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-Compraron estos collares para regalárselos a mis hijas –dijo Pamela señalando a las niñas que jugaban con Matilda a una distancia suficiente para no oír su conversación.
-Entiendo –dijo Coleman con seriedad.
A Pamela se le saltaron las lágrimas.
-Ayer fue su cumpleaños. Habíamos quedado en que viniesen aquí a celebrarlo. Los estuve llamando todo el día y no me cogían el teléfono, lo cual nunca había ocurrido. Mis padres son el colmo de la corrección y la puntualidad, ¿entienden?
-Ajá.
-Así que Curtis y yo cogimos el coche y nos plantamos en su casa. Tenemos una copia de la llave, por lo que pueda pasar. Su coche no estaba en la plaza de garaje.
-¿Qué coche tienen?
-Un pick-up Nissan NP300 color blanco, matrícula 9J29577.
Sabrina anotó los datos.
-¿Sus teléfonos móviles dan tono de llamada?
-Están apagados.
Pamela sopesó los estuches de los collares y volvieron a empañársele los ojos.
-Los regalos de mis hijas estaban en la encimera de la cocina, envueltos, en el mismo lugar donde los habían puesto justo después de comprarlos, pensé.
-¿Encontró el ticket de compra?
Pamela dejó los estuches sobre la mesa.
-No, pero he averiguado cuándo los compraron. Me puse en contacto con la tienda. Mis padres ni siquiera habían sacado los regalos de la bolsa. Es el Pearl Factory de Pier 39.
Buen local, aprobó Sabrina. Había adquirido allí varios pendientes cuando iba de compras al centro comercial.
Coleman se dijo que Pamela era una mujer despierta y con iniciativa.
-El dependiente que los atendió es un conocido mío. Nosotros a veces vamos a Pearl Factory, aunque personalmente prefiero Tiffany para los artículos de joyería. Es un argentino muy amable. Se acordaba de los collares y de mis padres. Me dijo que los atendió hace cinco días.
Cinco días de desaparición es mucho tiempo para un matrimonio rutinario, pensó el inspector.
-Llamé a los locales de la zona y di con Patrick O’Connell, un antiguo compañero mío de colegio que trabaja de camarero en el Bubba Gump. Me ha confirmado que mis padres comieron allí el mismo día que compraron los collares.
Sabrina pensó que los padres de Pamela tenían sus mismos gustos. A ella le encantaba ese restaurante.
-Patrick me ha dicho que mis padres se olvidaron de pagar al marcharse –añadió apresuradamente Pamela, tras sonarse la nariz con un bonito pañuelo que sacó del bolso.
-¿Eso es habitual?
-¡Qué va! ¡Mi padre es el hombre más correcto que se pueda imaginar! Daría la vuelta al mundo por saldar una deuda. No me cabe en la cabeza que deje sin pagar cinco días la cuenta del Bubba Gump.
Pamela apretó el pañuelo dentro de su puño.
-También llamé al vecino de mis padres. Su teléfono está en la guía. Me ha confirmado que lleva cinco días sin verlos.
-¿Tampoco el Nissan?
Pamela denegó con la cabeza.
-¡Dios mío, es como si la tierra se los hubiese tragado! –exclamó, levantando los brazos.
Eso exactamente ha sucedido, se dijo Coleman. Según la oficina del Sheriff los terminales de los Evans llevaban cinco días fuera de servicio. Claro que la espabilada Pamela había avanzado mucho más que la oficina del Sheriff haciendo unas cuantas llamadas telefónicas.
La información del vecino, el dependiente de Pearl Factory y el camarero del Bubba Gump era más significativa que la obtenida por la oficina del Sheriff, que sólo se puso en contacto con la compañía que gestionaba el servicio de telefonía móvil de los Evans.
Aparecieron las gemelas, seguidas por Matilda, apurada por no haber podido contenerlas. Saltaron sobre el sofá rinconera para acoplarse a los lados de su madre.
-Éstas son mis niñas, Daisy y Cynthia –dijo Pamela, fulminando con la mirada a la empleada.
-¡Mami, mami, tengo mocos! –dijo Daisy.
Pamela sonó la nariz a sus hijas, distraídamente, empleando el pañuelo que había usado ella.
Sabrina se dijo que eran unas criaturas celestiales. Al fijar la atención en ellas recordó haberlas visto en alguna parte. ¡Claro que sí! En televisión. Y en carteles publicitarios. ¡Eran ellas, resultaban inconfundibles, mujercitas hechas y derechas en miniatura! Protagonizaban el spot de un conocido fabricante de ropa.
-¿Quiénes son estos señores, mami? –preguntó Daisy; parecía más despierta, a juzgar por la agudeza de su mirada.
Pamela se quedó bloqueada; esa pregunta la ponía entre la espada y la pared.
-Verás, nena, son…
Daisy no se amilanó por la incomodidad de su madre y apuntó acusadoramente con su dedito índice a Coleman.
-¿Quién eres tú? –dijo, inquisitorial.
-¡Daisy, no seas insolente!
El inspector esbozó una sonrisa conciliadora, encogiéndose de hombros. Le apetecía decir que era la reencarnación del pato Donald, su personaje preferido de dibujos animados.
-Sé que estos señores han venido para hablar de los abuelos. ¿Por qué no vinieron ayer los abuelos? ¡No nos han dado nuestro regalo de cumpleaños!
Pamela miró con tristeza los estuches que contenían los collares de perlas que sus padres habían comprado antes de ser tragados por la tierra. También Cynthia miró los estuches, siguiendo la mirada de su madre; en sus bonitos ojos de color azul marino palpitó un destello de entendimiento que a la detective no le pasó inadvertido.
Así que Daisy era la lanzada y Cynthia la inteligente.
¿Por qué Pamela no había entregado los collares a las niñas diciéndoles que eran el regalo de sus abuelos? ¿Para evitar preguntas que no podía responder sin alarmar a sus hijas?
-Les agradecemos su atención –dijo Coleman, poniéndose de pie, y guiñó un ojo a Daisy, que no le quitaba la mirada de encima, impactada por la presencia del inspector.
Hasta ese instante Curtis había permanecido petrificado en un recodo del sofá rinconera, con los brazos y las piernas cruzados. Se levantó bruscamente para estrechar de nuevo la mano a los policías.
-Muchas gracias por todo –balbució tímidamente.
-Nos pondremos en contacto con ustedes en cuanto tengamos alguna noticia –dijo Sabrina, sonriente, para distender la atmósfera.
A Matilda se le había descolocado la cofia a causa del embarazo que le provocaba perder el control sobre las gemelas; la cofia se veía torcida sobre su gran cabeza, como la boina de un marine.
Volvió a acompañarlos a través de ese jardín atestado de figuras africanas de aspecto tétrico que contemplaban su paso con el mismo aire acusador de la pequeña Daisy, bamboleando sus prominentes nalgas mientras avanzaba delante de ellos con una viveza de lagartija.
-Confiamos en ustedes –dijo, imprimiendo en su rostro de mujer sencilla y pueblerina un gesto sañudo-: ¡Espero que atrapen al malnacido que ha hecho esto!
Luego dio un portazo y se oyeron sus pasos rápidos alejándose por el pétreo embaldosado del jardín.
El inspector y la detective se sostuvieron la mirada.
-Bueno, dicen que los mexicanos, y sobre todo ellas, tienen mucho de brujos –dijo Sabrina para justificar la inesperada declaración de Matilda.
-Desde luego.
-¿Qué le parece esa niña, Daisy? Lo miraba embobada, inspector.
-Yo mismo me asusto a veces cuando me miro al espejo.
Coleman regresó a la confortable placidez del Ford Escape. No le apetecía pensar en la desaparición de los Evans. Había que cambiar de tema cuanto antes.
-¿Me permite una pregunta indiscreta, señorita Robinson? –soltó cuando ya se habían adentrado en el tráfico.
Acostumbrada a los cambios de su jefe, Sabrina se preparó para una de sus andanadas dialécticas.
-Claro.
-¿Cómo se encuentra su novio Jason?
La detective dio un respingo.
-Hace mucho tiempo que Jason dejó de ser mi novio –replicó, a la defensiva.
-¿Cuándo lo vio por última vez?
-Hace un año.
-Supongo que no queda mucho para que le den la condicional.
-Ni lo sé ni quiero saberlo. Por mí puede pudrirse en la cárcel.
-Secuestro y violación, ¿no es así?
Sabrina asintió. ¿Por qué se empeñaba en remover su pasado sentimental? Era evidente que la violentaba hablar de Jason, pero eso a su jefe le traía sin cuidado.
-Si fue condenado a diez años puede salir en libertad en cualquier momento –insistió Coleman.
-¡Sólo ha cumplido la mitad de la condena!
-Hoy en día hay muchos beneficios penitenciarios. He conocido casos asombrosos de reducción de pena por buena conducta. Además los abogados hacen milagros.
***
Una compañera del instituto que trabajaba de camarera y compartía un sótano con dos chicas la animó a mudarse a esa gran ciudad llena de oportunidades donde quizá ella podía salir adelante, a pesar de creerse tan poca cosa.
De Modesto a San Francisco, ¡menudo cambio! Claro que seguía sintiéndose una pobrecita, aunque tuviera su primer empleo y viviese en una legendaria urbe que el cine mostraba como la tierra prometida.
El argumento era igual. Complejo de provinciana aderezado con escrúpulos de conciencia que actuaban de freno, mentalidad proletaria e ideas preconcebidas como las rubias guapas son imbéciles.
De no ser por Lazarus continuaría siendo chica Lu. ¿Qué otra cosa hacer?
Su destino era servir perritos calientes y hamburguesas a los vulgares clientes de Café Lu aguantando groserías, cachetes en el culo y palmadas en los muslos, en ese espantoso local de Geary Boulevard, ataviada con un mínimo biquini rojo e incómodas plataformas de quince centímetros.
Al dueño de Café Lu le daba igual que fueses torpe y lenta y no supieses hablar a los clientes. Sólo exigía cara mona y figura apetecible en biquini para los hombres. Y que aguantases de pie diez horas al día sobre aquellas odiosas plataformas que te destrozaban la columna.
***
-¿Quieres ir al Museo Marítimo Nacional, Madi? –propuso Oliver, sabiendo que era una fanática de los museos y el Marítimo le servía de inspiración para sus esculturas; tomaba de modelo algunos barcos antiguos allí expuestos.
-No me apetece. Hoy es un día para ser vulgar.
-¿Qué significa para ti ser vulgar?
-Meterse en el centro comercial Pier 39 y gozar como una enana de sus maravillas.
Oliver sonrió. Madison siempre fue una mujer selecta, poco amiga de dejarse llevar por las modas o el mundillo del cotilleo, como les ocurría a muchas mujeres, pero sentía debilidad por los centros comerciales y el Pier 39 era su preferido.
Cuando estaba triste se pasaba la tarde allí metida, aunque no comprase nada. Ver escaparates y hurgar en las tiendas era adictivo para ella. El ambiente multitudinario, ruidoso y colorido, con los adornos y atracciones que se apreciaban aquí y allá, obraba en su ánimo un efecto balsámico.
-No tengo inconveniente. ¡Vayamos al Pier 39!
-Eres un tesoro, papi.
-Además hay que comprar los regalos de cumpleaños de las niñas.
-En eso estaba pensando.
-Siete años es una edad mágica.
-Cargada de simbolismo.
Oliver pensó que Madison era bipolar. También tenía momentos de intimidad introspectiva. Entonces necesitaba su propio espacio para no sentirse agobiada. Él se retiraba a un segundo plano. Entre ellos se estableció enseguida ese acuerdo tácito. Cuando Madison sentía el duende de creación a veces se encerraba en su taller durante todo el día.
Claro que en los últimos tiempos, tras cumplir las bodas de oro, le hizo una concesión que para él significaba el mejor regalo. ¡Podía acceder a su taller cuando estaba trabajando! Con una condición: que estuviese callado para no distraerla. Así que de vez en cuando aprovechaba su privilegio. Era agradable entrar en silencio en el taller, acomodarse en una silla y observar cómo modelaba las esculturas.
-Pier 39 es una metáfora moderna de la cárcel de Alcatraz –dijo Madison esbozando esa expresión suya circunspecta cuando hablaba filosóficamente.
-¿Por qué?
-Vivimos atrapados en la sociedad de consumo.
-Eso está claro.
-La diferencia es que ahora vamos voluntariamente a la cárcel y tenemos libertad para salir de ella cuando queramos.