19

 

 

 

 

-¿Doble asesinato? ¿Por quién nos ha tomado?

Coleman le sostuvo la mirada, impasible.

-¡Qué desfachatez! ¡Venir a nuestra casa a ensuciarnos con esa bazofia!

El inspector se encogió de hombros, poniendo cara de circunstancias.

-¿Sabe quién soy yo?

-Arthur Duncan.

-¡Tengo el bufete de abogados más prestigioso de la ciudad y mi inmobiliaria gestiona todas las fincas de Pacific Heights! ¡Mis amigos son congresistas y senadores! ¡El gobernador de California y el alcalde de San Francisco frecuentan esta casa! ¡Cuidado con lo que dice en mi presencia! –bufó el señor Duncan, acercándose tanto que el inspector percibía su densa colonia masculina.

Sabrina pensó que el malo de Batman se había sobrepuesto al lord inglés.

-Cálmate, querido. Estos señores son policías; sólo hacen su trabajo –dijo la señora Duncan, conciliadora.

El señor Duncan resopló, apretando los puños, y echó un vistazo a las escopetas de caza del expositor. ¿Consideraba al inspector un ejemplar de venado que debía abatir para colocar su cabeza junto a los demás trofeos?

Luego fulminó a su mujer con la mirada.

-¡Me da igual! ¡Ésta es una casa respetable! ¡Ni al Papa de Roma le permito mancharnos con los trapos sucios de ahí afuera!

El señor Duncan hizo un elocuente gesto desdeñoso con la mano: todo lo que quedaba allende los límites de su hogar era susceptible de hallarse contaminado.

Coleman reconoció que se hallaban en presencia de un energúmeno de primera categoría. Le sorprendía que Fiona, acurrucada en un rincón, no dijese esta boca es mía. Centraba su atención en abrazarse las piernas, que había flexionado para arrimárselas al pecho, apoyando los pies descalzos en el borde del sofá.

El fox terrier rompió a ladrar, alterado por los intrusos y la tensión reinante. El inspector, poco amigo de los perros, había constatado que los de esa raza mostraban una perturbación desagradable. ¿Quizá su sensibilidad les hacía empatizar las emociones de los amos y contagiarse de su comportamiento?

-¡Emma, por Dios, haz que se calle ese chucho! –bramó el señor Duncan.

-Se llama Milú y no es un chucho –dijo la señora Duncan abrazando a su mascota.

El fox terrier redobló los ladridos, mirando fijamente al inspector, mientras hacía denodados esfuerzos por desembarazarse de los brazos de su ama para salir disparado en dirección a los intrusos.

-Esto es increíble –dijo el señor Duncan, tirando de la cadena dorada que colgaba de una enorme campana, réplica de la Campana de la Libertad de Filadelfia, Pensilvania.

Coleman recordó que era uno de los principales símbolos de la Guerra de la Independencia de los Estados Unidos. La famosa campana se empleó para anunciar el primer Congreso Continental, posteriormente con motivo de la Batalla de Lexington y Concord, y más tarde para convocar a los ciudadanos de Filadelfia en la Declaración de Independencia.

Con el tiempo la vieja campana del Estado fue adoptada por la Sociedad Americana Antiesclavitud como símbolo del movimiento abolicionista. Por ello el uso que se daba en aquella casa a la réplica resultaba incongruente.

Cuando el señor Duncan tiró de la cadena resonó por toda la casa un estridente carrillón y compareció el mayordomo, convocado por ese sonido que le hacía un flaco favor al movimiento abolicionista; ¡Hart no se diferenciaba de los esclavos negros que se desriñonaban en los algodonales de sol a sol durante la época esclavista!

Coleman observó que la campana estaba situada junto a un busto de bronce de Robert Davis y ante una biblioteca atestada de volúmenes lujosamente encuadernados en piel: miles de ejemplares que podían evocar la Biblioteca de Alejandría de no ser por un detalle: Arthur Duncan no se rompió la cabeza al escoger los títulos. Todos se reducían a uno, Regla del crowder, en ediciones diferentes, reunidas con esmero de coleccionista. ¿Faltaba alguna de cuantas se habían publicado?

-¡Hart, llévese a ese maldito chucho de aquí! –ordenó el señor Duncan.

El mayordomo empalideció, lo cual era evidente debido a la coloración negra de su piel. Pobre anciano, se dijo Sabrina viendo la expresión fatigada del mayordomo al atender los mandatos de su señor.

Hart y la señora Duncan forcejearon, él para arrebatarle al fox terrier y ella reteniéndolo con obstinación.

-¡Milú se queda conmigo! –exclamó la señora Duncan; era más fuerte que el esmirriado mayordomo y no le costaba impedir que le quitase al perro.

Hart se encogió de hombros, esbozando un gesto de derrota a la vez que dirigía una mirada suplicante a su amo.

-¡Está bien, está bien! –exclamó el señor Duncan, barriendo de nuevo el aire con la mano; parecía su gesto preferido, se dijo Sabrina, asombrada con aquella escena surrealista.

El mayordomo se apartó de la señora Duncan, aliviado, hizo una ligera reverencia y se detuvo en el umbral de la puerta antes de abandonar el salón.

-¿Los señores desean tomar té? –preguntó, con aire distraído, buscando con la mirada a los policías.

-¡Los señores no son invitados, Hart! –profirió, airado, el señor Duncan, lanzando al mayordomo una mirada despectiva.

-Pensé que… -replicó débilmente el mayordomo, muy apurado.

-¡No piense, Hart! ¿Cuántas veces tengo que repetírselo?

El mayordomo dobló el cuerpo en una profunda reverencia.

-¿Desean algo más?

-¡Hart, por Dios, márchese de una vez!

-Bien, bien.

Coleman y Sabrina cruzaron una mirada de perplejidad; habían ido a parar a una casa de locos, fuera del tiempo y la realidad.

Ella empezaba a sentirse incómoda, pero él no daría su brazo a torcer. Por intimidante que pretendiese mostrarse el señor Duncan estaba decidido a permanecer allí hasta sacar algo en claro respecto a Jack Parker de aquella esperpéntica familia.

Una vez que el viejo y baqueteado mayordomo negro se hubo ido, el señor Duncan volvió a fijar su colérica mirada en el inspector.

-Abandonen mi casa de inmediato a menos que dispongan de una orden judicial que los autorice a permanecer aquí en contra de mi voluntad.

¡Hart era un desastre! ¿Cómo había dejado entrar a esos policías sin consultarle? ¡Ese maldito negro nunca fue un dechado de virtudes como mayordomo, pero ahora su cabeza se estragaba del todo a causa de la edad!

Lo habría puesto de patitas en la calle de buena gana hace mucho tiempo, cuando aparecieron los primeros síntomas de senilidad, de no ser por su estoica resistencia y nulo amor propio. Aguantaba sumisamente las perversiones de las que lo hacían objeto Terry y Rita utilizándolo como saco de boxeo para descargar sus frustraciones, y las veleidades de Emma, que tenía la costumbre de usarlo como paño de lágrimas para desahogar sus penas, pensando que Hart era todo corazón, como no se cansaba de repetir.

¡Qué aberración! ¿Podía un negro estúpido ser todo corazón? Estaba claro que las mujeres eran unas descerebradas y no merecían consideración alguna más allá de respetarse su papel como imprescindible elemento reproductor que daba cohesión al hogar de la familia crowder.

-¿Qué sabe de Jack Parker? –preguntó Coleman, imperturbable.

-Nada. Ese individuo ha dejado de existir para nosotros.

El señor Duncan nunca vio con buenos ojos a Jack Parker, aunque al principio su fachada resultase impresionante. Ni siquiera antes de la transformación era lo bastante bueno para su hija. Sobre el papel cumplía los requisitos crowders, pero no pertenecía a una familia solvente.

Fue una cagada que se convirtiese en el sacerdote más joven de San Francisco. Su padre era un preboste que luego se transformó en oveja descarriada. Y su madre adoptiva, aunque siempre vivió bajo los preceptos de Robert Davis, era una mujer con la inteligencia justa, sin vida social, de economía limitada.

Los capitostes crowders de San Francisco sabían de su existencia, naturalmente; todos los miembros de la iglesia estaban controlados, pero no ponían la mano en el fuego por ella.

Se podía esperar cualquier cosa de Jack Parker, como así fue.

¡Traicionó la causa crowder; se había burlado de ellos, dejándolos en ridículo! Lo peor eran el oprobio y la vergüenza que debían soportar por su conducta escandalosa. ¡Contaminaba aquella familia intachable que lo acogió con los brazos abiertos!

Ahora en los corrillos crowders bromeaban a hurtadillas acerca de ese indeseable a quien apodaban humorísticamente el yerno rana. Y no les faltaba razón. Jack Parker no respondió a las expectativas. Había empezado bien: fructífera estancia en las misiones de España, precoz sacerdocio, flamante empleo en Morgan Stanley, buena casa y tren de vida encomiable.

Luego esa ilusión de felicidad se esfumó de la noche a la mañana. Un Jack Parker con ridícula coleta abandonó la iglesia, su trabajo en Morgan Stanley, la casa, el coche, todo, y ahora era un pernicioso apestado que lo infectaba todo, aunque fuese a través de la vocalización de su nombre.

La señora Duncan no compartía esa opinión. Jack Parker era el único hombre atractivo y carismático que había conocido. ¡La tradición crowder de su familia se remontaba a varias generaciones! ¡Creció rodeada de autómatas sin alegría cuyo único objetivo era seguir al pie de la letra Regla del crowder!

Nunca fue feliz en su matrimonio, aunque Arthur le proporcionase una vida estable y segura que embalsamaba su obtuso concepto de felicidad.

Él era rey supremo y omnisciente. Los demás, sus lacayos. Ella y Hart se diferenciaban bien poco. Las mujeres crowders eran sirvientas sexuales, maternales y del hogar mientras los santos varones hacían y deshacían a su antojo.

Se sentía atrapada. Le faltaba valor para escapar. La educación crowder volvía a la mujer débil y cobarde.

En la iglesia que se había sacado de la manga Robert Davis la mujer estaba condenada a una vida de esclavitud.

Jack Parker se salía del guión aun siendo sacerdote. Amaba a Fiona y nunca la trató con despotismo.

Tenía un fondo idealista. ¡Qué complicidad estableció con Fiona!

Estaba condenado a estrellarse, antes o después. Su existencia era un castillo de naipes. No le pegaba ser sacerdote crowder ni desalmado bróker de Morgan Stanley. El ficticio personaje se tambaleaba.

A la señora Duncan le hubiese gustado conocerlo mejor. Su naturaleza rebelde e inconformista era una bomba de relojería. Y estalló.

Jack Parker se dejó crecer el pelo como los antiguos aborígenes de Norteamérica. Renunció a la corbata y el traje Armani. ¡Lo mandó todo a paseo! Lástima que Fiona no pudiese seguir a su lado ahora que era auténtico en lugar de un fantoche teledirigido.

Fiona, al igual que ella, estaba atrapada en la telaraña crowder, enferma de cobardía y debilidad. La aterrorizaba desobedecer a Arthur, desde niña.

-¿Cuántas veces tengo que repetírselo? ¡No diré una palabra acerca de ese sujeto! –bramó el señor Duncan gesticulando con vehemencia.

Y el fox terrier dirigió hacia él sus ladridos.

 

***

 

Me gusta meterte la polla bien adentro mientras te agarro las nalgas, me rozas el pecho con los pezones y nuestras lenguas se retuercen.

-¡Mierda, Lazarus, he vuelto a terminar!

-¿Ya?

-¿Qué quieres? Casi tengo que inventarme los orgasmos.

-Agoté las reservas, ¿no, muñeca?

-¡Me tiemblan las piernas!

Lazarus F. frunció el ceño, contrariado. Si por él fuese seguiría follando hasta el Apocalipsis.

-Como quieras –dijo, lanzándose de un salto a la cama circular-. Anda, amorcito, hazme una de tus mamadas colosales, especialidad de la casa.

Extendió brazos y piernas. Como el hombre de Vitrubio, pensó, con los ojos entornados, expectante.

Ver a Samantha prodigándole una de sus magníficas felaciones, arrodillada en la cama, era impagable. Los elementos visual, táctil y psicológico se combinaban en la evidente imagen de sumisión.

Mientras me chupas la polla mirándome con esa expresión de gata en celo, me derrito contemplando tu cuerpo perfecto. El placer se vuelve tan intenso que las aguas del placer, repentinamente crecidas, rompen el dique de contención.

Es tanto el gozo acumulado durante los juegos previos que la explosión final resulta cegadora.

Al producirse el orgasmo, Lazarus F., electrocutado por un paroxismo agudo, sufrió violentas sacudidas. La cabeza giraba a un lado y otro, estremecida.

¡Qué delirante exorcismo!

Samantha sonrió, satisfecha, con la boca chorreando semen, como una niña golosa.

Lazarus F. quedó sumido en un estado de relajación total. Ella lo observaba divertida, agradeciendo que hubiese en el mundo un hombre como él, capaz de hacerla sentirse mujer de verdad.

 

***

 

-No se lo pensó mucho –comentó Don, risueño, diciéndose que a él le había costado años de sufrida indecisión hacer acopio de valor para dar el primer paso.

Hasta comprender que se había enamorado de Amy y ese sentimiento no tenía vuelta atrás.

-Eso también es sospechoso, ¿no te parece?

-No necesariamente.

-¿Cómo puedes enamorarte de una chica a la que has visto dos veces?

-En las películas hay flechazos.

-¡Bobadas!

-¿No te gusta por algo en concreto o es un presentimiento?

-Las dos cosas. Transmite energía negativa.

-El mundo de las energías es subjetivo, Amy. Yo no empatizo con muchos clientes que vienen a mi tienda, pero eso no significa que sean malas personas.

Lazarus Falcon Priest
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