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Malcolm Coleman se sentía a gusto en el coche. Era el único ámbito reconocible de su vida, más que la casa, adonde acudía para dormir y poco más. Pasaba la mayor parte del tiempo bregando por la ciudad, en su Ford Escape gris metalizado; no le faltaba detalle y era una garantía de confort y estabilidad, más allá del caótico mundo.
-Cuando me siento aquí me metamorfoseo en Allan Stewart Konigsberg.
-Curioso.
-Tenía veinticuatro años cuando acudió por primera vez a la consulta de un psiquiatra.
-¿Usted o él?
-¿Es una pregunta retórica, señorita Robinson?
Sabrina sabía que el inspector era un fanático de Woody Allen. ¡Se había chupado varias veces su filmografía!
-Con tal que no acabe como Virgil, el patoso ratero de Toma el dinero y corre.
-Cualquier cosa menos Leonard Zelig.
-No le pega ese camaleónico personaje.
-Me quedo con la frase lapidaria que soltó David Dobel en Todo lo demás: Desde el principio de los tiempos la gente ha estado asustada, amargada y ha temido a la vejez y a la muerte, y siempre hubo chamanes, sacerdotes y ahora psiquiatras diciéndote: Sé que tienes miedo, pero yo puedo ayudarte, aunque te costará una pasta.
-¡Qué gran verdad!
Como era habitual, la niebla cubría la parte occidental de San Francisco, producto de la combinación del agua fría del océano y el calor de la península de California.
El clima era fresco, para variar. La ciudad estaba rodeada de agua en tres lados y las frías corrientes del Pacífico moderaban las temperaturas de la estación seca.
Sabrina había dormido a pierna suelta tras darse una vuelta en bicicleta de una hora por el vetusto parque Golden Gate, creado en 1860 con miles de árboles y plantas no autóctonos que le conferían un aire exótico. Sus confines arrancaban en el mismo centro de la ciudad para desembocar en el Pacífico y las vistas variaban mucho conforme te adentrabas por los senderos.
-La oficina del Sheriff ha informado de una desaparición –dijo Coleman.
-¿Guarda relación con el asesinato de Don y Amy?
-Lo desconozco.
-¿Quién ha desaparecido?
-Un matrimonio de jubilados. Oliver y Madison Evans.
-¿Quién denunció la desaparición?
-Su hija, Pamela Crawford. Espero que sea una mujer paciente –el inspector echó un vistazo al reloj del salpicadero.
¡Otra vez la misma historia!, se dijo Sabrina.
Su jefe era un caso sin remedio. Tenía la maldita costumbre de improvisar sobre la marcha. Investigaba de forma anárquica, saltándose los procedimientos policiales. Y naturalmente no se molestaba en informarle con antelación del plan de trabajo.
Ella afrontaba cada jornada laboral en un mar de incertidumbre, ignorando a dónde irían, a quién interrogarían, etc.
Las sorpresas estaban a la orden del día.
Se dirigían al sur. Habían dejado atrás San Mateo, San Carlos y ahora Palo Alto. ¿A dónde diablos iban? ¡Despótico Coleman!
-¿Vamos a casa de Pamela?
-Está en el corazón de Silicon Valley, la meca de las corporaciones dedicadas a innovación y desarrollo de alta tecnología.
-Qué bien.
-Hoy en día la mitad del capital de riesgo de nuestro país se invierte en Silicon Valley.
-¡No me diga!
-Pamela vive justo al lado de la casa de Mark Zuckerberg.
-¡El fundador de Facebook aparece hasta en la sopa!
-Él es en sí una red social.
-¿Esa mujer tiene una casa como la suya?
-Igual, prácticamente. Las levantó el mismo constructor.
-Debe de irle muy bien.
-Pamela y su marido Curtis trabajan en el campus corporativo que Facebook tiene en Menlo Park.
-Qué pequeño es el mundo.
A Coleman le costaba resistirse a la tentación; estaría bien echar mano al suculento muslo de la detective; cada vez que manipulaba la palanca de cambios la mano parecía cobrar vida propia.
¿Por qué tenía la señorita Robinson esa manía de ir con minifalda y brillantes medias de lycra que resaltaban sus esculturales piernas?
El inspector inspiró profundamente, tocando con el dedo índice el ala de su sombrero de fieltro modelo homburg color caqui.
-Hemos llegado –dijo, aparcando el Ford Escape frente a una pequeña mansión.
Se apearon del coche. Allí estaban, en el corazón de Silicon Valley, vestidos ad hoc, se dijo Sabrina, felicitándose de haber escogido un conjunto especialmente vistoso de falda, chaqueta y blusa y unos zapatos Mustang de medio tacón que le favorecían mucho.
Debía estar a la altura de las circunstancias; el inspector iba siempre hecho un pincel con sombrero mafioso años veinte, zapatos de charol negro, camisa de seda negra bien entallada, pañuelo al cuello y traje, en este caso de Zara, azul petróleo, corte clásico.
Por algo en el Departamento de Policía de San Francisco tenía un apodo elocuente: el Dandi.
Los recibió una empleada oronda, de mediana edad, con un marcado acento chicano, que vocalizaba torpemente el inglés.
-Buenos días. Me llamo Matilda, para servirlos.
La mujer llevaba un ridículo traje de empleada del hogar: vestido negro de falda corta que desnudaba unas piernas elefantíacas, escote donde asomaban sus pulposos senos, delantal blanco y cofia de chacha fucsia, el colmo del mal gusto.
Sabrina esbozó una mueca de estupor. De pronto habían regresado al siglo diecinueve, a pesar de los chips de silicio, se dijo, risueña.
-Los señores los esperan.
Coleman asintió, mirando de arriba abajo a la empleada.
Atravesaron un amplio jardín de flora abundante y colorida mezclada con adornos africanos de resina y madera tallada: bustos de diosas, máscaras terroríficas y diversas figuras tribales.
-¿La casa de Zuckerberg es igual? –preguntó Sabrina con malsana curiosidad, en voz baja, aprovechando que Matilda se había adelantado varios metros; avanzaba con asombrosa rapidez, bamboleando su enorme pandero.
-Un calco.
-Tiene que valer una pasta.
-Siete millones.
-En realidad no es gran cosa.
-Depende de cómo se mire. Cuatrocientos cincuenta metros cuadrados útiles, cinco dormitorios y cinco baños.
-Las he visto mejores.
-Y yo. El presidente de Oracle, por ejemplo, tiene una mansión descomunal.
-Somos un par de chismosos, inspector.
-A mucha honra.
Accedieron al salón, dividido en diferentes ambientes: zona de chimenea y rincón de música con piano de cola. En la decoración se apreciaba la mano moderna y minimalista, en color blanco y wengué, de Gunni&Trentino.
Los anfitriones los aguardaban en un gigantesco sofá rinconera Chaise Longue en forma de U de doce plazas. Curtis Crawford era un tipo flaco como un junco de más de dos metros de altura que podría ser pívot de baloncesto en la NBA de no ser por su escuálida anatomía, se dijo Coleman al estrecharle la mano.
-Mucho gusto, inspector Malcolm Coleman –saludó Curtis, inclinando la cabeza con expresión grave y circunspecta.
La señora de la casa tenía un parecido facial desconcertante con Pamela Anderson: pelo, rasgos, color de ojos, todo, aunque carecía de las formas exuberantes de la actriz y modelo canadiense; era casi tan delgada como su marido. ¿Hará el nombre a las personas?, bromeó para sus adentros Coleman mientras tomaba asiento, tras saludos y presentaciones.
Era chocante la asimetría de tamaño del matrimonio. Ella no pasaba del metro y medio pero llevaba la voz cantante, en seguida se demostró. Curtis no decía esta boca es mía.
A Sabrina le sorprendió ver en la zona de juegos a dos niñas preciosas, gemelas, una reproducción en miniatura de su madre. Parecían sendas Pamela Anderson en pequeñito. También la detective detectó de inmediato la semejanza facial entre la señora Crawford y la actriz y modelo canadiense.
Matilda se había reunido con las pequeñas para supervisar sus juegos, les hacía carantoñas y se preocupaba por su salud, preguntándoles si se sentían mejor del resfriado que, según dijo, habían contraído la noche anterior.
-De modo que ha denunciado la desaparición de sus padres –espetó Coleman; no se andaba con rodeos.
-Ayer estuvimos en la oficina del Sheriff.
-¿Por qué cree que han desaparecido?
-Cuando fui a su casa encontré un montón de periódicos en el suelo del porche y en la cocina había platos sucios, cuando mi madre nunca sale sin fregar los cacharros.
Pamela abrió el bolso que había sobre la mesa de centro, extrajo dos estuches de joyería y los abrió. Sabrina miró con interés los collares de perlas que contenían. Eran preciosos, aunque un tanto pequeños para su gusto.
Pamela levantó los estuches.
¡Para ella representaban una prueba irrefutable!
***
La masa es incapaz de rebelarse, atrapada en la telaraña de religiones, ideologías y modas que los listos se sacan de la manga para vivir a cuerpo de rey, decía Lazarus.
Le había mostrado el camino del éxito. Arrancándola de la miseria, la transformó en cazarecompensas. Samantha Davis, chica Playboy, modelo todoterreno. Hacía spots publicitarios y pequeños papeles en series de televisión, participaba en programas de telebasura con cotilleos varios, lucía el palmito en todas las galas habidas y por haber, tenía aventuras con personajes famosos, protagonizaba escándalos.
El pan de cada día.
Era sofisticada, impresionante; el público la deseaba; una estrella del rutilante firmamento femenino de San Francisco.
El pasado no existía. Su infancia y adolescencia mediocres en Modesto, en el seno de una familia gris. Y la primera juventud de inseguridades e incertidumbre.
Siempre fue consciente de su guapura y su bonito cuerpo. Pero le faltaba lo demás. Había heredado complejo de pobre, miedo, mediocridad.
Era una chica cañón que se sentía una pobrecita.
Un hermoso cero a la izquierda.
***
A Don le llamó la atención Amy desde el primer momento. No podía creerse que esa mujer talentosa se patease las tiendas de cómics de San Francisco para distribuir con una humildad pasmosa sus creaciones, verdaderas obras de arte.
La conocía desde sus tiempos de casada, cuando aparecía por la tienda con la cara marcada por las palizas del marido, arrastrando un fatalismo desalentador.
Luego Amy cambió. Desaparecieron los cardenales y los ojos tumefactos; había en ella un brillo de esperanza. Cada tres meses regresaba a la tienda para llevarle las nuevas entregas de sus cómics caseros auto-editados e intercambiaban los mismos comentarios intrascendentes.
Se sentían atraídos.
Así varios años; ninguno se decidía a dar el primer paso. Ella por el terror de volver a emparejarse. Él por ser un solitario encerrado en su mundo, incapaz de lanzarse a una relación sentimental.
Atormentado por la emoción que se abría paso en su interior, Don reconoció ante el tribunal de su conciencia que se había enamorado de esa mujer, primero a través de sus obras y luego por la absorbente melancolía que destilaba.