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Adiós, Berlín. Como teníamos previsto, la víspera del regreso de Ruth Elitz abandonamos la ciudad. Por la mañana, antes de iniciar la marcha, limpiamos a fondo la habitación y después, con los bultos ya dentro del coche, dimos un paseo de despedida por la Bergmannstrasse, donde tomamos un desayuno con sabor a nostalgia; por el Viktoriapark y por otros puntos de los alrededores con los que nos sentíamos gratamente familiarizados. A pesar del mal tiempo, la estancia en Berlín supuso para mí la parte más interesante y, con diferencia, la más placentera de aquel viaje literario en el que, no lo niego, me había implicado sin ganas, apretado por la obligación conyugal. Ahora mismo veo en mí al sujeto involuntario de una doble paradoja. Fui un viajero que habría preferido no salir de casa. Sin ser escritor ni abrigar la pretensión de serlo, he escrito un libro y, lo que aún entiendo menos, me lo van a publicar.
Incluso en la escritura me da pena alejarme de Berlín. Clara ha sido más afortunada, pues hizo una excursión a la ciudad el año pasado con un grupo de alumnos y tiene otra pendiente para mayo; a mí, en cambio, desde nuestro viaje de entonces no me ha llegado la ocasión de repetir la visita. Ignoro por qué no se nos ocurrió hace poco escoger Berlín en lugar de Copenhague para estrenar el Año Nuevo los dos juntos ante la Puerta de Brandeburgo, con nuestra botella de Sekt, nuestros matasuegras y media docena de cohetes en la fiesta multitudinaria de Nochevieja que se celebra allí desde 1989, cuando la ciudad dejó de estar partida por el muro.
Adiós, pues, Berlín. Paso la mirada por nuestra copiosa colección de fotografías. Son cientos de imágenes no siempre logradas si las juzgamos por su calidad fotográfica, aunque hay una cuantas dignas de un marco y un tabique. Así y todo, resultan útiles para reavivar el recuerdo de las experiencias, las anécdotas, las sensaciones de toda índole que quedaron atrapadas en ellas por casualidad. Fijo mi atención en una bastante borrosa que muestra el puente de Weidendämmer sobre el Spree, un río de aguas negras que induce a creer a quienes lo contemplan que se ha quedado detenido. A propósito de esta peculiaridad, Clara me ganó dos euros. Acodados en la barandilla, una tarde, ella consideraba que el río fluía hacia nuestra derecha; yo, tanto por llevarle la contraria como porque no se apreciaba desde nuestra posición movimiento ninguno del agua, dije que en mi opinión el Spree no fluye. «En serio, ratón». «Bueno, pues hacia la izquierda». Hecha la apuesta, salimos de dudas arrojando a las aguas opacas un trozo de papel, que, lenta, perezosamente, nos señaló la dirección de la corriente.
Una fotografía de la Bertolt-Brecht-Platz, donde me había citado con Clara para asistir a una representación teatral en el Berliner Ensemble, me trae a la memoria un suceso que, sin apenas variaciones, me había ocurrido un año atrás en el aparcamiento de un supermercado de Wilhelmshaven. La primera vez me costó dos o tres minutos recelar que se trataba de un asunto turbio; la segunda, en Berlín, advertido por la experiencia, tuve desde el primer instante la certeza del tapujo, por más que no sabría explicar en qué consistía este, puesto que en ninguna de las dos ocasiones dejé llevar el engaño hasta el final. Yo bajaba mirando al río por la acera de Schiffbauerdamm. Me disponía a cruzar la calzada cuando un coche flamante, de ruedas anchas, se paró a mi altura. Por señas me indicó el conductor que me acercase. Interpreté que deseaba preguntarme algo y así era. El conductor, de entre treinta y treinta y cinco años, sin acompañamiento, iba hecho un pincel, con corbata y chaleco, gemelos dorados en las mangas, grueso reloj de pulsera, dos sortijas y un peinado con rizos de peluquería y brillantina. A un metro de distancia me cortó la respiración una vaharada densa de perfume. «Este tío atufa a dinero», pensé. Me preguntó con acento italiano y una sonrisa alicatada de marfil impoluto por dónde se iba a Italia. Era la misma pregunta que me había dirigido aquel otro italiano acicalado y fragante desde dentro de un coche también lujoso, frente a la entrada del supermercado, seguida de idéntica justificación: debía llegar lo antes posible a una ciudad italiana, no recuerdo ahora a cuál. Estábamos en el corazón de Berlín. Habría hecho falta una explicación larga, cargada de detalles, para guiarlo por complicados kilómetros de casco urbano a la entrada correcta de la autopista. No le oculté que me extrañaba que un coche de gama alta no dispusiera de navegador. «¿No tiene usted un plano de Berlín?». Tampoco. Le di unas cuantas instrucciones rudimentarias, a lo sumo suficientes para orientarse por las primeras calles. Complacido, me tendió su tarjeta de visita. Gennaro no sé qué, diseñador de moda. Me cuenta, sin que yo haya mostrado el menor interés por averiguarlo, que vino hace cuatro días a Berlín en viaje de negocios. De vez en cuando comete una falta gramatical; pero se le entiende sin dificultades. Me pregunta cómo se dice pubblicità en alemán. Si entiendo el concepto en su idioma, ¿qué necesidad hay de traducirlo? Insiste en conocer mi talla de camisa. Quiere, como el otro, recompensar mi amabilidad. Conozco el juego. No bien le contesto se da la vuelta dentro del coche y coge dos de las numerosas cajas que se amontonan sobre el asiento posterior. Las abre. Veo en su interior sendas camisas empaquetadas con esmero. El italiano me invita a comprobar con mis propias yemas la calidad del tejido. Sé lo que va a ocurrir en cuanto mis facciones expresen tibia aprobación. En efecto, el tipo estampa las dos cajas en las palmas de mis manos. Son mías, me las regala. Recuerdo en ese momento que el de Wilhelmshaven pretendió convertirme por las buenas en el dueño de una chaqueta americana. El de Berlín, sin darme tiempo a rechazar las camisas, me revela en tono confidencial que tiene un problema. Lo mismo que el otro, se ha quedado sin dinero. ¿No le podría yo dar algo para gasolina? Reculo unos centímetros en previsión de que, enfurecido por el curso que va a tomar en adelante nuestro diálogo, pegue un acelerón y me planche los empeines con la rueda trasera. No me entra en la cabeza, le digo, que un diseñador emprenda un viaje de negocios al extranjero sin tarjeta de crédito. Se defiende con una excusa similar a la del italiano de Wilhelmshaven. ¿Recibirán cursos de entrenamiento sobre cómo hacer frente a las suspicacias de sus víctimas? Al enterarse de que no es la primera vez que me topo con un italiano que me pregunta por el camino de Italia e insiste en regalarme ropa de su empresa, me arrebata de un tirón las dos cajas con las camisas. Ahora su gesto ha cambiado. También me reclama la tarjeta de visita. Al mismo tiempo que se la entrego, le hago entender por medio de una sonrisa ladeada que se ha equivocado de tonto. Después, poniéndome a salvo en la acera, prosigo mi camino. El tipo vuelve a parar el coche a mi lado. Quiere saber dónde me ocurrió anteriormente la misma historia. No vacilo: «En Baden-Baden». Arranca con chirridos enfadados de neumáticos y, al llegar a la esquina de la Ständige Vertretung, desaparece de mi vista a toda velocidad. Me fijo ahora en una fotografía que saqué junto al portal de un edificio de viviendas, en los alrededores de Kottbusser Tor. Muestra dos filas de pequeños letreros con los nombres de los inquilinos, algunos pegados de cualquier manera con cinta adhesiva. A cada nombre le corresponde el pulsador de un timbre. Me pareció que la imagen podría interesar a Clara, que me había mandado al Estambul berlinés en busca de escenas, tipos y decorados turcos. De los doce apellidos solo hay tres propiamente alemanes, uno de ellos doble con un componente de origen polaco. El resto (Soyaslan, Ünlü, El-Abdallah y otros por el estilo) son por así escribir los típicos del barrio. La foto dio lugar a un episodio que todavía me incita a la sonrisa. Yo estaba en cuclillas, buscando con la cámara el encuadre ideal que permitiese abarcar los doce letreros de forma que la señora escritora los pudiera leer. De pronto se abre la puerta. A mi rodilla llega la rueda delantera de una bicicleta. Sin terminar de levantarme advierto que tras la rueda viene un manillar sujetado por un señor con la cabeza embutida en un gorro de lana, una barba negra que se le derrama hasta la mitad del pecho y una mirada hosca capaz de perforar planchas metálicas. «¿Tú policía?», me pregunta de sopetón en un alemán tan agresivo como mal pronunciado. «Yo artista», le respondo sonriente al tiempo que, exagerando las muestras de amabilidad, me aprieto contra la jamba para cederle el paso. El sale con su bicicleta moteada de roña a la acera. Lanza miradas escrutadoras a los lados de la calle, como buscando a mis secuaces, y fachada arriba, como buscando a los suyos. El labio inferior y los pelos del bigote le tiemblan por efecto de un monólogo refunfuñante. A fin de aplacar su ostensible desconfianza, le enseño en la pantalla de la cámara un par de fotografías que he tomado veinte minutos antes a la orilla del canal. En una de ellas se observa un pato sobre las aguas tranquilas. Por fin parece comprender mi propósito. «Tú preguntar», dice con dedo admonitorio y pupilas penetrantes. «¿Puedo?». Me da su consentimiento mediante una sacudida de cabeza. Según me alejo por la calle en dirección a la boca del metro, noto en la espalda el pinchazo continuo de su mirada. Un segundo antes de doblar la esquina no aguanto la curiosidad y me vuelvo. Allá sigue con su bicicleta roñosa delante del portal, sin apartar de mí la mirada.
Otra fotografía permite entrever la silueta de una rata entre unos desperdicios desparramados por el suelo, bajo una papelera de la plaza que se extiende ante el Ayuntamiento Rojo. Durante aquellos días vi unas cuantas, la mayor parte en las vías del metro, por donde iban y venían husmeando el suelo negruzco sin asustarse de los trenes que les pasaban por encima. Según Clara, en Berlín el número de ratas dobla el de habitantes. «¿Cómo lo sabes? ¿Las has contado?». «El dato es público, ratoncito. Hay quien asegura que se queda corto».
Veo una serie de fotografías tomadas en el centro comercial Arkaden, cerca de Potsdamer Platz, adonde me escapaba a menudo para disfrutar de las castañas que asaba un señor junto a la entrada. Con la frecuencia del trato me tomó confianza, lo que le daba pie a entablar conmigo breves conversaciones durante las cuales, expansivo, jovial, colorado de rasgos, hacía gala de un singular sentido del humor. Me decía, por ejemplo, mientras removía con la larga pinza de palo las castañas amontonadas sobre la chapa, que dejase algunas para los demás. Y también, una tarde, en voz alta: «Las castañas son lo mejor contra las hemorroides. Así que usted seguramente no tendrá el problema». Cometí el error de tratar de superarlo en gracia. Con tan ingenua pretensión le repliqué que, aunque así fuera como él afirmaba, yo quería las castañas solamente para comerlas. A este punto soltó una formidable carcajada que atrajo las miradas de bastantes más transeúntes de los que mi vergüenza podía aguantar. Y, por supuesto, de allí en adelante no hubo día en que al verme llegar no me dedicase una sonrisa cargada de malicia. Calculo que en un plazo corto de tiempo fui su cliente nueve o diez veces, en una ocasión incluso por la mañana y por la tarde. ¿Sospecharía en mí una adicción morbosa a las castañas? ¿Quizá un caso grave de hemorroides? Yo lo único que sé de cierto es que me gustaban una barbaridad aquellos frutos asados que me llenaban la boca de un calor delicioso. Iba a comprárselos aun cuando la señora escritora me hubiese enviado lejos de aquel lugar. Le compraba una ración, con la que me calentaba las manos por la calle, y pelándolos y saboreándolos con serena complacencia me volvía al metro. Recuerdo que los últimos días, movido acaso por la piedad, el buen hombre metió en el envoltorio de papel una o dos castañas de obsequio.
No era raro que yendo por Berlín me sobreviniese un sueño profundo, sobre todo en las horas de la digestión, al comienzo de la tarde. Un día la señora escritora y yo hicimos una excursión urbana en el célebre autobús de la línea 100. Logramos acomodarnos en el piso superior, aunque no ante los ventanales de la primera fila que todos los viajeros, salvo tal vez los lugareños, codician y se disputan. Ocupaban el sitio personas de las que yo sospecho que o bien habían fallecido, o bien habían sido fijadas con clavos a los asientos. No me enteré del viaje. Al poco de ponerse en movimiento el autobús me quedé traspuesto, y por más que de vez en cuando entreabría los párpados para comprobar si continuábamos dentro de la confortable cuna rodante, no volví en mí hasta que Clara me avisó por medio de una sacudida que había llegado la hora de apearnos. «No sabes lo que te has perdido, ratón». «Te equivocas», le contesté. «Si de mi voluntad dependiera haría todos los días el mismo viaje a la misma hora. Este paseo en autobús ha supuesto para mí una de las experiencias más reconfortantes de la jornada».
En el curso de mis desplazamientos solitarios por Berlín, al menor síntoma de modorra buscaba un rincón caldeado donde echar una cabezada. Quince minutos de reposo a resguardo de la intemperie, con la barbilla hundida en el pecho, me dejaban como nuevo. No necesitaba más, aunque tampoco me ponía límites de tiempo; suelo ser bastante tolerante conmigo. Me he acordado de mis siestas berlinesas al ver una fotografía de la librería y tienda de música Dussmann, en la Friedrichstrasse, un comercio de varias plantas rebosante de libros, discos y películas, el más grande que yo conozca de los de su especie. En uno de los descansillos de la escalera había por entonces, hoy no lo sé, cuatro sillones a disposición de los clientes, donde lo mismo podía uno sentarse a ojear libros que a engolfarse en las delicias de un sueño reparador. Doy fe de su comodidad y de su inmejorable emplazamiento. La segunda vez que fui a echar la siesta en Dussmann encontré los sillones ocupados. Tuve que conformarme con una silla dura junto a la sección de biografías, en un pasillo por fortuna poco transitado de la planta baja. No sé cuántos minutos llevaba dormido cuando me pinchó en el hombro el dedo índice de una empleada. «¿En qué puedo servirle?». Intenté averiguar, por la expresión de su cara, si me había pillado roncando. Me dieron ganas de responderle: «¿Le importaría decir a toda esa gente que haga menos ruido?».
De aquellas siestas berlinesas una ocupa lugar preferente en mi memoria. Es la última a la que voy a referirme esta mañana, hermano, así que no empieces a ponerte nervioso. No me consta que hayamos acordado en el contrato de edición (te lo mandaré debidamente firmado esta semana) una cláusula que prohíba los pasajes tediosos, si es que hay alguno en esta suma de recuerdos que no lo sea. Fin del inciso. Me había despedido de Clara ante la puerta principal de los almacenes KaDeWe, establecimiento por el que ella experimentaba una predilección tan sostenida como costosa. Eran las dos o dos y media de nuestra última tarde en la ciudad. Veníamos de la planta superior, en cuyo restaurante yo había saboreado un grueso trozo de tarta con una base de bizcocho crujiente, un relleno de manzana y canela, y una capa formada por nueces, anacardos y otros frutos secos adheridos entre sí por una pasta dulce semejante al caramelo. Para regar la gollería escogí, a imitación de la señora escritora, un zumo de frutas tropicales que costaba cinco euros y pico. A fin de celebrar nuestra agradable estancia en Berlín, Clara sugirió que nos regaláramos con un pequeño lujo comestible y a mí, la verdad, me pareció una estupidez contradecirla en un punto en el que estábamos totalmente de acuerdo. Tranquilo, hermano, porque no tengo intención de prodigar detalles sobre los acontecimientos trascendentales de mi paladar. Con eso y todo, tú y los clientes de tu editorial debíais consentirme una mención al respecto para que se entienda bien lo siguiente. Y es que nada más perder de vista a Clara (no quise ir con ella a soportar una lectura con coloquio en la Literaturhaus) emprendí la busca de un sitio a propósito para descabezar un sueño, a lo cual me incitaba no menos la saludable costumbre que la rotunda sensación de saciedad que me pesaba en el estómago. Pensando en resguardarme de la lluvia eché a caminar pegado a los escaparates. Al fondo de la Tauentzienstrasse se recortaba sobre el cielo gris la torre desmochada de la Kaiser-Wilhelm Gedächtniskirche, que los berlineses, con su humor característico, llaman «la muela picada». Le hace sombra un campanario hexagonal, plantado como un rodrigón de cemento donde antaño estuvo la nave mayor de la iglesia destruida. Esta segunda torre es más fea que la fealdad. Hace tiempo que el paso de los años la ha despojado de la disculpa de parecer moderna. Pongo en duda que ningún observador, al verla, caiga en la tentación de hacerse ilusiones estéticas. Al principio di en creer que la habrían tirado ya completa desde un avión, al término del ataque aéreo de noviembre del 43, para profanar lo poco que las bombas hubieran dejado intacto de la iglesia, y que allí quedó clavada donde ahora está. Sin embargo, desde que tengo conocimiento de la fecha en que fue consagrada, me inclino a sospechar que su diseño y construcción obedecieron a un acto de represalia por el levantamiento del muro unos meses atrás.
Debido a su menor altura no hiere tanto los ojos la iglesia octogonal que flanquea las ruinas de la Gedáchtniskirche por el lado opuesto. Ahora bien, confieso que me apresuré a juzgarla negativamente. Pronto caí en la cuenta de mi error. Lejos estaba de suponer que sus grises paredes exteriores constituían la envoltura de un espacio colmado de belleza. Al mismo tiempo que nombro esa belleza siento que no la puedo explicar puesto que no resultaba tanto de la armonía, la gracia o el equilibrio de formas perceptibles como de algo vagaroso, impermeable al lenguaje, que parecía desprenderse de la singular iluminación del templo y me causaba (al respecto no abrigo la menor duda) un profundo bienestar. Quizá se me entienda un poco mejor si comparo el edificio con esas piedras redondeadas de apariencia vulgar en cuyo interior se esconde una estructura maravillosa de amatista. A mi llegada no habría más de veinte personas desperdigadas por la iglesia. Elegí un asiento retirado a fin de exponerme lo menos posible a las miradas. Delante tenía el altar con su cruz y sus doce velas encendidas, por encima del cual abría sus brazos, como suspendido en el aire, un Cristo de color dorado; a mi espalda guardaba silencio un órgano y, a mi alrededor, las ocho paredes del prisma filtraban la luz de la calle por un sinfín de vidrios cuadrados, dispuestos con severa simetría. Predominaban en ellos las gamas azules y violetas. Arropado en la tenue claridad, no tardé en quedarme dormido. Si alguna cosa soñé no la recuerdo. Permanecí obra de diez o quince minutos en despreocupado abandono, libre de pensamientos, de sensaciones físicas, la conciencia disuelta en la tibia paz de aquel recinto que me contenía al modo de un enorme y cálido útero materno. Nada ni nadie me despertó, sino que recobrado con indolente parsimonia el control de la actividad cerebral, los ojos aún cerrados, me fui percatando poco a poco del sitio en que me hallaba y del propósito que me había traído a él. Quieto en mi postura, los brazos cruzados sobre el vientre, separé los párpados soñolientos como si los despegara por primera vez en mi vida, hasta formar entre las pestañas una fina abertura que al punto se llenó de luz. Esta luz tenía un leve tono azulado, de tal suavidad que me hacía el efecto de una caricia en las pupilas. Me agradaba sobremanera conservar aquella vislumbre ante los ojos. Jugaba a agrandarla o empequeñecerla a mi capricho, mientras pasaba sin sobresaltos del sueño a la vigilia. De pronto, en un descuido, cerré los párpados. Una completa oscuridad quedó atrapada dentro de ellos. Temí que, al abrirlos de nuevo, el encanto que apenas un segundo antes me había procurado la luz azul se hubiera desvanecido. Los despegué con precaución. La luz volvió con su dulce palidez de aguamarina. Al refractarse en la ranura abierta ante mis ojos dio lugar a un círculo de claridad atravesado de líneas más oscuras. Ignoro en cuál de los dos ojos se hallaba el círculo o si era un fenómeno visual creado entre ambos. Tras constatar que las líneas encerradas en el círculo efectuaban cortos y bruscos desplazamientos, traté de moverlas según mi voluntad; pero, incluso en las ocasiones en que lograba arrastrarlas a donde yo quería, acababan volviendo por su cuenta al punto inicial o resbalando en una dirección insospechada. Abiertos un poco más los párpados, aumentó sensiblemente la intensidad luminosa. Como consecuencia de ello el círculo se transformó en un óvalo de bordes difuminados. Supe que al menor ensanchamiento de la ranura el ovalo reventaría igual que una pompa de jabón, a menos que me fuera dado dosificar la entrada de la luz en los ojos con tal pericia que la figura se esfumara sin violencia, confundida en los resplandores de la realidad. Lograr aquello supuso para mí la coronación de un despertar grandioso. El sosiego azul que flotaba en el aire de la iglesia alcanzó igualmente mi interior. Entre la luz y yo se había establecido una relación de completa identidad bajo el signo de la ternura, de la aceptación recíproca, de la alegría. Tuve conciencia plena de hallarme exento de dolores, de problemas, de necesidades urgentes; también de esos gustos y afanes inmoderados que las personas pagan a menudo con la desilusión, el hartazgo, la fatiga. Ni aunque me lo hubiera propuesto habría conseguido levantarme del asiento. Me paralizaba apaciblemente la certidumbre del instante perfecto, que se prolongó por espacio de yo no sé cuántos segundos, tantos como raras veces me ha sido dado experimentar en la vida. Después de la juventud, no recuerdo haber vivido un momento blam tan prolongado, tan intenso en su apogeo ni tan gozoso y delicado en su desenlace. Salí a la plaza. Llovía a cántaros, pero llevaba tanta paz conmigo que no me importaba mojarme. Yendo por la calle, luego dentro del metro, algunos desconocidos me miraron con una mueca común de simpatía. Deduje de ello que se me debía de haber parado en los labios una sonrisa contagiosa. Con el mejor de los ánimos acudí a mis castañas de media tarde. Aún me dio tiempo de coleccionar dos o tres pequeñas satisfacciones antes de retirarme al piso. Amé por la noche a mi mujer. Creo, en conclusión, que aquel día fui un hombre afortunado.
Adiós, Berlín. En torno a las once de la mañana emprendimos la siguiente etapa de nuestro viaje por Alemania. Dejamos la ciudad convencidos de haber pasado en ella una temporada rica en experiencias gratas. Habíamos visto muchas cosas nuevas e interesantes, ninguno de los dos se había puesto enfermo, la señora escritora había trabajado fuerte, mi aparato digestivo también, y para rematar la serie numerosa de acontecimientos felices, no nos habían quemado el coche. El único percance reseñable lo sufrimos en forma de agresión viscosa a los pocos minutos de haber iniciado la marcha, cuando salíamos de Berlín en dirección a la autopista. Y fue que en la larga calle que bordea el aeródromo de Tempelhof, obligados a parar delante de un semáforo en rojo, se nos acercó un chaval de catorce o quince años con la intención evidente de limpiarnos el parabrisas, aunque llovía y yo me apresuré a hacerle señas de que ni necesitaba ni quería su servicio. Dándose a sí mismo la autorización que le había sido denegada, lanzó un chorro de detergente sobre la luna delantera. Sin demora se lo desbaraté accionando en su máxima potencia el limpiaparabrisas. Bajada a continuación unos centímetros la luna de la ventanilla, le dije en un tono que no permitía augurar una amistad duradera entre él y yo, que hiciese el favor de apartarse de mi coche. Agregué una amenaza por si todavía le quedaban dudas. Clara me la afeó más tarde con severidad pedagógica. Tuve el acierto de cerrar a toda prisa la ventanilla. De ese modo evité que el salivazo me alcanzase de lleno entre las cejas. El joven agresor, tras arrearle una recia patada a la puerta, ganó de un salto el jardincillo que se extendía en el costado de la calzada, desde donde él y un compinche de parecida edad, provisto asimismo de utensilios de limpieza, nos dedicaron sendos gestos ofensivos con la mano. «Espérame aquí», le dije a Clara. «Me han entrado de repente ganas de cometer un crimen». «Ratón, ¿no ves que el semáforo se ha puesto verde? Estás entorpeciendo el tráfico». En honor a la verdad, había imaginado una salida más gloriosa de Berlín. «Bueno, tampoco exageres». «Berlín, Berlín, ¿por qué nos haces esto?».
Adiós, libro. Enfilamos la autopista 13 rumbo a Dresde, que era la meta de nuestra siguiente etapa. Habíamos reservado habitación para cuatro noches en el hotel Ibis y adquirido con varias semanas de antelación, vía Internet, entradas para un concierto en la Semperoper. A toda costa queríamos ver sobre el terreno las obras de reconstrucción de la Frauenkirche, para las cuales habíamos contribuido años atrás con un donativo, en el marco de una campaña de solidaridad generosamente secundada por la población alemana. «¿Te acuerdas de cuánto dimos?». «Cien marcos, ratoncito». Tras la visita a Dresde el plan del viaje preveía una estancia de idéntica duración en Leipzig, antes de seguir camino a Jena, a Weimar, a Kassel y a donde fuera, siempre dentro de la ruta de regreso a casa, donde pensábamos celebrar la Navidad. Sin embargo, el lector que haya aguantado hasta aquí se habrá olido, por los pocos renglones que faltan para el final, que no llegamos muy lejos. ¿Qué pasó? Llevábamos recorridos unos cien kilómetros sin mayores problemas, aunque con tiempo desapacible, cuando sonó el teléfono móvil dentro del mochibolso de la señora escritora. La señora escritora se puso al aparato: «¿Sí?». Después, en tono lúgubre, preguntó: «¿Cuándo?». Y por último, con voz entrecortada, dijo: «Por supuesto. Quiero estar presente». Terminada en este punto la conversación, volvió hacia mí una mueca mustia y, enjugándose la primera lágrima con el nudillo de un dedo, dispuso que tomáramos la siguiente salida para entrar en la autopista por el sentido contrario. «Volvemos a casa, ratón. La señora Kalthoff ha llevado esta mañana a Goethe de urgencia al veterinario. Nuestro querido Goethe ni siquiera es capaz de sostenerse sobre sus patas. Hay que ponerle la inyección letal». «¿Y el viaje? ¿Y tu libro?». «¿No te parece que ya hemos viajado bastante? Tengo material de sobra para escribir trescientas páginas». Llegamos al pueblo por la tarde. Aún no había oscurecido. Fuimos a casa de la señora Kalthoff sin pasar por la nuestra; de allí, con el coche abarrotado de equipaje, al consultorio del veterinario. Clara sostuvo a Goethe todo el tiempo apretado entre sus brazos. De vez en cuando le daba un beso en la cabeza.