cuatro
20 de octubre de 2010
Roberta continuaba la investigación en el edificio de la
policía;
era un cuarto para las diez de la noche y, de
no ser por
tres agentes que hacían guardia nocturna,
estaría sola. Un par de lámparas de escritorio y algunas pantallas
de computadora, como la que teñía su rostro con una tenue luz
grisácea, evitaban que la oficina se encontrara en la penumbra
total. Era el tercer día intentando unir un rompecabezas al que le
faltaban muchas piezas. Las pistas de los diferentes departamentos,
que trabajaban a marchas forzadas por órdenes directas del jefe de
la policía, Jaime Mondragón —quien había sido amigo personal de
Andrés Pedraja—, le llegaban a cuentagotas. A pesar de que Jaime
Mondragón no estaba de acuerdo en que Roberta se hiciera cargo de
la investigación, no tuvo corazón para
negárselo.
En los primeros días tenía anotados varios nombres en la lista de sospechosos, pero a casi una semana del crimen había tachado tres cuartas partes de ellos. Él o los asesinos no habían intentado desaparecer el cuerpo: lo encontraron dentro de uno de los baños públicos portátiles que estaban en la parte posterior de la construcción de un edificio en el centro de la ciudad. El celador declaró no haber visto ni oído nada. El cadáver no tenía indicios de maltrato físico y el forense, tras un primer examen, no encontró los rasgos típicos del sobresalto; todo indicaba que había muerto sin esperarlo. Le dispararon en la nuca con una pistola automática; sin duda, un trabajo impecable. La ausencia de sangre en el piso y paredes del sitio donde se halló el cadáver indicaba que el asesinato no se produjo en la construcción.
Eran muchas las preguntas que continuaban sin respuesta. Primero, si Andrés Pedraja no estuvo alterado en el momento de su muerte, sin rastros de alcohol ni drogas en la sangre, ¿con quién o quiénes estaba? Claro que cabía la posibilidad de que le hubieran disparado, por ejemplo, caminando por la calle; pero Andrés odiaba caminar; Roberta con frecuencia se burlaba de él por negarse a ir andando a la tienda que estaba a solo tres calles de distancia y él le respondía con frases como: «de algo tienen que vivir los que extraen el petróleo», o bien: «tantos años de investigación y desarrollo para inventar el carro, para que no lo usemos». Esa no era una opción. Todos los investigadores estaban de acuerdo en que era trascendental saber dónde lo habían matado. Los expertos que examinaban su ropa para encontrar algún rastro que los pudiera guiar al sitio no habían entregado su reporte, y por los rumores que se escuchaban en el departamento eran pocas las posibilidades de éxito, ya que al parecer, lo cambiaron de ropa después del crimen.
Roberta sintió que alguien la observaba desde el umbral de la puerta y levantó la vista.
—¿Cuánto tiempo llevas ahí, Jaime?
—Poco. —Jaime Mondragón dejó sobre la mesa dos vasos de papel con café y acercó una silla; extrajo de su saco una licorera y rellenó los vasos—. ¿Algún avance?
Roberta negó por lo bajo.
—No te preocupes, atraparemos a esos malnacidos... Te ves fatal, Roberta, vete a descansar. Si hay algo que no necesito es a un zombi merodeando por aquí. ¿Le digo a alguien que te lleve a tu departamento?
—No. Prefiero caminar. ¿Y tú? ¿Qué haces aquí a esta hora?
—No soportaba el calor de la cama; además, mi mujer se pone insoportable con su menopausia. Anda, vete ya. No te quiero ver por aquí hasta pasado mañana; si surge algo, te llamo.
Jaime Mondragón salió de la oficina con el mismo sigilo con el que había entrado. «Tú pareces más zombi que yo», pensó Roberta. Apagó el monitor y dio un sorbo al café adulterado, que resultó ser un emético efectivo.
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La familia es lo más importante
México, 1985
Kisho platicaba con el joven Jiro en su oficina cuando se escuchó que alguien tocaba la puerta. Era su secretaria.
—¡Adelante!
—Con su permiso, señor Shiraoka. Me acaban de confirmar que sus sobrinos llegan a México la próxima semana.
—Perfecto. Llama al colegio para que continúen con los trámites de inscripción.
—Sí, señor.
Tras retirarse la secretaria Kisho se quedó sumido en su sillón de piel, pensativo, antes de reanudar la plática con Jiro, quien lo esperaba expectante, sin mover un solo músculo.
—Son buenas noticias, Jiro. La familia es lo más importante que un hombre puede tener y ahora podré retribuirle, aunque sea en parte, todo lo que le debo a mi hermano mayor Taro.
Jiro, como era habitual en él, no se movió ni comentó nada; escuchaba con atención a su benefactor.
—¿Sabes, Jiro? Cuando yo era pequeño mi hermano, a pesar de ser solo tres años mayor que yo, siempre estuvo al pendiente de mí. Crecimos rodeados de carencias y Taro se quitaba el pan de la boca para entregármelo: «Tú estás creciendo y necesitas más la comida que yo, que ya soy grande», me decía. Cuando tienes tres años y tu hermano de seis te dice algo así, le crees. No es sino hasta que eres mayor que comprendes las cosas.
»Ahora él está atravesando una mala racha y, recibiendo a mis sobrinos aquí, no solo le quito una gran carga económica, sino que les daré acceso a una educación que Taro no puede ofrecerles en estos momentos... Estoy seguro de que te llevarás bien con ellos. Jiro. Sé que son buenos chicos y tienen tu misma edad.
»¿No me dices nada?
—Me parece bien, padre. —Jiro solo le decía «padre» cuando estaban solos—. Cualquier cosa que te haga feliz es buena para mí.
—Jiro, hace mucho que no platicas conmigo. Quiero saber qué pasa por tu cabeza, hijo.
—¿A qué te refieres, papá? Si hablamos todo el tiempo.
—Sí, pero hablamos de tu educación, de lo que te hace falta, ese tipo de cosas; sin embargo, hace mucho que no me cuentas cómo te sientes, qué planes tienes; ni siquiera me cuentas de las chicas que te gustan... ¡No sé si tienes novia o no!
—No tengo novia.
—No me refiero a saber solo si tienes novia o no.
—Discúlpame. En verdad no tengo ningún plan en particular. Lo único que deseo es terminar mis estudios para trabajar contigo y serte de utilidad.
Kisho se retrepó incómodo en su sillón.
—Jiro, tú tienes una vaga idea de mis actividades y no quiero que te involucres en ellas. Mi deseo es que estudies una carrera universitaria y que te desarrolles profesionalmente en lo que sea que te guste. Yo no tuve muchas opciones cuando llegué a México; te aseguro que de haberlas tenido no me dedicaría a lo que hago. Sin embargo, tú tienes el mundo a tus pies y puedes ser exitoso en cualquier cosa; siempre y cuando sea dentro de la legalidad.
—No, papá. Yo te debo la vida y quiero trabajar contigo. Necesitas que te rodee gente de confianza y nadie te será más fiel que yo.
Kisho se levantó del sillón y caminó hacia Jiro. Cuando estuvo frente a él vio que tenía los ojos llenos de lágrimas; hizo que se levantara y lo abrazó. Sabía que era inútil hacerlo entrar en razón; Jiro era orgulloso y obstinado; solo deseaba que cambiara de opinión durante los años que le quedaban de estudio, aunque también sabía que Jiro le sería de mucha utilidad a su lado. Recordó el día que lo rescató de las garras de la miseria; para Kisho, ese era el acto más noble que había hecho en su vida. Todavía en la cara del joven Jiro podía distinguir los rasgos del niño que aceptaba aquel brutal castigo. No podría convencerlo si al final decidía trabajar para él y, en el fondo de su corazón, eso lo reconfortaba.
Pasaban de las diez cuando llegaron al despacho de Kisho cinco hombres bien vestidos de semblante adusto; todos con rasgos orientales. Se acomodaron en la sala del despacho y, sin mayores saludos ni preámbulos, Kisho inició:
—Hijikata, ¿qué me dices de los electrónicos?
—La demanda de las importadoras está subiendo. En los últimos dos meses hemos duplicado los embarques. Si bien es cierto que fue necesario repartir más dinero a las autoridades, las ganancias subieron un cincuenta por ciento.
—Ahora que hablan de los embarques —intervino Nagakura—, los transportistas están nerviosos por el aumento en el tráfico.
—Es importante que ellos sepan qué autoridades están de nuestro lado —dijo Kisho—, eso los tranquilizará... Auméntales el pago un diez por ciento; se lo merecen y no queremos que hagan tratos con nadie más.
—Sí, señor —acató Nagakura.
—Yamanami —continuó Kisho—, ¿qué me dices del licor?
—Hay un grupo que está ofreciendo licor adulterado a nuestros clientes a mitad de precio —contestó Yamanami, nervioso.
—¿Alguno de nuestros clientes les ha comprado?
—Sí. Tres bares han reducido sus compras a nosotros.
Kisho se levantó para ordenar sus ideas caminando por el despacho. El piso de madera rechinaba y los sillones de piel crujían al rebullirse en ellos sus ocupantes. Tras escanciar una copa de coñac, continuó:
—No te preocupes, Yamanami. Localiza el lugar donde adulteran el licor; una vez identificado, ya sabes qué hacer. En cuanto a los bares, Harada se encargará de recordarles qué puede suceder si retiramos nuestra protección. Que esta vez solo sea un recordatorio y que les quede claro que no habrá una segunda oportunidad.
Así continuó la reunión de los dirigentes de la mafia japonesa en México, que lideraba Kisho con sus cinco jefes. El poder y las ganancias millonarias de esta agrupación crecían cada día. Su éxito, con respecto a los demás grupos organizados, se debía a la diversidad de actividades: tráfico de ilegales, opio y mariguana, contrabando de electrónicos, de vinos y de licores y prostitución. Además, eran los que entregaban los mayores sobornos, lo que les había asegurado, hasta cierto punto, impunidad.
Pero esa noche Kisho se distraía con facilidad; sus pensamientos estaban en Japón. Se sentía de buen humor y deseó que Taro lo pudiese ver en esos momentos, como la persona respetada y exitosa en que se había convertido; aunque era una felicidad velada, ya que su hermano reprobaría sus actividades. Kisho estaba acostumbrado a esa insatisfacción, como si tuviese una piedra en el zapato. Al mismo tiempo recordaba el día en que llegó a México; cómo la discriminación y el hambre lo orillaron a la ilegalidad y cómo había luchado para alcanzar el peldaño en que se encontraba. Ahora no podía desacelerar, estaba rodeado por lobos y la única forma de sobrevivir era siendo más fuerte, más astuto, logrando que sus brazos abarcaran más, manteniendo una constante intimidación hacia sus enemigos; sobre todo, hacia sus cinco jefes.
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