18
Hay un bosque dentro de la ciudad de Hannóver, no lejos de la Podbielskistrasse, con muchos caminos que se entrecruzan, gran cantidad de hayas y unos caracoles gordos, de concha blanca, como no los vi nunca en mi país. El bosque se llama Eilenriede y con esto basta de prosa turística, pues lo que yo quería referir ahora es que fui allí el mismo día de la excursión a Bargfeld, a primera hora de la tarde. Determiné marcharme del piso en cuanto supe que a Kevin le habían surgido ciertas obligaciones escolares que le impedían quedarse a jugar a los penaltis; pero también y acaso con más razón porque me fastidiaba la idea de pasarme las horas escondiéndome del silencio ofendido y de los ojos duros de Clara.
Llegué al bosque. Al poco de adentrarme en el laberinto de senderos encontré un banco de madera a la sombra de los árboles. Había en aquel sitio tranquilidad, buena temperatura y un cantar de pájaros urbanos más de mi gusto que por la mañana los píos de la pajarería rural. Hice del banco cama, apoyado el cogote sobre las palmas de las manos, y sin tiempo de contar los corros de cielo azul que se veían a través de la fronda me quedé dormido. Si fuera escritor de novelas y relatos inventaría en este punto que me sobrevino un sueño de esos que dicen apasionantes. Lo cierto es que no soñé. Durante los tres cuartos de hora en que estuve ausente de mí y del mundo, algo pude recobrarme del cansancio que llevaba acumulado. De buena gana habría seguido durmiendo hasta la caída de la tarde; pero me despertó una mujer joven con indumentaria deportiva y auriculares en las orejas que pasó por mi lado practicando el aerobismo. Punteaban su carrera unos jadeos rítmicos tan femeninos, tan delicados y dulces en su sonido, que me dejaron el pensamiento ocupado en fantasías deleitosas. No pude menos de añadirle un tronco nuevo al bosque y con eso acabé de desvelarme. Hacia las dos de la tarde había salido del piso sin decirle a Clara adónde iba. De refilón la vi sentada en la cocina, con la cabeza envuelta en una aureola de enfado. Ni siquiera me despedí. Es esta una táctica de guerra conyugal que me suele dar buen resultado, lo uno porque evito las contiendas verbales en que me brego peor que ella; lo otro porque abandonar el campo de batalla, aunque sea una actuación a mi juicio fácilmente interpretable, suscita en Clara desconcierto, inquietud, dudas y también miedos derivados de una sensación de soledad que le toma en tales ocasiones. Además, alejándome de su presencia doy a entender que yo soy el agraviado, el muy agraviado, el profundamente herido. Entonces su cerebro se convierte en una olla de malos augurios. Le parece que he llevado a pasear mis penas viriles por los suburbios donde podría caer en manos de una banda criminal; me ve correr al aeropuerto y subir al primer avión que despegue con rumbo a mi país; me cree capaz de tirarme, en un impulso de varón despechado, a las ruedas del tranvía; me imagina borracho, agredido por una horda de nazis, esposado por la policía o, lo peor de todo, sonriente de satisfacción en brazos de otra mujer. La debilita la soledad. A mí me vence su conversación doliente y lacrimosa.
Una vez despierto, decidí retrasar la vuelta al piso a fin de que Clara ignorase hasta el último momento si podría contar conmigo para asistir de atardecida a la ópera, conforme teníamos previsto desde hacía una semana. Sabía, porque la conozco bien, que no se marcharía a disfrutar sola del espectáculo. Más propio de su carácter era que arrojase ante mí y nuestros parientes, con mueca trágica, las costosas entradas al cubo de la basura. Yo confiaba en ganar tiempo para aclararme algunos puntos oscuros de nuestra discordia, pues es lo cierto que durante la siesta reciente se me habían olvidado las causas de mi enfado y otras que se me iban ocurriendo a fuerza de fatigar el pensamiento me parecían indignas de una persona de mi edad. Es este un defecto mío: que a veces me indispongo con Clara y, pasadas unas horas, me da trabajo recordar por qué. Presentarme ante ella de buen temple después de haber descansado sobre un banco del bosque comportaba un elemento de provocación que podría revelarse negativo para mis intereses, yo ya me entiendo. Aún peor, era abrirme como un costal a los reproches innumerables que sin duda ella me habría ido preparando a lo largo de la tarde, así como a otros que le vendrían a la boca en cuanto se percatara de mi tranquilidad y aspecto saludable. Por todo lo cual resolví llegar al piso con el tiempo justo de acicalarme para la ópera y consumar mientras tanto la reconciliación.
Andando sin saber muy bien por dónde, llegué hasta el muro que linda con el aparcamiento del zoo. Me habría complacido mojar en cerveza fresca mis cavilaciones; pero, como no se ofreciese a la vista bar ninguno, emprendí el regreso metido en la riolada de ciclistas, patinadores y personas con perro o perros con persona que recorrían en uno y otro sentido un camino asfaltado junto a la carretera que atraviesa el bosque. En cuanto di un paso en dirección al piso empezaron a escarabajearme los remordimientos. La idea de no haber hecho las paces con Clara antes de su cumpleaños, dos días más tarde, cobró de pronto en mí la forma de una enconada escocedura. No soy aficionado a insultarme; pero en aquellos momentos no me quedó más remedio que tratarme con dureza. Me dirigí sin voz los mayores denuestos ante la presencia, para mí equiparable a una acusación, de una pareja, chico y chica, que se cruzó conmigo patinando con las manos enlazadas y dejando a su paso una estela de sonrisas juveniles y buena avenencia. Te juro, Clara, que en aquellos momentos te habría llevado de nuevo a Bargfeld, me habría tomado en serio la visita a la casa de Arno Schmidt y te habría satisfecho hasta el más estúpido de tus caprichos. Así pensando, tendí la mirada en rededor, hacia la naturaleza de cuya hermosura y armonía me sentía de pronto excluido. El cielo azul, la arboleda que habría podido trasladarse intacta al paraíso, el viento suave que mecía las ramas superiores, la tarde poblada de gente apacible, alguna que otra mariposa solitaria entre los matorrales…, yo (al respecto no abrigaba la menor duda) no los merecía. Dos ciclistas que en breve intervalo pulsaron el timbre para que me hiciese a un lado afianzaron en mí aquella convicción de ser un intruso en el paisaje. Tras el sueño reparador encima del banco me había ganado la conciencia de mi ruindad. Gracias a que poseo un talante pacífico, pues faltó un pelo para aplicarme una punición corporal en medio del camino. En vez de eso avivé el paso dispuesto a llegarme cuanto antes al piso y pedirle perdón a mi mujer, de rodillas si fuera necesario.
Llego ahora, en el hilo de mis recuerdos, al episodio aquel de difícil olvido para mí que conozco como la escena de la ventana, al que voy a referirme con los detalles imprescindibles puesto que ya me lo he contado muchas veces en el curso de mis soliloquios. Eran algo más de las cinco de la tarde cuando entré en el piso. La ópera empezaba a las siete y media. No hallé ni en la cocina ni en las habitaciones a la destinataria de mi arrepentimiento y sí una nota anónima en el pasillo, sobre la consola del teléfono, que decía: «Si no vienes venderé la entrada». Le di la vuelta al trozo de papel por si en el otro lado ponía: «Un beso, ratoncito» u otra terneza semejante, pero no. Años atrás, en Wilhelmshaven, asistí con Clara a una representación de La flauta mágica, y como aquella tarde no le faltaron a mi cena dos dientes crudos de ajo, una chica de nariz susceptible que estaba sentada a mi derecha, tras el descanso fue a acomodarse en otro sitio, posiblemente en desacuerdo con mis emanaciones, pues parece ser que el olor de ciertos alimentos trasciende por los poros de la piel. Desde entonces practico, no sin el apremio de Clara, el hábito de asearme antes de acudir a los espectáculos públicos. Con dicho propósito, aunque no había ingerido durante el día ninguna cosa pestilente, pero había estado expuesto al olor de la bosta por la mañana, me metí en la ducha. Antes hube de retirar del filtro del desagüe un burujo de pelos procedentes de la cabeza de Jennifer, como podía deducirse con facilidad de su color. Corrida la cortina traslúcida para evitar que el suelo de baldosas se encharcase, apenas había empezado a enjabonarme cuando se abrió la puerta, que carecía de pestillo (por lo que desde el principio de nuestra estancia en Hannóver me acostumbré a despachar mis necesidades mayores en ausencia de nuestros parientes), y la voz de Gudrun, con un timbre agudo de sorpresa, dijo: «Ah, ¿estás tú ahí? Perdona».
Tiendo a creer que la repetición anula la casualidad. Y aquella era la tercera o cuarta vez que mi cuñada entraba de sopetón en el cuarto de baño estando yo desnudo bajo la ducha. Ni a Clara ni a mí nos había pasado inadvertido que últimamente parecía erotizada. Quizá tardamos unos días en damos cuenta de aquella particularidad suya debido a que su falta de atractivo físico apenas variaba con el maquillaje. Una mañana oímos a Jennifer echarle en cara que hubiera usado sin permiso su barra de labios. Y, en efecto, Gudrun se los pintaba incluso a la vuelta del trabajo. Reparamos también en que se ponía colorete en las mejillas y un cerco de sombra alrededor de los ojos, cosa que antes no hacía, al menos no de una manera tan llamativa. En más de una ocasión la vimos andar por el piso en paños menores, con sus pechos abultados y su muslos rugosos de celulitis. Aquello, en principio, no nos causaba extrañeza puesto que ella estaba en su casa, donde reinaba una gran confianza entre todos nosotros, y además, según le dije a Clara, más se me antojaban su comportamiento y su figura apropiados para ahuyentar que para seducir. Jennifer, por cierto, no le quedaba a la zaga en desparpajo. A menudo se dirigía de su habitación al cuarto de baño o viceversa mostrando sin pudor un bamboleo de carnes pálidas; pero, a diferencia de su madre, no incurría en la coquetería de volverse a comprobar si la mirábamos. ¿Y qué decir de Kevin? El muchacho ignoraba por completo la vergüenza corporal.
Tras la ducha, Gudrun y yo coincidimos obra de cinco minutos junto a una de las ventanas del piso que se abrían a la Podbielskistrasse. A un lado del marco colgaba un espejo ante el que yo trataba de anudarme la corbata. Por complacer a Clara había resuelto acudir a la ópera vestido de traje. El nudo se me resistía, bien porque me faltase práctica, pues llevaba largo tiempo sin disfrazarme de elegante; bien porque, fallida la primera tentativa, me empeñara en rehacer el nudo sin soltarlo del todo. Gudrun, que se había asomado a la puerta para preguntarme por el paradero de su hermana, advirtió que lo tenía torcido y vino sin demora a retocármelo. Mientras enredaba en mi garganta, por evitar la fijeza de sus pupilas cercanas volví las mías hacia la calle y las paré en un punto que para mí era un punto cualquiera: el brillo de los raíles, la gorra de un peatón, acaso un cartel publicitario. Pero Gudrun no lo debió de entender así y, mirando en la misma o parecida dirección que yo, dijo de repente con la voz rota por un pujo de llanto: «Ahí, ahí es donde murió mi madre».
Al instante advertí que una sima negra se abría ante mis pies. Sé que incurro en una metáfora, pero ¿cómo expresar con mayor precisión la certeza de que me hallaba en el borde de un grandísimo peligro? No ignoraba dónde ni en qué circunstancias había perdido mi suegra la vida a principios de año. Con esto no pretendo afirmar que conociera el punto exacto de la calle donde fue atropellada por el tranvía. Puedo, sin embargo, suponer que la desgracia aconteció dentro del espacio que yo abarcaba en aquellos momentos con la vista, pues me constaba que Gudrun había presenciado el accidente desde la ventana, quizá no desde aquella misma ventana sino desde la de la habitación contigua. La diferencia debía de ser muy pequeña. En Bremen, cuando tomamos la decisión de viajar a Hannóver, Clara y yo convinimos en no mencionar el asunto en el piso de nuestros parientes. Luego oí a las dos hermanas hablar dos o tres veces con naturalidad de su madre, omitiendo, eso sí, toda referencia a su trágico final, como si existiera entre ellas el acuerdo tácito de no tocar un tema tan extremadamente doloroso para ambas.
La voz del instinto me susurró a la oreja que mi cuñada deseaba a toda costa derramar lágrimas en mi presencia, y para ello la tristeza asociada al recuerdo de su madre le venía pintiparada. Llorar es una forma como otra cualquiera de desnudarse. No hace falta una dilatada convivencia con mujeres para aprender que con frecuencia las lágrimas femeninas entrañan un mensaje cifrado. Lo percibí enseguida en Gudrun. Algo muy distinto de la pena convencional brillaba en la quietud de sus ojos. Algo que, sin saber yo nombrarlo, ya había empezado a obrar efecto en mí. De forma instantánea se había establecido entre los dos, al margen de mi voluntad, una atmósfera íntima que todavía me produce repeluznos cuando la evoco. Me sentía directamente conminado a mostrarme con ella compasivo, cariñoso, en fin, humano, para que no me reputase en adelante de individuo sin entrañas. ¿Qué hacer? Un simple ademán de afecto por mi parte podría suscitar en ella ilusiones indebidas y llevarme a mí a dar el paso fatal que me separaba de la sima. Un fogonazo de lucidez me puso sobre aviso: «¡Cuidado! Esta mujer divorciada necesita urgentemente un pene y tú tienes uno y, además, recién lavado». Me aferré al tema de la madre muerta por juzgarlo adecuado para enfriar la lascivia. «Iba con Kevin, ¿no?». Gudrun sabía de sobra que yo estaba al tanto de los pormenores del accidente. Ella misma nos los había referido el día del entierro. En repetidas ocasiones la oímos manifestar el temor de que a su hijo le hubiese quedado un trauma. Estando con ella junto a la ventana, se me ocurrió llevar la conversación por aquel derrotero. Se me figuraba que trayendo familiares a colación me sentiría menos solo delante de mi cuñada. «El muchacho», respondió, «lo superó bastante bien. Yo, en cambio, no me quito la imagen de encima. Rara es la noche en que no vea a mi madre desaparecer con su abrigo negro debajo del tranvía». Venciendo una fuerte repulsión, le aparté con el nudillo del índice una lágrima que le bajaba rodando por una de las mejillas. Tan pronto como hubo notado el contacto se arrancó a abrazarme. Permanecí rígido por temor a que me manchara de pintalabios la camisa. De sus cabellos rubios que me rozaron un instante se desprendía un olor indefinible, que, sin ser especialmente agresivo para el olfato, me desagradó. Le dediqué unas palabras de consuelo tan falsas y empalagosas que debió de sospechar que se las decía por mofarme, de manera que al oírlas se separó de mí y reculó un paso como sacudida por una violenta desconfianza. Durante varios segundos escrutó mis facciones con sus ojos todavía vidriados por las lágrimas, y poco a poco su boca fue dibujando una sonrisa melancólica antes de poner fin al episodio de la ventana con una frase que me dejó anonadado: «No me olvido de suplicarle a Dios para que hagas feliz a mi hermana». Tras lo cual se metió en su habitación y, hasta el día en que nos marchamos de Hannóver, ya no volvió a entrar en el cuarto de baño mientras me duchaba.
Vi a Clara antes que ella a mí, quieta entre la gente que subía la escalinata de la ópera. De lejos me produjo una impresión de mujer desamparada con su ridículo bolso nuevo del que pocos días antes había dicho sentirse orgullosa, la espalda rígida y los pies emparejados a la manera de una empleada formal en espera de instrucciones. Viva imagen de la decencia. Personita recta, inmóvil, a juego con las estatuas alineadas sobre la cornisa de la entrada salvo por el detalle del bolso blanco y cursi. Me paré a observarla enternecido desde la acera de enfrente. Comprobó la hora en su reloj de pulsera, juraría que insegura de que yo acudiera a la cita. En aquellos momentos ni con el auxilio de un microscopio me habría sido dado distinguir dentro de mí los límites entre la compasión y el amor. Enristré hacia ella fingiendo de broma que no me percataba de su presencia. «Primero la haré sonreír aunque se resista y después, con ademanes de señor galante, acordes con la elegancia de mi atuendo, le pediré disculpas». Tal era la táctica en apariencia infalible que habría de conducimos a la reconciliación. Sin necesidad de levantar la mirada adiviné que me estaba sometiendo a un examen riguroso de la ropa. Debió de aprobarla puesto que, cuando estuve a tiro de sus palabras, no dedicó ningún comentario a mi aspecto. A menos de un metro de ella, aguantando la risa, hice como que no la veía. Luego, tras rozarle un hombro, pasé de largo. Por la espalda me llegó una ráfaga severa de lenguaje: «Espero que no hayas comido ajo». No era lo que comúnmente se entiende por saludo; pero al menos sirvió para librarme del trance incómodo de hablar primero. Iba por el tercer o cuarto escalón cuando volví la cabeza. «Ah, ¿estás ahí abajo? No te había visto». ¡Cómo la afeaba el rencor! En aquel instante me habría sido más fácil arrancarles una sonrisa a las losas de la plaza. «¿Adónde vas?», me preguntó con dientes apretados. «¿Crees que te dejarán pasar sin entrada?». Se vino directamente a mí. Pensé que después de todo no me iba a negar un beso, a mí, al marido de tantos años; pero se limitó a acercar la cara al cuello de mi chaqueta para olfatearme. Aquello me resultó a tal punto ofensivo que hube de morderme la lengua para no sucumbir a la tentación de decirle a la cara lo que opinaba de su bolso. Recuerdo que me palpé los bolsillos en busca de un bolígrafo, pues no se me ocultaba la utilidad de tomar nota de la humillación que Clara acababa de inferirme. Se me figuraba que habría de transcurrir largo tiempo antes que volviéramos a dirigirnos la palabra. Corría yo, en consecuencia, el riesgo de que para entonces se me hubiese olvidado la causa de mi nuevo encono, lo cual entendí que podría evitarse si la llevaba escrita en un trozo de papel. La falta de bolígrafo despertó en mí la sensación de encontrarme desarmado. Con frecuencia incurro en el error de acudir sin pertrechos a las guerras matrimoniales. De ahí tal vez que las pierda todas o casi todas.
El amor que le había ido cobrando a Clara en el curso de la tarde, avivado, cuando la encontré esperándome ante el edificio de la ópera, por una suerte de pena mezclada con ternura, se me rompió de golpe como se rompen en el aire las pompas de jabón. No ignoro que este tipo de comparaciones son bobadas de literatos; pero en mi descargo alegaré que esta mañana noto más torpe que de costumbre, que ya es decir, la mano con que escribo. Pues bien, como una pompa de jabón: así lo dejo porque así lo siento. Clara me inspiraba en aquel instante una rabia cercana al odio. No es que me hubiera causado alegría que se cayese rodando por la escalinata y se partiese un hueso de la pierna (pongamos el fémur, que es de curación complicada, según tengo entendido). No, eso no; pero por ahí, por ahí, yo sé lo que me digo. Barrunto, además, que mi estado de salud no debía de estar expuesto a peligros menores en su pensamiento.
La siguiente escaramuza le procuró una victoria pasajera. En lugar de repartir las entradas, alargó la suya y la mía juntas a la chica de la puerta. Con tal ardid me rebajó al rango de acompañante, colocándome a ojos de quienquiera que nos mirase en una ostensible posición de dependencia. Pasó ella primero al foyer abarrotado de gente emperifollada, aunque con excepciones, y el acólito, el escolta, en fin, el sujeto de categoría inferior que yo representaba para ella, detrás. Habría tomado también nota de esta segunda humillación de haber tenido un bolígrafo a mano. No lo tenía, así que me hube de contentar con una pequeña venganza. Y fue que se me olvidó aposta adquirir un programa, cometido que la costumbre me asigna cuando asistimos a espectáculos semejantes. Me las arreglé para que ella no lo advirtiera sino después que hubiéramos tomado asiento en nuestras respectivas butacas, hacia la parte central de la séptima fila, para acceder a la cual no hubo más remedio que obligar a ponerse de pie a los espectadores interpuestos en el estrecho pasillo. Clara dirigió una mirada fugaz a mis manos vacías; pero, como no nos hablábamos, es presumible que se le atascasen en la garganta las quejas y los reproches. Con todo, algo dijo entre dientes, poca cosa, mero runrún que ni poniendo atención me habría sido posible entender.
Instantes después salió en busca de un programa, repitiendo el ritual de disculpas y agradecimientos ante las personas que por su culpa debieron levantarse otra vez de sus asientos. Durante su ausencia sonó el timbre del último aviso. La idea de que, cerradas las puertas del patio de butacas, hubiera de esperar fuera hasta el descanso me produjo una descarga de placer cosquilleante. Adoro las derrotas que ella se inflige a sí misma sin que yo intervenga. En tales ocasiones ni siquiera puede achacarme crueldad o decirme que no cree merecer el trato que le doy. Sin embargo, volvió a tiempo con su programa, su bolso blanco y una expresión entre risueña y avergonzada de persona consciente de que con sus idas y venidas no para de molestar. Vi que algunos de los que tuvieron que levantarse de nuevo le hacían a su paso comentarios de apariencia jocosa, nacidos seguramente de la confianza que se va estableciendo poco a poco entre las personas que se encuentran a menudo. Vi, no obstante, señales ostensivas de irritación en los semblantes de una pareja de espectadores jóvenes, y sobre todo por parte de la chica, que cuando vio acercarse a Clara puso los ojos en blanco. De nuevo en su asiento, Clara se caló las gafas de lectura y se puso a ojear el programa. No pasó de las primeras líneas ya que de pronto se apagaron casi todas las lámparas. Transcurridos unos pocos segundos, el director de la orquesta asomó la cabeza por el borde del foso para agradecer los aplausos de bienvenida.
Por comentarios leídos en la prensa sabíamos de antemano que habíamos pagado para asistir a una representación no sé si audaz o desenfadada, pero en cualquier caso inusual, de La Traviata, incluso escandalosa en opinión de alguna gente entre la que no me cuento. Calixto Bieito, el director de escena, arrastraba fama de provocador. Según nuestras noticias, no era aquella la primera vez que sometía una ópera de Verdi a sus peculiares criterios estéticos. Por lo visto se había atrevido también con Mozart. Leímos que sus escenificaciones desataban de costumbre indignación y protestas ruidosas, lo cual me daba a mí grandes esperanzas de divertirme a expensas del público. Alzado el telón al término de la obertura, como viese a la cantante rusa que hacía de Violeta vestida con escasez de paño y lencería propia de alquiladora de su vagina, me repanchigué en el asiento dispuesto a disfrutar de los encantos anatómicos del personaje principal, aunque me pareciese que para el tipo de espectáculo que se nos ofrecía la música de Verdi molestase un poco. A fin de no perder detalle me desentendí desde un comienzo del panel cercano al techo donde se iluminaba la traducción simultánea de la partitura. Conservo en la memoria unas cuantas escenas risibles, de una comicidad que acaso no se correspondía exactamente con la prevista por el director de escena. Por ejemplo, una de erotismo explícito entre la rusa y el padre barítono de Alfredo, cantando los dos durante un coito ramplón con una intensidad y mímica melodramáticas que produjo en el público una carcajada general y algún que otro abucheo. A este punto la mirada de Clara se cruzó brevemente con la mía, como insinuando que lo que hacían los actores sobre el escenario no sería posible entre nosotros de allí a quién sabe cuántos meses, por no decir años. En sus pupilas se adensaba una dureza de veredicto condenatorio. Para que comprendiera que no me intimidaba, me dieron ganas de espetarle: «Pues sí, me gusta el cuerpo de la rusa, a disposición de quien lo pague». «Primero tendrías que aprender a cantar», pensé que replicaba. «Emigraré a otras camas». «Y harás bien, porque la mía, donde yo gobierno, será para ti desde hoy un desierto inhóspito». «Bah, la masturbación me salvará de tu rigor». «Pues mastúrbate, venga, dale». «¿Ahora y aquí, delante de la gente?», tras lo cual preferí guardar silencio porque tanta conversación imaginaria me distraía de las contorsiones sensuales que la rusa estaba ejecutando en torno a una barra vertical.
El director de escena había fundido a Flora, amiga de Violeta en el libreto original, y a su criada Annina en un solo personaje, buen truco para ahorrarse un sueldo, y a la figura resultante la había hecho lesbiana con funciones de proxeneta de su señora. Clara no ocultaba el desagrado que sentía por la tosca sexualización del espectáculo. A mí me daban pena los actores, obligados a lucir sus dotes vocales en actitudes y posturas ridículas. Y también me daba pena, mucha pena, Verdi, aunque nunca llegué a conocerlo personalmente. Al público no lo irritaba tanto la exhibición de carne femenina sobre el escenario ni la acción repetida de montarse los cuerpos de los actores unos encima de otros como los cambios gratuitos y las constantes modificaciones e injerencias en el argumento de la obra, que para algunos espectadores resultaron de todo punto inaceptables cuando, vencida Violeta por la tuberculosis, Calixto Bieito dispuso que la tal Flora-Annina y Alfredo se diesen el piro alegremente a Río de Janeiro. Se oyeron entonces silbidos y nuevos abucheos en el patio de butacas y por los palcos. Sonó, confundida en el barullo, la musiquilla de un teléfono móvil y enseguida vimos a la luz proveniente del foyer que una hilera de personas abandonaba la sala antes de tiempo.
Para Clara y para mí aquella singular versión de La Traviata tuvo consecuencias favorables. Por este motivo me pareció lo más correcto darle las gracias al director de escena aplaudiendo de buena gana al término del espectáculo, que si vamos a escribir la verdad no me agradó. Y era que de vez en cuando, a disgusto con algunas escenas de tono subido, Clara me lanzaba miradas fugaces como tratando de sondar mi parecer, y en una de esas, no me acuerdo si de veras o de burla, le imité la mueca reprobatoria, por donde se me hace a mí que empezó a encauzarse nuestra reconciliación. Ya en el descanso se dejó invitar a un rosco de pan con granos de sal gorda que llaman Brezel, y cada uno comió el suyo en silencio. Más tarde, durante la escena del baile en el palacio de Flora, un corista vestido al uso de los toreros españoles paseó de un lado para otro del escenario un enorme pene de goma. Entonces Clara y yo nos miramos y sonreímos, y yo columbré de repente una como suavidad afectuosa en sus facciones y una alegría triste o una tristeza alegre en sus ojos, aunque todo esto podían ser figuraciones mías. En cualquier caso le acaricié inadvertidamente una mano que tenía abandonada tal vez con ese propósito sobre el brazo del asiento; acto seguido, apoyó la cabeza sobre mi hombro y, de la manera más rápida y natural que pueda imaginarse, sin mediación de palabras volvió la concordia entre nosotros. Estuvimos largo tiempo amartelados y yo al borde de dormirme. Mientras sonaba el preludio musical del tercer acto, Clara me desveló para preguntarme en voz baja, casi metiendo sus labios en mi oreja, si aún la quería. Me apresuré a responder afirmativamente y añadí: «Lo que pasa es que a veces soy estúpido». «¿Qué has dicho, ratoncito?». Hembra avispada, recelo que se fingía teniente para prolongar el gusto de oír que me insultaba. «Que soy estúpido», repetí. «Tienes razón», sentenció con gesto triunfal, retrepándose en el asiento como si le hubiera tomado de pronto un vivo interés por la función.