veinte
21 de noviembre de 2010
Todavía no amanecía cuando llegaron a la casa donde tenían oculto a Carlos. La adrenalina les había arrebatado el sueño. A Roberta le incomodó ver a Yori tan tranquilo, como si estuviera resignado al futuro que le esperaba. Se detuvieron frente a la entrada poco iluminada y, sin que fuera necesario llamar a la puerta, Jiro les abrió indicándoles con una inclinación de cabeza que ingresaran. No los revisó en busca de armas o localizadores, lo que desconcertó aún más a Roberta. «¿Exceso de confianza?», pensó; «sería muy inocente esperar que siendo policía llegara desarmada; además, Jiro ni siquiera tiene el rostro cubierto; me resultaría fácil identificarlo ahora». Roberta intentaba aclarar sus pensamientos cuando sintió algo frío en la nuca, miró por el rabillo del ojo y se cercioró de que Yori también tenía una pistola automática apuntándole a quemarropa. «¡Oh, Dios. No piensan dejarnos ir con vida!», confirmó aterrada. Ascendieron las oscuras escaleras escoltados por Jiro. Yori permanecía inmutable.
La casa no se veía abandonada, pero el olor indicaba que llevaba mucho tiempo sin ser habitada. Entraron a una amplia estancia iluminada por la luz que se colaba por una de las ventanas; observaron a Carlos sentado en una silla en el fondo de la habitación; no estaba atado y de nuevo llevaba su ropa puesta; se sorprendió al ver a Roberta, pero no intentó levantarse; ella, a su vez, sentía que el corazón se le salía del pecho. Miki estaba de pie, a un lado de Carlos; tenía una escopeta apoyada en el hombro y, a pesar de que las sombras le deformaban las facciones, se distinguía su sonrisa. Al principio nadie dijo nada, se limitaron a medirse con la mirada. Pasado un instante de creciente tensión, Miki caminó para plantarse frente a Yori; era increíble el parecido físico entre los hermanos. Roberta intentaba hilvanar un plan de acción, cualquier cosa que le diera una ventaja frente a sus atacantes y que permitiera que todos salieran con vida de ese lugar, pero era inútil; el cansancio, el temor y la impotencia nublaban su mente. Temía lo peor.
Una vez frente a frente Miki dejó caer la escopeta a sus pies y abrazó a su hermano. Jiro sintió que el arma había caído muy cerca de Roberta y tensó el percutor de su pistola a manera de advertencia; a Roberta se le heló la sangre. Yori, por su parte, no se movió, sus brazos no correspondieron el abrazo. Miki lloró unos segundos en silencio —Roberta se percató de ello por el temblor de su espalda—; después se apartó para escudriñar el rostro de Yori. El tiempo pareció detenerse aunque no transcurrieron más de dos segundos para que todo terminara. Yori cerró los ojos y ladeó la cabeza al mismo tiempo que Miki desenvainaba una espada corta que portaba en la espalda. Pero antes de que pudiera atravesar a su hermano con ella, una ráfaga iluminó la estancia como el flash de una cámara fotográfica seguida por el ruido de un disparo que destrozó el silencio y el cráneo de Miki. Todos se arrojaron al suelo; todos menos Jiro, quien permaneció de pie con expresión severa sosteniendo las dos pistolas; una de ellas exhalaba humo por el cañón.
mmm