seis
26 de octubre de 2010
—¿Carlos? Socio, despierta —dijo Alejandro sacudiéndolo por el hombro.
—¡Eh...? ¿Qué pasó? —dijo Carlos, confundido.
—Vamos, levántate. No hagas ruido.
Carlos miró el reloj; entornó los ojos y, tras un par de segundos, dijo:
—¡Van a ser las cinco de la mañana! ¿Estás loco?
Alejandro le tapó la boca con la mano.
—Sí, y tenemos que darnos prisa, me quedé dormido. En el camino te explico.
A pesar de que apenas era su segunda semana en el instituto, Carlos sabía que era inútil negociar con Alejandro. Se levantó de mala gana y se vistió.
—Lleva bufanda y guantes que saldremos de la casa.
—Te ves muy contento para estar levantado a las cinco de la mañana, Alex.
—Menos plática y más acción, ¡vamos!
Tres golpes tímidos se escucharon en la puerta. Alejandro, sin mostrar sorpresa ni preguntar quién era, abrió para que entrara Rusia a la habitación. Era la chica gordita que se sentaba al lado de Alejandro en el salón; una joven alta de tez blanca, seria pero de catadura amable, con el cabello rubio siempre arreglado en dos largas trenzas. Llevaba botas, pantalón, guantes y chamarra para nieve de poliéster color verde limón; se veía que con semejante atavío le costaba trabajo moverse y hacía mucho ruido al caminar. Los tres permanecieron inmóviles mientras Rusia alternaba la mirada, primero a Alejandro, después a Carlos, hasta que rompió el silencio.
—¿Se quedaron dormidos? ¡No lo puedo creer!
—Shhh. ¡Cállate, Rusia! Ya estamos listos —dijo Alejandro—. ¿Dónde está Martín?
—¿Cómo que dónde está?... ¡Pues dónde más, está abajo, flojos! ¡Muevan el culo que se hace tarde!
Salieron deprisa al pasillo y atravesaron el laberinto de corredores que desembocaban en la cocina; Rusia iba a la cabeza, caminaba como un pingüino para evitar el ruido de su ropa. Todavía las cocineras no habían iniciado sus labores, así que el campo estaba despejado.
—Oye, Rusia —dijo Alejandro cuando pasaban junto a la alacena—, ya que estamos aquí, ¿por qué no buscamos algo de provisiones para la expedición?
—¡Cállate! —le dijo sin voltear—. ¡Aparte de flojo, tragón!
—¿Y tú qué? Mira que te está sangrando la boca.
—Baboso.
Salieron por la puerta de servicio que daba a la parte posterior de la casa; ahí los esperaba Martín; un muchacho risueño de cabello hirsuto color castaño y un bozo que pedía a gritos ser afeitado; sin embargo, Martín se negaba a hacerlo. «Basta con que me rasure una sola vez para que el bigote se haga grueso», decía con molestia cada vez que alguien comentaba algo al respecto. Era de los alumnos más destacados; tenía una facilidad fuera de lo común para las matemáticas y la física. Su padre era toda una leyenda; un pionero en la intromisión a los sistemas bancarios en los años ochenta que cometió un único error: enamorarse de una joven que resultó ser la hija de un agente de Delitos Fiscales que tenía curiosidad de saber con quién estaba saliendo su hija; y lo que averiguó, no le gustó nada. No obstante, a su nieto Martín —que nació mientras su padre cumplía condena en prisión— lo quería más que a todos sus hijos juntos.
Martín, al verlos salir de la casa, corrió hacia la arboleda. Los demás lo siguieron. Alumbrados con dos linternas de mano atravesaron doscientos metros hasta una cabaña adosada a la muralla de piedra que tapiaba la propiedad; había luz en el interior y salía humo por la chimenea. Martín golpeó la aldaba un par de veces y, sin esperar respuesta, ingresaron. La cabaña estaba mejor dispuesta de lo que Carlos esperaba; el mobiliario era modesto pero de buen gusto, todo estaba limpio y ordenado, y la Calidez del ambiente, junto al aroma a pan recién horneado, los recibió con los brazos abiertos. Rusia se adelantó hacia la cocina diciendo:
—¡Buen día, Amanda!
—¡Hola, linda!, ¿cómo están mis tres mosqueteros?
—Cuatro —la atajó Alejandro y empujó a Carlos al frente del grupo.
—Buen día, señora. Mucho gusto —dijo Carlos estirando la mano; pero Amanda, en lugar de estrecharla, se acercó para darle un beso en la mejilla.
—Aquí nos saludamos de beso, encanto. —Los demás se amontonaron para abrazarla.
Amanda era la esposa de Ramiro, el leñador que Carlos había visto el primer día que llegó al internado; pero algo no cuadraba en ese escenario, Amanda no parecía la esposa de un leñador, más bien daba la impresión de ser una señora de clase media de cuarenta y tantos años que pasaba unos días en su cabaña huyendo del bullicio de la ciudad; Carlos pensaba en eso cuando se escucharon los pasos de Ramiro entrando a la cocina. Se acercó a su mujer para besarle la frente y ella, acariciando su rostro, le dijo:
—¿Cuándo te vas a quitar esa horrible barba, amor?
Pero Carlos no tendría el privilegio de escuchar la voz de Ramiro todavía, ya que este se limitó a emitir un gruñido a manera de respuesta al tiempo que Alejandro y Martín lo jalaban de la chamarra para apurarlo. Amanda entregó a Rusia una bolsa de papel y le indicó de forma que todos la escucharan:
—Son tres bizcochos para cada uno, no hagan trampa... ¡Y tengan cuidado, por el amor de Dios!
Debido a que Carlos era el nuevo del grupo tuvo que cargar una mochila de lona que por el peso y tamaño intuyó contenía palos de golf. Salieron por una puerta de hierro que los condujo fuera de los límites de la propiedad y se internaron en el bosque. Caminaron en silencio durante treinta minutos alternándose el pesado morral. «Por qué nadie habla?», pensó Carlos, agitado por la caminata; eran casi las seis de la mañana, la hora del alba. Carlos distinguió, a través del ruido de las pisadas y el roce del pantalón de poliéster de Rusia, el sonido de un riachuelo; también advirtió que esa sección del bosque no tenía indicios de haber sido explorada; no se veía ninguna senda y hubo tramos en los que se desplazaron con dificultad; durante el trayecto se toparon con ardillas, conejos y un par de venados que los siguieron con la mirada sin inmutarse. «Siempre usamos una ruta diferente», le comentó Alejandro.
El riachuelo resultó ser un ancho y caudaloso río con una pequeña caída de agua que dejaba ver bajo su manto la entrada de una estrecha cueva, iluminada ya por los rayos del sol. «Después del mediodía, cuando el sol da la espalda a la cascada, es imposible ver la entrada de la cueva», le dijo Alejandro señalando la caverna con el dedo. Avanzaron otros veinte metros bordeando el cauce del río hasta un montículo cubierto con ramas y hojas. Ramiro se agachó y, como quien quita de golpe la sábana de una cama, retiró una lona oculta bajo el ramaje que dejó al descubierto una trinchera hundida medio metro en la tierra, fortificada con costales llenos de arena. La excitación del grupo iba en aumento. Alejandro entró al foso para extraer un saco que yacía bajo la lona y que contenía latas de aluminio y le hizo un gesto a Carlos para que lo acompañara. Corrieron hacia la caída de agua.
—Alex, ¿qué vamos a hacer con esas latas?
—Vamos a disparar, socio.
Tras acomodar las latas para el tiro al blanco se reunieron con los demás. Ramiro fumaba un cigarrillo de pie y Rusia y Martín, dentro de la trinchera, sostenían un rifle automático cada uno; llevaban puestos unos lentes protectores y un tercer rifle yacía apoyado en los costales.
—¿Cómo llamaremos a Carlos, Ramiro? —preguntó Alejandro al leñador.
—Supongo que le heredaré mi nombre: D’Artagnan. El cuarto mosquetero.
Todos asintieron con la cabeza. Ramiro continuó:
—Muy bien, mosqueteros, démosle la bienvenida a
D’Artagnan.
—Carlos recibió aplausos, silbidos y ovaciones—. Las reglas son
simples. Primero: no hablamos con nadie acerca del grupo. Segundo:
solo dispara uno a la vez y, durante la sesión, nadie sale de la
trinchera. Tercero: el mosquetero que obtenga malas Calificaciones
en sus clases será suspendido del grupo hasta que su promedio
general sea mayor a 8. ¿Está claro,
equipo?
Athos (Alejandro), Porthos (Martín) y Aramis (Rusia) contestaron al unísono: «¡Sí, señor!». Ramiro clavó su vista en D’Artagnan, quien a su vez ratificó: «¡Sí, señor!».
mmm
El viaje
Japón - México, 1985
Yori organizaba lo que llevaría al viaje cuando sintió que alguien lo observaba desde la puerta. Al voltear, vio a su madre con los brazos cruzados y la cabeza apoyada en la jamba siguiendo sus movimientos con una extraña placidez en el rostro.
—Pasa, mamá. Estoy ordenando un poco las cosas. Es difícil decidir qué necesitaré en un viaje tan largo y no puedo llevarlo todo.
Al ingresar Ariasu en la habitación la luz del ocaso puso en evidencia su llanto.
—¿Y Miki, hijo? ¿Ya terminó con sus cosas?
—No, mamá. Ya lo conoces, lo hará a último momento y, una vez en México, se dará cuenta de todo lo que olvidó... Vas a estar bien, ¿verdad?
—Claro que sí, hijo. Seguiré apoyando a tu padre mientras ustedes se preparan para su futuro. Los años vuelan y, cuando menos se lo esperen, tendrán que valerse por sí mismos.
Le dio un beso en la mejilla a su hijo y continuó:
—Tienes que estar pendiente de Miki. Tu hermano es influenciable y no quisiera verlo en malos pasos.
—No te preocupes por él.
—Prométeme que no dejarás que se rodee de malas compañías.
La noche era agradable para dar un paseo y Yori estaba cansado de empacar. Solo faltaban tres días para el viaje y quería recorrer las calles que lo vieron crecer, en las que jugó desde pequeño. Es cierto que el plan era regresar a Japón al terminar la secundaria superior —el equivalente a la preparatoria en México—, pero en tres años podían pasar muchas cosas: quedarse a estudiar en la universidad, conseguir una buena oportunidad de trabajo, enamorarse... Las calles le ofrecían un sinfín de recuerdos gratos y, al mismo tiempo, tenía un sentimiento de pérdida; no era la sensación de que jamás las volvería a ver, más bien presentía que la próxima vez que caminara por ellas las cosas serían muy diferentes.
Por la ventanilla del avión los hermanos observaron cómo su isla natal empequeñecía y se iba ocultando tras las nubes. Nunca habían volado; sus sensaciones estaban a flor de piel. Miki, que estaba en la poltrona del pasillo, tenía medio cuerpo sobre Yori y el cuello estirado como si quisiera pegar la nariz al policarbonato transparente. Una vez que fueron visibles solo nimbos y cirros se acomodó en su asiento, extasiado, y observó a Yori: sostenía frente a él un libro abierto, pero no movía los ojos.
—¿Estás bien, Yori? ¿Te dio miedo?
—Se me revolvió el estómago con el despegue, es todo.
—¿Cómo será la casa del tío Kisho? Muero de ganas de conocerla. Debe de ser enorme.
—Ya la conoceremos en unas horas. ¿Estás seguro de que empacaste bien? ¿No te faltó nada?
—Relájate, Yori. ¿Qué importa si olvidé unos calcetines?
—Ojalá fuera más relajado; como tú... Bueno, no tanto.
Miki echó a reír.
El aterrizaje fue peor aún para Yori que el despegue. Los hermanos bajaron entumidos por el viaje de más de quince horas —sin contar las escalas—. Se limitaron a seguir a los demás pasajeros que caminaban con prisa y aparente seguridad. Daba la impresión de que todos sabían adónde se dirigían, todos menos los hermanos Shiraoka, quienes avanzaban mudos, con la vista en alto, como si temieran perderse un señalamiento o alguna instrucción vital que desembocara en quedar extraviados para siempre. Una vez traspasaron los filtros de migración y seguridad ingresaron en una sala donde, para su desconcierto, la gente empezó a dispersarse. Formando un medio círculo que les impedía avanzar, había una multitud con letreros de todos tamaños escritos en español y japonés; la gente se abrazaba, corría, gritaba.
Quedaron paralizados unos instantes hasta que Miki leyó sus nombres en una de las pancartas. Jaló a Yori de la manga de su cazadora guiándolo a través del caos hasta que estuvieron de frente a Jiro, quien sonrió y, con un movimiento de cabeza, les indicó que lo siguieran lejos del tumulto mientras un guardaespaldas se ocupaba de sus maletas.
—Tú debes ser Jiro —dijo Miki.
—Sí. Sean bienvenidos a México —dijo Jiro tendiéndoles la mano.
—¿Está lejos la casa? —preguntó Yori.
—No. Una vez salgamos de aquí, media hora de camino.
En el estacionamiento, al lado de un gran automóvil gris, esperaba un chofer que, tras saludarlos, abrió la puerta posterior invitándolos a subir.
Mientras Jiro y Miki platicaban Yori se dedicó a observar la ciudad, que le pareció tan diferente a Tokio. El solo pensar que estaban al otro lado del mundo lo desconcertaba. Toda esa gente hablando en otro idioma, con costumbres extrañas pero que, sin embargo, no dejaban de ser humanos como él aunque tuvieran la piel más morena y los ojos menos rasgados. En ese momento recordó a sus padres; pensó en lo jóvenes que todavía eran y en los problemas por los que estaban pasando; sintió impotencia y rabia, y se prometió que sería el mejor en lo que fuera que hiciese para ayudar a su padre a salir adelante.
ttt