9
Sospecho que Clara consideraba ofensivo que yo saborease en su presencia un trozo de tarta de nueces con sus distintas capas superpuestas, su envoltura de mazapán y su capuchón de nata, así como una taza de café de la que ascendían unos hilos de vapor aromático, mientras ella, sentada frente a mí, inclinaba la cabeza llena de dolor sobre un desamparado, triste, solitario vaso de agua mineral, pedido no más que por guardar las apariencias. Los párpados caídos, el cuerpo inmóvil en una postura de encogimiento que hacía volver la mirada a más de un transeúnte, me echó de pronto en cara que de víspera le hubiera permitido beber las dos copas de Dornfelder. ¿Qué ganaba con responderle? Por los huecos de la barandilla vi una pareja de cisnes que pasó deslizándose con su empaque de costumbre sobre las aguas quietas, de un tono oscuro, casi negro, que contribuía a realzar la blancura de sus plumas. Había una muchedumbre de ellos en aquel tramo corto de canal que, impedido de fluir por causa de un sistema de esclusas, semejaba un estanque. Yo esperaba de un momento a otro mi castigo. «Ratón», dijo Clara con voz aún no severa, pero ya bastante firme, «ve a sacar unas fotografías de la fachada del Ayuntamiento, del lago y de todo lo que juzgues interesante. No te preocupes por tu tarta, que yo te la guardo». Dije, al tiempo que me levantaba de la silla, mostrándole un dedo amenazador a mi taza: «Café, te prohíbo enfriarte», y cámara en mano, libre de la pesada mochila, me dirigí hacia el Alster Interior, que estaba allí junto. Transcurridos diez minutos, volví. Al primer vistazo noté que la media nuez incrustada en el capuchón de nata había desaparecido. Ostensiblemente me puse a buscarla con la mirada por las columnas y el techo de los soportales. Al trozo de tarta le faltaba asimismo una esquina. Juraría, además, que antes de ausentarme había yo dejado la cucharilla encima del platillo sobre el cual reposaba la taza, y no sobre el del trozo de tarta. Ocurren en Hamburgo fenómenos singulares que escapan a toda explicación racional. No se lo quise revelar a Clara por no alarmarla. Su vaso de agua seguía intacto. «¿Qué?», le pregunté, «¿ya estás mejor?». Ella es una avezada desviadora de los temas de conversación. «No se te habrá olvidado fotografiar los cisnes, ¿verdad?». «Por supuesto que no. ¡Cómo me iba yo a olvidar de algo tan importante!». «Pide la cuenta mientras voy al servicio». Entró en el café con pasos que permitían concebir esperanzas sobre la acción curativa del Formigran. En cuanto estuve solo a la mesa, saqué la cámara y a toda velocidad hice varias fotografías de los cisnes.
Hasta la hora de la comida nos dedicamos a recorrer el barrio céntrico de Neustadt, explorando sus pasajes comerciales, relucientes de lujo, de letreros abigarrados y cristales impolutos. Visitamos diversas tiendas de alta costura, así como comercios de artículos selectos con sus respectivos vigilantes de traje y corbata junto a la entrada, una boutique de ropa de diseño, una perfumería y no sé cuántos establecimientos más, en todos los cuales Clara se las ingeniaba con mayor o menor fortuna para envolver a los dependientes en diálogos encaminados a sonsacarles información para su proyecto literario. A menudo yo me quedaba fuera por causa de la mochila, que es, tras el sacrilegio indumentario de las sandalias, la cosa peor vista y menos aceptada en medio de aquella pompa comercial reservada a las clases pudientes. En una tienda de utensilios de escritorio me impidieron entrar con ella. La señora escritora me consoló susurrándome a la oreja: «No te preocupes, ratoncito. Te vengaré en mi libro». En adelante, para evitar escenas desagradables, acordamos que yo esperase en la calle a que ella saliera a dictarme sus impresiones, de las cuales tomaba nota cabal en su cuaderno, pues Clara no se sentía aún con fuerzas para asumir la tarea. En dichos lapsos, yo debía fotografiar las fachadas, el mobiliario urbano, el gentío. Recuerdo una vieja mendiga en la ABC-Strasse, sentada en el suelo con un vaso de plástico en las manos. Lo tendía, gacha la mirada, hacia los transeúntes. Por los bordes del pañuelo que cubría su cabeza asomaban algunos mechones blancos. Se conoce que la presencia de la pobreza mermaba el fulgor de un escaparate cercano, dentro del cual se alineaban varios maniquíes vestidos con prendas de lencería. El contraste no podía ser más grotesco. La casualidad quiso que yo llegara a tiempo de fotografiar a la mujer en el instante en que era despachada con no malas maneras, pero tampoco con buenas, por un caballero y una dama que con ese fin habían salido de la tienda. Clara me agradeció más que ninguna otra esa fotografía que le permitió ejercer la crítica social en uno de sus capítulos dedicados a Hamburgo. En cuanto a mí, nada me agradó tanto en el barrio de Neustadt como el sillón de una librería de dos pisos donde pude al fin descansar las piernas, mientras la señora escritora se afanaba buscando su nombre por los anaqueles.
Solicitamos sendas ensaladas bajo el toldo de una especie de pontón atracado al muro del canal y convertido en terraza flotante. Clara, que apenas probó bocado, recobró su habitual locuacidad durante la comida. Yo estaba menos atento a sus palabras que a vaciar mi plato y luego el suyo; pero así y todo he retenido en la memoria algunas frases de su monólogo. «Lo que mi cuerpo hace conmigo es una crueldad», fue una de ellas, de fácil recordación por ser de las más repetidas de su repertorio de lamentos. Otras: «Piensa que tienes que conducir por la tarde. Si pides una segunda cerveza, volveré a Bremen en tren». «O sea, que quieres seguir viviendo», le dije de broma. No respondió. En cuatro o cinco ocasiones hube de soltar el tenedor para tomar nota de ocurrencias que le venían de repente y que temía olvidar si yo no las ponía enseguida por escrito. En todas sin excepción establecía un vínculo entre el dolor físico y la literatura. Me confesó que aquellos pensamientos no eran para su libro sobre el viaje; en todo caso, añadió, para una posible novela que tal vez escribiese en el futuro, donde los atribuiría a un personaje, ya que no le parecía bien descargar en los lectores sus problemas personales en bruto, sin el debido tratamiento que los convirtiera en arte. Tan pronto como yo abría el cuaderno, se apresuraba a pedirme, recelosa de que se lo manchase, que lo apartara por favor de mi plato. Tenía ella desde que introdujo el primer espárrago en la boca dos pequeños lamparones en la pechera de la blusa. Pensé que la excursión a Hamburgo le estaba deparando demasiadas molestias y no le dije nada.
Yendo más tarde por la calle, me reveló que persistía en su cabeza un dolor sordo, escondido a medias bajo una sensación continua de mareo. Abrigaba un mal presentimiento. Insistió, contra mi parecer, en que lleváramos hasta el final el plan del día, costase lo que costase. Al cabo de un rato llegamos a la iglesia de St. Michaelis, desde lo alto de cuya torre, el famoso Míchel, teníamos previsto tomar fotografías panorámicas de la ciudad. Pagamos tres euros de entrada cada uno, y tras subir varios tramos de escalera, desembocamos en un rellano donde una larga cola de personas esperaba turno para entrar en el ascensor. De vez en cuando algunos temerarios sueltos o en grupo se aventuraban por los más de cuatrocientos peldaños de subida. Clara tomó asiento en un banco adosado a la pared. Mantenía los ojos cerrados, como si se hubiera quedado traspuesta, y de rato en rato los entreabría apenas un instante para cerciorarse de mi posición en la cola. Una de esas veces se percató de que una niña la estaba escrutando de cerca con curiosidad. Entonces se esforzó por arrancarles a sus facciones apáticas una insinuación de sonrisa. Decidido a ayudarla, saqué sus gafas de sol del fondo de la mochila y, no bien estuve a su lado, se las mostré. Hizo un gesto de asentimiento. Con ellas puestas ya no resultaba tan llamativa la evidencia de su dolor.
Poco a poco fui dando pasos hasta formar parte de las diez personas a quienes correspondía embarcarse en el siguiente viaje del ascensor. Tuve que lanzar a Clara un pequeño silbido de llamada, dos notas que nos sirven para comunicarnos de forma discreta en determinadas situaciones. Con esfuerzo visible se abrió camino entre la gente hasta llegar a mi costado. Poco después, nos apretamos junto con ocho desconocidos en el ascensor, que era un prisma octogonal de paredes metálicas, acompañado en su movimiento por unos ruidos tan extraños como preocupantes. Clara apoyó la cabeza en mi pecho. «Apunta en el cuaderno todo lo que quieras», me susurró, «y por hoy ya te puedes olvidar de mí». Hasta llegar arriba le estuve acariciando la nuca.
En lo alto del Míchel, una brisa constante hacía soportable el bochorno. Calculo que poco menos de un centenar de personas contemplaba, por entre los barrotes de protección, el vasto paisaje urbano hasta sus confines. Hacia el sur, la línea del horizonte se esfumaba bajo una masa confusa de niebla refulgente que hería los ojos; en el lado contrario, más allá de la mancha gris del Alster Exterior, podía distinguirse con nitidez una remota franja de vegetación, ya en los límites del estado federado de Schleswig-Holstein. Y puesto que nadie leerá jamás estos recuerdos míos, no veo por qué atenerme en mi soledad a normas de buena conducta que me impidan elogiar sin tapujos mis dotes de fotógrafo. Clara se había sentado en una angosta escalera de caracol que ascendía, en el centro de la torre, hacia el techo, si bien el paso estaba cortado por medio de una cancela. Al poco de nuestra llegada, sonaron sobre nuestras cabezas las campanadas de las dos de la tarde. En cosa de diez minutos logré sacar una serie magnífica de fotografías. Se me ocurrió poner por obra un truco. Después que apretaba el disparador, me movía cosa de un metro en el sentido de las agujas del reloj; entonces, sin cambiar el ángulo ni la disposición de la cámara, sacaba la siguiente foto, y así, menos cuando se interponía una columna, hasta que hube completado una vuelta entera. Clara, con la cabeza entre las manos, no se enteró. Tampoco supo un día después, en Bremen, que llevé el chip a revelar. En el piso de tía Hildegard confeccioné con cartulinas un cilindro a cuya parte interior había fijado previamente, una al lado de la otra, solapando sus bordes, las fotografías que hice en el Míchel. De este modo compuse una vista completa de la ciudad de Hamburgo tal como la percibiría un observador que caminara en redondo por lo alto de la torre. La parte del río, por ejemplo, con los barcos, los muelles erizados de grúas, me quedó sensacional. Salió Clara de su habitación de trabajo y le pedí que metiera la cabeza dentro del tubo. «Ratón, llevo cuatro horas y media trabajando sin descanso. ¿Tú crees que tengo ganas de juegos?». Se vino a partido cuando le dije: «Lo que te perdiste el otro día por culpa de la jaqueca lo puedes ver ahora aquí dentro». Fue un momento estelar de nuestro matrimonio, que ella, pasado el tiempo, aún recuerda agradecida. Sus lectores nunca sabrán que para redactar el apartado de su libro que se titula Hamburgo desde las alturas, la señora escritora trabajó con la cabeza dentro del cilindro y el ordenador portátil encima de sus muslos. Cuando la vi en aquella facha me vinieron tentaciones de pedir ayuda a un centro psiquiátrico; pero luego, considerando que el armatoste era obra mía, desistí por temor a que me achacasen la misma chifladura.
Descendimos del Míchel por caminos diferentes. Clara entró en el ascensor, si es que a eso se le puede llamar camino, y yo, de acuerdo con sus instrucciones, bajé tomando notas por la escalera interminable. En el instante de separarnos, Clara presentaba síntomas patentes de aturdimiento. Se tambaleaba al andar, tenía una expresión alelada y faltó poco para que se desplomara cuando la solté. No es por mofarme de su malestar, pero me da que si yo hubiera preguntado en voz alta a la gente que pululaba en la torre quién tomaba a mi mujer por borracha, se habrían levantado varias docenas de brazos.
Por una puerta enrejada se accedía al primer tramo de escalera. Yo esperaba encontrar recodos tenebrosos, sillares centenarios, hornacinas con telarañas y calaveras; pero al parecer la iglesia de St. Michaelis profesa una afición inveterada a los incendios y en todos los pisos saltaba a la vista, a pesar del polvo, la roña y la delgada luz que se colaba por las ventanas, las labores no antiguas de reconstrucción. Los peldaños, sin ir más lejos, eran de metal, feos a más no poder, con una superficie granulada como de andamio de albañiles. Y también metálicas eran las vigas y barras verdes que atravesaban, ignoro en muchos casos con qué función, el espacio cubierto de penumbra de los sucesivos recintos. De vez en cuando me cruzaba con personas de semblantes congestionados que subían jadeando las empinadas escaleras. Unas cuantas me preguntaron si aún faltaba mucho para llegar al final. Mi primera respuesta fue sincera. Luego pensé: ¿qué gusto sacan todos estos en sufrir por propia voluntad? Y para distraerme y porque me acordaba de mi mujer, la pobre, que llevaba largo rato aguantando un dolor involuntario, di en responder con patrañas a los que me preguntaban, alargando o acortando a capricho la distancia que los separaba de la punta de la torre. Me crucé a todo esto, poco antes de llegar al piso donde colgaban varias campanas, con un grupo de seis o siete chicas. Dos de ellas vestían falda corta. Me detuve en un descansillo para dejar pasar aquel rebaño de regocijo y juventud. Terminaron todas ellas de subir el tramo y, al enfilar el siguiente, les vi a las dos faldicortas unos muslos tersos y lozanos entre los cuales, en ambos casos, durante menos de un segundo, asomaron sendos fragmentos de tela blanca. Juzgué que se trataba de un dato interesante, pero de difícil encaje en el universo intelectual de Clara, así que me abstuve de anotarlo. Por respeto a su dolor tampoco tomé nota de una frase entre las muchas que, debidas a manos anónimas, podían leerse en las paredes cercanas a la escalera. Golpeó mi atención por estar escrita en la lengua de mi país: «¡Qué vida tan deliciosa!». Me limité a copiar en el cuaderno las explicaciones repartidas por diversos carteles informativos, referentes al mecanismo del reloj, al trompetista que dos veces por día sopla sucesivamente su instrumento hacia los cuatro puntos cardinales, al peso e historia de las campanas y a algunas bagatelas más que no recuerdo. Abajo, Clara me pidió que bajase un momento a la cripta a fotografiar la lápida mortuoria de Carl Philipp Emanuel Bach.
Salimos al calorazo de la calle. Cerca de allí, en el costado de la iglesia, había un puesto de bebidas. Llevé un botellín de agua mineral a Clara, del que apenas tomó un sorbo para empujar su segunda pastilla de Formigran del día. Se acostó sobre un pretil, con un muslo mío por almohada, y me dijo que si al cabo de media hora no le había remitido el dolor volveríamos a Bremen. «¿Y por qué no volvemos ya?». «Media hora, ratón. Es todo lo que te pido». Le estuve acariciando con la mayor delicadeza de que soy capaz la frente, las sienes, el caballete de la nariz, y yo creo que se durmió. Por matar el rato me dediqué a observar la fauna humana que entraba en la iglesia o salía de ella. Nunca me canso de estudiar fisonomías y atuendos. La gente constituye desde los años de mi infancia una de mis más seguras diversiones. No dudo que muchos transeúntes se volverían atrás con el fin de desaparecer cuanto antes de mi vista si supieran los pensamientos que me inspiran, las historias disparatadas y con frecuencia monstruosas que les atribuyo, los calificativos que aplico sin compasión a sus rasgos anatómicos. Menos mal, me digo a veces, que nadie puede ver lo que pienso.
Llevábamos cerca de cuarenta minutos en el pretil cuando Clara hizo amago de incorporarse. La tuve que ayudar. «No me preguntes cómo estoy», dijo con una voz pequeña que parecía salirle por las fosas nasales. El desarreglo del peinado, una mejilla completamente roja, la blusa llena de arrugas y empapada de sudor, entiendo que si en aquellos momentos le hubiera puesto un espejo delante, Clara habría soltado un alarido. «¿Por qué me miras así? Debo de tener un aspecto horrible. Solo falta que venga por aquí alguno de mis alumnos». A modo de consuelo estuve en un tris de decirle que a los jóvenes de hoy día les gustan las películas de zombis; pero guardé la boca movido de pronto por la sospecha de que Clara, con tanto como llevaba sufrido aquel día, podría fácilmente malinterpretar mi ocurrencia. Lo que sí hice fue proponerle que o bien tomáramos un taxi para llegarnos al aparcamiento, o bien me esperase sentada en un banco de la iglesia mientras yo iba en busca del coche. «Llévame al puerto», dijo con una rotundidad y una calma y un no sé qué de trágico y duro en los labios, como de suicida en el momento de tomar su última decisión, que me quedé paralizado. «Continuamos con el plan», prosiguió al tiempo que se agarraba a mi brazo. «Y ya lo sabes, no me hagas ninguna pregunta sobre mi estado físico hasta mañana por la mañana».
Por calles estrechas que recorrimos sin necesidad de consultar el plano, bajamos hasta el paseo que discurre por el borde del río. Yo, ahora mismo, salvo los Landungsbrücken de St. Pauli, no recuerdo nombres de lugares portuarios ni de viejos barcos famosos abiertos al público, en los que incluso puede reservarse un camarote donde pernoctar en tan romántica como previsible incomodidad, ya que los susodichos barcos funcionan lo mismo de museo que de hotel, o al menos esa es la información que yo tengo. Guardo por supuesto en la memoria el panorama, agradable a la mirada, que se despliega ante el visitante cuando este accede a la zona del puerto cerrada al tráfico. Sin su paisaje fluvial la ciudad de Hamburgo perdería tres cuartos de su encanto. Porque, no es por insultar a sus habitantes, pero el resto de la ciudad, a excepción tal vez de los lagos, es cosa que, aunque no está mal, se ve muy parecida en todas partes donde la oferta de bienes de consumo determina las costumbres de la población. Nada me dicen tampoco sus villas suntuosas repartidas por aquí y por allá para disfrute exclusivo de sus dueños. Nada sus tiendas de lujo donde un mochilero cargado a la espalda con los trastos de una escritora recibe la misma consideración que una rata venida de la cloaca. (Esto es fuerte, pero así me ha salido y así lo dejo). En cambio, aún me complace el recuerdo de aquellos muelles próximos al paseo, con sus filas de balandras, sus lanchas de recreo y sus yates cuyo disfrute, ciertamente, también me está vedado; pero de los que al menos no me separa una verja con puntas de lanza, seguida de un pulcro jardín vigilado por un dóberman de dentadura espeluznante.
Tras los embarcaderos se extendía el Elba, ancho, sereno, teñido de un gris barroso que copiaba el de la tarde cada vez más nublada. O, por mejor decir, uno de los cauces en que se parte el río antes de llegar a la ciudad. No era yo el único que se sentía cautivado por aquella grandeza del río. Clara no cesaba de instarme a sacar fotografías. De trecho en trecho encontrábamos hombres de cara jovial que anunciaban en voz alta excursiones por el río. Algunos vestían a la usanza marinera, con la camisa blanca de botones dorados, el pantalón azul y la gorra típica, y todos o casi todos voceaban al paso de los transeúntes su particular repertorio de agudezas. Entramos en una embarcación que estaba a punto de salir y que por sus dimensiones y aspecto sólido (en comparación con unas lanchas de poco fiar que la señora escritora había descartado unos minutos antes) parecía prometer una travesía libre de vaivenes. Pagados diez euros por cabeza, subimos por una escalera empinada a la cubierta superior y allí nos acomodamos a una mesa próxima a la borda. Como el barco se hallase repleto de gente, hubimos de compartir la mesa con un señor y una señora que yo creo que eran matrimonio, pues a pesar de haber llegado juntos no se dirigieron la palabra en ningún momento. Concordia se llamaba el barco. El nombre me lo ha traído a la memoria el recuerdo de una chanza que dije después de la excursión a propósito de nuestros fortuitos acompañantes. Antes de zarpar vino la camarera con su libreta y un bolígrafo, y ellos no pidieron nada. A mí me ardía la sed en la garganta; pedí cerveza y Clara, que tampoco quiso beber, se apresuró a precisar que sin alcohol, de donde los otros debieron de inferir en lo hondo de su silencio que nosotros también formábamos una pareja matrimonial.
Desde la mesa de al lado nos llegaba el olor de un cigarrillo. Veíamos el cigarrillo pinzado entre dos dedos delgados, con las uñas pintadas de rojo chillón. Y junto a los dedos se derramaban, a lo largo de una espalda esbelta, unos largos tirabuzones rubios. La mujer con quien compartíamos mesa le dio un pequeño toque en la paletilla a la joven fumadora. Esta, gafas negras, labios del color de sus uñas, reviró la cabeza con una especie de sacudida de alarma. Una mueca desdeñosa torció su semblante cuando se supo amonestada, y aun se me hace a mí que faltó poco para que se soltara con una contestación descomedida; pero considerando acaso que su oponente no era digna de sus palabras, optó por volver en silencio a su postura anterior y cambiar de mano el cigarrillo. Anoté, no sin desengaño, en el cuaderno de Clara: «Casi pelea de hembras a bordo». Sentí deseo de rogarles a las dos mujeres que se enzarzaran por favor en una agria disputa. Después de haber apoquinado diez euros en taquilla, ¿no me asistía el derecho de exigir un poco de espectáculo? Sonó mientras tanto la sirena. El barco se puso en movimiento lanzando sobre la masa de viajeros una ráfaga de humazo maloliente. La joven fumadora fijó una mirada de refilón en nuestra mesa, como para decir: «¿Y esto no os molesta, gazmoños de mierda?» o alguna lindeza por el estilo. La chica era guapa, hay que reconocerlo. Incluso con los rasgos atirantados por la mala leche conservaba íntegra su belleza juvenil; lo cual tiene mérito, pues muy pocos mortales, que yo sepa, son capaces de armonizar la ira con el encanto. En cierto modo, su atractivo físico le había dado la razón en la fallida disputa, razón basada en una posible justicia estética. Si en lugar de ella hubiera sido una gorda bizca y greñuda la fumadora, entonces la molestia causada por sus humos habría presentado un cariz de agresión intolerable, en cuyo caso yo mismo me habría sentido obligado a intervenir en el asunto.
Clara apenas se percató de la escena. Había murmurado al oler el humo del cigarrillo: «¡Qué desfachatez!». Acto seguido, recostó la mejilla sobre mi hombro, dispuesta a dar el paseo en barco con los ojos cerrados, y desentendiéndose del mundo y sus habitantes, me hizo prometer que durante la excursión me dedicaría a sacar fotografías y a anotar pormenores de interés en su cuaderno. «Cuantos más, mejor. Piensa que ahora eres mis ojos y eres mis manos». «Menos mal que no soy tu cabeza», pensé. El barco tomó la dirección de la corriente. Navegaba sin bandazos por las aguas tranquilas. Un guía sentado en el centro de la cubierta daba explicaciones por un micrófono. «Segundo puerto de contenedores de Europa, después del de Rotterdam». «¿Apunto ese dato?». «Apunta lo que quieras, ratón, con tal que me dejes descansar». Adelantamos a un buque construido y decorado a imitación de aquellos antiguos de vapor que recorrían el Misisipi, semejantes a casas blancas con azotea, balcones corridos y una noria de propulsión a popa. El guía aprovechó la ocasión para mofarse del anacrónico armatoste. La gente reía de buena gana sus chirigotas. «No tengan miedo. Disponemos de tres salvavidas: uno para el capitán, otro para mí y el tercero para una dama de mi elección». «¿También tengo que apuntar bobadas?». Clara no me contestó. Se me figura que estaría dirigiendo plegarias en voz baja a su última pastilla de Formigran. Tan solo cuando me fue servida la cerveza sin alcohol noté que su cabeza se erguía levemente; pero enseguida, hecha la comprobación, retomó a su reposo.
Frente al Mercado de Pescado, el guía bromeó a costa de ciertas «damas del gremio horizontal» que todos los anocheceres andan despacio por aquella zona para consumar deprisa el negocio con el cual se sustentan. Avistamos un edificio de nueva planta y forma insólita, destinado a oficinas que se podían adquirir «por solo quince euros…», dijo el guía, guardando a continuación silencio durante dos o tres segundos para completar con sorna: «el centímetro cuadrado. No se pierdan la oportunidad». Dejamos asimismo atrás una franja estrecha de playa poco concurrida en la mediatarde nublada, y luego ya viramos hacia la orilla opuesta, donde empieza un laberinto de dársenas, terminales de carga, diques y canales. Venía a lo lejos, por mitad del cauce, procedente del mar, un carguero enorme precedido por la silueta diminuta de un remolcador. Yo escribía y fotografiaba sin tiempo de deleitarme en el paisaje. «Nuestras gaviotas son conocidas en el mundo entero por su extremada gentileza. Sin necesidad de que nadie se lo ruegue, acostumbran depositar discretamente en solapas y pecheras su tarjeta de visita». De vez en cuando el guía hacía una pausa en sus guasas para entreverar alguna que otra manifestación de orgullo local. Y así, ponderó la limpieza de las aguas del Elba, la gran variedad de peces que habita en ellas y el número de puentes de Hamburgo, que para sí quisieran Ámsterdam o Venecia. A cada instante, el Concordia pasaba cerca de alguna cosa que era o la mayor de Europa, o la primera o segunda del mundo. Sobre los muelles se apretaban contenedores de todos los colores, en pilas de cuatro, cinco y ya no recuerdo si más pisos. Se oía a veces el retumbo metálico que producen al ser colocados los unos encima de los otros en las bodegas y cubiertas de los barcos, en cuyos cascos, como por lo demás en las paredes de numerosos contenedores, abundaban los rótulos alusivos a la China. Un marinero de rasgos orientales nos saludó con la mano desde una ventana. Me causó, así de pronto, una viva sensación de soledad. Luego supimos por el guía que las tripulaciones no suelen bajar a tierra, por cuanto todas las operaciones de carga y descarga han de realizarse con la mayor celeridad a fin de reducir los gastos exorbitantes que supone mantener la nave fondeada en el puerto. ¿Fueron cuarenta mil euros por día lo que dijo? Ya no me acuerdo. El caso es que son ahora las prostitutas las que acuden a los catres de los marineros y no al revés. Acodados en una barandilla, cerca de un depósito de chatarra, vimos a dos trabajadores portuarios en actitud abiertamente ociosa, con casco y mono. «Como ven», dijo el guía, «el uno descansa y el otro le ayuda». Fue aquel, no sé por qué, de todos sus chistes el único que me hizo gracia. «¿De qué te ríes?», me preguntó Clara sin romper la quietud de su somnolencia. En realidad, no me había reído más allá de un ligero temblor en los hombros; pero, así y todo, ella lo notó. «Creo que me ha sentado mal la cerveza. Empiezo a encontrar graciosa cualquier majadería. Sinceramente, tenía que haber pedido una con alcohol».
A este punto, Clara se fue retrepando con esfuerzo hasta instalarse sin apoyos en su silla. Tendió una mirada lenta en derredor y al cielo y a las aguas remansadas como sorprendida de comprobar que el mundo continuaba existiendo al término de su agónico letargo, y luego me preguntó al oído si tenía idea de cuánto faltaba para el final de la excursión. «Se me está haciendo un poco larga», dijo. «Si quieres voy a donde el piloto y le pido que acelere». Nuestros mudos acompañantes, que por lo visto estaban a la escucha de lo que hablábamos, insinuaron una sonrisa simultánea, interrumpida de golpe cuando se miraron el uno al otro. El Concordia acababa de enfilar un canal que desembocaba en el cauce del que habíamos partido. Al fondo se avistaban las puntas de Hamburgo: el Míchel donde habíamos estado a primera hora de la tarde, la aguja negra de esa iglesia en ruinas cuyo nombre no me viene ahora a la memoria, alguna otra torre con su cubierta revestida de cardenillo. A nuestra derecha (¿eso es babor o estribor?, nunca me aclaro y ganas de salir de la cocina en busca del diccionario no tengo), se alzaban unos depósitos de mercancías. «Ahí dentro», bromeó el guía, «es justamente donde se almacenan los plátanos y donde los curvan a mano de uno en uno». Sonaron algunas risas en las mesas más próximas. «¿Has anotado eso, ratón?». Pensando, no sin cierta incredulidad, que a los vulgares y polvorientos depósitos se les pudiera sacar provecho literario, apunté hacia ellos con la cámara fotográfica. Clara me los tapaba en parte con su cabeza. Entendió mal mi propósito. «No se te ocurra fotografiarme con este aspecto». Apretaba los dientes al hablar, señal inequívoca de que su estado físico había mejorado lo suficiente como para permitirle pequeños accesos de enfado. «¿Te importaría apartarte? Estás delante del objetivo». Obedeció con prontitud, como le gustaba a mi padre que mi hermano y yo lo obedeciéramos. Tomada la fotografía, busqué los ojos del señor sentado frente a mí con pensamiento de hacerle un gesto confidencial de varón a varón; pero él no quiso mirarme. En consecuencia desaprovechó la ocasión de ejercitarse en una técnica sencilla y útil sobre la manera de manejar a una esposa. Allá él.
El Concordia atracó en el mismo lugar de los Landungsbrücken donde una hora antes habíamos embarcado. «No olviden a los niños. En casa aún tengo dos de la última vez». Los viajeros aplaudieron de buena gana el último chiste de la travesía. El guía agradeció «el ruido amable». Nos levantamos. Clara intercambió algunas palabras de circunstancias con la señora que había compartido nuestra mesa. Yo miré al señor por si le parecía oportuno despedirse de mí; él me miró probablemente con la misma intención, no nos dijimos nada y nunca más nos hemos vuelto a ver. Me quedé solo a la mesa metiendo con cuidado en la mochila el cuaderno y la cámara. «Venga», dijo Clara, que ya se había incorporado a la fila de los que salían. Abajo, en un costado de la pasarela, había una gorra de marinero en cuyo interior vi brillar un puñado de monedas. Pasé sin detenerme. «¿Has dado propina?». A mí, más que una lección de urbanidad, lo que me apetecía en aquellos momentos era una jarra de cerveza fresca. Me defendí: «Pensaba que ya habrías dado tú». «¿Yo?». «Has pasado primero junto a la gorra». «Ratón, no seas así. Vuelve y echa una moneda». Pregunté si en su opinión bastarían cincuenta céntimos. «No sé. Tú pon un euro, pero si ves que la gente ha echado menos, entonces tú también». «¿En qué quedamos, euros o céntimos?». «Bueno, déjalo. Total, ya ha salido todo el mundo». Y sin dar nada nos llegamos, cogidos del brazo, a la parada del metro.
Recorridas varias estaciones, caímos (caí yo) en la cuenta de que viajábamos en la dirección equivocada. Tuvimos que dar la vuelta. «Otro problema», se lamentaba Clara por el camino. «Creo que tengo una cuenta pendiente con esta ciudad. Nadie puede entender lo que he sufrido durante todo el día. Y no te vayas a creer que… Pero, en fin, al menos no me siento tan mal como antes de la última pastilla. Me resarciré trabajando. Puedes creerme, ratón. Seré fuerte y escribiré sobre Hamburgo las mejores páginas, las páginas más intensas y delicadas que hayan salido jamás de mis manos. ¿Me crees capaz?». Yo iba atento a los letreros de las distintas estaciones, con muy pocas ganas de que volviéramos a perdernos. Comprobé con ayuda del plano que íbamos bien. Ya no faltaba mucho para llegar a la estación central de ferrocarril. «Dime que lo conseguiré. Dímelo, ratoncito». La complací y agregué: «Nos tenemos que bajar en la siguiente parada». «O sea, que no crees que lo conseguiré». «Naturalmente que lo conseguirás». «Que conseguiré qué»: «Pues eso que has dicho». «Todavía está por inventar el primer hombre que sepa escuchar a una mujer». «¿Cómo dices?», le pregunté por seguirle el juego. Caía una fina lluvia en la calle, aunque lo raro en Hamburgo, según dicen, es que no llueva. Subimos al segundo piso de los grandes almacenes Saturn, donde se hallaba la máquina para pagar el aparcamiento. Introduje la ficha en la ranura. Habíamos estado algo más de ocho horas en Hamburgo. Cuando apareció en la pantalla la cifra que debíamos abonar, se me escapó una exclamación de protesta. «Ratón, te lo ruego. No me montes un escándalo delante de la gente. Paga y vámonos. Yo lo único que deseo es que este día horrible se acabe cuanto antes». Le pedí que denunciara aquel abuso en su libro; pero se conoce que también está por inventar la primera mujer que sepa escuchar a un hombre.