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27 de octubre de 2010





El Instituto Cervantino distaba mucho de la antigua escuela de Carlos. La carencia de una figura materna, parientes y hermanos, lo habían hecho madurar antes de tiempo. Mientras sus compañeros atravesaban la pubertad él pasó de la niñez a la adultez. Solo tenía un amigo: su padre, y era mucho el tiempo que pasaban juntos; cuando Carlos tenía que estudiar los fines de semana Andrés leía las novelas negras que tanto le gustaban y, entre semana, por las tardes, para matar el tiempo mientras su padre trabajaba, Carlos solía inscribirse a cursos de natación, defensa personal, pintura, futbol o lo que fuera que en el momento llamara su atención.

A diferencia de lo que sucede en la mayoría de las escuelas secundarias, los internos del Instituto Cervantino parecían felices de estar allí. Los alumnos no vestían con uniforme y escogían las materias y los horarios que más les atraían; debían cumplir con un determinado número de asignaturas y un par de materias obligatorias, pero en general tenían mucha libertad. Cada profesor contaba con una aula propia donde impartía su materia a diferentes horarios durante el día, por lo que no era de vida o muerte acudir a una hora específica a una clase determinada; esto hacía que los compañeros fueran siempre distintos y de edades dispares; era común ver un alumno de doce años sentado al lado de uno de veinte y esto no parecía incomodar a nadie. No existían grados definidos como primaria o preparatoria, cada interno contaba con un tutor que le iba recomendando qué materias cursar, aunque no pasaba de ser eso, una simple orientación. Los educandos podían inclinarse por las materias que más les gustaran: matemáticas, literatura, humanidades, biología... Había alumnos que se especializaban tanto en ciertas asignaturas que incluso ayudaban a los profesores a impartirlas o se ganaban el grado de asistentes y apoyaban a sus compañeros con problemas. Carlos empezó a escuchar historias como la del prodigio de las matemáticas que se negaba a usar la calculadora, o la de la joven con conocimientos enciclopédicos de historia universal que demoraba veinte minutos en resolver una simple operación aritmética. Algunos maestros vivían dentro del internado impartiendo clases de tiempo completo, otros permanecían una semana sí, otra no, y unos cuantos iban uno o dos días por semana. Era poco el trabajo asignado fuera del salón de clase, algún proyecto en grupo o una tarea ocasional; asimismo los exámenes eran inexistentes; se tenía mucho respeto por el tiempo libre de los internos y había diversas actividades deportivas y recreativas, por lo que permanecían ocupados todo el día.

Este cambio radical de rutina ayudó a Carlos a aminorar la pérdida de su padre. Sin embargo, había momentos en los que se encontraba solo y, en esos instantes, lloraba en silencio. Al día siguiente de la excursión al río, por la tarde, Alejandro se disponía a entrar en su habitación cuando escuchó sollozos a través de la puerta entornada. Se detuvo en seco y dio un paso hacia atrás. «¿Qué hago?», se preguntó. «¿Entro o no?... Y si entro, ¿qué digo?». Fue necesario un manotazo en la nuca para que Alejandro regresara del pasmo en el que se había sumido y, al voltear, se encontró frente a frente con su salvación.

—¡Rusia!

—Sí. Rusia... ¿O a quién esperabas?

Alejandro la tomó del brazo y la alejó de la puerta; ya habría tiempo para desquitarse, por lo pronto, le pareció la solución perfecta. «Las mujeres saben más de estas cosas», dijo en voz alta, aliviado.

—¿Qué dices, menso? Claro que las mujeres sabemos más... ¿De qué?

Rusia escuchó con atención a Alejandro. Al principio pensó aconsejarle que lo dejara solo un rato, pero recapacitó: «un mosquetero necesita ayuda.

Llamó dos veces e ingresó sin esperar respuesta. Carlos estaba de pie frente a la ventana con la vista perdida en el bosque; su cuerpo se tensó al advertir que ya no estaba solo.

—Hola, Carlos, ¿cómo estás?

—Bien. Supongo —contestó sin darse vuelta.

—Carlos, me imagino cómo te sientes. La mayoría de los que estamos aquí somos como huérfanos, pero al menos tú tienes un buen recuerdo de tu padre. Te aseguro que más de uno de los internos preferiría que sus padres estuvieran muertos. —Carlos no se movía—. Sabes que puedes confiar en nosotros.

—Gracias, Rusia. —Se retiró de la ventana y se sentó en su cama—. Ya me iré haciendo a la idea. ¿Sabes? Mi padre hacía hasta lo imposible para que yo no resintiera la falta de una madre o familiares; a veces me sentía mal por él; se esforzaba demasiado. Me da rabia pensar que lo mataron. —Sintió que estaba hablando de más, empero, Rusia le inspiraba confianza—. Yo sé que para un policía el riesgo siempre está presente... es solo que...

—Dime algo, ¿te sientes culpable?

—Ahora que lo mencionas, sí... Un poco.

—¿Puedo saber por qué?

—Puede ser una estupidez, pero nunca le pedí que se dedicara a otra cosa.

—¿A él le gustaba su trabajo?

—Mucho.

—Entonces sí es una estupidez.

—Creo que sí —dijo con una sonrisa tímida—. Gracias, Rusia.

—No tienes nada que agradecer, somos mosqueteros.

—Ya que tocas el tema, ¿qué hay detrás de los mosqueteros? ¿Quién los formó? ¿Por qué me escogieron a mí?

—Creo que es una tradición que ha pasado de generación en generación, pero solo te puedo hablar de los rumores que he escuchado. Ramiro no es muy comunicativo y tenemos prohibido hablar al respecto con los demás internos... Creo que te has dado cuenta de que los alumnos de este instituto no somos personas «normales» o por lo menos no provenimos de familias comunes y corrientes.

—Así parece.

—La mayoría de nosotros no tenemos la culpa de qué han hecho nuestros padres; no todos somos hijos de mafiosos, soplones, extraditados o refugiados políticos y no todos tenemos la suerte de poder salir los fines de semana —Carlos se sintió incómodo, Rusia lo vio rebullirse en la cama—. No te sientas mal, como te dije antes, tú no tienes la culpa; además, hay algo especial en ti; aún no me entero qué, pero fue Ramiro quien nos dijo que formarías parte de los mosqueteros y es mucha casualidad que te hayan puesto en el mismo cuarto con Alejandro. ¿Sabes? Alex, aparte de ser un baboso insoportable, es una persona muy especial. Nunca te lo va a decir, pero él convenció a sus padres de que se entregaran y colaboraran con la policía para arrestar a más de veinte delincuentes.

—Increíble.

—Sí. Es el chico más noble que vas a conocer en tu vida. —Rusia se levantó de la cama y extendió los brazos—. Anda, ven, dame un abrazo.

—No es necesario, Rusia.

Rusia, ignorando las palabras de Carlos, lo jaló de la manga del suéter hasta que estuvo de pie y lo abrazó diciendo: «Acompáñame». Al final del pasillo, cabizbajo, con las manos en los bolsillos, esperaba Alejandro. Al verlos salir de la habitación caminó hacia ellos y puso la mano sobre el hombro de Carlos.

—¿Todo bien, socio?

—Todo bien.

—Alex, ¿quién está en la cocina hoy? —preguntó Rusia.

—Natalia.

—¡Perfecto! Un bocadillo le caerá bien a Carlos.

—No tengo hambre, Rusia —dijo Carlos.

—No subestimes el poder curativo de la comida —ratificó Alejandro—, ya verás que te sientes mejor.

—Sí, seguramente —dijo Carlos sabiendo que, si bien discutir con Alejandro solía ser inútil, juntando fuerzas con Rusia era imposible—. Y ustedes me van a acompañar, ¿no es cierto?

—¡Claro! Sería una grosería dejarte comiendo solo —contestó Rusia mientras Alejandro asentía con la cabeza.

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Diario de Carlos

Página 62


«Vamos a disparar, socio.»

Así, con esa tranquilidad, me dijo Alex qué íbamos a hacer en la inocente excursión al río. Pensé que veríamos a algún animal en su hábitat natural, que estudiaríamos la geología del lugar o, en el último de los casos, que jugaríamos a las escondidas; a esa hora de la mañana no son muchas las neuronas que me funcionan, pero nunca imaginé un: «Vamos a disparar».

¿Qué clase de institución es esta? ¿Dónde quedaron los simples paseos al aire libre, las actividades recreativas, deportivas, de estudio de la flora y la fauna? Pues no sé dónde quedaron, pero en este instituto, los jóvenes (porque todavía lo somos) salimos al bosque a disparar, con rifles, cargados con balas de verdad... Menos mal que solo le disparamos a latas de aluminio, aunque no me sorprendería si el mes que entra pasamos al nivel 2: matar venados. (Que por cierto, abundan por aquí.)

Nivel 5: mata o muere.

Por lo menos hay algo de romanticismo en todo esto, me refiero al nombre del grupo: Los Mosqueteros. ¿Alguno de ellos habrá leído el libro? Yo no, pero he visto por lo menos dos versiones diferentes en la tele; una en blanco y negro y otra más actual. En las dos se aborda la misma historia y todo el mundo (sí, TODO el mundo) conoce la trama o, por lo menos, sabe dos cosas:

1) Que D’Artagnan (tuve que buscar cómo se escribe el nombre en internet) es el cuarto mosquetero (de tres que eran originalmente).

2) Que D’Artagnan es el más importante de los cuatro. No, no solo de los cuatro, sino de TODA la historia.

Ramiro no parece ser el tipo de persona que le gusta leer, aunque las apariencias engañan. ¿Sabrá Alejandro que se llama igual que el autor de la novela? No creo; él no lee nada que no sea la etiqueta de lo que se va a comer; y hasta de eso tengo mis dudas. No me extrañaría que en más de una ocasión se haya comido algo que estaba caducado. Es medio bestia, pero buena bestia. Me cae bien el gordo y, aunque ronca, mi papá roncaba mucho más. Una cosa menos que extrañarte, Andrés.

Rusia también me inspira confianza; es inteligente, ocurrente y no tiene pelos en la lengua. Me gusta que las personas sean honestas y originales; además, tiene mejor puntería que yo, sin duda será un aliado importante en el nivel 5.

No puedo dejar de escribir algo sobre la biblioteca. Me encanta (palabra cursi, pero acertada). No es solo el hecho de que tiene más libros que la biblioteca del Estado, es todo: los pasillos irregulares tapizados con estantes de madera, los recovecos con mesas de lectura, los pocos alumnos que la frecuentan (¿o será que es tan grande y laberíntica que siempre parece estar vacía?), el olor, las lamparitas con pantalla verde como las que se ven en las películas... Quisiera dormir allí.

Hablando de dormir, ya es tarde.

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Preparatoria

México, 1985 - 1988


A partir de que los hermanos Shiraoka pusieran un pie en México el ritmo de sus vidas se aceleró. Desde el primer instante quedó claro que no iban de vacaciones; entre los preparativos para el ingreso al colegio mexicano-japonés y las clases intensivas de español, apenas les quedaba algo de tiempo libre. A su tío lo habían visto poco; permanecía la mayor parte del día fuera de la casa o encerrado en su despacho; sin embargo, les dijo en la fiesta de bienvenida que les ofreció que, una vez hubieran iniciado el semestre y mejorado su español, tendrían tiempo para estar juntos y conocerse mejor.

Los hermanos supusieron que su tío Kisho tendría una casa grande, pero se quedaron cortos; la residencia ocupaba una manzana completa. Aparte de Kisho, Jiro y los hermanos Shiraoka, en la mansión vivían quince empleados: una cocinera, dos jardineros, el ama de llaves, los empleados de limpieza, cinco guardias de seguridad... A los hermanos les asignaron habitaciones independientes donde gozaban de todas las comodidades imaginables; ni siquiera tenían que poner la ropa sucia en el cesto, ya que una empleada de limpieza les arreglaba la habitación dos veces por día.

Jiro y Miki se hicieron buenos amigos al instante. Yori, por su parte, no siempre los acompañaba, ya que le dedicaba tiempo extra a sus estudios; Miki tenía mejor memoria que él y, por lo mismo, Yori necesitaba más horas para aprender las lecciones. Yori siempre obtenía mejores calificaciones, aunque Miki lo hacía muy bien con la mitad del esfuerzo de su hermano.

Jiro estudiaba en otro colegio; su español era perfecto, tenía más opciones.

Esos tres años en México Yori se dedicó en cuerpo y alma al estudio ocupando el primer lugar de calificaciones en todos los semestres. Miki y Jiro —quien también era buen estudiante— en su tiempo libre asistían a fiestas y cortejaban chicas.

Los hermanos no eran tontos y poco a poco se fueron enterando de los negocios de su tío, aunque él, sin dar mayor explicación cuando salía el tema a relucir, les decía que era comerciante. Maravillado por el estilo de vida que ahora gozaba, a Miki no le importaba si los negocios de su tío eran legales o no; Yori, por su parte, pensaba muy diferente, e incluso procuró no intimar con Jiro poniendo como pretexto sus estudios.

Yori empezó a desconocer a su hermano; se fue formando una zanja entre los dos, al grado que, al año de haber llegado a México, solo hablaban de temas superficiales.

Yori aprovechó una excursión escolar para hablar con Miki. Era de noche y acamparon en el bosque. Los demás chicos estaban sentados alrededor de una fogata y, cuando Yori vio que su hermano se alejó para descargar la vejiga, lo siguió.

—¿Miki?

—¡Yori! ¡Qué susto me diste, casi me orino los pantalones!

—Perdóname, Miki. Quiero hablar contigo a solas.

—¿Qué pasa?

—Es el tío Kisho... ¿Tú sabes a qué se dedica?

El rostro de Miki se endureció.

—¿Por qué lo preguntas?

—¡Vamos, Miki! Sabes perfectamente que los negocios del tío no son legales.

—¿Y? ¿A quién le importa? ¿No vivimos como reyes?

—No seas materialista y piensa...

—No, Yori —lo atajó—. No es que sea materialista, soy realista. Tú mejor que nadie sabes que nuestro padre se rompe la espalda todos los días, ¿y para qué?... Para vivir como mendigo.

—No digas estupideces.

—No me malinterpretes, quiero mucho a nuestro padre y le agradezco todo lo que ha hecho por nosotros; solo pienso que está jugando en el bando equivocado.

Yori supo en ese momento que la persona con la que hablaba ya no era el hermano que había conocido.

—Hay muchas cosas que tú no sabes, Yori, y no creo que sea momento de decírtelas.

—¿A qué te refieres?

—Bueno, ya sabes que Jiro y yo somos buenos amigos, y él ha estado cerca de nuestro tío mucho más tiempo que nosotros. Tal vez si dejaras de estudiar tanto y te preocuparas un poco más por tu futuro aprenderías las cosas que en verdad valen la pena. Dime, Yori, ¿qué diferencia hay entre ser el primer lugar de la clase a ser el tercero o cuarto?... ¿No sabes? Pues yo te lo voy a decir: ninguna. ¿No fue nuestro padre el mejor de su generación? ¿Y dónde está ahora? ¿Sabías que el tío ni siquiera asistió a la universidad?

—A ver, sabelotodo, ¿qué pasaría si la policía arresta al tío?

—¡No seas imbécil ni te hagas el inocente! La policía recibe dinero de él.

—¡El imbécil eres tú! No importa cuánto dinero tenga Kisho, no puede comprar a todo el mundo, es matemática elemental; si estudiaras un poco más, lo sabrías.

Miki cerró los puños y, acercándose a Yori, dijo apretando los dientes:

—Eso lo dices porque no tienes idea de los alcances de nuestro tío.

—Estás ciego, Miki... ¿Qué pretendes? ¿Convertirte también en un mafioso?

La respiración de Miki se aceleró, sus pupilas se dilataron. En cuestión de un instante, Miki golpeó a Yori en la cara, con tal fuerza, que lo hizo caer de espaldas. Yori se llevó ambas manos al rostro sin apartar la vista de Miki, quien ya daba un paso al frente para seguir golpeándolo; sin embargo, la fiera iracunda que tenía enfrente desapareció en un instante. Como si no hubiera sucedido nada digno de mención y fuera cosa de todos los días tumbar a su hermano de un golpe, Miki le ofreció la mano y lo ayudó a levantarse. Habló con una calma fría que desconcertó más todavía a Yori:

—Discúlpame, Yori... No hay que morder la mano que nos da de comer. Tampoco está bien que juzgues así a nuestro tío; se ha ocupado de nosotros y, gracias a eso, el negocio de nuestro padre ha mejorado, ¿no es así?

Yori estaba mudo. Miki no intentaba convencerlo ni se veía arrepentido, fue como si le ofreciera una oportunidad para entrar en razón.

—Lo único que ha hecho Kisho es arreglárselas para sobrevivir —agregó Miki con voz pausada—. ¿No hay corrupción en todos lados? ¿No te das cuenta de que todo el mundo juega sucio? ¿Vas a permitir que la gente camine sobre ti así como lo han hecho con nuestro padre? Piensa en tu bienestar, Yori. En este mundo siempre habrá alguien pasando sobre los demás. Tú decides si quieres ser el de arriba o el de abajo. Yo no estaré abajo, eso te lo aseguro.

—Está bien, Miki. Dejémoslo así... Tal vez tienes razón.

Miki advirtió que no había convencido a su hermano y, a partir de entonces, lo vería como una amenaza potencial. A su regreso, Miki habló con Jiro, quien a su vez le comentó lo sucedido a Kisho. Yori se percató de que los guardaespaldas estaban más atentos a lo que él hacía. Decidió seguir concentrado en su educación y no levantar ninguna sospecha ni volver a sacar el tema; no pretendía inquietar a nadie y todo eso no cambiaba en lo más mínimo sus planes: estudiar y volver a Japón a ayudar a su padre.


Cuando faltaban tres meses para que los hermanos terminaran la preparatoria Yori se percató de que Miki no tenía intenciones de regresar a Japón. Junto a Jiro pasaba cada vez más tiempo acompañando a Kisho y, aunque al principio también lo invitaban a él, su pretexto permanente lo mantuvo al margen de las actividades delictivas en las que se estaban adentrando.

Un día advirtió que el teléfono de su habitación no funcionaba; ya que casi no lo usaba, no fue capaz de determinar cuánto tiempo llevaba así; podrían ser semanas. Después, apareció un guardia que custodiaba permanentemente la puerta de su dormitorio. No le impedía salir, pero lo seguía a todos lados.

Yori recibió el reconocimiento del mejor alumno de su generación, y Miki, sin siquiera haber presentado los exámenes finales, se tituló con honores. Faltaban cuatro meses para su regreso a Tokio y Yori necesitaba un pretexto para permanecer lo más alejado posible de su tío, Miki y Jiro.

En el pizarrón de anuncios del colegio encontró la solución: un curso de primeros auxilios y salvamento que se alargaba durante todo el verano. Fue allí donde conoció a Andrés Pedraja: un joven que se estaba preparando para ingresar a la academia de policía.

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