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18 de octubre de 2010





Para llegar al Instituto Cervantino había que manejar dos horas hacia el norte por una carretera que gusaneaba a través de la reserva forestal. El paisaje de árboles gigantes, en toda la gama del ocre, contrastaba con la severidad del semblante de Carlos y Roberta. A pesar de que llevaban las ventanillas cerradas por el frío, el aroma de la floresta se colaba al interior de la cabina. En todo el trayecto no se cruzaron con ningún otro vehículo. Permanecieron la mayor parte del tiempo callados; para ellos no existía el llamado silencio incómodo que tanto molestaba al padre de Carlos; al contrario, se sentían más cómodos así. La radio, a un volumen muy bajo, emitía un enredo de sonidos apenas perceptibles que mezclados con el monótono rumor del motor derivaba en un murmullo entumecido. Los pensamientos de Carlos sorteaban el follaje mientras que los de Roberta se perdían en el pavimento. En un punto indefinido de la carretera se desviaron para continuar por un camino de terracería; Carlos se desconcertó, ya que no había ningún señalamiento que indicase que ese coladero se encontraba allí; pero Roberta disipó su sorpresa enseñándole un gps que llevaba consigo. Avanzaron diez minutos más por el pasaje hasta que toparon con una burda valla; Roberta se bajó del automóvil y, con una llave que sacó de su bolsillo, abrió el candado de la puerta de madera y alambre. Los árboles a los lados del camino tocaban sus copas como dedos entrelazados; la luz del sol no alcanzaba el piso. Una vez atravesaron la tapia, mientras continuaban adentrándose en la espesura por un camino más amplio y definido, Carlos vislumbró a un leñador —o por lo menos eso pensó, ya que llevaba apoyada en el hombro un hacha—. Le dio la impresión de que había inclinado la cabeza a manera de saludo; sin embargo, Roberta permaneció con la vista al frente como si no lo hubiese visto. Carlos advirtió cómo Roberta se tensaba al pasar a su lado; fue solo un instante, una insignificancia, un gesto casi imperceptible que le dio la certeza de que ella lo había visto. Un par de kilómetros más adelante se alzaba un sólido muro de tres metros de altura que bordearon hasta llegar a una gran verja que se abrió a su paso.

El Instituto era una mansión de más de cincuenta habitaciones, geometría rígida y ornamentación refinada con motivos vegetales y animales: la arquitectura francesa típica de finales del siglo xix. Un palacete como muchos que pertenecieron a familias acaudaladas y que al pasar de los años terminaron como hoteles, museos o internados.

A Carlos le pareció extraño encontrar los jardines desiertos; además, debido a la orientación y la hora, los ventanales frontales reflejaban los pinos o el cielo; le fue imposible determinar si había vida más allá de las gruesas paredes de piedra, que debían detener cualquier ruido interior. Bajaron del automóvil, Roberta se sujetó del brazo de Carlos y juntos ascendieron las escaleras de la entrada principal.

Era obvio que Roberta había estado ahí antes ya que sabía exactamente a dónde se dirigían. «¿Y las maletas?», le preguntó Carlos. «Ya se están ocupando de ellas», contestó Roberta, alborotándole los rizos castaños. Atravesaron pasillos, estancias y galerías, hasta que ingresaron a una antesala donde una señora con peinado y ropas anticuadas que revisaba unos papeles los observó por encima de sus delgadas gafas bifocales.

—Buen día, Carlos, Roberta. Pasen por favor, el señor Valadéz los espera.

—Gracias, Regina —contestó Roberta con la misma familiaridad con que se había desplazado dentro de la casa.

El director del internado frisaba los cincuenta años; tenía el cabello entrecano y el rostro afeitado; vestía con un traje de corte moderno color beis, la corbata floja y el último botón de la camisa abierto; estaba de pie, con las manos en los bolsillos. Alfredo Valadéz, y la computadora portátil sobre su escritorio, desentonaban en la estancia que parecía el consultorio de un psicoanalista de mediados del siglo xx.

—Hola, Alfredo —se anticipó Roberta—, te presento a Carlos Pedraja.

—Bienvenido, Carlos —dijo dándole la mano e invitándolos con un gesto a sentarse.

—Mucho gusto, señor.

—Siento mucho lo de tu padre. Cuenta conmigo para lo que necesites; y por favor, llámame Alfredo.

—Gracias, Alfredo.

—Así está mejor —dijo el director, complacido—. ¿Qué tal el viaje? ¿Les puedo ofrecer algo?

Ambos negaron con la cabeza.

—Entonces, Carlos, te voy a pedir que vayas con la señora Regina, la persona que los recibió; ella te presentará a tu compañero de habitación, quien te dará un recorrido por el Instituto.

Okay.

Roberta se levantó para abrazar a Carlos.

—Recuerda, Cali, no apagues tu celular en ningún momento, no importa que estés en clase. Vendré por ti el sábado. —Carlos asintió con la cabeza y salió del consultorio.


En la antesala, parado junto al bufete de la señora Regina, esperaba Alejandro Cázarez. Un muchacho de dieciséis años —un año mayor que Carlos—, de movimientos toscos, alto, ni flaco ni gordo. De cabello rubio y tez blanca. La señora Regina se puso de pie.

—Muy bien, jóvenes: Carlos, te presento a Alejandro Cázarez, tu nuevo compañero.

—Mucho gusto —dijo Carlos, estrechando su mano.

—Ustedes compartirán la habitación. Por lo que he escuchado de ti —le dijo a Carlos—, y conociéndote, Alejandro, sé que se llevarán bien.

Salieron juntos al pasillo; Carlos caminaba con la mirada fija en el piso. Alejandro iba a su lado mirándolo de reojo, no sabía cómo romper el hielo. A la mitad del pasillo Carlos habló:

—Alejandro, ¿podríamos ir primero afuera? Ya tendré tiempo de conocer el interior del Instituto.

—Claro, vamos.

Para Carlos no había nada mejor que la floresta. Su padre solía decirle que cuando se jubilara compraría una cabaña en el bosque, no muy lejos de donde estaban. Salieron de la casa y pasearon entre los pinos; Alejandro sabía que Carlos acababa de perder a su padre por lo que decidió no presionarlo; caminó detrás de él. Observó cómo rozaba los árboles con la yema de los dedos; le pareció un chico frágil y le sacaba una cabeza de altura; sin embargo, Alejandro no era el tipo de persona que hace suposiciones de alguien hasta que no lo conoce. Cuando el internado quedó a sus espaldas, velado por los pinos, se sentaron.

—Dime, Alejandro, ¿por qué estás aquí?

—Bueno, socio. No es algo de lo que me sienta orgulloso —dudó antes de continuar—. Mis padres están fuera del país por el programa de protección a testigos... Al menos eso es mejor a que estén en la cárcel.

—Este no es un internado común y corriente, ¿cierto? Es decir, no hay ningún alumno al que sus padres hayan ingresado por su prestigio académico, ¿no es así?

Alejandro no esperaba esas preguntas; se le hizo extraño que Carlos no tuviera idea de dónde estaba metido. No era ningún secreto para los internos; la mayoría de ellos estaban allí por razones similares, por lo que no necesitaban prohibirles que hablaran de su situación ya que los más interesados en mantener el secreto eran ellos.

—En mí puedes confiar, Carlos, pero te aconsejo que no vayas por los pasillos preguntándole a todo el mundo lo mismo.

—Tú sabes por qué me trajeron, ¿no es cierto?

—Sí... Siento mucho lo de tu padre.

—¿Cómo fue que te enteraste?

—Soy de los internos más antiguos; tengo mis privilegios. —Carlos no comentó nada—. Sé cómo te sientes... Me refiero a..., recuerdo el día que llegué aquí, hace algunos años; pero ya verás que no es tan malo, hay más cosas que hacer de lo que te imaginas y la gente, en su gran mayoría, son personas buenas. Somos como una gran familia.

—No soy muy exigente —dijo Carlos, levantando los hombros—, lo único que me hace falta es una biblioteca y mi laptop; con eso estaré bien.

—¡¿La biblioteca?! —dijo Alejandro, sorprendido—. Bueno, tenemos una biblioteca gigante, aunque no te puedo decir gran cosa de ella, procuro no ir; cada vez que entro allí me da urticaria. Cuando llegué mis expectativas eran similares a las tuyas, solo que en lugar de una biblioteca yo esperaba una buena cocina; y créeme, no me defraudó.


—Yo encuentro muy bien al chico —le dijo Alfredo a Roberta—. Es increíble cómo se parece a Andrés cuando tenía la misma edad.

—Carlos es muy reservado; abstraído es la palabra. Tiene su forma de afrontar las cosas. Te aseguro que si lo hubieses conocido antes lo hubieras visto igual de tranquilo. Es un chico especial, en el buen sentido de la palabra, claro.

—¿A quién se parecerá?

—Sí. Tienes razón. Nos parecemos tanto que a veces me inquieta.

—Bueno. ¿Y tú? ¿Cómo te sientes?

Permanecieron en silencio unos instantes. Roberta se frotaba las manos como si intentara quitarse algo pegajoso de las palmas; Alfredo vio una lágrima que caía sobre el tapete. La conocía bien: Roberta no se permitía llorar frente a cualquier persona. Se levantó del sillón y fue a traerle un café —negro y sin azúcar como a ella le gustaba—, se tomó su tiempo, le dio espacio; después dejó la taza sobre la mesa de centro.

—A veces siento que no puedo más, Alfredo. De no ser por Carlos, te juro que no sé qué sería de mí.

Alfredo no sabía qué decir, se sentía mal por ella, pensaba en lo injusta que es la vida, cómo se ensaña con ciertas personas y a otras les da tanto. Parecía que a Roberta le estaba negada la felicidad.

—Concéntrate en Carlos, Roberta, por ahora eres todo lo que tiene.

—Y él es todo lo que tengo. —Se levantó sin probar el café. Su semblante habitual había regresado—. Hay un par de cosas que quiero pedirte.

—Lo que necesites. Sabes que cuentas conmigo.

—Habla con los maestros: Carlos debe tener su teléfono celular todo el tiempo; también necesito que su laptop tenga acceso permanente a la red encriptada del Instituto; no me puedo arriesgar a que intercepten alguna de nuestras conversaciones hasta que sepa con quién estamos tratando.

—Cuenta con ello.

—Prométeme que estarás muy al pendiente de él. No quiero que sufra como lo hice yo.

—¿Qué dices? ¡Si lo pasamos bastante bien!

—Sí, pero de no ser por ti y los muchachos me hubiera tirado de cabeza desde la azotea.

—No tienes nada de qué preocuparte, Roberta; además, las cosas han cambiado mucho desde que tú y yo estuvimos internados aquí.

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Diario de Carlos

Página 60


No hay nada como los cambios para burlar la realidad. Cambio de escuela, de cama, de hábitos, de amigos... Distraer la mente para engañar al corazón. Hasta la cursilería es bienvenida mientras sea algo a lo que no estoy acostumbrado.

¿Cuáles son las cosas que no puedo dejar o cambiar en mi vida?: comer, dormir, hablar, leer y escribir. Leer está en el mismo rango de importancia que comer o dormir. Como y duermo porque lo necesito, no hay discusión en esas dos. Podría dejar de hablar, convertirme en un autista, introvertido al extremo, o algo así. Leo porque es lo que más me gusta. Si no como ni duermo, no puedo leer... No podría dejar mi pasatiempo favorito, aunque podría leer cosas distintas, eso sí.

¿Y qué es lo que más me gusta leer? Novelas.

Bueno, pero hay muchos tipos de novela: negra, histórica, de ciencia ficción, gótica, romántica. Y, aparte de las novelas, ¿qué otras cosas hay? Cuentos, biografías, fábulas, poesía, libros de texto, revistas, recetarios de cocina...

Pensándolo bien, no modificaré mis hábitos de lectura; para eso están los maestros: para obligarme a leer cosas que no me gustan. Además, algo de mí tiene que quedar inalterado. Dejemos, pues, la lectura y «mi querido diario».

El Instituto Cervantino es un palacete antiguo que por las noches tiene ese feeling de película de terror de las que le gustaban a papá. Como alguna vez él mismo dijera en defensa de sus vejestorios con malos efectos especiales:

«El cine era mucho mejor antes. Había buenos actores, localizaciones y tramas. Los directores eran muy hábiles; hacían mucho con muy poco; nos hacían pensar, echar a volar la imaginación. Ahora todo son efectos especiales hechos por computadora y mujeres desnudas. ¡Antes hasta la desnudez nos la teníamos que imaginar!»

Discutíamos horas y yo siempre ganaba. O yo tenía mucha lengua o mi padre tenía muy poca, o las películas no le ofrecían suficientes argumentos para rebatirme. En todo caso, era divertido y reconozco que algo sí me gustaba de esas películas: los castillos y mansiones embrujadas.

Me atrae la idea de construcciones de piedra gigantes de arquitectura ostentosa con interiores oscuros y paredes encantadas que rezuman el pasado turbio de sus antiguos habitantes. Salvo algunos museos o galerías de arte, nunca había visto de cerca un palacete como este. Es magnífico. (Aunque la palabra «magnífico» es presuntuosa. Así como el párrafo que acabo de escribir o la misma palabra «presuntuosa» lo es.)

No puedo esperar para escuchar el quejido agónico de los muebles por las noches, las ramas de los árboles arañando los cristales de las ventanas, las sombras desgarrando las habitaciones, el ulular de los búhos en el bosque y los ruidos de cadenas arrastrándose por los pasillos.

Nunca temí a la oscuridad. No sé por qué. Le tuve miedo a muchas cosas, pero a la oscuridad, nunca. Recuerdo a mi padre diciéndome: «Lo mismo hay en la luz que en la oscuridad». Después de razonar unos instantes esas palabras la escotofobia (gracias, maestra Covadonga, por enseñarme la palabra) me pareció absurda. Claro que no es lo mismo protegerte el rostro para no golpearte con una repisa invisible en la penumbra a pensar que hay un monstruo en el clóset que saldrá en cualquier momento para comerte.

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Al otro lado del mundo

Japón, 1985


Era mediodía. En la estancia principal de la casa, el señor Taro Shiraoka y su esposa Ariasu esperaban impacientes a sus dos hijos, quienes estaban a punto de llegar de la escuela con las calificaciones de fin de curso. El matrimonio aguardaba en un sillón de dos plazas desde el que se veía la puerta de entrada, tomados de la mano, en silencio. Ariasu descansaba la cabeza en el hombro de Taro, quien de vez en cuando acariciaba la mejilla humedecida por las lágrimas de su esposa. Ambos disfrutaban ese momento de expectación e intimidad.

Los últimos años habían sido difíciles para la familia. Tras ser empleado de confianza en una empresa maquiladora, Taro fue despedido por un recorte de personal. Con su liquidación inició una pequeña empresa manufacturera que no despuntaba; se mantenía a flote con muchos esfuerzos y, sobre todo, por el aprecio que sus pocos clientes le tenían. Sin embargo, él sabía que si se ausentaba por una o dos semanas la empresa familiar se iría a la quiebra.

Taro Shiraoka estaba frustrado y exhausto; el no poder darle a su familia el nivel de vida que tenía antes le desgarraba el corazón. Cuando se despertaba, al cuarto para las cinco de la mañana, tras haber dormido solo cuatro horas, se dirigía al baño, apoyaba las manos en el lavabo y, con un zumbido perenne en los oídos y la boca seca, se miraba en el espejo. Permanecía allí, viéndose tan fijamente que en ocasiones se mareaba. Sin embargo, no era su cara demacrada y ojerosa lo que escrutaba; pensaba en su familia: la única razón que le daba el empuje necesario para iniciar otra jornada extenuante.

A pesar de que amaba a sus hijos como a nadie, a Taro le rompía el corazón no dedicar más tiempo a su esposa. Yori y Miki —sus hijos, de dieciséis y quince años— se divertían juntos y tenían amigos en común; además, sus deberes escolares los mantenían ocupados. Pero su esposa se quedaba en casa todo el día, no tenía amigas y sus hijos cada vez pasaban más tiempo en la escuela o en la calle.

De cualquier forma ese sería un buen día para la familia. Taro tenía un hermano que vivía en México desde hacía años y que gozaba de una buena posición económica: Kisho. Había propuesto que le enviara a sus sobrinos para que estudiaran en México. Kisho sabía que Taro no pasaba por un buen momento y que no aceptaría ninguna ayuda económica de él; para darle un respiro a su hermano, se ofreció a hacerse cargo de los chicos por dos o tres años mientras estudiaban la preparatoria en una de las instituciones más importantes del país.

En la vereda resonaron los pasos de los chicos corriendo a casa; a medida que los pasos se hacían más patentes se aceleraba el corazón del señor y la señora Shiraoka.

Al fin irrumpieron Yori y Miki, agitados por la carrera, esbozando grandes sonrisas.

—Tranquilos, hijos. ¿Por qué tanto alboroto? —preguntó Taro, intentando fingir desconcierto, aunque el semblante de sus hijos le confirmó que habían aprobado todas las materias.

—¡Nos dieron los resultados! —dijo Yori.

—¡Sí! Yori tendrá que repetir el año —lo atajó Miki.

Los hermanos borraron la sonrisa unos segundos antes de soltar nuevas carcajadas.

—Bueno, en ese caso, tendremos que enviar a Yori a un monasterio —dijo Ariasu, sonriendo.

Todos rieron; Miki nunca había superado en calificaciones a su hermano y esa broma estaba ya muy gastada.

—Siéntense, hijos, su madre y yo queremos hablar con ustedes.

—¿Todo está bien, papá? —preguntó Yori.

—Sí, hijo, no se preocupen —dijo Ariasu para tranquilizarlo.

Taro retomó la palabra:

—Ustedes saben que el negocio no ha ido muy bien y, a pesar de que quisiera enviarlos al mejor colegio de Tokio, no estoy en condiciones de hacerlo. Sin embargo, su tío Kisho se ha ofrecido a recibirlos en México, donde podrán estudiar en una de las mejores instituciones de ese país y, además, aprender español... ¿Qué les parece la idea?

Los chicos permanecieron callados; jamás habían esperado una noticia como esa. Yori pensó en la carga que le quitarían a su padre al irse y no necesitó meditarlo mucho. Miki, por su parte, pensaba en los amigos que dejaría de frecuentar. Al ver los rostros serios de sus hijos, Taro continuó:

—Pueden pensarlo unos días. No quiero presionarlos.

—No hay nada que pensar —dijo Yori—. No sé qué opine Miki, pero yo estoy dispuesto a viajar a México.

Miki dudó. Por un lado dejaría a sus amigos pero, por otro, se alejaría de Yori, y en esa época eran inseparables. Además, Miki no acostumbraba darle muchas vueltas a las cosas, de cualquier forma acabaría alejándose de alguien y reconocía que Yori tenía mejor juicio que él; no había otra opción que secundarlo.

—De acuerdo —dijo Miki como si hubiera decidido entre un helado de chocolate y uno de vainilla.


Por la tarde, Yori encontró a su hermano escuchando música mientras observaba un mapa de América en la habitación que compartían.

—¿Ya te atacaron las dudas, Miki?

—No sé... Nuestras vidas cambiarán por completo. ¿Cómo puedes estar tan tranquilo? ¡México está al otro lado del mundo!

—Es por el bien de todos, Miki. Tienes que ver el lado positivo: tendremos una mejor educación de la que nuestro padre nos puede costear, visitaremos un país lejano que de otro modo no conoceríamos, aprenderemos un idioma nuevo, amigos...

Miki empezó a imaginar su nueva vida; después de todo, no pintaba tan mal. Yori continuó:

—Además, ¿qué es lo que te ata aquí? Es cierto que no veremos a nuestros padres un tiempo, pero de cualquier forma casi nunca los vemos y debemos concentrarnos en nuestros estudios.

—Sí, tienes razón... ¿Cómo será el tío Kisho?

—Ya has visto sus fotos, es igual a papá.

—No me refiero a eso.

—Ya lo sé... No creo que debamos preocuparnos, Miki. Por lo que ha dicho papá es de buen corazón. El solo hecho de habernos invitado habla muy bien de él.

—De acuerdo. ¡México, allá vamos!

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