-¿En Japón?

-Y en México, Malasya, Filipinas, Bali. Es la cadena de restaurantes de marisco más popular.

Madison resopló.

-¡De lo que no es capaz la moda, Dios mío!

Lazarus Falcon Priest
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