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Era una noche estrellada, de olores tibios, de aceras con faroles solitarios como los que gustaba de evocar el escritor Wolfgang Borchert en aquellos cuentos y poemas sobre Hamburgo que nos hacía analizar la profesora del curso de alemán en Gotinga. Una noche idónea para tomarse en serio la pesca con caña a orillas del Elba o para cometer por las buenas un asesinato. Pero como no soy pescador ni asesino, o al menos no se me ha presentado la necesidad de serlo hasta la fecha, y como tampoco me apetecía aquella noche de sábado meterme a comer palomitas de maíz en un cine ni bombones en un cementerio, decidí entregarme al impulso de ver vulvas desconocidas, sin despreciar otros componentes de la figura femenina de importancia ginecológica menor. Tan pronto como hube salido del garaje subterráneo del hotel, me di a trazar un plan, estimulado por un cosquilleo placentero detrás de las orejas. Este síntoma, ahora que lo pienso, se ha ido haciendo cada vez más raro en mí. Solo lo experimento cuando me acomete una viva sensación de libertad. Y aquella noche, en Hamburgo, el cosquilleo era tan intenso que me aturdía. Consideré, incluso, según bajaba por la calle, la posibilidad de pegar un acelerón y arrojarme con el coche a las aguas del Alster, en modo alguno por cansancio de la vida; antes al contrario, por hacer un uso alegre y sin restricciones de aquella capacidad absoluta de decisión que me exaltaba, si bien al final no me suicidé por no mojarme.
Yo sabía por indicios basados en la experiencia que para contemplar vulvas al natural no queda otro remedio que acudir a donde hay mujeres desnudas, y por esta razón conducía atento a los letreros de las calles por si se hallaba alguno provisto de la correspondiente flecha direccional que dijese: VULVAS 1 km, o algo por el estilo. A este respecto, Hamburgo me parece una ciudad de señalización deficiente. Sea como fuere, opté por seguir las indicaciones viales que llevaban al barrio de St. Pauli, donde goza de larga tradición la muestra y alquiler de aparatos genitales femeninos. Quiero aclarar que mi impulso no era de naturaleza sexual. Y que conste (que me conste a mí, ¿a quién, si no?), que no me estoy confesando; simplemente profeso fe en la exactitud. Mi impulso obedecía a motivaciones antropológicas, aunque no del todo, la verdad sea dicha. O sea que el referido impulso (elemental, qué duda cabe) formaba parte de una antigua inclinación mía por conocer a las personas de cerca, inclinación que en mi caso data de épocas anteriores a la pubertad, cuando apenas cumplidos los cinco años entraba de madrugada en la habitación de mi hermana, que solía dormir en camisón y con nada debajo, y sin que me sintiera le hacía un examen ocular del bajo vientre, alumbrando el objeto de mis observaciones con un bolígrafo-linterna que ella guardaba dentro de un cestillo donde se amontonaban sus trebejos escolares. El bolígrafo-linterna daba poca luz. Así y todo, yo me tenía que conformar con aquel pequeño redondel fosforescente, ya que si pulsaba el botón de la lámpara de la mesilla sonaba un clic que podía despertar a mi hermana. De este modo descubrí que ella tenía una raja en carne viva entre las piernas que olía un poco como a pescado corrompido; pero luego me enteré de que eso no había que llevarlo a que lo cosieran en el hospital como me cosieron a mí una vez una brecha en la rodilla, no sé si me explico.
En cuanto hube perdido de vista a Clara, tomé la dirección de la Reeperbahn y demás alrededores del pecado de pago. Con impulso o sin impulso, pensaba ir allí de todas formas, pues era sábado, tenía unos cuantos billetes en la cartera y estaba solo. Anduve buscando aparcamiento largo rato por el laberinto de calles que separan el puerto de la Reeperbahn. A punto de cambiar de zona, encontré en el borde de una plazoleta sitio libre para tres o cuatro coches. Aquello parecía cosa de espejismo. Tras cerciorarme de que no había señales que prohibiesen aparcar, orillé el coche. Entonces vi a un grupo de jóvenes, sentados los unos en un banco, tirados los otros sobre la hierba, en número de hasta veinte, los más de ellos vestidos con indumentaria negra. El resplandor del alumbrado público arrancaba brillos de cadenas, púas y otros ornamentos metálicos en los cueros rebeldes. Al jabardo antiestético le bastaba su presencia para anular los valores morales de la sociedad burguesa en un círculo de por lo menos cincuenta metros de radio. He aparcado dentro de la utopía, pensé para mí, pero no contéis con mi colaboración, chavales, porque a partir de cierta edad se hace muy mala figura aparentando representar una amenaza contra el orden público. Pasados los treinta, encender hogueras revolucionarias es puro conservadurismo. Es una pobre y ridícula pretensión de persistir en afanes juveniles cuando ya se anuncian la alopecia, la pérdida de las muelas, el mal hemorroidal y otros achaques que determinarán el rumbo cotidiano de nuestra vida en adelante. De los treinta para arriba, se haya hecho o no la cosecha de frutos ideológicos, es hora de despejar el terreno para que lo labre a su manera la siguiente generación. Los fabricantes de televisores y sofás saben mucho de esto.
Así pensando, acertó a pasar por delante de mi coche, en dirección al grupo, un joven alto y flaco con cresta de iroqués que ya me gustaría. Imaginé por un instante que era hijo mío, y que yo bajaba la ventanilla y le decía en un tono propio de familiares bien avenidos: «¿Qué, Johannes, a disfrutar de la noche?». «Sí, papá. Voy a sentarme en la hierba con unos amigos». «Espero que no hayas olvidado cenar tu yogur». «No, papá. Nunca lo olvido». El joven llevaba cogida de la mano a una chica de falda corta y medias negras salpicadas de desgarrones que dejaban al descubierto corros de carne pálida. Tenía ella la mitad de la cabeza rapada y la otra mitad cubierta de mechones no sé si rojos o anaranjados, además de una especie de carlanca en el cuello guarnecida de pinchos metálicos. Yo intuí de pronto que aquella juventud arracimada bajo uno de los faroles de la plazoleta, junto a botellas de cerveza y perros de rabo enhiesto y mirada penetrante, era la razón de tanto aparcamiento libre. Esta sospecha me disuadió de apagar el motor. El coche parecía suplicarme por medio de su idioma de ruidos y vibraciones que no lo abandonara a merced de aquella pandilla antisistema. «Tranquilo», le respondí en el momento de meter la marcha atrás. Estuve alrededor de un cuarto de hora dando vueltas por las calles de St. Pauli hasta que por fin, justo detrás del hotel Hafen Hamburg, vi que un coche salía y me apresuré a ocupar su sitio.
Poco después, a mi llegada a la Davidstrasse, una ambulancia se alejaba en dirección a la Reeperbahn dejando un rastro de aullidos en la calle abarrotada. Desde la acera, un borracho que empuñaba una botella le hizo un corte de mangas al pasar. Luego pegó un trago y se reía. Ante la terraza de un bar turco se dispersaba una aglomeración de testigos de no se sabe qué suceso reciente. Me tentó preguntar; pero nunca he sido partidario de que me cuenten las películas. Además, me bastó ver una silla volcada y oír la palabra «cuchillo» a unos tipos que estaban cambiando impresiones en medio de la calle para formarme una historia completa en la cabeza. Más allá, junto a la barrera roja de la Herbertstrasse, me abordó una alquiladora de su vagina. «¿Quieres follar?». Necesité dos o tres segundos para comprender que detrás de sus modales impetuosos no se escondía la intención de atracarme. En el mismo tono de su voz áspera, demasiado grave para salida de una garganta de mujer, podía haberme dicho: «Dame la cartera o te mato». Aún me costó un segundo más percatarme de que una especie de costra oscura que le subía de la espalda, cubriéndole un hombro y parte del cuello, era un dragón tatuado. Estuve a dos dedos de manifestarle de la manera más respetuosa posible mis dudas acerca de la justeza y propiedad de su pregunta. No me decidía a proponerle un debate en torno a ciertos matices lingüísticos por respeto a su horario de trabajo, de igual forma que tampoco me habría gustado a mí que ella viniera a mi casa a relatarme una de sus felaciones remuneradas mientras pelo cebollas o corto la hierba del jardín. De haber tenido lugar la discusión aquella noche, ante la entrada de la Herbertstrasse (discusión acaso provechosa para ambas partes), yo habría basado mis argumentos en la tesis de que su pregunta no se podía responder con un rotundo sí o no debido a su vaguedad. Para empezar, es insólita la hipótesis de que un varón en su sano juicio, e incluso en su sana falta de juicio, no quiera derramar dentro de un canal adecuado el contenido de su bolsa testicular. Señora prostituta, yo no inventé la naturaleza, no me mire usted así. Que yo recuerde, jamás estampé mi firma al pie de un código moral, aun cuando ni siquiera necesito para convivir en buena armonía con mis semejantes el prudente temor a los castigos estipulados por las leyes humanas y divinas. Preguntarme si quiero follar es como preguntarme si quiero respirar. Entiéndame, por favor. Hay funciones vitales que a duras penas se dejan gobernar racionalmente. Lo mismo que aspiro aire, sudo, produzco saliva, eyaculo, y no me fuerce usted, se lo ruego, a mencionar en plena vía pública todas y cada una de mis secreciones. Usted, señora prostituta, con todos mis respetos, debió preguntarme si quiero follar con usted, o contigo, en el caso de que se estile en St. Pauli el tuteo. ¿Me comprende?
Por desgracia no llegó a consumarse un coloquio de estas características. Con ostensible impaciencia, la alquiladora de su vagina le dio una calada a su cigarrillo. Le calculé no más de veinticinco años y, por la delgadez rugosa del cuello, su cara macilenta y otras señales de su flaca figura, una dilatada carrera de adicciones. En sus pupilas ardía una dureza escrutadora, acentuada por los gruesos cercos de rímel. Miraba directo al fondo de mis ojos como si hurgara dentro de ellos en busca de mis intenciones y pensamientos. Supongo que desde el primer instante me había incluido en una determinada categoría de varones, tal vez en una propicia a su negocio: la de los pusilánimes, los sumisos, los ingenuos que se pliegan a desembolsar lo que sea a cambio de un coito veloz sobre una sábana nauseabunda donde acecha la enfermedad venérea. Pero le salí por donde barrunto que menos se esperaba, pues le dije con frialdad profesional: «Cobro cincuenta euros, extras aparte. Anal no hago». No me pasó inadvertida una leve contracción de desconcierto en sus labios repintados. Conjeturo que no lograba establecer una relación lógica entre mi pachorra y la idea que se había formado de mí. Me preguntó, sin duda para cerciorarse: «¿Yo te tengo que pagar a ti?». Era todo lo contrario de corpulenta; pero de joven aprendí que hay que tener mucho cuidado con la ponzoña femenina. A dos metros de distancia, su inmediata compañera de la fila nos observaba con el rabillo del ojo, mientras jugaba o hacía que jugaba con el teléfono móvil. Recelé que existía en aquel puterío alineado en la acera una comunicación, un sistema de defensa y ataque reforzado por un grupo de rufianes escondidos dentro de los automóviles o detrás de las ventanas, listos a intervenir. Aguantando la sonrisa, encajé los insultos de la hembra malhumorada. Lo de siempre: agujero del culo, cerdo de mierda. Unas leves salpicaduras verbales en la noche. A la lengua me vino preguntarle con fingida seriedad si había cenado su yogur de todos los días; pero para entonces ya me había dado ella la espalda con su dragón aparatoso sobre una de las paletillas, e impulsiva y descocada se había atravesado en el camino a un cincuentón.
Decidí continuar mis investigaciones antropológicas en la Herbertstrasse, que estaba allí junto. Acotada en sus extremos por sendas barreras metálicas, la célebre callejuela, con una largura de sesenta o setenta metros, semeja un patio de vecindad. Soy consciente de la inexactitud del dato y lo lamento. ¿Qué me costaba haber llevado aquella noche a St. Pauli una cinta métrica? Con la ayuda desinteresada de alguna prostituta o de algún putero amable que me hubieran sujetado la punta de la cinta mientras yo la extendía sobre los adoquines, podía haber medido la Herbertstrasse de un lado a otro. Admito que, como investigador, a veces cometo fallos. Volviendo al asunto de las barreras, hace poco leí que la idea de instalarlas data de los tiempos del nazismo. Al final, como se sabe, los nazis perdieron todas las batallas. Hay que reconocer, sin embargo, en honor de las prostitutas, que fueron ellas las primeras en infligirles una derrota en toda la línea. A mi juicio, los libros de historia no omitirían este detalle si durante la conferencia de Yalta y después durante la de Potsdam, ellas hubieran merecido participar con una representación propia en la ronda de los vencedores. Yo sigo echando en falta en las fotos oficiales la presencia de una mujer con escote generoso y zapatos de tacón de aguja entre Roosevelt, Churchill y Stalin, o entre este último, Truman y el británico ese cuyo nombre nunca logro recordar. Es un hecho probado que los nazis prohibieron sin éxito el alquiler de vaginas dentro de las fronteras del Tercer Reich. La medida no prosperó quizá porque los responsables de llevarla a la práctica no pusieron en el empeño la convicción suficiente. En St. Pauli, a fin de guardar las apariencias, encerraron a las alquiladoras de su vagina en una calle y luego ellos mismos iban a follárselas con la tranquilidad de saberse ocultos tras las barreras, disimulando el fracaso de su acción represiva tras el argumento socorrido de que el pueblo alemán, en lucha sin cuartel contra el bolchevismo, el judaísmo y las democracias corruptas, necesitaba sus esparcimientos.
Como hoy dispongo de mucho tiempo para redactar mis recuerdos del viaje con Clara, pues ella se ha ido a Wilhelmshaven a pasar el día con su padre, voy a dedicar los renglones que hagan falta a un detalle de las barreras de la Herbertstrasse. Es la ventaja de no escribir para un público, que uno puede explayarse en pequeñeces sin riesgo de ser tachado de pelma. En realidad, ahora que lo pienso, solo me acuerdo de la barrera que da a la Davidstrasse, la única que he cruzado hasta la fecha; pero es probable que para la cuestión sobre la que quiero tratar aquí la otra barrera también sirviese. No abrigo intenciones de volver al lugar, así que me conformaré con los datos que se digne aportarme la…, ¿cómo se llama?, la memoria. Después de aquella conversación sustanciosa con la alquiladora de su vagina que tuvo la deferencia de interesarse por mis apetitos sexuales (algo que no me ocurre todos los días, y menos en el pueblo donde vivo), enderecé mis pasos hacia la entrada de la Herbertstrasse. A los costados de la barrera pueden leerse sendos letreros, en inglés el uno, en alemán el otro, que prohíben el acceso a la calle a los varones menores de dieciocho años y, para estupefacción mía, a las mujeres. Al pronto la frase me hirió por su falta de sentido. Aún no se me había borrado en la cabeza la pregunta imprecisa que acababa de dirigirme la alquiladora de su vagina, sin duda disculpable puesto que no está prevista una formación académica para el correcto desempeño del oficio puteril, y ya me tenía que enfrentar a un nuevo caso de mal empleo del idioma, imputable en esta ocasión a la negligencia de funcionarios municipales. Me explico. Nada más lejos de mis propósitos y de mi gusto que ejercer de policía lingüístico. Me trae al pairo la pureza de los idiomas, empezando por el mío materno, que ya solo practico en la soledad de mis escritos, y siguiendo por el alemán, tan contaminado hoy día de anglicismos que no sé para qué di el rodeo inútil de estudiarlo si para entenderme con los alemanes podía haber tomado el atajo del inglés. Pero a mí lo que me irrita es que me lancen un mensaje ambiguo como se le lanza a un perro un palo para que corra detrás y lo agarre, como diciéndome: hala, vete y descifra; un mensaje que uno ha de recomponer y ajustar y hasta completar en su mente de forma que se entienda como se habría entendido a la primera si quien lo formuló se hubiera tomado la molestia de expresarse con precisión. Este reproche no va dirigido contra personas concretas a menos, claro está, que desempeñen un cargo o tengan ciertas responsabilidades públicas. La gente, que hable como quiera. Mi padre, sin ir más lejos, persistió toda su vida en una actitud cercana a la renuncia del lenguaje, lo que no le impedía ser exacto en su expresión. Pondré un ejemplo breve para acabar este inciso. Sentado a la mesa, durante la cena, mi padre de pronto exclamaba en tono de suspiro y con dientes apretados: «¡Dios!». Solo eso: «¡Dios!». Pues bien, se le entendía a la perfección. Le bastaba una palabra acompañada de un gesto para decir: me duele otra vez la maldita columna vertebral, estoy cansado, la sopa esta de los cojones tiene demasiada sal y por la paz de casa que a nadie se le ocurra llevarme la contraria.
A lo que iba. ¿Qué espera encontrar un hombre en la Herbertstrasse de Hamburgo? Parado en medio del gentío, juzgué innecesario hacer una encuesta para llegar sin la menor duda a la obviedad de que cuantos acuden al sitio buscan justamente lo que prohíben los letreros de la entrada, o sea, mujeres. Dicha prohibición, salvo en el caso de los menores de edad, es al parecer una argucia encaminada a confundir a las curiosas, las perseguidoras de maridos rijosos y demás entorpecedoras del trabajo, para ahuyentarlas. El tránsito al interior de la calle no está vigilado por el típico fortachón de discoteca encargado de seleccionar a los clientes. Entra quien quiere. Se cuenta, eso sí, que las alquiladoras de su vagina domiciliadas en la Herbertstrasse acostumbran reaccionar con modos bruscos contra los mirones, lanzándoles preservativos llenos de agua, lo cual a mí no me sucedió por más que en ningún momento oculté el carácter científico de mi visita. Tan científico que a punto estuve de suspender la investigación y marcharme a Bremen, despechado por el uso equívoco del idioma en los letreros de la barrera. Me quedé con deseos de volver otro día provisto de un pincel y un bote de pintura, y acabar con la ambigüedad de la frase escribiendo al final de ella con mi mejor caligrafía:
Prohibida la entrada
a los menores de 18 años
y a las mujeres
no prostitutas.
Entré. Allá estaban las alquiladoras de su vagina exhibiendo cabeza, tronco y extremidades en paños menores, cada una dentro de un escaparate iluminado según corresponde a las mercancías en venta, sentadas algunas de ellas en un taburete. Mi primera impresión fue, no obstante, la de haberme metido en un recinto de acuarios destinados a la crianza y conservación de sirenas. Pasas y te sonríen o te llaman con una leve sacudida de la cabeza, con un mohín seductor, con unos rápidos y juguetones meneos del dedo índice, si no es que abren la ventana y ordenan resueltamente que te acerques. A mí una, casi al fondo de la calle, me dijo: «Ven aquí». Se me aceleró el corazón pensando que era Clara, la única persona que suele hablarme de ese modo. Me preguntó: «Hombre joven, ¿tienes ganas?». Por tercera vez en cuestión de cinco minutos hube de soportar una violenta acometida de escrúpulos lingüísticos. Ganas ¿de qué? Esta moradora de escaparate se distinguía de las demás por el atuendo. Las otras ostentaban bikinis, lencería de encaje, telas exiguas de vivos colores bajo las que se traslucían las últimas reservas anatómicas negadas a su desnudez. Ella, por el contrario, estaba vestida toda de cuero negro, muy tapada, con una chaquetilla que se cerraba sobre el pecho mediante cordones. Las botas de caña alta le llegaban hasta las rodillas. El pelo, liso y oscuro, lo llevaba severamente ajustado a la cabeza, recogido por detrás en una larga cola de caballo. Inferí de su catadura que era una de esas que cobran por arrear fustazos, oficio cómodo que yo ejercería sin percibir emolumentos con unas cuantas personas de las que no me olvido. Por el contrario, deleitarse en el dolor propio, en los insultos y las humillaciones no es cosa que a mí me atraiga. Le dije a la del escaparate que, sintiéndolo de veras, no podía acompañarla a su cuarto porque había venido en busca de Vanessa y le pregunté si sabía dónde estaba. «Ni idea», respondió. «La única Vanessa que conozco no ha trabajado nunca aquí». La simulación me divertía lo suficiente como para prolongarla un poco más. «Lleva la melena como tú. Es rusa». Ella negaba seriamente con la cabeza. «Hombre joven, somos más de doscientas en la Herbertstrasse. ¿Crees que conozco a todas? Mira en la parte de atrás. Y si no encuentras a tu Vanessa, aquí me tienes. Yo no sé qué os pasa a los tíos, que estáis todos muy apagados esta noche». Sin haber gastado aún un céntimo me estaba divirtiendo de lo lindo. «Bueno, bueno», dije adoptando expresión de apocado, «voy a mirar y a lo mejor vuelvo».
Salí. En la acera izquierda de la Davidstrasse hasta el Burger King de la esquina se alineaban, de espaldas a la fachada, más de veinte alquiladoras de su vagina. Una tras otra cerraban el paso e interpelaban a los contados varones que se aventuraban a deambular por delante de ellas. Mostraban en su busca de clientes una especie de agresividad desesperada, como de depredadores hambrientos, que hacía que muchas personas prefiriesen caminar por el otro lado de la calle. Yo también, para no exponerme a la parla insolente de aquel hembraje desvergonzado, me pasé a la acera derecha, que bajaba, franca del ruidoso puterío, hasta el edificio de la policía. Tomé el camino de la Reeperbahn, la que llaman «milla del pecado», metido en una riolada apacible de transeúntes. Desde enfrente nos gritaban: «¡Venid aquí, cobardes!». Centelleaban a izquierda y derecha los anuncios luminosos. Las terrazas de los bares estaban llenas de gente. Se veían colas para entrar en los distintos espectáculos. Me detuve un instante a observar a un tipo andrajoso, de más o menos mi edad, que no paraba de dar vueltas con pasos tambaleantes en torno a unas bicicletas apoyadas contra un farol. Movía la cabeza adelante y atrás sin levantar la vista del suelo, mientras murmuraba para sí, aunque no tan bajo que no pudiera entendérsele a varios metros de distancia: «¿Por qué?». No se le oía pronunciar otras palabras. Al término de cada pregunta guardaba por espacio de tres o cuatro segundos un silencio entreverado de refunfuños, antes de repetir en tono invariable: «¿Por qué?». Un grupo de turistas atendía a las explicaciones de un guía ante la puerta de un local de estriptis. Agucé el oído al pasar: «… estructuras mafiosas, aunque ustedes no lo perciban». En otro sitio había como seis o siete individuos sentados en el suelo, cerca de la pared, entre desperdicios, escupitajos y botellas. En sus semblantes inflados, de mirada extraviada y expresión bobalicona, se advertían los estragos del alcohol. De pie en el borde del revoltillo, una mujer increpaba a uno de los beodos. «A casa no vuelvas». Me agradó sobremanera que por fin una boca se dignara articular un mensaje claro y exacto esa noche. Luego entré en uno de tantos sex-shops con la esperanza de hallar algún regalo para Clara, que cumple años en septiembre. Conforme manoseaba el género me fui persuadiendo de la conveniencia de regalarle una tetera. ¿Cómo reaccionaría ella si, por ejemplo, le regalara un pene artificial, envuelto, por supuesto, en papel de colores y con un lazo primoroso? El problema que se me planteaba no era tanto que me lo tirase a la cabeza como que lo aceptara. Me avergoncé de sentir celos de un artilugio de látex con superficie venosa y regulador de velocidad en la base, y salí a la calle sin haber comprado nada. Más abajo me crucé con un travestí que sonrió, exagerando sus contoneos, a las burlas y silbidos de una cuadrilla de ingleses que bebían cerveza en la terraza de un bar. Los llamó por lo bajo (yo estaba cerca) «agujeros del culo». De los ingleses me acuerdo bien porque media hora más tarde me los volví a encontrar.
A todo esto, doblé hacia la bocacalle que llaman Grosse Freiheit. Al primer vistazo me pareció que el lugar reunía condiciones favorables para una investigación como la que yo deseaba llevar a cabo. No sabría describir dichas condiciones. ¿Me dejaba llevar por una de esas corazonadas de explorador que escarba al azar en el fondo arenoso de un río y saca, en efecto, una pepita de oro? Un instinto, una voz interior, un ángel de la ciencia, me susurró que en alguno de los locales de baile erótico que se sucedían a lo largo de la Grosse Freiheit había vulvas de excelente calidad. Otras veces me dedico a examinar mentones o narices, y despacho la tarea en la vía pública, sin gastar dinero, y termino antes. La observación de entrepiernas femeninas, por causas que no precisan aclaración, acarrea de costumbre ciertas dificultades de método, de ahí que la practique con menor frecuencia. De ahí también que me haya habituado a no desperdiciar las pocas ocasiones que se presentan. Mientras avanzaba por el centro de la Grosse Freiheit, bajo los letreros encendidos que se extienden entre una y otra fachada, me confería ánimos la certeza de hallarme cerca del objetivo. A la puerta de cada local había uno o más señores trajeados que trataban de convencer a los transeúntes para que pasasen a ver el correspondiente espectáculo. A quienes prestaban oídos a su reclamo les pintaban maravillas que podían descubrirse solo con atravesar la puerta por ellos custodiada. La suspicacia me aconsejaba que caminase a prudente distancia de las aceras. Y, mientras tanto, sonaba una voz dentro de mí que me decía: «Ten cuidado con lo que gastas, olvídate de espectáculos y diversiones, tú has venido a trabajar». La calle era corta. No tardé en llegar al último tramo, donde se interrumpían de golpe las luces abigarradas y cambiantes. A mano izquierda, envuelta en la penumbra, se perfilaba la silueta de una iglesia. «Dudo que ahí dentro haya vulvas», pensé. Sin el menor deseo de comprobarlo, di marcha atrás con la celeridad de quien se retira del borde de un abismo pavoroso.
Sucedió que, cuando volvía sobre mis pasos, me percaté de que hacia la mitad de la Grosse Freiheit, a la altura de una pequeña taberna, varias personas se disponían a desocupar una de las mesas largas colocadas en la acera. Sin dudarlo me acerqué al sitio y, en cuanto fue posible, tomé asiento en el costado próximo a la pared. Desde allí se podía escudriñar la calle estupendamente mientras me refrescaba la boca, a la que continuaban subiéndome vaharadas del «cielo y tierra», cenado en la Ständige Vertretung. Otras personas vinieron enseguida a sentarse a la mesa y yo pensé para mí que aguzando el oído y con un poco de suerte me sería dado extraer de sus pláticas algún dato de interés sobre los distintos locales de la Grosse Freiheit. Pedí una cerveza de trigo, que me fue servida en un vaso de medio litro, más ancho por arriba que en la base. La cerveza, fresca, con su capuchón de espuma, sabía a gloria. De pronto, olvidado de mí y de todo, chasqué sin darme cuenta, de puro gusto, la lengua, y el ruido goloso les hizo gracia a dos hombres de alrededor de treinta años que estaban sentados uno a mi lado y el otro enfrente. Después de unas chanzas de circunstancias, entrechocamos los vasos y con total naturalidad entablamos conversación. A las pocas palabras constaté que eran tan cordiales como buenos conocedores de la zona. Por ellos supe que en Safari, el local más cercano a donde nos encontrábamos, se fornicaba sobre el escenario. No me acuerdo bien si dijeron que la entrada costaba cinco euros; tan poco, en cualquier caso, que me vino de repente una especie de vértigo temblón a las piernas. El extraño y agradable estremecimiento me duró lo que tardaron ellos en añadir que en Safari un vaso de agua mineral costaba veinticinco euros, más o menos el valor de tres litros y medio de la deliciosa cerveza que yo estaba paladeando. No bien hube hecho el cálculo, el perfil luminoso del elefante anunciador de Safari se apagó para mí. «La trampa», dijo uno de mis acompañantes, «por llamarla de algún modo, puesto que quien entra en un sitio de esos debería saber de antemano lo que le espera, está en las consumiciones». Y a continuación me refirieron el truco de la botella de champán de ciento veinte euros o más que te sacan en no recuerdo qué tugurios de la Reeperbahn, pedida por una chica que imprudentemente permitiste que se sentara a tu lado. La botella la pagas, vaya que sí, a menos que esa noche sientas anhelos de pernoctar en la unidad de vigilancia intensiva de algún hospital. Incluso disponen de cajero automático en un cuarto escusado por si careces de dinero suficiente en efectivo. «¿Tratáis de asustarme?», bromeé, y ellos se echaron a reír como quitando importancia al panorama de violencia que acababan de dibujarme.
Manifestaron su preferencia por la Dollhouse, ante cuya puerta se veía en aquel instante una aglomeración de gente que guardaba turno para entrar. Me hablaron del ambiente festivo, tipo discoteca, que reinaba en su interior; de mujeres que practicaban danzas eróticas dentro de jaulas; de no sé qué dólares de plexiglás, a euro y pico la pieza, que los visitantes prenden en los tangas de las bailarinas o se los pegan a la carne después de chuparlos para que se adhieran mejor; del lema del local: ver sin tocar; de la perfección quirúrgica de los cuerpos; de esto y lo otro, y ya casi me habían convencido cuando el que estaba a mi izquierda dijo una cosa que acabó de golpe con mis ganas de meterme en la Dollhouse. Y era que por lo visto las bailarinas, al despojarse del último trozo de tela, acostumbran cubrirse sus partes pudendas con la mano. Al punto caí en la cuenta de que semejante fraude suponía para mis observaciones antropológicas un obstáculo insalvable. Y comoquiera que les había cobrado confianza a los dos desconocidos, les revelé sin disimulos, aunque celando un poco la voz, lo que había venido a buscar en la Grosse Freiheit. «En ese caso tendrás que ir al bar de Susi», me respondió uno de ellos sin vacilar. El tabernero estaba recogiendo botellas y vasos vacíos por las mesas. Le preguntaron: «Donde Susi las chicas se quitan todo, ¿verdad?». Un tipo gordo, con un cogote carnoso y rosado como un bloque de jamón cocido, se adelantó a responder desde la mesa vecina: «Todo menos los zapatos», y los que estaban con él soltaron a un tiempo la carcajada. «En el bar de Susi», me dijo uno de mis acompañantes, «cobran fuerte, veintisiete o veintiocho euros, no estoy seguro, pero a cambio tienes derecho a dos bebidas». «A una, que yo sepa», le contradijo de inmediato el otro. No me causaba ilusión que mis planes privados se convirtieran en tema de debate público. Conque apuré de un trago el resto de la cerveza y, tras despedirme de mis dos amables interlocutores, los dejé discutiendo en buena avenencia sobre si los clientes del Susi recibían una o dos bebidas por el precio de la entrada. «Pronto lo voy a averiguar», me dije para mí.
El Susis Show Bar se encontraba al principio de la Grosse Freiheit, haciendo esquina a la Reeperbahn. Ostentaba sobre la fachada un letrero luminoso en el cual la silueta de una mujer con una pierna levantada junto al dibujo de una barra vertical de baile erótico sustituía a la i del nombre. Ante los escalones de la entrada, un señor de entre cincuenta y sesenta años, vestido con elegancia, se esforzaba por atraer clientela. Me acerqué a él lo suficiente para que me dirigiese la palabra. Comprobé con agrado que usaba un tono de voz amigable. Le hice saber que traía información de buena fuente acerca de lo que costaba una visita a su local, y cuando acto seguido le revelé la suma máxima que estaba dispuesto a desembolsar, se le aflojaron las facciones en una especie de mueca asombrada y dolorida. Consideraba excesivas dos consumiciones a cambio de veintiocho euros. Y como si temiera irritarme se apresuró a añadir, con unos modales exquisitos de persona avezada al trato cortés, que me daría por treinta un aguardiente y una cerveza. Oyéndolo hablar con tanta suavidad sentí una punzada de placer. He tenido como todo el mundo experiencias de muy distintas clases, algunas infrecuentes; pero jamás en mi vida me había enredado en un regateo de aquella naturaleza, regateo que, de haber dependido de mí, habría prolongado con gusto hasta la medianoche. Me tocaba el turno de palabra y dije que descartaba las bebidas alcohólicas porque más tarde tenía que conducir. Callé de golpe, sorprendido, casi avergonzado, por la verdad rotunda de mi afirmación. ¿Qué hago aquí, pensé, contándole confidencias al portero de un local de estriptis? Se me figura que el señor entendió que mi silencio repentino equivalía a un ultimátum. El caso es que, movido por el ostensible propósito de complacerme, me plantó una mano sobre el hombro y, haciendo un gesto afable, fijó la oferta en veinticinco euros y una Coca-Cola. Antes de expresarle mi conformidad eché una mirada a mi reloj de pulsera. No es que me interesara saber la hora. Ni siquiera pude distinguir las agujas por falta de luz. Pero no ignoro que el ademán ayuda a establecer de forma instantánea una desigualdad jerárquica entre los conversadores. Quien mira el reloj se supone que tiene por delante una tarea, un compromiso, otras posibilidades de acción, mientras que al oponente le corresponde, mal que le pese, el papel del pelma, del solicitante, del que retiene y estorba. Advertí que el señor se inquietaba, temeroso tal vez de que se le escapase el cliente. Al punto trató de engolosinarme con el número lésbico que, según reveló, dos chicas preciosas estaban interpretando en aquellos momentos sobre el escenario del Susis. Me entraron tentaciones de darle un abrazo. Aceptada una nueva oferta de veintitrés euros, lo seguí hasta el interior del local por entre unas cortinas que velaban el vano de la puerta. Él mismo me sirvió con solicitud la Coca-Cola que yo determiné tomar a sorbos pequeños y pausados, muy pausados, con el fin de que la bebida me durase el mayor tiempo posible.
A la izquierda, según se entraba, había un espacio de medianas dimensiones donde estaba situado el mostrador. Desde allí gobernaba una señora de estatura baja, abultada pechera y edad como la del encargado de la puerta. A mí se me figura que esta señora con modales inconfundibles de propietaria, de jefa, de matriarca, era la Susi que daba nombre al establecimiento. Nunca lo sabré con certeza ni me importa. A mi llegada percibí un revuelo de indicaciones y órdenes a su alrededor, pronto comprobé que por causa del comportamiento de ciertos clientes sobre los que me ocuparé en otro pasaje. Yo me dirigí sin demora a la derecha. Allí se abría un recinto saturado de penumbra rojiza en cuyo centro, subida a una plataforma, una chica bailaba y se desnudaba al compás de la música. Dicha plataforma cumplía la función de escenario. Debido a su forma y su perímetro se asemejaba a los círculos de lanzamiento de peso en los campos de atletismo. La diferencia estribaba, por un lado, en que tenía un suelo giratorio, detalle que me pasó inadvertido en un primer momento, y por otro en que las sucesivas bailarinas la empleaban como base, no para arrojar desde ella bolas metálicas de cuatro kilos, sino, con la blanda y graciosa fuerza de sus brazos esbeltos, bragas y sostenes, especialidad hasta cierto punto deportiva con pocas posibilidades, bien lo sé, de alcanzar alguna vez el rango olímpico. En torno al reducido escenario se extendía un cerco de escabeles forrados, como por lo demás el mobiliario entero del local, de raso carmesí. Seguían dos largos bancos con respaldo, paralelos y en curva como de hemiciclo, en el posterior de los cuales tomé asiento junto a una escalera de pocos peldaños que los dividía. El escenario me quedaba a una distancia como de tres o cuatro metros. En la pared izquierda colgaba un espejo de gran tamaño, flanqueado por sendas hileras de bombillas blancas. A la derecha del escenario, en un rincón, un hombre joven se encargaba de hacer sonar la música con ayuda de un ordenador, de accionar los focos, pedir por el micrófono un fuerte aplauso para la bailarina que hubiese terminado su actuación y presentar a la siguiente. Al fondo se veían varias filas cortas de asientos, a cuyo costado discurría el pasillo que llevaba a los retretes. Imagino que se me habrán olvidado numerosos detalles; pero aun así creo que el interior del Susis Show Bar se asemejaba bastante a como yo lo he descrito. Una imagen fotográfica me habría sacado de dudas y permitido ahorrarme esta prolija descripción.
Al principio me agradó encontrarme en la compañía de quince o veinte individuos esparcidos por los asientos. Pensé que al amparo de la manada varonil mi presencia apenas llamaría la atención, como así ocurrió durante un rato. Todos los escabeles alrededor de la pequeña pista de baile estaban ocupados, mientras que por las filas de bancos se repartía el resto de los circunstantes, las chicas en paños menores de cháchara risueña con unos y otros, lo que parece constituir una costumbre del bar Susi. Libé con la punta de la lengua una primera gota de cola. Segundos después, la bailarina de turno se despojó, mientras culebreaba con las piernas, del tanga y en medio de un repentino juego de luces cegadoras abandonó el escenario a tal velocidad que no pude verle la vulva. «Aquí hay que estar más concentrado que en una trinchera», dije para mí. De nuevo tomé una cantidad de cola que habría cabido sin dificultad en la trompa de una mariposa. Me daba la impresión de que la bailarina había salido de una forma poco natural del escenario. Vamos, que había huido. Algo pasaba, yo no sabía aún qué, que perturbaba y rompía la ilusión erótica que uno espera encontrar en una atmósfera semejante. No llevaba ni un minuto sentado cuando comprobé que mis conjeturas no andaban descaminadas.
En la prolongación de mi banco, más allá de los peldaños, un tipo con una vaga apariencia de ser humano embutió de pronto la cabeza en una champanera vuelta del revés. La gracia fue celebrada con carcajadas y aspavientos por dos ejemplares de la misma especie que estaban a su lado. Uno de ellos no dudó en ponerse de pie y arrearle una tanda de sacudiones a la champanera. Un tercer tipo, haciendo bocina con las manos, les dijo alguna bobada desde el extremo opuesto del local que movió a risa a los más cercanos. En aquel instante advertí que reinaba en el público un ambiente de complicidad en la travesura. Los de aquí hablaban a voces con los de allá, de donde se colegía que formaban un grupo de amigotes. Apartando la vista de la bailarina para fijarme mejor en ellos, caí en la cuenta de que se expresaban en inglés. Hasta entonces la música me había impedido percatarme de aquel detalle. Reconocí a continuación las facciones de uno que no paraba de armar bulla y comportarse de una manera particularmente infantil en su asiento junto al escenario, y entonces supe que aquella gente eran los ingleses que media hora antes le habían rechiflado al travestí por la calle. Los ingleses estaban, valga la redundancia, borrachos. Por el efecto que obraba en ellos el alcohol ingerido se les podía clasificar en dos categorías claramente definidas: la de los zafios y gritones que no paraban de agitarse, y la de los amodorrados que ni siquiera en la proximidad de una hermosa y grácil muchacha desnuda eran capaces de abrir por entero los párpados. Me resultaba punto menos que imposible prestar atención a los cuerpos que se alternaban en el círculo giratorio, en torno al cual media docena de niños de treinta y tantos años no cesaba de hacer el gamberro. Este agachaba la cabeza para mirarle a la bailarina el nacimiento de los muslos, aquel formaba con sus manos unos pechos voluminosos en el aire, el de más allá contribuía al pitorreo general con cualquier otra ocurrencia impertinente, y no era raro que algunos dieran la espalda al espectáculo para entablar conversación y reírse y brindar con sus botellas de cerveza. Uno tuvo a mi espalda una pendencia con quien llevaba el mando del local, a la que se oyó decir en un tono por demás severo: «You have to pay here.». El inglés se resistía, hasta que intervino, conciliador, un compatriota. Saldó aquel la deuda; otro eructó cerca de mí; otros se pusieron a cantar a coro y, pasado un rato, la tropa vocinglera abandonó el local.
El barullo que armaban los ingleses mientras arrastraban los pies hacia la salida forzó a parar el espectáculo. Yo aproveché la ocasión para llegarme al servicio, donde solté aguas dentro de un mingitorio con forma de boca abierta. Cuando volvía por el pasillo comenzó una nueva actuación. Cogí mi vaso de cola y bajé a sentarme en el banco delantero, como a dos metros del rincón de la música. En torno al escenario, el cerco de escabeles se hallaba ahora vacío. Enfilando la mirada a través de las piernas de la bailarina, yo podía ver mi cara reflejada en el espejo de enfrente. Es fácil acordarse con exactitud del número de espectadores que a la marcha de los ingleses quedaron en el local: contándome a mí, tres. Los otros dos estaban sentados cerca del pasillo, en bancos separados. Calculo que cada uno de ellos me doblaba la edad. Aparte de los años, los hermanaba el cráneo poco poblado de cabellos, las arrugas faciales y la chispa de melancolía que brillaba en sus ojos rancios cuando arrimaban la mirada a los ágiles y juveniles cuerpos femeninos, aunque he de reconocer que esto último a lo mejor me lo estoy inventando sin darme cuenta. Uno de ellos, vestido con una chaqueta gris de punto, se acercó al escenario. No distinguí si calzaba zapatillas de casa; pero tampoco me habría extrañado que así fuera. La precipitación saltarina de sus pasos delataba que acababa de triunfar en él un rapto de coraje. A la luz intermitente de los focos azuleó un billete de veinte euros pinzado entre dos dedos descarnados. La bailarina entendió al instante la intención del viejo, y parando de mover las caderas, estiró hacia delante la goma del tanga para que él introdujera, con ademán de abuelo verde, su donativo en el cepillo improvisado. «Ya tiene», me dije, «algo de lo que fanfarronear mañana en el comedor de la residencia de ancianos». A este punto, vino a sentarse a mi costado una de las bailarinas, a lo cual se me hace a mí que estaban todas ellas obligadas por contrato. Como no soy amigo de sueños imposibles y además temiese que la simpatía y las piernas de la chica fueran parte de un truco con que moverme a solicitar alguna consumición cara, le dije, igual que un rato antes a una compañera suya, que por favor no se lo tomase a mal pero que prefería estar solo. Ella aseguró, sin perder la sonrisa, e incluso agrandándola, que lo comprendía, y al tiempo de levantarse me dio una palmada amistosa en la rodilla, como diciendo: buen chico, o: por fin un tío sensato, o: ya era hora de que me librara de aguantar a otro pelma con aliento de alcohol (o, aún peor, de «cielo y tierra»), tras lo cual ya nadie más vino a hacerme compañía.
Al rato, terminada una nueva repetición de la pantomima lésbica, subió al escenario la bailarina que se había sentado un momento a mi lado. Fue anunciada con un nombre supongo que artístico, Tania o Angelique o cualquier otro por el estilo. Como no sea del nombre, me acuerdo bien de ella porque siempre que se encaraba a mí sonreía o me mandaba alguna señal insinuadora de su cuerpo, mientras que cuando el suelo giratorio la llevaba hacia la parte de los carcamales, con perdón, bailaba mirándose en la luna del espejo, como si actuara para sí, y esto mismo noté que habían hecho antes otras bailarinas a fin tal vez de abstraerse de la presencia desagradable de los ingleses. Comenzó su actuación sacudiendo un enérgico latigazo al aire con su melena castaña, que se le derramaba en largos y suaves rizos sobre los hombros. Me irritó un saludo guasón que le envió por el micrófono el encargado de la música, hasta el extremo de que me entraron tentaciones de explicarle, a él o a su patrona, que el erotismo, la poesía y, en general, las manifestaciones que entrañan alguna clase de fervor sufren mucho bajo la acción trivializadora de la risa, y no será que yo afirme esto porque no me guste reír. Por supuesto que me gusta reír. Quizá sea reír lo que más me gusta en la vida. Incluso en el tramo final de mi agonía me gustaría tener el valor de soltar una última carcajada antes de morirme. Pero, cuidado. A veces también me gusta abrigar otras sensaciones menos ruidosas, pero igual de exaltantes. Experimentar, por ejemplo, la embriaguez del arrobo. Sentir la cálida y solemne intensidad del placer lento. Dejarme arrastrar en una sala de cine o en el asiento de un teatro por una emoción lacrimosa. Cerrar los ojos en un momento de intimidad compartida. Contemplar en silencio un cuadro hermoso, un paisaje hermoso, un cuerpo hermoso.
Por suerte la actuación prosiguió sin graves perturbaciones. La chica (¿veintidós, veintitrés años?) me clavó desde la superior altura del escenario una de esas miradas penetrantes de mujer que pueden significar cualquier cosa menos indiferencia. «Estoy bailando, me voy a desnudar y tú estás ahí». Así pensando, saqué a toda prisa la punta de la lengua del vaso de cola, ya no tan fresca como al principio, para señalarle a la bailarina, mediante un leve movimiento de cabeza, que había captado y me había complacido el mensaje de sus ojos, aun cuando yo no sabía poco ni mucho en qué consistía dicho mensaje. Por primera vez desde mi llegada al local tuve el convencimiento de que por fin se daban en él las condiciones adecuadas para una observación satisfactoria, serena, científica. El único elemento negativo lo constituía el juego de luces rojas y azules que difuminaban algunos detalles anatómicos de la bailarina. Le hice al tipo de la música el gesto de hincarme los dedos índice y corazón en los ojos y comprendió. Alzando el pulgar, le agradecí que hubiera consentido en encender un par de focos blancos sobre el escenario. Al punto la bailarina ganó en presencia, en expresión, en feminidad, y fue jaleada y aplaudida por sus compañeras. Todo en ella era juventud esbelta aún no dañada por la lija del tiempo. Tenía unos rasgos dulces, plenos de gracia y simpatía. Y yo podría estar aquí hasta mañana echándole páginas y páginas de requiebros sin cansarme, y no solo debido a la circunstancia casual de haber sido obsequiada por la naturaleza con un físico agraciado, sino también y sobre todo por la desenvoltura, la ligereza, el garbo seductor con que evolucionaba encima de la pequeña plataforma. No se apreciaba en ella la menor apariencia de frialdad rutinaria. Sus labios tomaban a cada instante la forma arqueada de una alegría sincera. Al entreabrirlos asomaba la preciosa luz de su dentadura. Movía los párpados con delicadeza natural. Sus ojos eran risueños y, otras veces, soñadores, perdidos en un paisaje, en una visión, en una realidad vedada a las demás personas allí presentes. Su cara apenas maquillada estaba limpia de aquella mueca de fingida voluptuosidad que había mostrado en su actuación anterior, cuando la rodeaba la manada inglesa.
Advertí que yo mismo me había convertido en un problema para el desarrollo aceptable de mis observaciones. La admiración me arrastraba hacia los linderos del pujo erótico, con la merma consiguiente de la actividad racional. No sé a otros, pero a mí me resulta difícil entregarme a tareas no estrictamente manuales si tengo una erección. Urgía un rápido remedio. A falta de mejor antídoto, traté de sustraerme a los impulsos de la lascivia tomando de un solo trago una larga dosis de cola, completada mediante varios chupetones a un pedazo de hielo que flotaba dentro del vaso. Quizá unas cucharadas de sopa de sobre habrían sido más efectivas. No digamos una ración de champiñones fritos de víspera. Estas ridículas fantasías y el frío del hielo me devolvieron la lucidez. Recobrado el sentido de la realidad, enderecé el torso decidido a mirar sin sentir, no sé si me explico. A mirar con ojos objetivos, impasibles, deshumanizados. La táctica se reveló acertada. Vi sin conmoverme (igual que veo ahora, mientras escribo, el tostador o la cafetera) cómo se repartía el resplandor de los focos por los miembros ligeramente bronceados de la bailarina, aquietándose en los bordes carnosos o salpicando de claridad nerviosa las articulaciones que, por ser las responsables de los movimientos del baile, quedaban más expuestas a los efectos de la luz. La bailarina había entrado con solo su atuendo de lencería en el escenario, cubiertas las tetas juveniles, altas, enhiestas sin rellenos tramposos, por un sujetador de escote bajo de color negro, provisto de una orla de puntilla plateada y un lazo también de hilo de plata en el centro. El tanga, del mismo color, con faldilla de pliegues sobrepuesta, se reducía por detrás a una tira que dejaba las nalgas al aire. Llevaba ella, además, unos zapatos de tacón prendidos con tiras que subían arrollándose en espiral hasta un poco más allá de los tobillos, y en torno al fino cuello una gargantilla de perlas.
Se conoce que la naturaleza, que produce tantos monstruos, se había esmerado en la creación de aquel cuerpo femenino. Además de unas formas anatómicas bien moldeadas, que se compadecían unas con otras hasta completar un ser humano de inusual belleza, lo había dotado de una vitalidad pletórica de encanto. Dicha vitalidad se manifestaba de la manera más elegante posible en las distintas figuras y pasos del baile, en los blandos y caprichosos contoneos, en los giros y oscilaciones, en el mostrar y esconder, en las sacudidas de su melena rizada, en las poses estatuarias. La recuerdo ahora, cuando aún no se había despojado de la primera de sus prendas, parada un segundo delante de mí, la barbilla alzada de modo que el cuello rodeado de perlas parecía alargarse en actitud de ofrecimiento. Mantenía la boca entreabierta, que es, según cuándo y cómo, la vulva de la cara por donde las mujeres a veces nos dicen más de lo que hablan. Una mano la tenía apoyada en la cadera; la otra, de uñas largas pintadas de blanco, se abría sobre un muslo, como agarrándolo con fuerza no se sabe por qué razón, mientras el fino y curvo pulgar rozaba y señalaba la zona genital, sí señor, la rozaba y la señalaba, esto último tal vez como al descuido, lo que no evita que yo lo notara como habría notado un estornudo o cualquier otra acción ostensible del cuerpo, que aunque puede que para algunas cosas yo sea tonto o ciego, para las que de verdad me importan, no.
Empezada la segunda de las dos piezas musicales que solía abarcar cada una de las actuaciones, la bailarina, separados los pies, dobló el talle hacia delante, al tiempo que se llevaba las manos a la espalda. En un visto y no visto, manteniendo la postura, soltó el cierre del sujetador y, al erguir de un rápido impulso el cuerpo, se apresuró a apretar contra el pecho la prenda que ya caía. Dio una vuelta completa al escenario interpretando aquel fingido pudor, y estaba tan bien aderezada la comedia que hasta parecía que por cubrirse ella las menudas tetas no le era posible adaptar sus pasos al ritmo de la música. Pensé por un momento que se disponía a concederles a los viejos el honor de enseñárselas antes que a mí. No me habría molestado en absoluto. En serio. Incluso estaba dispuesto a manifestar de modo patente mi conformidad. Soy de los que, cuando viajan en el transporte público, no vacilan en ceder su asiento a las embarazadas, las madres con bebé y las personas mayores o con muletas. La bailarina optó por una solución salomónica, y fue que se arrancó del cuerpo el sujetador al encarar el pasillo que conducía a los servicios, en un punto del escenario donde, por mostrársenos su busto de perfil, yo le podía ver una teta y los de enfrente la otra. No soltó el sujetador con un gesto indolente de la mano como hacían sus compañeras y como había hecho ella en su actuación anterior, rodeada de ingleses, sino que lo arrojó fuera del círculo giratorio con ademán resuelto, a la manera de quien se desprende de un objeto fastidioso. Estuve a punto de sumarme a los aplausos y yujus de sus compañeras.
Constaté: tetas, dos, una a la izquierda y otra a la derecha. Me abstengo de incurrir en la incontinencia metafórica, vicio ajeno a mi temperamento. Eran dos tetas y no dos limones ni dos peras bamboleantes. Lozanas eran y no venosas ni grandes, sino más de chica que de señora portadora de leche materna. Tetas como las que se ven hoy en la pantalla del cine, en las revistas, en los anuncios de la televisión. Uno ya no se toma la molestia de excitarse a la vista de dos prominencias carnosas coronadas por una nudosidad rosada o marrón. Las tetas como que ya no forman parte de la desnudez femenina. A fuerza de romper tabúes hemos llegado en Europa a un grado de familiaridad con los componentes externos del cuerpo humano que los despoja de todo atisbo de magia. Uno ve tranquilamente tetas, codos, pescuezos; luego ve faroles, trenes, caballos, y sigue su camino sin perder la calma y el mundo no cesa de rotar. A mí se me figura que en la época actual, dentro de la zona democrática europea, para ver carne íntima de mujer hay que asomar la mirada por encima del hombro del ginecólogo. Es como si la desnudez fuera un lago que se hubiese ido desecando hasta reducirse a un resto último en el recoveco genital. A este paso los curiosos terminarán arremolinándose en torno a las mesas de operaciones a fin de experimentar, delante de un ovillo de vísceras, aquella antigua sensación asociada a lo prohibido, lo pecaminoso, lo secreto, que atormentaba o hacía las delicias de nuestros antepasados. Sea como fuere, yo no había ido al bar de Susi a inspeccionar tetas. Admito, eso sí, que habría sido una descortesía no apreciarlas ahora que me eran ofrecidas a la vista, tanto más si se considera que la bailarina, cuando estuvo de cara frente a mí, levantó los brazos con el propósito evidente de ostentarlas, detalle a todas luces amable al que juzgué oportuno corresponder mediante un gesto caballeroso de reconocimiento. En fin, un leve cabeceo, tampoco voy a exagerar.
Sus manos, que hacía apenas un instante jugaban a extraviarse entre los rizos de la melena, rodearon con suavidad de caricia el delgado cuello y se escondieron durante unos segundos detrás de la nuca antes de bajar resbalando por los costados del torso, como dibujándolos en toda su curva extensión. Que no se me olvide escribir que para entonces se le había puesto a la bailarina esa mueca de suspiro hacia dentro que hacen las personas cuando les están curando una herida y sienten escozores, yo ya me entiendo. La mueca obraba un efecto afeador, lo que para una mujer joven, hermosa y, además, simpática supone un fenómeno pasajero sin mayores consecuencias. El afeamiento y demudación de la cara era, según recelo, una astucia del oficio mediante la cual ella nos daba a entender a los viejos y a mí que en el interior de su cuerpo hervía verdaderamente la lujuria; que, poseída de una violenta sensualidad, ya no podía ocuparse de las apariencias, ni atender a los aspectos coreográficos de su trabajo, ni evitar aquellos jeribeques de hembra encelada. El menoscabo de las cualidades profesionales de su actuación, debido a un exceso de franqueza en la pasión sensual, estaba bien fingido y ella tenía las axilas rasuradas.
Después de serpear hacia el centro del vientre, sus manos se pararon enlazadas debajo del ombligo, formando un inquieto conciliábulo de uñas y dedos. Un giro brusco de ambas muñecas orientó los pulgares, ahora estirados, hacia el borde superior de la faldilla del tanga, como si hubieran sido elegidos por votación entre camaradas para el cumplimiento de una misión de merodeo. Se habían enganchado a la goma de sujeción cuando la bailarina me dio la espalda. Entonces hube de resignarme a perderlos de vista, si bien por poco tiempo, pues me percaté de que si ladeaba la cabeza podía observarlos a mi gusto en el espejo de enfrente. De paso vi mi cara y me saludé. Es que me caigo bien. Sonaba por los altavoces un tema instrumental adecuado para la ocasión, con un piano dominante acompañado sin estridencias por un bajo y una batería percutida con escobillas. Los suaves compases envolvían el espectáculo en una atmósfera de armoniosa y placentera intimidad. Todo ello me pareció que se iba al traste cuando de repente se encendieron los focos rojos. Lancé, alarmado, una mirada al tipo de la música; pero él, entretenido con sus teclas y botones, no se dio por enterado. La claridad roja hacía el efecto de una pátina sobre la piel de la bailarina. Por fortuna, debido a su escasa intensidad, era neutralizada fácilmente por los focos blancos, de forma que ahora ella, recubierta de un color inverosímil, exhibía su belleza dentro de una campana de resplandor.
La bailarina impuso a sus nalgas un vaivén rítmico del que resultaba un curioso juego de luces. Mientras la nalga que alcanzaba la posición más elevada durante el balanceo parecía encenderse, en la redondez y lisura de la otra se atenuaba ligeramente la claridad, y así de manera alternativa como si jugaran a pasarse entre ellas un fino reverbero. Quedó luego rota aquella intermitencia de carnes alumbradas no bien la bailarina, separados los pies, se detuvo para inclinar el cuerpo hacia delante. Entonces asomó en el arranque de ambos muslos la franja de tela negra con orlas plateadas que cubría la desembocadura del conducto digestivo y el recoveco genital. Sé de lo que escribo; yo me hallaba detrás, a metro y medio de distancia. Al erguirse de nuevo, la bailarina deshizo la vuelta que estaba ejecutando sobre el escenario, lo que bien pudieron tomar los viejos por desaire. Así y todo, no se levantaron de su asiento para protestar ni falta que les hacía. ¿Acaso, por espacio de un minuto, no me había tenido yo que conformar con la fachada posterior de la bailarina? No puedo certificar si ella me miraba y sonreía puesto que el interés de mis ojos estaba puesto en la acción de sus pulgares, los cuales se apartaban por dentro del tanga hacia los costados del bajo vientre y enseguida volvían a juntarse en el centro, dejando ver como quien no quiere la cosa, en el curso de sus idas y venidas, las puntas del pubis. Una cadera se desplazó de pronto hacia un lado. A fin de contrarrestar la descompensación del cuerpo, la pierna opuesta se desplazó hacia el otro. A este punto todo sucedió tan deprisa que por poco un pestañeo me roba aquel momento estelar del espectáculo. Abiertas las piernas, la bailarina, de un rápido tirón, se despojó del tanga al mismo tiempo que se apagaba uno de los focos blancos. Dudo que el tipo de la música, de haber continuado los ingleses en el local, se hubiera atrevido a tanto. Voló el tanga por los aires con su faldilla. Quedaba, menos mal, el otro foco. Y ahí estaba, partiendo en dos el oscuro triángulo de vello, la rasgadura vertical que de pequeño, mirándosela a hurtadillas a mi hermana, yo creía que se les practicaba cruelmente a las niñas al nacer separándoles las piernas con violencia, motivo por el que me alegraba de ser varón. No pude menos de felicitarme entre mí por el excelente desenlace de mis observaciones. ¿Sería esta satisfacción sosegada lo que experimentaba aquel viejo amigo mío, ornitólogo en su tiempo libre, que subía a los montes, arriesgaba la vida en los despeñaderos y se gastaba un dineral en viajes sin otra finalidad que atrapar en los oculares de sus prismáticos el vuelo fugaz de cierto pájaro, de cierta rapaz, de no sé qué córvidos por él buscados con paciencia inquebrantable? Yo me reía a veces de él como los otros, y soltaba la carcajada cuando, congregados a su alrededor en rueda de socarrones, le preguntábamos si también iba a ver pollos en las granjas avícolas o cuando alguno tiraba por encima de su cabeza una pajarita de papel, confeccionada de forma chapucera con la servilleta de un bar, y le decía: «Mira, mira cómo vuela el avestruz». Él soportaba nuestra risa sin irritarse, incluso con gesto risueño, sabiendo quizá que siempre salía victorioso de las burlas. Al final nos miraba con aquellos ojos suyos que irradiaban bondad y decía en un tono dulce de voz, como excusándose: «Es que cuando encuentro el ave que busco soy feliz». ¿Qué le podíamos replicar? ¿Que se equivocaba? ¿Que en realidad era muy desgraciado? Uno cualquiera le daba una palmada campechana en representación de los demás, como para significarle que nos habíamos reído de él sin malicia, y enseguida abordábamos el inagotable tema del fútbol o, si era verano, el del ciclismo.
En el Susis me acordé de aquel amigo (al que no veo desde hace más de quince años) porque yo también, en cierto modo, había encontrado el pájaro que buscaba, con pelos en vez de plumas. Me complacía delante de la mujer desnuda la certeza del objetivo alcanzado. Por un instante experimenté unos leves indicios de momento blam, que por razones diversas no prosperaron. Enumeraré las principales: los focos rojos, que me sacaban de quicio; la visión desalentadora de la vejez en los asientos de enfrente; la bebida tibia; en fin, el pago por entrar allí de veintitrés euros procedentes de los fondos previstos para los gastos del viaje, dispendio que me causaba un no intenso pero continuo picor en la conciencia. La bailarina, sin más indumentaria que los zapatos de tacón y la gargantilla de perlas, prolongó su actuación por espacio de medio minuto. Para entonces, la tensión erótica y el encanto y promesa del desvestirse paulatino se habían esfumado, pues es ley natural de los horizontes que, cuando uno los alcanza, desaparezcan. Privada de la posibilidad de ocultarse, la vulva iba de un lado para otro tal vez como los pájaros de mi amigo, que, obligados a abandonar sus nidos recónditos en los densos ramajes o en la tierras escarpadas, yerran sin rumbo por el aire, mostrándose muchos de ellos a la luz del día en su desamparada fealdad. Y digo que iba porque juzgo inapropiado afirmar que las vulvas bailen, por más que, dada su blanda consistencia, es verdad que un poco se abren y se tuercen, se estiran y se encogen, y hasta parece que no fueran indiferentes al ritmo de la música cuando las extremidades vecinas les transmiten una parte de sus movimientos. Pero ni siquiera estoy seguro de ello y tampoco conozco a nadie que me pudiera sacar de dudas.
Y termino, pues noto que se me duerme la mano de tanto escribir; además, pasa de media tarde y barrunto que la señora escritora estará al llegar. Otra bailarina se había encaramado al escenario. La había visto yo actuar con anterioridad en dos ocasiones: una, sola, y otra interpretando a dúo con una compañera la pantomima lésbica. La música había cambiado; pero la forma un tanto maquinal que tenía ella de mover los brazos y las caderas, adelantando el busto hacia el público, era la misma. Distraído, dirigí la mirada a los viejos, tan formales, tan pacíficos en sus asientos. ¿En qué pensarían, si es que pensaban? De pronto me golpeó la idea de que quizá habían entrado los dos en el bar de Susi siendo todavía jóvenes y habían envejecido en el transcurso de una o dos horas a fuerza de contemplar números repetitivos de estriptis. Toqué mi frente. Por suerte aún no estaba marchita ni atravesada de arrugas. Miré el reloj. Aún no había terminado el día, aún me quedaba tiempo, aún podía salvarme de la vejez prematura. Deposité el vaso, con un resto de bebida, en el suelo y salí a la calle. Nada más doblar hacia la Reeperbahn, me crucé con tres señoras más bien gruesas, de cinturas anchas, de caras fofas, de edad cercana a los sesenta, y todas, por añadidura, vestidas. Acostumbrados los ojos a los cuerpos desnudos de mujeres jóvenes, ¿quién no comprenderá que me quedase mirando embobado a las tres señoras? ¿No será que la gente normal constituye el auténtico espectáculo de la vida? ¡Y qué gafas anticuadas llevaba la una! ¡Y qué baja era la otra! Más adelante vi al tipo que daba vueltas en torno a las bicicletas apoyadas contra el farol, preguntando por qué, por qué, por qué. Subí luego la Davidstrasse por la acera libre de puterío, y allá, en una taberna mugrienta, tomé a morro una cerveza Astra cuyo sabor amargo me vino bien para sacarme del paladar el regusto dulzón de la Coca-Cola. Llegué al piso de Bremen pasada la una de la noche. Mientras me cepillaba los dientes comprendí que con la mente atestada de nalgas, tetas y vulvas no me iba a ser posible conciliar el sueño. Detuve la mirada en el techo del cuarto de baño, calculándole una superficie de unos seis metros cuadrados. En el pasillo se apretaban los utensilios de pintar y empapelar. Les pregunté: «¿Qué, muchachos, tenéis ganas de moveros?». Como ninguno respondiese que no, me entregué sin demora a la tarea procurando hacer el menor ruido posible. Antes de la aurora el techo estaba empapelado y pintado. Me metí en la cama con una grata sensación de paz y es probable que me durmiera enseguida. Recuerdo que soñé con mi amigo ornitólogo. Al día siguiente me desacosté a eso de las tres o tres y media de la tarde.