trece

15 de noviembre de 2010





Era día festivo y, en lugar de las clases, se llevaron a cabo un sinfín de actividades y competencias en el internado. Alejandro estaba en la enfermería con indigestión, ya que el día anterior había comido un lote de panecillos que por descuido se hornearon con leche agria. Rusia, por su parte, se inscribió en el taller de repostería que duró toda la mañana; Carlos y Martín se quedaron solos. Jugaron fútbol, capturar la bandera y terminaron en la biblioteca en las competencias de ajedrez y damas chinas; después de la comida subieron a dormir una siesta en la habitación de Carlos.

—Sabes, Carlos, en dos meses me voy de aquí. Mi padre va a salir de la cárcel.

—Estarás ansioso por irte, supongo.

—Pues sí y no. ¿Sabes?, estoy resentido con mi abuelo. Él fue quien metió a mis padres a la cárcel... Era su trabajo y ya no se puede hacer nada para cambiar el pasado, pero lo que más me molesta es que me haya enviado a este internado.

—Pensé que te gustaba estar aquí.

—Sí, pero me traen como pelota de ping pong. Ahora mi padre entrará al Programa de protección de testigos y nos iremos a vivir quién sabe a dónde. Cuando llegué aquí estaba lleno de resentimientos contra mi familia, pero uno termina adaptándose a todo. Ahora quiero estar con mi familia, pero no quiero irme. Es una lata... Mi abuelo temía que alguno de los enemigos de mi padre quisiera cobrarse cuentas pendientes conmigo y por eso estoy aquí.

—¿Con qué frecuencia ves a tu mamá?

—Cada dos meses vienen por mí y me quedo con ellos una semana.

—¿Entonces es cierto que a tu mamá la encarcelaron por ayudar a tu padre? Mira que debió estar muy enamorada para infringir la ley siendo su padre policía. Parece trama de película.

—Sí. De eso no tengo duda, mis padres se aman. Ella solo estuvo un par de años en prisión; mi padre lleva casi catorce años recluido, y yo, cuatro años aquí.

—¿Catorce años? ¿No es demasiado tiempo para alguien que hacía fraudes?

—Eso mismo pienso yo.

El cansancio y el estómago lleno les dieron sopor; pero justo cuando se quedaron dormidos, Rusia irrumpió en la habitación.

—¡Levántense, flojonazos!

Los sacudió para cerciorarse de que estaban despiertos antes de continuar:

—Martín, tu amigo Renato está pariendo chayotes en el maratón de matemáticas y te está buscando para que lo ayudes. Carlos, necesito que vengas como juez en la competencia de repostería; la tramposa de Raquel tiene a dos de sus amigos en el jurado y no me puedo quedar atrás.


Según la opinión de Carlos fue una injusticia que Raquel ganara la competencia: la tarta que horneó Rusia era la mejor que había probado en su vida. Después de la premiación se quedaron solos en la cocina. Carlos no dejaba de comer y, solo hasta que se terminó la mitad del pan, se percató de que Rusia no comía; se limitaba a observar con indiferencia cómo Carlos arrasaba con todo. No parecía molesta por la decisión del jurado pero, sin duda, algo la inquietaba.

—Rusia, en serio, esto es lo más rico que he probado en mi vida.

Ella tenía los codos apoyados sobre la mesa y la mirada perdida en algún punto indefinido del rostro de Carlos.

—¿Qué te pasa? —reiteró Carlos—. ¿Por qué no comes?

—No tengo hambre —dijo Rusia con sequedad.

—¿Te sientes bien?

—Sí, estoy bien. Quiero bajar de peso.

Carlos dejó de masticar.

—¿Que quieres qué?

—Lo que escuchaste. Ya es hora de que baje de peso. Ya no soy una niña, ¿sabes?, y a las mujeres nos importa mucho nuestra apariencia.

—¿Para qué te inscribes a un curso de repostería si no es para comer pasteles?

—Para horneárselos a mi pareja. Cuando la tenga, claro.

A Carlos le dolió el estómago.

—¿Por qué pones esa cara, menso? —le dijo Rusia con cierta molestia—. ¿No crees que pueda llegar a tener novio? Pues para tu información muchos chicos quisieran andar conmigo... ¿Qué? ¿No te parezco bonita?

Carlos corrió al baño a vomitar.

mmm


Diario de Carlos

Página 64


Roberta me contó muchas cosas que yo desconocía, viejo. ¿Sabías que es hija única? Claro que lo sabías. El que apenas la está conociendo soy yo.

Espero que decida venir a vivir a nuestra casa; sé que eso te hubiera hecho muy feliz y siento como si Roberta perteneciera a nuestro hogar; es algo difícil de explicar, pero ella llena algunos de los espacios que quedaron vacíos con tu partida.

Estaba recordando las anécdotas que me contabas de cuando eras estudiante. La gran mayoría de mis compañeros apenas conocen a sus padres; sin embargo, tú y yo nos platicábamos todo; bueno, casi todo... Pero no te preocupes, te perdono el que me hayas ocultado lo de Roberta; aunque no lo creas, entiendo los temores que tuviste. En fin, eso me reconforta, el saber que el poco, o mucho tiempo que estuvimos juntos, lo aprovechamos al máximo.

Hay algo que no estoy seguro de poder hablar con Roberta y que te hubiera podido preguntar a ti. Tengo las preguntas en la cabeza, pero ¿cómo te las haría si estuvieras frente a mí?

¿Cómo te sentiste al conocer a Roberta? ¿Fue amor a primera vista o las cosas entre ustedes se fueron dando poco a poco? Creo que ya sabes a dónde lleva todo esto: Rusia.

Sí, Rusia. La chica llenita y linda que hace los pasteles más ricos que he probado en mi vida.

Ya me imagino, tú y yo, después de devorar por completo uno de esos manjares, caminando a la cafetería de Pepe para bajar la comida y comprar café. Casi puedo ver tu sonrisa chueca y escucharnos:

—Bueno, hijo, ¿cuándo vamos a pedir la mano de la chica?

—¡Estás loco! Ni siquiera me gusta.

—¿Que no te gusta? Hijo, una mujer que es capaz de hornear semejantes pasteles no puede ser fea... Quisiera que imagines por unos instantes lo que sería disfrutar de estas delicias, digamos, una vez al mes... Yo con eso me conformaría.

—¡Pero si la señora de la panadería de la esquina está horrible!; conste que no estoy diciendo que Rusia sea fea, solo quiero demostrarte que estás equivocado; además, en caso de que fuera mi esposa, ¿para quién serían los pasteles?

—Seamos razonables. Primero: el pan que venden en la esquina no se puede comparar con este. Segundo: como futuro suegro, y abuelo, tengo derecho a que se me tome en cuenta; lo digo por eso que comentas, en tono burlón, que sería tu esposa y no la mía. ¡Es más, estaría dispuesto a aportar una cuota mensual para pagar los ingredientes!

—¿Futuro suegro y abuelo?

—Eso dije.

lll


El peso de los años

1988 - 2010


Eran las siete de la mañana en Tokio. Yori y su padre atravesaban la ciudad sentados en la parte posterior de su automóvil; a pesar de que los primeros rayos de sol teñían las nubes, Yori lo veía todo color gris debido a las ventanas polarizadas que tanto detestaba por el mundo monocromático que le ofrecían. La mañana parecía agradable, pero no podía bajar la ventanilla para refrescarse el rostro. «Es por seguridad», recordaba las palabras que le había dicho su padre años atrás: «para eso tenemos el clima artificial»; pero Yori nunca le pedía al chofer que lo encendiera. Aunque Taro gozaba de buena salud a pesar de su edad, Yori no escatimaba en atenciones hacia él; desde que murió su madre su prioridad era cuidarlo.

Sintió la boca seca y se estiró para tomar una botella de agua del pequeño frigorífico; de reojo vio que su padre, al igual que él, estaba absorto observando el paso de los edificios a través de la ventanilla; se veía orgulloso, satisfecho, inquebrantable; Taro era fuerte como un roble. «¿Quién cuidará a quién?», pensaba Yori cuando el chofer le preguntó:

—¿Desea que encienda el radio, señor?

Yori volteó a su derecha y Taro le indicó con una señal que decidiera él.

—No, gracias, Kanaye.

—Llegaremos en quince minutos —agregó el chofer.

—¿Cómo te sientes? —le preguntó Taro a Yori.

—Un poco nervioso.

—Es normal, pero esto no será más que una formalidad... Has hecho un excelente trabajo, hijo. Estoy orgulloso de ti y me gustaría que estuviera aquí tu madre para verte.

Yori no pudo contestar, posó su mano sobre la de Taro y la apretó cariñosamente mientras bebía el agua de la botella.


ssss


Como era ya costumbre, Kisho y Jiro desayunaban solos en el comedor a las ocho y media de la mañana. Al terminar su desayuno, Kisho se limpió la boca con la servilleta y miró a Jiro, quien esperaba en silencio con el plato vacío. Desde el día que se conocieron no había perdido la costumbre de comer deprisa.

—Se hace tarde, Jiro —le dijo Kisho dejando la servilleta sobre la mesa.

—¿Y Miki? ¿No quieres que lo vaya a despertar?

Kisho negó con la cabeza, se puso de pie y, posando su mano sobre el hombro de Jiro, le indicó que caminaran juntos hacia el automóvil que los esperaba.

—Jiro, debemos mantener un poco al margen de los negocios a Miki. Él es sociable y alegre, la gente lo estima; yo lo quiero mucho, me hace reír y sé que ustedes dos se tratan como hermanos; pero no lo veo con aptitudes para sucederme... Tú, por otro lado, conoces mejor el negocio, la gente te respeta...

—Yo voy a hacer lo que tú dispongas, padre. Miki sería un buen líder, pero no por sí solo; necesita un contrapeso, alguien que lo equilibre y, si tú lo deseas, yo puedo serlo... Entre los dos haríamos un gran trabajo.

—Estoy de acuerdo, hijo, pero no puede estar dividido el mando en dos personas, eso complicaría las cosas.

—... Pero la familia...

—«La familia es lo más importante.» Te lo dije hace años y sigo pensando lo mismo, pero ¿no vive Miki como rey?

—Sí, padre, pero...

—No todos nacemos con las mismas cualidades. Entre todos debemos cuidarnos y procurar nuestro bienestar, pero siempre debe existir alguien al mando y esa persona debe ser la indicada. Es mucha la responsabilidad que cae sobre mis hombros, muchas las familias que dependen de las decisiones que yo tomo, y no veo a Miki llevando bien esa carga. Solo tú podrías soportar ese peso, y mientras él viva bien y se pueda dar todos los lujos que le gustan, estará bien.


ssss


Al bajar del automóvil Yori y su padre se toparon con unos reporteros que esperaban ansiosos en la acera.

—No sé cómo hacen los periodistas para enterarse de todo —comentó Taro.

—Bueno, no es para menos. A estas alturas ya deberías estar acostumbrado.

—Hay cosas a las que uno nunca se acostumbra, hijo.

—¡Señor Shiraoka! ¡Señor Shiraoka! —gritaban al unísono los reporteros, acercando grabadoras y micrófonos hacia ellos.

Taro caminó indiferente, protegido por la valla que los separaba, con la vista al frente mientras Yori les indicaba con la mano que no harían declaraciones.

—¿Es cierto que se fusionarán con la empresa I. M. C. de China?

—¿Cómo van las negociaciones?

—¿Importarán mano de obra china para sus instalaciones en Japón?

—¿Es cierto que tienen planes de abrir plantas en Europa y América?

—Señor Shiraoka, la fusión los convertirá en la empresa manufacturera más importante de Asia, ¿no cree que el pueblo japonés merece...

«La empresa manufacturera más importante de Asia», pensó Yori mientras se detenía para observar al reportero que le hablaba. Era un muchacho joven al que nunca había visto; estaba bien vestido y estiraba su grabadora con tal esfuerzo que parecía que caería de bruces a sus pies en cualquier momento. Todos los demás eran rostros conocidos.

—Por favor, señores. Sean pacientes —les dijo Yori—. En un par de horas habrá un comunicado de prensa y les daremos los detalles. —Y dirigiéndose al reportero nuevo, agregó—: ¿Cómo te llamas?

—Tomoki, señor.

Yori le sonrió y, acto seguido, le habló a la masa de gente: «Nos veremos en la conferencia».

Las palabras de Tomoki hicieron que Yori asimilara la posibilidad: veinte años de trabajo, la empresa manufacturera más importante de Asia. Se decía fácil y estaba a un paso de lograrlo.


ssss


Jiro se despertó sobresaltado en la madrugada. «¿Una pesadilla? ¿Un ruido?», pensó sin poder determinar qué lo había sacado de su sueño. Se asomó por la ventana y observó que los árboles eran movidos por un fuerte viento. Sintió sed y salió al pasillo. Se dirigía a la cocina cuando escuchó el ruido de algo rompiéndose. Justo pasaba frente a la habitación de Miki y, con un reflejo, entró. Miki estaba dormido; lo despertó tapándole la boca y hablándole al oído:

—¡Miki, despierta! Escuché un ruido. Entra al cuarto de seguridad mientras averiguo qué está pasando.

En el baño, tras un armario, había una puerta que llevaba a un sótano. Miki ingresó desconcertado mientras Jiro le daba sus zapatos y la ropa que encontró tirada al lado de su cama.

—No salgas hasta que regrese por ti. ¿Tienes alguna pistola?

—No.

Jiro se enfrentó de nuevo al oscuro pasillo; todo estaba en silencio. Corrió descalzo hacia la escalera. Encontró a uno de los guardias nocturnos tendido en el piso, estrangulado. Buscó su arma, sin éxito: se la habían quitado. Perdió un par de segundos decidiendo qué hacer. «El despacho», pensó. Allí encontraría una pistola. Se desplazó por el corredor cuidando de no hacer ruido y, en el camino, encontró otro cadáver; no perdió tiempo con él, sabía que estaría desarmado. Ingresó al despacho. Una vez se cercioró de estar solo tomó el arma, la cargó, y se apuró hacia el dormitorio de Kisho apuntando con el arma al frente.

La puerta estaba entornada; dentro reinaba una negrura total. Un tenue olor a pólvora lo alcanzó; se acercó hasta que estuvo a un palmo de la puerta, aguzó el oído. Nada. Si entraba y había alguien, con aquella oscuridad, sería presa fácil. Estiró la mano con cautela buscando el apagador; el corazón le golpeaba el pecho con fuerza y sudaba frío; tenía la sensación de estar metiendo la mano en un nido de arañas; el solo imaginar lo que podría encontrar allí dentro lo estremeció. Fuera lo que fuese, no podía ser bueno.


ssss


A diferencia del alboroto en la calle, una vez que ingresaron al edificio Yori y su padre, todo fue tranquilidad. Una hermosa dama los recibió disculpándose por el inconveniente de los reporteros y pidió que la siguieran a la sala de juntas.

Tan pronto como estuvieron en el último piso del inmueble la joven abrió la puerta de la sala invitándolos a pasar. En el elegante salón los esperaban de pie dos directivos de la empresa china —con quienes ya se habían entrevistado en varias ocasiones— y un traductor. Todos hicieron una reverencia a manera de saludo y Yori, que hablaba mandarín, les dio la bienvenida en su idioma invitándolos a sentarse.

Frente a uno de los directivos chinos había una carpeta de piel; era lo único sobre la pulida mesa de madera que reflejaba sus rostros. Al parecer ya no había mucho de qué hablar; el directivo de mayor edad empujó la carpeta hacia Taro con una sonrisa. En ese momento supieron que los papeles estaban firmados; la fusión se había concretado.


ssss

Consciente de que no podía permanecer indefinidamente en el umbral de la puerta, Jiro encendió la luz y escudriñó el interior de la habitación apuntando con el arma. No había nadie. Avanzó con cuidado para asomarse a la parte de la estancia donde estaba el lecho de Kisho. Sobre la cama distinguió una figura; un nuevo olor a metal se fundió con el de la pólvora que en ese sitio era más evidente. A medida que se acercaba comenzó a llorar. «¿Padre?», dijo con voz trémula; «¿Papá?», repitió con mayor convicción, pero no recibió respuesta.

Kisho estaba de lado, con una almohada tapándole la cara; había un pequeño orificio con los bordes quemados en la funda y sangre chorreando a los costados de la cama. No tuvo fuerzas para retirar el cojín y ver su rostro. Dejó caer el arma y sostuvo su mano mientras lloraba; el tacto de la piel de Kisho le abrasaba.

Jiro recorrió la casa con los puños apretados, deseando encontrar a los asesinos para saciar su deseo de venganza, bufando como un toro. Pero ya no había nadie y no tenía tiempo que perder, debía ir por Miki. Bajó los escalones corriendo.

—¿Miki? ¿Estás bien?

—¿Qué pasó?

—Kisho está muerto.

Miki tardó un momento en asimilar lo que acababa de escuchar; ofuscado, intentó salir corriendo, pero Jiro lo detuvo con un abrazo que le dio la oportunidad de desahogarse.

—¡Espera, Miki! No sabemos si los que lo mataron te buscan a ti también; recuerda que eras su sucesor.

Jiro sacó fuerzas para no mostrarse débil ante Miki, quien ya lloraba; sintió cómo se aflojaba su cuerpo y tuvo que ayudarlo a sentarse en el piso. La cabeza de Jiro se llenó de preguntas: ¿Qué debían hacer? ¿Quién era el traidor? ¿En quién podían confiar ahora? Lo único que tenía claro en esos momentos era que debía proteger a Miki, alejarlo de ahí mientras encontraba las respuestas.

Kisho fue asesinado a manos de una facción de la mafia japonesa-mexicana. Pensaban que ya estaba viejo y, para revertir la agonía del que fuera uno de los grupos organizados más importantes del país, era necesario quitarlo del camino. Nagakura —el último de los antiguos jefes en quien podían confiar— y Jiro exhortaron a Miki para que viajara hacía América del Sur mientras se tranquilizaban las cosas. Los nuevos dirigentes de la mafia tenían en su nómina a algunos policías corruptos y pronto figuró Miki en la lista de los delincuentes más buscados del país. Tras seis meses de brincar fronteras como prófugo fue arrestado en Argentina, donde iniciaron los trámites para su extradición a México.

Encarcelado, empezó a planear su venganza; a pesar de todo, algunos mafiosos le seguían guardando fidelidad; aunque no eran tan tontos como para rebelarse en contra de los nuevos jefes, y mucho menos estando Miki encerrado en Argentina. Él lo sabía, sabía que estaba perdido y que lo dejarían pudrirse en la cárcel; en el fondo, solo contaba con Jiro. Sumido en la impotencia y desesperación buscó en sus recuerdos en quién canalizar su odio; se remontó muchos años atrás, tratando de encontrar a un culpable de su desgracia y hacerlo pagar... Ese culpable, en quien descargaría toda su furia y resentimiento, era Yori. Su hermano quien, sintiéndose mejor que él y su tío, los había despreciado; su hermano, quien lo había repudiado por involucrarse en los negocios de Kisho; el mismo al que fue necesario vigilar para que no huyera, y aun así, se las había arreglado para regresar a Japón humillándolo frente a sus padres; Yori, quien ahora era rico.

En Japón Yori era intocable; para matarlo debía traerlo a América. Miki recordó al amigo que ayudó a escapar a Yori de México; aunque nunca pudieron comprobarlo sabían que Andrés Pedraja estuvo involucrado. Miki echaría mano de su gente para matarlo; si eso no atraía a Yori, mataría también al hijo del policía. Eran las únicas cartas que podía jugar y ya no tenía nada que perder.

Había transcurrido un mes de la muerte de Andrés Pedraja y Yori seguía en Japón. Miki no podía dejar que se enfriaran las cosas: le hizo saber que mataría al hijo del policía. Eso lo pondría sobre aviso, pero era la única posibilidad que le quedaba para que su hermano viajara a México. Yori, el de la moral inquebrantable, no permitiría que asesinaran al hijo de su amigo; no viviría tranquilo sabiendo que pudo evitarlo.

El azar jugó un papel importante: el profesor Aoyama, en su afán
de
tener una segunda opinión, le enseñó el libro rojo a un antiguo compañero de profesión. Al profesor no le decía nada el nombre de Yori, pero a su colega sí. Este desafortunado encuentro desembocaría en la localización de Carlos por parte de Miki Shiraoka, quien una vez al tanto de donde se encontraba usaría todo el poder y las influencias que le quedaban para llegar a él.

ttt