10
No sin sorpresa comprobé que estaba solo en la cama. Me costaba creer que Clara se hubiese levantado a su hora de costumbre, con fuerzas y ánimo para ponerse a escribir. Me la imaginaba encogida en su tristeza delante de una taza de té, al término de una noche de insomnio, sufriendo aún las secuelas de la penosa excursión de la víspera. Era cosa segura que en cuanto me viese haría una demostración de derrumbe emocional. Para exponerme lo más tarde posible a sus lágrimas y quejas, seguí, abierta la ventana de par en par, un rato largo contemplando las nubes desde la cama. Hacia las ocho y media, me levanté con idea de ir en busca de bollos tiernos y del deleite que me procuraba todas las mañanas la falta gramatical del turco. Al cruzar el pasillo me percaté de que había luz en la habitación de trabajo de Clara. Con la oreja pegada a la puerta percibí aquel ruido característico de sus dedos cuando pulsan el teclado del ordenador. ¿Estaría redactando a toda velocidad el testamento? Abrí la puerta con sigilo para evitarle a la señora escritora un sobresalto. La vi sentada a la mesa del rincón, la espalda curva, la nariz a poco más de un palmo de la pantalla, afanándose en su proyecto como cualquier otro día. Le anuncié mi presencia mediante un leve carraspeo. «¿Qué?», le pregunté, «¿cómo va esa agonía?». Me contestó sin mirarme: «Esto marcha, ratón». Me tuve que tragar las frases de consuelo que llevaba preparadas. ¡Con lo que me había esmerado en discurrirlas! «Ni siquiera necesito las notas que escribiste. Con el recuerdo de los sonidos urbanos, de algunas formas que entreví cuando la jaqueca me dejaba abrir un poco los ojos y de mis sensaciones olfativas durante la jornada tengo suficiente para llenar una o dos páginas sobre Hamburgo. ¿Qué te parece? Por cierto, ha llamado tía Hildegard. ¡A las siete de la mañana! No ha podido dormir en toda la noche. Que si teme quedarse ciega, que si se siente sola. Necesitaba lloriquearme un rato al oído, ¿sabes? No le he mencionado los dolores que tuve ayer. Tampoco creo que le interesen. Para levantarle el ánimo he prometido que le harás un favor, ¿eh, ratoncito?». «¿Qué favor? Clara, eso que dices apesta horriblemente a trabajo». En el arco malicioso de su sonrisa leía yo la confirmación de mis peores augurios. «Mejor te lo cuento durante el desayuno». «¿Por qué no me lo cuentas ahora?». «Con el estómago vacío no lo resistirías. Es demasiado brutal, pero lo tienes que hacer, ¿eh, dulce ratón? No olvides que nos ahorramos muchos gastos viviendo en este piso».
Salí a la calle con pensamiento de tomar mi dosis matinal de felicidad antes de enfrentarme a los inminentes incordios que el destino, con la colaboración activa de Clara, me tenía reservados. Se conoce que aquel era uno de esos días que parecen señalarlo a uno con dedo autoritario y decirle: «Eh, tú, encárgate de estas desgracias, ocúpate de esos contratiempos, llévate aquellas decepciones». Para empezar, el turco del quiosco me falló. Por primera vez desde que acudía a comprarle el periódico no cometió la falta gramatical de costumbre. Es verdad que en ocasiones anteriores tuve que sonsacársela mediante trampas dialécticas en las que él, hombre expansivo, caía fácilmente. Esta vez, sin embargo, debido al descenso perceptible de la temperatura fue imposible inducirlo a formular su comentario habitual acerca del calor. ¿Habría descubierto el cachondeo velado que me traía a su costa todas las mañanas? Habló, sí, con muy mala pronunciación de las nubes (¡qué me importaban a mí las nubes!), cometiendo otra falta gramatical no menos grave que aquella que tanto me gustaba, pero ya no era lo mismo. Defraudado, me planteé la posibilidad de comprar en adelante el periódico en la panadería a menos que se reavivase la ola de calor. A mi llegada al piso me encontré con que Clara había puesto la mesa y cocido los huevos, tareas de mi incumbencia. Me estaba esperando con el té a punto y la vela encendida. «¿Se puede saber en qué lío me has metido?», le pregunté sin rodeos.
En pocas palabras, llevábamos algo más de un mes alojados en el piso de tía Hildegard, disfrutando de un alojamiento que, además de ser confortable y estar situado en una zona próxima al centro de Bremen, nos salía gratis. Clara había expresado repetidamente su voluntad de tener un gesto de gratitud con nuestra benefactora. Una de las veces, como me pareciese advertir en su forma de hablar una leve vibración de remordimiento, alegué que en mi país resulta de lo más común que unas personas se aprovechen de otras, sobre todo dentro de las familias. Recibí la contestación habitual: que no estábamos en mi país. Hice el ademán de quien se lava las manos a fin de darle a entender a Clara que me desentendía del asunto, no sin recordarle que el menda había cumplido por adelantado con su parte del agradecimiento cuando arregló la cañería en la casa de Duhnen, mientras que ella, la sobrina querida, continuaba sin saldar su deuda. En aquellos instantes no me percaté de mi imprudencia. Acababa de orientar las reflexiones de Clara en una dirección harto desfavorable para mí. La tía se habría de sentir más que recompensada si le comunicábamos el arreglo de algún desperfecto que hubiésemos encontrado en el piso. De este modo, según la lógica de Clara, demostraríamos que nos preocupábamos por la buena conservación de la vivienda, al mismo tiempo que la propietaria, libre de remunerar los servicios de un obrero manual, se ahorraría un buen puñado de euros. «Con los que podrá comprar», añadí yo, «muchos frascos y fruta para mermelada, solo que se te ha olvidado un pequeño detalle. Y es que en este piso por desgracia no hay desperfectos. Una lástima, porque, la verdad, ardo en deseos de desperdiciar unas horas de mi vida manejando herramientas que no tengo aquí. Incluso estoy dispuesto a romper cualquier cosa para poder arreglarla acto seguido. ¿Le pego ocho martillazos a la nevera?».
Amiga de ducharse a diario, Clara encontró en el cuarto de baño lo que buscaba. En el papel de la pared, por encima del límite superior del alicatado, así como en un ángulo del techo, se veían unas grietas sin importancia que con toda probabilidad databan de los primeros tiempos de la vivienda, cuando las paredes recién construidas aún no se habían secado del todo. Así se lo dije a Clara, que, entretenida en gozar de su inquietud, no me hizo el menor caso. Acababa de descubrir que justo encima de la cabina de la ducha había dos o tres corros negros. Fui a mirar. Eran tan pequeños que nos costó encontrarlos. Clara no dudó en atribuirlos a la acción de unos hongos nocivos. ¿Quién le aseguraba que no eran la causa de las dificultades respiratorias que había padecido últimamente? En su opinión había que tomar medidas sin demora para evitar una plaga que, en el peor de los casos, podría conducir a la demolición del edificio. Me quedé mirando el fondo de sus ojos alarmados y, después de unos segundos de silencio, le dije: «Bueno, no te preocupes. En Alemania estas cosas se suelen hacer bien. Antes de demoler las casas dejan salir a la gente de ellas». Luego vino aquella mañana en que tía Hildegard llamó temprano. Los timbrazos del teléfono, que yo no oí, pillaron a Clara recién salida de la ducha. Imagino que en aquel instante tenía presentes en el pensamiento las grietas y manchas del empapelado, y que por hacerse la buena le propuso a su tía que yo, o sea, para que no quepan dudas, yo, que jamás realicé aprendizaje profesional ninguno, renovara el papel del cuarto de baño. La vieja, naturalmente, encantada. Incluso se ofreció a sufragar los gastos de material, a lo que Clara se negó en redondo, aduciendo que ya era hora de que nosotros correspondiéramos a su generosidad.
Esa misma mañana arranqué el papel viejo. No es que ansiara empezar cuanto antes el odioso trabajo. Digamos que mi entusiasmo por la tarea se hallaba en fase glacial no distante del cero absoluto. Simplemente probé por curiosidad a levantar con dos dedos un cabo del papel. Me costó como cinco minutos dejar las paredes peladas. Ahora sí que no había vuelta atrás. Quieras que no acababa de dar el visto bueno a la faena. En cuanto al papel, era de fibra gruesa, granuloso, y estaba cubierto por una capa de pintura blanca. Se desprendía con tanta facilidad que, salvo en una zona próxima a la lámpara del techo, no hizo falta humedecerlo. En uno de los rincones quedó a la vista un boquete por el que casi me cabía el puño. ¿Tendría la vieja escondido allí algún tesoro? ¿Un calcetín repleto de monedas anteriores al euro? ¿Sus recetas secretas de mermelada? No fue aquel, por cierto, el único vestigio de chapuza albañilesca que topé. El enlucido revelaba que los peones, por incompetencia propia o por trapacería del maestro de obras, se habían propasado al agregar arena a la mezcla. Me da que habría podido abrirse en poco tiempo un ventanuco a la calle rascando con la uña. Al final, cuando solté la lámpara con un destornillador prestado por el señor Kranz, me cayó en la cabeza una esquirla de argamasa, seguida de una lluvia de arenilla que me dejó momentáneamente ciego. No había más remedio que tapar los agujeros con escayola. Calculando por lo bajo, me esperaban cerca de tres horas de ajetreo sin remuneración en el maldito cuarto de baño.
Por la tarde fuimos Clara y yo a comprar papel de la misma clase. Delante del dependiente me porfió que un rollo era poco. Me encogí de hombros: «Bien, compra una docena; pero yo te aseguro que con uno hay suficiente». Vencí, compramos uno. ¿Y pintura? Clara se acordó de que en el sótano de nuestra casa guardábamos un cubo lleno hasta más de la mitad que nos había sobrado de cuando, por el mes de abril, empapelamos la cocina. «¿Y quién lo trae?», le pregunté. Carezco de la facultad de verme el ceño sin ayuda de un espejo; pero juraría que en aquellos momentos lo tenía hosco. «Ratón», me dijo en un tono maternal bastante irritante, y yo miré con sonrisa de circunstancias al dependiente para significarle que mi mujer me llama así porque me adora, «de todos modos necesitas la mesa de empapelar y los otros utensilios y la escalera de mano». Repliqué: «Pero mañana quieres que te lleve a Hamburgo». «Pero hasta las seis o las siete de la tarde tenemos tiempo». El dependiente nos observaba con gesto impasible fijando sus ojos en el semblante de quien tomaba la palabra, al modo del espectador que sigue el vaivén de la pelota en un campo de tenis. ¿Por qué no me echaba una mano, movido de un natural impulso de solidaridad varonil? ¿No veía que uno de los suyos estaba en apuros? En la calle le dije a Clara: «No me ha gustado el dependiente». «Hablaba poco, ¿verdad?». «Tenía ese aire típico de los traidores, ¿no te has fijado?». «Si no te explicas mejor…». «Son sensaciones masculinas. Dudo que las puedas entender».
El sábado, después del desayuno, me puse en camino hacia el pueblo, no sin antes pasar a recoger las fotos con las que confeccioné aquel cilindro panorámico que describí ayer. En el tramo de autopista que bordea Oldenburgo había volcado un camión de transporte de animales. Un coche de policía con luces azules cortaba el paso al tráfico por el único carril que quedaba libre. Atrapado en el atasco, me sumé a un corrillo de curiosos que se complacía en mirar desde el arcén cómo los bomberos retiraban cerdos muertos de la calzada. Todos sonreíamos a las cuchufletas de un bávaro de cara violácea. No es que el hombre hiciera gala de un ingenio irresistible, porque en el fondo no paraba de soltar necedades; pero hay que reconocer que el acento con que las pronunciaba, delator de su procedencia, unido a la extrema congestión de sus facciones y a un bigote blanco de guías retorcidas en voluta, volvían graciosa cualquier sosería que dijese. Al conductor del camión se lo llevaron en helicóptero. Ventajas de pertenecer a la especie humana.
Total, que llamé al timbre de la señora Kalthoff con tres cuartos de hora de retraso. Nada más verme se excusó por no haber tenido tiempo de segar la hierba de nuestro jardín. Se conoce que le pesaba como si nos hubiera ocasionado un gran perjuicio. Procuré tranquilizarla recordándole la razón de mi visita, aun cuando ya se la habíamos anunciado de víspera por teléfono para que no creyese que yo me presentaba en funciones de inspector. Acurrucado bajo la mesa del salón, Goethe me miró con ojos aburridos. Tenía Clara interés en que yo le contase a mi vuelta a Bremen cómo me había recibido el perro. Vaticinó que me plantaría las patas delanteras en el pantalón y me pondría perdido de lametones. Lo cierto es que a mi llegada, Goethe ni siquiera se movió. Tuve que agacharme a su lado para acercarle al hocico la chuchería comestible que le había traído de parte de Clara. La olisqueó con ostensible desconfianza. Ante mi insistencia, la prendió desganadamente entre los dientes; un segundo después, la dejó caer sobre la alfombra. Yo, en cambio, acepté de buena gana un plato de lentejas con trozos de salchicha cocida que me ofreció la señora Kalthoff. De postre me sacó tarta hecha por ella misma con frambuesas de su huerto. Se la alabé en tales términos que me regaló todo lo que quedaba. Tras la comida, llevé a Goethe a pasear en cumplimiento de una solicitud que me había dirigido repetidamente Clara por la mañana. Yo pensaba conducir al animal por el camino de costumbre, quizá a paso vivo porque el atasco de la autopista me había robado bastante tiempo; pero yendo luego por la calle vi al perro tan perezoso y desfallecido que en la primera esquina di marcha atrás y lo llevé de vuelta a la señora Kalthoff. Esta me entregó, en el momento de despedirme, un paquete de cartas que ya tenía listo para enviárnoslo por correo a Bremen, y me pidió que por favor no segara la hierba de mi jardín, que ya lo iba a hacer ella a las tres de la tarde, cuando terminasen las dos horas libres de ruidos impuestas por la ley. A Goethe le hice adiós con la mano. Me correspondió desde debajo de la mesa mediante unos desangelados meneos de la cola. Algo es algo.
En contra del temor que me habían infundido las disculpas de la señora Kalthoff, encontré nuestro jardín en un estado aceptable. Se notaban aquí y allá, en detalles sin importancia, pequeños descuidos; pero con eso y todo no me causó descontento lo que vi. En los rosales colgaban algunas hojas amarillas, salpicadas de manchas oscuras, consecuencia tal vez de una infestación de hongos de la cual no podíamos achacar la culpa a nadie, puesto que el problema ya existía antes que nosotros hubiéramos emprendido el viaje. Debajo de los manzanos, el césped, crecido en exceso, se hallaba sembrado de manzanas podridas en las que picaban las avispas y se daban su lento banquete las babosas. El resto del jardín complacía la mirada. Mediante el riego abundante, la señora Kalthoff había logrado impedir los efectos dañinos de la ola de calor. Así lo demostraban por todas partes la intensidad del verde y las flores numerosas. El rincón de los gladiolos era una maravilla, aun cuando ya empezaba a declinar su tiempo de esplendor. Los girasoles alineados en el arriate, delante de la cerca, habían alcanzado alturas inusuales. En sus flores se apretaban las pipas que los pájaros pronto arrancarían a picotazos hasta dejarlas peladas. Cumpliendo los deseos de Clara, que yo llevaba anotados en un trozo de papel, corté un vistoso girasol, unos tallos de romero y media docena de rosas blancas; envolví en un trapo de cocina unas cuantas flores de heliotropo, cuya fragancia era, según Clara, de todas las del jardín la que por esos días viajeros ella añoraba con más fuerza; y llené por último, aunque no figuraba en la lista de encargos, un cestillo de manzanas, tarea que me ocupó una cantidad considerable de minutos, ya que no era fácil encontrar en el árbol fruta sin gusano.
Fui a continuación en busca de los trastos de empapelar y pintar que guardábamos dentro del cobertizo. Nada más abrir la pesada puerta de tablones, me hirió en el olfato una vaharada nauseabunda. Boca y nariz tapadas, me costó largo rato descubrir la causa del hedor. Había dos ratas muertas debajo de una balumba de cachivaches. Podría ahora entretenerme haciendo una descripción pormenorizada de sus cuerpos corrompidos, rezumantes de una grasa espesa que había dejado sendas manchas negruzcas en el suelo; pero creo que será preferible abstenerme dado el riesgo de que el café con leche y el cruasán que estoy paladeando mientras escribo estas líneas se me indigesten. Como comprobase que no quedaban cápsulas de raticida dentro del tubo de plástico, metí en él, con cuidado de no tocarlas, unas cuantas antes de marcharme. En casa estaba todo en orden. Aproveché para echar una cabezada en el sofá, arrullado por el tictaqueo monótono de nuestro reloj de pared, al que levanté las pesas para que volviera a funcionar. Apenas hube cerrado los ojos, sonaron doce campanadas. De medianoche, por supuesto. O de Nochevieja, si me da la gana. A fin de cuentas soy el dueño del reloj; por tanto, también me pertenece su tiempo. (La frase despide un tufillo a petulancia, pero qué más da puesto que nadie me lee). Me despertó el teléfono. «¡Ratón, cuánto has tardado en ponerte! ¿Qué estabas haciendo?». Me pidió que le llevara a Bremen ciertas prendas de vestir, su diccionario visual y el libro con las nuevas normas ortográficas de la lengua alemana, que por aquella época eran una fuente continua de polémica en los medios de comunicación y que no pocos escritores y docentes se resistían a aceptar. «¿Vas a tardar mucho, ratón? Ya me han confirmado la reserva en el hotel, así que he pensado que me gustaría llegar a Hamburgo antes de lo que acordamos, si no tienes inconveniente». Le respondí que no se preocupara, que enseguida me pondría en camino. «¿Y Goethe? Se habrá alegrado cuando te ha visto». «Una gozada de perro. El lenguaje humano es insuficiente para describir el recibimiento que me ha hecho. Todo lo que te diga es poco». Antes de montarme en el coche, ojeé el paquete de cartas por si había alguna para mí. Reconocí en un sobre la letra de mi hermano, no sin sorpresa pues hacía cosa de dos o tres años que no me escribía. Tras comunicarme que contaba con recursos económicos para fundar una editorial, me preguntaba si yo estaría dispuesto a traducir libros alemanes para él. No especificaba qué clase de libros. Tampoco hacía mención de unos posibles honorarios.
Hacia las siete de la tarde, bajamos con el coche al garaje subterráneo del hotel. No recuerdo si ya he escrito que era sábado. Esta vez hicimos las cosas bien. No fue difícil. Bastó con que las hiciéramos según mi criterio. Clara adoptó la sabia decisión de no padecer jaqueca ni inmiscuirse en la elección de la ruta. Antes de partir me aseguré de que no le dolía la cabeza. «De lo contrario», dije con una severidad que me produjo una descarga de satisfacción, «tendrás que buscarte otro chófer». Le pedí después en el mismo tono que me señalara sobre el plano de Hamburgo el punto exacto al que debía dirigirme. «No por dónde, sino adonde», insistí para que no hubiera lugar a malentendidos. «El resto corre de mi cuenta». Tan impostado era mi rigor como su docilidad. Concluidos los preparativos del viaje y mientras se cepillaba los dientes, me dijo desde el umbral del cuarto de baño, con la boca atiborrada de pasta: «Ratoncito, hoy te veo poderoso, decidido, con personalidad». También en sus escritos prodiga las ristras de epítetos. «Así me gustas. ¿Podrías bajarme la maleta al coche? Enseguida te sigo».
Había hoteles más baratos en Hamburgo; pero ella escogió el Ibis por su proximidad a la estación central de ferrocarril. Desde la ventana de la habitación, abierta a un patio trasero, se veía la parte alta del edificio de la Hamburger Kunsthalle, donde se albergaba no recuerdo ahora qué colección de pintura que ella pensaba visitar al día siguiente. Tampoco quedaba lejos del hotel la Literaturhaus, que ocupa una blanca y hermosa mansión de estilo inglés junto a la orilla del Alster Exterior. El plan dominical de Clara preveía un paseo por el borde del lago con punto de llegada en la cafetería de la Literaturhaus. Años atrás, Clara había ofrecido en uno de sus salones su primera lectura pública fuera de Wilhelmshaven, ante dieciocho personas (sin contarme a mí), lo cual habría podido ser peor. La señora escritora estrenó aquel día un vestido de color sangre que obraba en mis pupilas el efecto de una incisión sin anestesia. Se lo dije. Atareada en repetir en voz alta las palabras de salutación al público, que tiene por costumbre llevar aprendidas de memoria aunque luego hace como que las repentiza delante del micrófono, no captó mi indirecta. «Me quieres poner más nerviosa de lo que estoy, ¿verdad?». Se expresaba con una especie de mueca dramática. «Piensa que dentro de treinta minutos leeré un texto mío entre las mismas paredes y bajo el mismo techo donde antes lo hicieron Günter Grass, Umberto Eco, la Oates y tantos otros escritores consagrados. Puede que apoye el trasero en la misma silla sobre la que ellos apoyaron el suyo. ¿Te das cuenta de lo que eso significa para mí? Dentro de poco iré al encuentro de uno de los momentos estelares de mi carrera literaria, así que haz un esfuerzo, ratón, sobrehumano si hace falta, para no estropeármelo con tus bromas». El vestido rojo le costó más de lo que le dieron por leer. Nunca volvió a ponérselo. Cuando se vio disfrazada con él en unas fotos que yo le había hecho a ruego suyo en las escaleras de la entrada y dentro de la librería de la Literaturhaus, no pudo menos de exclamar: «¡Dios mío, qué bochorno!». Me reprochó que no le hubiera advertido a tiempo que había ido vestida como un papagayo. También me acuerdo de que al término de la lectura mis aplausos sonaron con tal intensidad que algunos asistentes se volvieron a mirarme. En la punta de la lengua me ardían cinco palabras: «Sí, yo soy el marido». Con gusto me habría arrodillado delante de todos ellos. «Por caridad, aplaudan con más fuerza porque luego me toca a mí cargar con su melancolía». Durante la cena en el comedor de la Literaturhaus se le notaba contenta. Le cayó como de costumbre una gota de salsa en el vestido. La mancha semejaba un pezón; pero no le dije nada a fin de evitar que se le subiese a la cara el color del vestido. Volvimos los dos solos andando al hotel bajo una luna llena que se repetía en las aguas lisas del lago. A pesar de haber oscurecido, cada dos por tres pasaba por nuestro lado algún hombre, alguna mujer, haciendo aerobismo con chándal y auriculares. Clara se enorgullecía de haber firmado por primera vez en su vida ejemplares a personas desconocidas y no, como hasta entonces, a compañeros del colegio, vecinos y familiares. No habían sido muchas, seis, todas mujeres; pero para Clara la novedad suponía un comienzo esperanzador. «¿Has contado la gente que había?». «Veintisiete conmigo». «Pues yo, desde la mesa, solo he visto dieciocho sillas ocupadas». «Es que a los lados de la tarima, detrás de los altavoces, había unos espectadores de pie. Desde tu posición no creo que pudieras verlos».
Deambular con calma ante los cuadros de la Kunsthalle o degustar un capuchino en la Literaturhaus no constituían el motivo principal de su reserva de una habitación de hotel en Hamburgo para una noche. A las cinco de la madrugada se abre al público los domingos el Mercado de Pescado, cerca del río, y allí quería estar ella desde el comienzo con su cuaderno de notas y su cámara fotográfica. Conocíamos el Mercado por una visita que efectuamos meses antes de contraer matrimonio. Uno de tantos amigos de la Universidad, a quien revelamos nuestro propósito de presenciar el sábado siguiente por la noche un espectáculo musical en Hamburgo, nos lo recomendó como sitio pintoresco. Pernoctamos en una pensión económica del barrio de Ohlsdorf, a escasa distancia del cementerio, con ducha colectiva al fondo del pasillo, y por la mañana, a las siete y media sobre poco más o menos, tomamos el metro que nos dejó cerca del Mercado de Pescado. Numerosa gente se había congregado en el lugar a pesar de la lluvia y de un viento sobremanera desapacible que soplaba a ratos. Antes de llegar ya se oían las voces de los vendedores. Apretados entre cuerpos y paraguas, anduvimos de puesto en puesto complaciéndonos en las agudezas y burlas del rollizo Bananen-Willi (al que, por cierto, más de una vez habíamos visto vender plátanos en Gotinga), de un tipo con delantal blanco y mucho salero que pregonaba a grito limpio anguilas ahumadas y de tantos otros mercaderes que competían entre sí por atraer clientes a fuerza de ingenio verbal.
De todo ello estábamos informados por nuestro amigo, de manera que, nada más apearnos del metro, le dije a Clara: «Nadie en este mundo es capaz de hacerme reír si no quiero. Ya lo vas a ver». Llegamos poco después al Mercado, y allí junto a la entrada había aquel día un remolque de camión dentro del cual un señor aquejado de estrabismo y con acento holandés vendía edredones, almohadas, fundas para ropa de cama y esas cosas. Y sucedió que nada más detenernos delante de él, por una simpleza que dijo se me soltó la carcajada. Seguimos andando y no tardé ni medio minuto en volverme a reír, espoleado por el recuerdo de los ojos torcidos del holandés. Clara me tiró de la manga, avergonzada: «¿No decías hace un momento que no hay quien te haga reír si no quieres?». A lo que respondí durante el segundo de compostura que a duras penas logré imponerme: «Es que sí quiero». En aquellos instantes sentía dentro de mí un calor de felicidad. Me procuraba tanto gusto reír bajo la lluvia, junto a mi novia de cabellos rubios y en aquella ciudad de río ancho, que llegué a pensar que me caería de un momento a otro al suelo sin sentido. Y luego, dentro de la lonja, nos cruzamos con una señora de ojos no muy derechos y yo susurré: «Mira, una holandesa». Entonces Clara se contagió de mi alegría y se tuvo que abrazar a mí en medio del gentío, tapándome la boca con su mano para que me callase, pues temía que si se le extremaba la risa le ocurriese lo que le suele ocurrir en tales ocasiones: que se le desgobierna la vejiga, lo cual, como le dije la primera vez que me confesó aquella peculiaridad de su persona, no es el problema mayor que podría causarle el cuerpo.
Hasta la hora de marcharnos no se nos borró la sonrisa de la boca. Recuerdo que poco antes del cierre, cuando en la mayoría de los puestos empezaban a ofrecer las mercancías a precios irrisorios, nos acercamos paseando al atracadero de Altona, donde se podía comprar pescado directamente en los barcos. Un pescadero dadivoso de cejas blancas, tocado con gorra marinera, nos lanzó una platija que le dejó a Clara, incapaz de atraparla en el aire, un corro de humedad en la gabardina. El pescadero, a modo de disculpa, se apresuró a tendemos una bolsa de plástico llena de pescado. Cuando nos quedamos solos, estuvimos deliberando si la tiraríamos a una papelera o si obsequiaríamos con ella al primer mendigo que encontrásemos. Yo propuse, de broma, comernos los peces crudos. Al final optamos por regalárselos a los dueños de la pensión, que los aceptaron encantados, aunque sin satisfacer nuestra esperanza de obtener a cambio una rebaja en el precio del alojamiento. Clara relató el episodio de la platija volante como si hubiera acontecido durante el viaje sobre el que versa su libro.
Una vez instalada en el hotel, acordamos dirigirnos, por una ruta que nos marcó la recepcionista sobre un plano de la ciudad, a la Ständige Vertretung, junto a uno de los canales que conectan el Alster con el Elba. Me complació encontrar en el menú un plato llamado «cielo y tierra», que yo conocía por haberlo saboreado más de una vez en la filial de Bremen. El cual consiste en varios trozos de morcilla frita, acompañados de cebolla, puré de patatas y compota de manzana. Deja un regusto duradero, es lo malo que tiene. Cabe la posibilidad de aplacarlo con un riego generoso de cerveza Kölsch; pero el recurso me está vedado cuando más tarde tengo que conducir y Clara me vigila. Tras la cena desanduvimos el camino hacia el hotel, que es un buen trecho, con una parada para tomar helado en la terraza del Arkaden Café, donde tan mal se había sentido la señora escritora días atrás. Empezaba a oscurecer, la noche venía templada, limpia de nubes, y allí abajo, repartidos sobre el agua, estaban los cisnes. Hacia las diez de la noche nos despedimos ella y yo en el garaje del hotel. Por desgracia, aún salían de mi boca las agrias emanaciones del «cielo y tierra», lo que me parece a mí que apartó a Clara de invitarme a probar durante unos cuantos minutos el colchón de su cama. «Vete ya, ratoncito. Te conviene estar mañana descansado. La tía se pondrá contenta si empapelas bien el cuarto de baño. Y tú ya sabes que cuando está contenta es muy agradecida. ¿Irás a recogerme a la estación?». Le metí una mano por el escote de la blusa. «¿Has oído hablar de violaciones dentro del matrimonio?». «Ratón», dijo sin inmutarse, «¿y tú has oído hablar de garajes vigilados con cámaras de vídeo?». La solté como si aquel pecho suyo caliente estuviera electrificado. Tras el beso de despedida, sugerí que con toda seguridad me tenía envidia porque mientras ella debía dedicar el domingo a tareas penosas como visitar lugares de interés cultural y turístico, y comer y desayunar a la carta, yo me lo estaría pasando bomba pegando tiras de papel en el techo de un cuarto de baño. La dejé sonriente y me marché… ¿Adónde? A Bremen desde luego que no. La respuesta, mañana. Por hoy ya he escrito suficiente.