ocho

28 de octubre de 2010





Eran pocas las horas que Roberta había conseguido dormir en los últimos días y, de seguir así, tendría que hacerle caso al médico e ingerir pastillas. A las cinco y media de la mañana permanecía sentada sobre la cama, vestida, entrelazando sus pensamientos con las volutas de humo del tabaco. Al fin, aburrida y con el cuerpo adolorido por la vigilia, salió de su apartamento. Don Luis, el portero del edificio, la observó atravesar el vestíbulo con un cigarrillo apagado en la boca —el último de la cajetilla que había comprado apenas cinco horas atrás—, hurgando en los bolsillos de su cazadora. Se detuvo en el umbral de la puerta tras percatarse de que no llevaba consigo el encendedor; «maldición», murmuró. El portero la había visto entrar con el padre de Carlos en varias ocasiones; Roberta le recordaba a su hija menor cuando era más joven, antes de casarse; al igual que ella, una mujer seria y reservada. Las únicas ocasiones en que la había visto sonreír era cuando entraba colgada del brazo de Andrés Pedraja. Don Luis había reconocido su fotografía en el diario local, al día siguiente del asesinato. Se le heló la sangre y rogó al cielo que no fuese el joven educado y de buen porte que hacía reír a la que se asemejaba a su hija; empero, el rostro de Roberta le confirmó lo que tanto había temido.

—¿Señorita Roberta? Si lo que busca es un encendedor puede usar el mío.

Roberta se sobresaltó; se suponía sola. «Qué mal se ve. No debería fumar tanto», pensó don Luis mientras le encendía el cigarrillo.

—Nunca había salido tan temprano, señorita.

—No podía dormir, don Luis. Le agradezco, pero debo irme.

—¡Señorita Roberta! —la atajó cuando ya se dirigía a la salida—. Leí la noticia en el periódico; es una pena... Lo siento mucho —Roberta asintió con la cabeza y salió del edificio sin decir nada.

La estación de policía se encontraba a unas cuantas calles de distancia. Ingresó al edificio sin saludar a los oficiales nocturnos, se dirigió a la máquina de café y subió en el ascensor hasta el helipuerto. Había dos cosas que al padre de Carlos le maravillaban: el cielo y los cerros; y desde la azotea del edificio se apreciaban en todo su esplendor. Caminó hacia el extremo más alejado de la puerta de acceso y se sentó a observar el amanecer. Temblaba, más por el recuerdo que por el frío, le dolían los huesos y tenía una punzada en la sien. Al dar el primer sorbo a su café se quemó los labios. Por algún motivo, esa leve quemadura rompió con las barreras en su interior; Roberta dejó caer el vaso sin importarle si le caía a alguien sobre la cabeza y lloró como nunca lo había hecho; fue la primera vez en su vida que no le importó nada, no peleó contra su cuerpo, no reprimió los alaridos. Fueron cinco minutos de llanto intenso. Los rayos de sol que empezaban a asomar frente a ella le entibiaron el rostro y así terminó todo. Hizo las paces consigo misma y dejó tranquila la memoria de Andrés.

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Aliado

México, 1988


Sumergido en la relativa penumbra de su habitación, Yori seguía con la mirada a una hormiga que trepaba la pared. «Por más que explores, jamás conocerás la inmensidad del mundo en el que vives», pensó Yori, sintiéndose incluso más insignificante que el insecto. Un golpe en la puerta interrumpió sus pensamientos.

—Pase —dijo, sentándose en su escritorio, fingiendo estudiar.

—Yori, voy a llamar a nuestros padres. ¿Quieres hablar con ellos?

—Sí.

Juntos llegaron a la sala donde los esperaban Kisho y Jiro. Miki llamó a la operadora para que enlazara la llamada y todos esperaron sumidos en un silencio incómodo que se espesaba a cada segundo. Yori no era, ni pretendía ser, buen actor; sabía que ninguno de ellos se creería el cuento de que deseaba quedarse a estudiar en México. Sin embargo, sí podía hacerles creer que se sabía derrotado, que tal vez no estaba de acuerdo, pero que estaba consciente de que oponerse a ellos era inútil y así lo hizo. Le dijo a su madre que se quedaría a estudiar y, tal como lo supuso, ni siquiera ella le creyó.

Para aliviar su conciencia Kisho le permitió a Yori asistir al curso, aunque siempre acompañado por dos escoltas que incluso entraban con él al baño. No obstante, Yori advirtió que los custodios lo trataban con deferencia, hecho que después aprovecharía en su beneficio.

Cuando salía o llegaba a la casa, uno de los custodios revisaba su mochila y lo observaba mientras se desnudaba para inspeccionar su ropa; sin embargo, no lo obligaba a quitarse la ropa interior, aunque había recibido instrucciones de hacerlo.

En las prácticas se hizo amigo de Andrés. Los escoltas no prestaron atención a su amistad ya que las actividades eran siempre en grupo y Yori disimuló entablando plática con todos sus compañeros. Sabía que necesitaba un cómplice para lograr su escape, alguien que pudiera arreglar ciertas cosas, y su nuevo amigo le parecía la persona ideal. Andrés Pedraja intuía que algo no andaba bien, pero no le dio importancia hasta el día en que Yori le deslizó un pequeño papel doblado:

«Necesito tu ayuda, Andrés. Me tienen prisionero y no me dejan regresar a Japón. ¿Cuento contigo?».

Al otro día Yori recibió la respuesta en un pequeño papel amarillo que se tragó después de leer:

«¿Qué debo hacer?».

Todos los días Yori salía de su habitación con el mensaje que entregaría a su amigo dentro de la ropa interior y, por las tardes, una vez solo en su presidio, trabajaba en los detalles de su propósito. Solo les llevó una semana decidir la mejor opción.

Andrés: «Las opciones que propones son complicadas y varias cosas podrían salir mal; se me ocurre algo más simple que puede funcionar. ¿Tu tío sale alguna vez de viaje?».

Yori: «Sí, viaja mucho con mi hermano; por lo menos una vez por semana, aunque siempre regresan el mismo día».

Andrés: «Eso será suficiente. Tengo conocidos en la policía y puedo arreglar que vayan por ti un día que no esté tu tío. Pretexto: entrevistarte para dar seguimiento a tu solicitud de cursar una carrera en la Universidad Policial. Necesito la fecha del próximo viaje. Ten paciencia, en un par de días puedo arreglarlo todo».

Yori: «Viajarán en cuatro días. ¿Cómo va todo?».

Andrés: «Es tiempo suficiente; ya está arreglado lo de los policías. El viernes vendrán por ti dos agentes a las 12.00 p. m. y te llevarán al aeropuerto, el vuelo a Japón sale a las 4.00 p. m. Necesito tu pasaporte».

El jueves por la tarde Yori descosió el doble forro de una chamarra e introdujo su pasaporte y el dinero que había podido juntar; al final, remendó la abertura con sumo cuidado. La revisión diaria se había hecho tan rutinaria que Yori sabía cómo alejar la atención de su carcelero. Al siguiente día Yori salió de su habitación con la prenda puesta y saludó al guardia; antes de que este lo tocara, Yori metió las manos en los bolsillos de la cazadora y sacó la tela interior mostrándole que estaban vacíos y, acto seguido, se la quitó para dejarla caer sobre la silla donde iban amontonando su ropa. Para el custodio fue suficiente; además, Yori nunca le daba problemas.

Al terminar la práctica, como acostumbraba, se dirigió al auto.

—Joven Shiraoka —dijo el guardaespaldas—, olvidó su chamarra.

Yori, nervioso y rehuyéndole la mirada, subió deprisa al automóvil con actitud distraída.

—¿Qué? ¿Cuál?

—La que llevaba puesta cuando salimos de la casa... Voy a buscarla.

—¡No!

—¿Qué pasa? ¿Por qué no?

—No te preocupes, mañana me la entregan; además, no hace frío y ya tengo mucha hambre.

El custodio se quedó unos segundos pensando; sostenía la puerta del auto como si no se decidiera a cerrarla. Yori se apresuró a convencerlo.

—Vamos, no se perderá. No es la primera vez que olvido algo y deberíamos irnos o agarraremos el tráfico de la hora pico.

El guardaespaldas, con la imagen de estar varado en el tráfico, cerró la puerta y se apresuró.

No durmió esa noche. Lo que más lo mortificaba era el tener que explicar todo a sus padres. ¿Cómo lo tomarían? ¿Qué haría Taro al averiguar en qué consistían los negocios de su hermano y que su propio hijo estaba siguiendo el mismo camino corrupto? Yori no tenía la culpa de lo que había sucedido y estaba consciente de que no habría podido hacer nada para evitarlo; pero ¿lo vería de la misma forma su padre?

Tal como estaba programado llegaron los oficiales a las doce en punto para llevarse a Yori. Los guardaespaldas, inquietos, siguieron con la mirada la patrulla que ingresaba al estacionamiento, pero su tensión se convirtió en terror cuando vieron que Yori y los policías se dirigían juntos hacia donde se encontraban.

—Buenas tardes —dijo con naturalidad uno de los policías.

El semblante dócil de Yori había desaparecido, ahora tenía el ceño fruncido y observaba con ojos furibundos a los japoneses.

—Buenas tardes, oficial —tartamudeó uno de ellos—. ¿Qué sucede? ¿Acaso causó algún problema el muchacho?

Yori estuvo a punto de golpear al sujeto; sin embargo, el oficial posó una mano en su hombro para contenerlo.

—Ningún problema —le contestó el policía esbozando una amplia sonrisa—, al contrario. Lo llevaremos a una entrevista.

—Pe... Pero debe haber un error. Debemos regresar a casa...

—¿Es usted su padre o tutor? —lo atajó el policía.

—No, señor, pero somos responsables del muchacho, no podemos dejarlo ir, ¿qué le diremos a su tío?

—Bueno, de cualquier forma el chico ya tiene dieciocho años y, en México, ya es mayor de edad. No necesita permiso de nadie para venir con nosotros; a menos que él no quiera acompañarnos, claro.

Todos miraron a Yori quien, sin apartar la vista de los japoneses y apretando los puños, dijo en voz baja, marcando cada una de las letras:

—Sí, quiero ir. Salúdenme a mi hermano y a mi tío.

Los mafiosos se quedaron en el estacionamiento mudos e inmóviles de impotencia mientras los policías llevaban a Yori al aeropuerto internacional.

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