dieciséis
19 de noviembre de 2010
Un zumbido despertó a Carlos en la madrugada. Adormecido, y con la vista aún borrosa, observó una luz intermitente que provenía de la cazadora que colgaba del perchero. «El Gps», pensó. Se levantó y, mientras se apresuraba por el dispositivo, vio una luz similar bajo la almohada de Alejandro.
—¡Alex, despierta, es el Gps!
Alejandro, más dormido que despierto, tiró al piso su Gps al intentar revisarlo. Una vez en sus manos lo observó con extrañeza.
—Lo activó Ramiro. Esto no pinta nada bien. ¡Vístete, deprisa!
Estaban a medio vestir cuando irrumpió en su habitación Martín. La adrenalina impregnaba el ambiente. A los pocos segundos llegó Rusia y los cuatro mosqueteros corrieron al pasillo hacia el consultorio. Otros internos, la mayoría mayores que ellos, salían de sus habitaciones y se les unían en la carrera. Nadie dijo una sola palabra, solo se dirigían de vez en cuando miradas furtivas; parecían una manada de ñus. En el consultorio había unas treinta personas en torno a Alfredo Valadéz, quien daba instrucciones apresuradas; la mayoría eran estudiantes, aunque Carlos reconoció a cuatro maestros y advirtió que seguían entrando más personas. Cuando Alfredo vio a los mosqueteros les ordenó que se dirigieran a la cabaña de Ramiro, allí recibirían instrucciones. Sin perder tiempo, salieron de la casa.
—¿Alguien sabe qué está pasando? —preguntó Carlos mientras sorteaban el bosque.
—Ni idea —le contestó Martín—, pero pronto lo sabremos.
—¿Alguna vez había pasado algo así? —reiteró.
—No, Carlos. Nunca —dijo Alejandro, jadeante.
A las 3.43 a. m. se activó la alarma silenciosa del Instituto. Alfredo Valadéz contó en la pantalla panorámica a veinte individuos que se dirigían hacia el internado rodeándolo por todos sus flancos. Junto a Ramiro estimó que llegarían en diez o quince minutos y los helicópteros de la policía, que ya estaban en camino, en treinta. Atrancaron los accesos al instituto y encendieron las luces exteriores para hacerles ver que los habían detectado.
Así como los mosqueteros, existían varios grupos con diferente nivel de entrenamiento y la mayoría de ellos sabía disparar. Los internos mayores se armaron con rifles que sacaron de un armario escondido dentro del consultorio y subieron a la azotea para resguardar la casona apuntando hacia las murallas que la rodeaban. Otro de los grupos custodiaría las puertas desde adentro y, los de menos experiencia, vigilarían los pasillos interiores y a los internos de menor edad; Alfredo a su vez vigilaría las pantallas y dirigiría toda la operación comunicándose con los radios portátiles que cada grupo tenía. Los mosqueteros debían resguardar el acceso en la cabaña de Ramiro. Cuando llegaron Amanda los esperaba armada con una escopeta.
—¿Por qué tanto alboroto? —le preguntó Carlos mientras recuperaban el aliento en la sala.
—Carlos, llevas muy poco aquí para entender muchas cosas y no hay tiempo de decírtelas ahora; pero muchos de los chicos que están en este internado corren peligro por lo que han hecho sus padres. La finalidad real de esta instalación se ha mantenido en secreto durante años, así es que no nos tomamos a la ligera estas cosas; y algo como lo que está sucediendo jamás había ocurrido —le explicó Amanda.
Los cómplices de Miki Shiraoka habían torturado al maestro Aoyama para conocer el paradero de Carlos y saber qué era en realidad el Instituto Cervantino. Sabían contra qué se enfrentaban y que debían planificar el ataque al instituto teniendo en cuenta que la policía llegaría pronto al lugar. El fracaso no era una opción para Miki; echaría mano de todos los recursos que tuviera disponibles para capturar a Carlos. Su tío Kisho le había registrado una cuenta de inversión en un banco europeo diez años atrás; Miki tenía dinero suficiente para contratar un miniejército de matones.
Alejandro fue por el talego que contenía los tres rifles y se los entregó a sus compañeros; Amanda le dio una pistola y le dijo, intentando disimular su nerviosismo: «Toma, Athos, ya sabes cómo usarla». Alejandro y Carlos cuidarían la puerta que daba al bosque, Martín la ventana de la cocina y Rusia se quedaría con Amanda en la sala. Pero el plan de los japoneses era más elaborado de lo que suponían; dos de ellos franquearon la muralla sin ser detectados y vieron entrar a los mosqueteros en la cabaña; mientras los chicos permanecían con Amanda en la sala, uno de los japoneses tenía la oreja pegada en la puerta y se preparaba para entrar; el otro lo esperaría afuera. Todo sucedió muy rápido. El intruso ingresó en la cabaña. Rusia fue la primera en verlo y se quedó paralizada: daba pasos rápidos y seguros, vestido de negro, con la cara tapada y apuntándoles con una pistola. Cuando Amanda se percató de su presencia el japonés ya estaba en el umbral de la estancia. Amanda, antes de que pudiera levantar la escopeta, empujó con fuerza a Rusia hacia el sillón mientras el japonés le disparaba en el pecho. El estruendo colmó la habitación; Amanda cayó de espaldas al suelo. Carlos y Alejandro abrieron la puerta que daba al bosque y corrieron hacía el río. El japonés, al escuchar el ruido de la puerta abriéndose y darse cuenta de que Rusia no haría nada, alertó a su compañero para que ingresara a la cabaña mientras él iba tras los chicos.
Martín, que estaba detrás de la estufa, al asomarse observó cómo el otro japonés ya le apuntaba a Rusia con una pistola. Salió de su escondite con el rifle y, aprovechando su posición le disparó en la espalda. El intruso dio una voltereta por el impacto; cayó de bruces e intentó incorporarse, pero Amanda, con el último aliento de vida que le quedaba, descargó su arma sobre él. Rusia, al ver a Amanda cerrando los ojos en medio de un charco escarlata, salió de su parálisis. Corrió hacia ella, se hincó en la sangre y la abrazó meciéndose hacia atrás y hacia adelante. Martín corrió a cerrar puertas y ventanas. Alejandro se había llevado el radio así que no tenían forma de comunicarse con la casa para alertar de lo que había sucedido. Mejor encerrarse en la cabaña y esperar. Estaban demasiado aterrados para salir de allí.
El japonés era más rápido que ellos. Primero alcanzó a Alejandro y, al percatarse de que no era a quien buscaba, le dio un golpe en la cabeza y lo dejó tendido en el suelo, inconsciente. Un minuto más tarde alcanzó a Carlos, a quien sometió con facilidad. Una vez constató que era la persona que había ido a buscar le amarró brazos y piernas y lo cargó como a un costal en dirección al río.
Ramiro patrullaba la zona cuando escuchó el forcejeo. Se fue acercando escondiéndose entre los pinos; buen conocedor de la zona y en una noche como esa, con luna llena, no se demoró en encontrarlos. Pero no fue lo suficientemente silencioso para el japonés, que estaba bien entrenado. Cuando se dio cuenta de que alguien los seguía se cubrió con el cuerpo de Carlos al tiempo que, en un español apenas comprensible, le ordenó que saliera a la vista. Ramiro no arriesgaría la vida de Carlos y salió al camino con las manos en alto; pero antes de que pudiera hacer algo el intruso le disparó a sangre fría para continuar su camino, inmutable, con Carlos a cuestas; ignorando que Ramiro, antes de morir, había alertado a Alfredo Valadéz por el radio.
Los japoneses que rodeaban el Instituto Cervantino nunca llegaron a su destino; para cuando arribaron los helicópteros de la policía se habían esfumado sin dejar rastro.
Al mismo tiempo, en Argentina, Miki Shiraoka esperaba sentado en el catre de su celda. A pesar de que estaba ansioso no lo demostraba; tenía la vista clavada en el espejo y, llevaba tanto tiempo sin moverse, que le dio la impresión de que la imagen que el espejo le devolvía no era la suya. «¿Yori?», pensó. Los hermanos se parecían tanto que en sus años de escolares era común que los confundieran. Había pasado mucho tiempo; tal vez Yori tendría un peinado distinto, o bigote, pero estaba seguro de que seguirían viéndose parecidos.
Unos pasos en el corredor lo distrajeron. Se levantó para mirar por la ventana; el cielo estaba blanco, el ambiente se sentía húmedo. Los pasos cesaron frente a su puerta. Un vigilante con el rostro oculto por las sombras abrió cerradura y, sin esposarlo, lo llevó al área de máquinas en el sótano de la prisión donde lo esperaba otro sujeto que le entregó un traje impermeable, un mapa y una mochila. Tras unas breves indicaciones lo ayudaron a ingresar al conducto del desagüe. La mochila contenía un pasaporte falso, dinero y una muda de ropa. Un automóvil lo estaría esperando a la salida del desagüe para llevarlo a un pequeño aeropuerto oculto en el norte del país, en manos de narcotraficantes.
mmm