33

Aleluya, hermano. Clara se ha ido de visita a casa de su padre. Ayer llamó el pobre hombre por teléfono para lamentarse de su soledad. Se considera desatendido por sus hijas. A Clara le toca la parte mayor del reproche, pues a diferencia de su hermana no tiene la disculpa de ser madre, de vivir lejos, de estar atada al trabajo por estas fechas. Así que apenas ha pegado ojo en toda la noche, mortificada por la mala conciencia y, supongo, mis ronquidos. Quizá se quede a almorzar con él aunque no podía asegurármelo. Como de costumbre, en el momento de marcharse me ha encomendado varias tareas domésticas. Es esta una vieja táctica suya para limitar mi libertad cuando está ausente. Las tareas las he despachado a mi modo antes que ella hubiese tenido tiempo de perder de vista la última casa del pueblo. Ahora, después de semana y pico de inactividad forzosa y un día antes de salir para Copenhague, dispongo de unas cuantas horas para mi dedicación clandestina a la escritura. Tonto sería si no las aprovechase.

Vuelvo brevemente a los días en que convalecía de Tommy encerrado en casa. A la señora escritora, una vez instalada en Berlín, le pedí que por favor acudiera a tantas salas de exposiciones, galerías de arte y demás almacenes de cachivaches históricos y pedruscos célebres como fuera posible, dentro y fuera de la Isla de los Museos, de forma que cuando nos reencontrásemos yo estuviera exento de participar en esas rondas culturales que tanto me fatigan y me aburren. «Piensa», le dije durante una de nuestras conversaciones telefónicas, «en el suplicio que representaría para mi pie deambular por los suelos generalmente duros de los museos». «Ratoncito, ¿es que no piensas acompañarme a ninguna parte?». «Por supuesto que te acompañaré. Eso sí, reserva para cuando estemos juntos las visitas a los bares, los restaurantes y los sitios de diversión. Ya sabes, el Quatsch Comedy Club, los teatros y demás recintos donde los espectadores asisten a un espectáculo sentados». Mujer comprensiva, Clara atendió mi solicitud. Me llamaba al atardecer, entre las ocho y las nueve, sin caer en la cuenta de que me cortaba el partido de fútbol televisado, alguna película, algún programa de interés, y me decía: «Ratón, hoy he estado en la Alte Nationalgalerie y en Berliner Dom, donde he bajado a la cripta a mirar los sarcófagos de los Hohenzollern». «Muy bien, Clara. Sigue así». Al día siguiente, en medio de un reportaje fascinante sobre la vida sexual de las arañas: «Ratón, por fin». «Por fin ¿qué?». «Por fin he conocido en persona a la Nefertiti». «Te habrá preguntado por mí, me figuro». «Quería saber si irás otro día a devolverle el ojo. Le he respondido que no eres aficionado a las exposiciones». «Bien dicho, Clara. El ojo de la Nefertiti me lo zampé cuando era niño al confundirlo con un diente de ajo en un plato de lentejas. Sigue así. Lo estás haciendo muy bien». A mi llegada a la ciudad, la señora escritora había recorrido los principales museos y edificios de interés histórico de Berlín, con dos excepciones notables: el Museo Judío, por cuyas galerías estrechas y zigzagueantes anduvimos separados por temer ella que yo me mostrase insensible en un lugar que juzgaba más adecuado para el recogimiento que para los comentarios jocosos, imputación que me indujo a suscitar una disputa histórico-matrimonial a la salida, y la Gemäldegalerie, visita de la que nos acordamos a menudo debido a cierto incidente que me he propuesto relatar esta mañana. Allá voy.

Era lunes. Retén este detalle, hermano, porque te dará una idea del grado de preparación con que solíamos emprender nuestras aventuras. Repito, era lunes. Acabábamos de desayunar a cuerpo de rey en el restaurante giratorio de la torre de televisión. La señora escritora afirma en su libro que los lugareños la conocen con el nombre popular de «telespárrago». Un crítico berlinés lo negó categóricamente en una reseña y desde entonces ella está esperando que haya una segunda edición para borrar el dato. Con sus no sé cuántos metros, la torre de televisión es la construcción más elevada de Berlín, para averiguar lo cual normalmente no hace falta llegarse hasta arriba (diez euros por cabeza), pero aquella mañana sí, ya que una niebla espesa envolvía por completo la esfera superior. No hay guía turística que olvide ponderar las vistas magníficas que se abarcan desde aquella imponente altura. Se cuenta que permite divisar todo Berlín hasta un horizonte remoto, acaso ya dentro de la llanura de Brandeburgo. Lo que a nosotros nos fue dado ver durante la hora larga que estuvimos allí fue, con diferencias de poca monta, lo mismo que ve cualquier viajero por la ventanilla de un avión cuando este atraviesa una nube. En resumen, no vimos nada.

Bajamos a Alexanderplatz. Seguía siendo lunes. A Clara, abatida por la decepción, no acertaba a consolarla el recuerdo del desayuno que acabábamos de disfrutar. Con objeto de levantarle el ánimo, le aseguré mientras caminábamos por el Alex, plaza de una fealdad sin tacha, que con dos huevos fritos, dos lonchas de panceta también frita, dos medios panecillos untados de mermelada y dos tazas de café con leche en el estómago estaba dispuesto a someterme de buen talante al plan del día. Tocaba pinacoteca. «Y aún te digo más», le dije, «aunque te cueste creerlo me voy a tomar en serio la visita». En la Karl-Liebknecht-Strasse hicimos señas con la mano a un taxi para que se detuviese. «Llévenos a la Gemäldegalerie, por favor». Para mí que al taxista (pegatina del Galatasaray en el salpicadero) lo sacudió un respingo de vacilación; pero no dijo nada. Cumplió su trabajo de forma irreprochable, sin entrometerse en nuestro silencio, obsequiándonos hasta el final del recorrido con un programa de radio en el segundo idioma más hablado de la ciudad. En fin, me pareció bien recompensar su discreción y eficiencia con una propina. «Ratón, ¿cuánto le has dado?». «Euro y medio». «¿Tanto?». «He pensado que, con mujer y dos o tres hijas, tendrá mucho gasto en pañuelos de cabeza». Nos dirigimos a continuación a la entrada de la Gemäldegalerie, que, por ser lunes, estaba cerrada. «El taxista lo sabía y se ha callado. Y tú, ratón, encima le das propina».

Volvimos al día siguiente, pero ya no era lo mismo. Sin la panceta ni los huevos fritos me faltaba aquella alegre disposición a parar los ojos en más de mil obras de la pintura europea de los siglos tal y cual, con un promedio de catorce segundos por cuadro durante los diez minutos iniciales de visita, nueve hasta culminar el primer cuarto de hora, con tendencia a disminuir rápidamente, y de allí hasta el final lo que se tarda en pasar por delante de cada cuadro. El cielo sobre Berlín había amanecido cubierto de gruesas nubes de desavenencia. Intenté echar una cabezada en el calorcito bamboleante del metro; pero apenas hube cerrado los ojos, la señora escritora me sacó de mi placidez sin otro motivo que afear mi atuendo. Desde el fondo brumoso de mi modorra la oí equipararlo al forro de los asientos. No soporta la combinación de más de tres colores. Hay quien muere por defender la patria. Ella moriría por defender esa firme convicción estética. A su juicio, mis zapatos no pegaban con el pantalón, el pantalón no pegaba con el jersey, y la cazadora negra de cuero, a la que profesa desde que la estrené una aversión invencible, no pegaba con ella. Me la pongo raras veces porque la siento sucia y maloliente de sus críticas; pero aún me la pongo por la simple razón de que un día, aprovechando unas rebajas, desembolsé doscientos cuarenta euros por ella. Yo callaba, yo aguantaba, porque si uno no calla, si uno no aguanta, no sirve para marido. Hicimos transbordo en Stadtmitte, y en el siguiente tren, de pie los dos por falta de asientos libres, ella volvió a ensañarse con mi cazadora. Ya no callé, ya no aguanté, cada vez más mermada mi vocación de marido. «Te disgusta», le dije, «porque acentúa mis señas masculinas y te da vergüenza que cualquiera se dé cuenta de que después de dieciséis años de matrimonio aún no has conseguido domesticarme». «A mí, ratón, lo que me da vergüenza es que, cuando llevas la cazadora, la gente piense que eres mi rufián. Te iría mejor si me hicieses caso». «Dilo con claridad. Esperas de mí obediencia ciega, sumisión y que te chupe los tobillos como Goethe.». «Habla más bajo. La gente empieza a observarnos».

Fuimos a pie, discutiendo sobre futilidades varias, acordes en no estar de acuerdo en nada, desde Potsdamer Platz hasta la pinacoteca. Cerca de las escalinatas que conducen a la entrada, Clara manifestó, ignoro si con intención informativa, que el trayecto le había parecido corto; yo opiné lo contrario, y como ella volviese a porfiar, zanjé la cuestión diciendo con gravedad agorera que me consideraría un hombre afortunado si Tommy no resucitaba en el curso de la mañana. Definitivamente ella tenía uno de sus días combativos. ¿La regla? Me espetó que si estaba harto del viaje podía marcharme a casa, que para fomentar su mal humor prefería arreglárselas sola. La aplaudí. No mucho, pero la aplaudí. ¿Qué otra cosa podía hacer después de semejante actuación? Barrunto que nada más vernos llegar al vestíbulo de la Gemäldegalerie, la empleada del mostrador a la que compramos las entradas adivinó, por la manera que teníamos Clara y yo de estar juntos sin dirigirnos la palabra ni mirarnos, que pertenecíamos a ese género bastante común de seres humanos de distinto sexo que un día prometieron, delante de testigos, amarse hasta que la muerte los separe. La empleada nos indicó con sonrisa profesional hacia dónde debíamos encaminamos para acceder a la exposición permanente. Clara, ostensiblemente, no me esperó. Por detrás, con pensamiento de provocarla, le dije: «La mujer se ha reído de ti». «O de ti», replicó sin volverse.

Se divisaba el acceso a los salones de la exposición permanente al fondo del corredor. Dos porteros trajeados llevaban el control de las entradas. La señora escritora, que iba como tres o cuatro metros por delante de mí, enristró hacia el más joven, que también era el más fornido y más apuesto. Fue hacia él tan derechamente que me pregunté si no abrigaría la intención de humillarme echándose en sus brazos. «Como se atreva», me dije, «yo me echaré en los brazos del otro». El portero avanzó a su vez un paso hacia la adúltera. No la miraba a la cara sino a las rodillas o incluso más arriba, a zonas de larga tradición sexual, lo que afianzó mi sospecha de que a pocos metros de mí estaba a punto de suceder una cosa totalmente obscena, de una lascivia precipitada y elemental, con mi mujer en el papel estelar de hembra disoluta. Interpreté como signo tranquilizador el que Clara no se apresurase a mostrar su apetito carnal por la vía de plantarle al portero una pierna encima del vientre. Otros recursos eróticos de ella me son desconocidos. Cerca de los dos me sorprendió comprobar que sostenían una esgrima de razonamientos semánticos. Estaba permitido acceder a la pinacoteca con bolsos, pero no con mochilas. Clara afirmaba que el suyo era un bolso; el portero, que una mochila. «¡Qué manera más rara de flirtear!», pensé. Aunque disto de ser un experto en la materia, enseguida me di cuenta de que cada uno a su manera tenía razón. El bolso de Clara, sucesor del blanco que semanas atrás me había parecido el colmo de la cursilería, estaba provisto de un asa para su transporte; pero también de dos tiras delgadas en un costado que lo convertían sin la menor sombra de duda en una pequeña mochila. Con ademán demostrativo, Clara se encajó el mochibolso debajo de un sobaco, asegurando que así lo pensaba llevar durante la visita a la exposición, en lo cual no veía ella el menor peligro de rozar ningún cuadro. El portero invocó las normas de todos los museos de Berlín, que él no había creado pero tenía que hacer cumplir. Las férreas virtudes de la vieja Prusia estiraban el cuello de aquel joven que, sabiéndolo o no, profesaba en un alto grado de pureza la mentalidad ordenancista de sus ancestros. Su colega, entretanto, se mantenía a una cómoda distancia de aquella plática entre discrepantes. En un momento determinado su mirada se cruzó fugazmente con la mía. Entreví en sus pupilas de hombre pacífico, ya metido en días, un destello inconfundible de solidaridad varonil, como si me dijeran: «¡Menuda mujer le ha tocado a usted! La mía es igual» o algo por el estilo. Con alargado brazo, equivalente a una barrera bajada, el Prusiano nos invitó a dirigirnos al piso inferior, donde los visitantes podían guardar bajo llave sus pertenencias en consignas previstas para el caso. Clara, roja, tensa, se negó. Alegaba que el bolso contenía objetos valiosos de los que en modo alguno deseaba separarse. «¿Quién me garantiza a mí que las consignas son seguras?». «No tenemos constancia de robos en el museo». «Entre otras cosas llevo mi espray contra el asma. No pensará usted que si me da un ataque voy a salir corriendo a buscarlo». «Señora, en tal supuesto le aconsejo que lleve el espray en la mano». «Usted a mí no tiene que aconsejarme nada. ¿Acaso es médico?».

Emprendimos una retirada estratégica por orden facial de la señora escritora. Dicha orden, por si algún posible lector estuviese interesado en saberlo, consistió en un golpe de barbilla al aire, tan fuerte, tan rápido, tan imperioso, que una crencha entera azotó con sus finos y rubios látigos las facciones de la mujer acalorada. El gesto me brindó la oportunidad de exhibir a la vista de los dos porteros, así como de algunas personas que se acercaban por el corredor, mis dotes de obediencia. Me habría hecho feliz en aquel instante traerle a Clara, prendida entre los dientes, una pelota de tenis que ella hubiese arrojado al azar. Tuve que conformarme con seguirla a dos o tres pasos de distancia por las escaleras que descendían a las consignas y los servicios. Con los ojos cerrados habría podido ir al mismo sitio que ella orientándome por el rastro de refunfuños que dejaba tras de sí. Tomamos asiento en unas sillas próximas a la pared, en un lugar a salvo de oídos y miradas. Clara estaba decidida a salir a la calle. Le recordé la suma de dinero que habíamos pagado por las entradas. Me repitió, mordiendo las palabras, todos y cada uno de los argumentos que acababa de esgrimir delante del Prusiano, con la única diferencia de que a mí, por unirnos una mayor confianza, me reveló con más detalle el contenido del mochibolso. «La documentación, la llave del piso, el móvil, la tarjeta de crédito, el dinero, el espray… ¿Quién que no haya perdido el juicio puede contemplar obras de arte sabiendo que tan preciadas pertenencias están dentro de una simple caja? Dime, ratón, ¿cuánto crees tú que tardaría un aprendiz de delincuente en forzar la cerradura? No hables. Te lo diré yo. Cinco segundos y puede que menos». Me comunicó su propósito de buscar las tijeras de manicura. Le temblaban las manos como consecuencia de la excitación. «Yo corto las tiras y a ver quién me dice luego que mi bolso es una mochila». Había cambiado de parecer. Ahora se mostraba partidaria de entrar a toda costa en el museo aun cuando había perdido todo interés por los cuadros. En vez de cortar las tiras, las metió tanto como fue posible dentro del bolso, se levantó de un brinco y dijo: «¡Vamos!».

«Segundo asalto», pensé. Y, en efecto, el Prusiano volvió a rechazar la entrada que Clara ya le iba presentando varios metros antes de llegar a él. A continuación formuló en los mismos o similares términos de hacía un rato la norma que vedaba el acceso a la exposición de visitantes con mochila. Clara le mostró las tiras introducidas en su mayor parte dentro del bolso. El Prusiano aguantó impasible el chaparrón de explicaciones antes de replicar que seguía viendo una mochila. Clara le achacó que se negaba, con no se sabía qué intención, a aceptar una obviedad. A esto el Prusiano, sin perder el aplomo, contestó que para llevar a cabo su trabajo no disponía de otro criterio que las instrucciones del museo. Una prenda de aquellas características, añadió, bolso o no, se podía colgar a la espalda, luego era una mochila. «Mein Gott!, ya le he dicho que la pienso llevar debajo del brazo». «Señora, se lo creo, pero está fuera de mis atribuciones ir todo el tiempo detrás de usted para comprobarlo». Clara, visiblemente despechada, trató en balde de soltar por la fuerza una de las tiras. Lo intentó con la otra y también fracasó. El Prusiano, vuelto hacia un grupo de visitantes recién llegados, no le prestaba la menor atención. Convencida seguramente de estar haciendo uno de los mayores ridículos de su vida, Clara inició la retirada sin hablar conmigo ni esperarme. No fuimos lejos. A los pocos pasos se detuvo de golpe al percatarse de que venía por el corredor una señora con un bolso bastante más grande que el suyo. «Vamos a ver», me susurró, «si a esta la deja entrar». La señora y un hombre que la acompañaba tendieron sus respectivas entradas al Prusiano, que, tras saludarlos con seria cortesía, se hizo a un lado para que pasasen. «Tercer asalto», dije para mí al par que exhalaba un suspiro de resignación. Esta vez las protestas de Clara alcanzaron tal magnitud acústica que la señora del bolso, su acompañante y dos o tres testigos cercanos no pudieron menos de pararse a mirar, atónitos, la escena. Incapaz de contener su sofoco, al borde de las lágrimas, Clara no cesaba de apuntar con un dedo indignado hacia el bolso de la señora, la cual, como a cinco metros de distancia, con expresión de pasmo, se veía señalada sin saber por qué. Entonces, hermano, me tomó una viva pena por mi esposa, proporcional al desagrado que había empezado a producirme la rigidez del Prusiano, tras la que me parecía columbrar una actitud de pura y simple arrogancia. Hice lo siguiente. Me coloqué por así escribir del lado de allá, un pie en la rotonda que precedía a los primeros salones de la exposición, y encarándome con aquel hijo póstumo de Prusia, demudada la cara por efecto de una vehemencia gestual de escasa raigambre en estas latitudes, le dije: «¡No sea usted tan severo!». Te aseguro, hermano, que estuve en un tris de soltar una tirada de tacos en nuestro idioma; sin embargo, me supe reprimir. Juzgué preferible coger amorosamente por los hombros a mi mujer, mi Clara, mi serradora predilecta de nervios, y tirar de ella poco a poco hacía el interior del museo. «Pero con su responsabilidad», oí decir al Prusiano cuando ya le habíamos dado la espalda. Ni siquiera nos había rasgado como es de rúbrica las entradas. Me dieron ganas de retroceder y echarle en cara que, después de fastidiarnos con su latosa defensa de las normas, hubiese incumplido una de sus obligaciones más elementales. «Amiguito, tenga por seguro que informaré de esta negligencia a Federico Guillermo I, con quien da la casualidad de que estoy citado esta tarde para comer una salchicha con curry y patatas fritas en un puesto de la Leipziger Strasse». «No, por favor, no me haga eso». A la salida me volvió a suplicar. En fin, imaginaciones mías.