32
Llegué a Berlín en tren un jueves de noviembre. El cielo presentaba tal cariz. La temperatura era de tales grados. Llovía. Por aquella época aún no había sido inaugurada la estación central, así que siguiendo instrucciones de Clara me apeé en la del Zoo, donde ella me estaba esperando con mueca lánguida. Nada más verla como a treinta metros, pegué dos botes jubilosos sobre el suelo del andén en demostración de que venía curado. Ella desaprueba ese tipo de acciones, sobre todo si son llevadas a cabo en lugares públicos. Su disgusto deriva en bochorno e irritación cuando quien las protagoniza es su marido. Me dijo, sonrisa severa, que la circunstancia de hallarme en las proximidades del Jardín Zoológico no me obligaba a comportarme como un canguro. ¿De qué me sirve explicarle que entre mis pocas y modestas aspiraciones en la vida no está la de ser una persona normal? La mujer que a diario repetía por teléfono lo mucho que me añoraba, me ofreció con lenta frialdad una mejilla. Temí que mis labios quedaran adheridos para siempre al metal helado. Luego correspondió a mi abrazo impetuoso con la vitalidad de un maniquí. Por conservar mi euforia, mi exaltación, mis ganas de risa y juegos, inicié un chiste. Clara me atajó para contarme lo de su jaqueca. Un mes de cirujano, de curaciones, de miedo a las paredes blancas, me había enseñado que la felicidad ajena puede resultar insoportable cuando uno se encuentra en malas condiciones físicas. Resuelto a mostrarme solidario con mi sufriente esposa, aparté de mí todo síntoma de alegría, y procurando adaptarme a su desánimo, critiqué duramente la incomodidad de los trenes alemanes. Sabía bien de lo que hablaba. Acababa de viajar sin reserva de asiento en uno abarrotado. En Hannóver, estación de mi último transbordo, ingresé contra mi voluntad en un club de congéneres arremolinados al fondo del pasillo. De allí a Berlín, a ratos de pie, a ratos sentado sobre la maleta, concebí serias dudas acerca de las ventajas que aporta a los seres humanos su naturaleza social. Por desgracia no pude llegar a ninguna conclusión debido a que continuamente cortaba el hilo de mis meditaciones el vaivén de los pasajeros que hacían uso del servicio. Así pues, hermano, si por casualidad juzgaras enriquecedor para mi libro que yo volviese a tratar el tema de las vejigas urinarias de las mujeres, con el que por lo visto te di pie a reírte no hace mucho, según me contaste, confesaré para tu probable decepción que no tengo cosa nueva que exponer al respecto. Causa de ello es que de un tiempo a esta parte, como la escritura y el invierno apenas me dejan salir de casa, no me ha sido dado proseguir mis investigaciones de campo con la suficiente dedicación. Espero que me comprendas.
Sigo. Tomamos Clara y yo el metro para dirigirnos al barrio de Kreuzberg. «¿No es ahí donde los radicales de izquierdas queman coches de vez en cuando?». Íbamos sentados de espaldas a la ventanilla, que, como todas las del vagón, se veía cuajada de rayaduras hechas con objetos punzantes. La señora escritora mantenía la cabeza apoyada sobre mi hombro. Por el trayecto le estuve susurrando halagos. En varias ocasiones besé la parte superior de su cabeza. Se desprendía de sus cabellos un olor tibio, no exactamente aromático, tampoco fétido, que acaso fuera el de su jaqueca al rezumar por los poros del cuero cabelludo. Complacida, se quedó traspuesta y por poco pasamos de largo la parada donde debíamos cambiar de tren. Al final salimos a Platz der Luftbrücke, distante unos seiscientos metros de nuestro destino. Estábamos en el borde de una intersección de calles con tráfico intenso, esperando a que el semáforo tuviera una deferencia con nosotros. Tras unos árboles pelados se vislumbraba la Garra del Hambre, nombre popular del monumento consagrado a los aviadores que arriesgaron su vida (y en bastantes casos la perdieron) por abastecer la ciudad de provisiones durante el bloqueo soviético del cuarenta y tantos. Aún no eran las cuatro de la tarde y casi todos los vehículos llevaban los faros encendidos. Sus luces reverberaban en el asfalto mojado. El cielo estaba cubierto de un color gris sin matices. Hacía frío, hacía viento, llovía con fuerza y no teníamos paraguas. Todo era gris. Fin de la descripción.
Clara, los ojos cerrados, la frente arrugada de dolor, me explicó la manera de llegar a nuestro alojamiento. No podía guiarme, dijo. Se sentía mal, tan mal que en cualquier momento tendría que pararse a vomitar. Me pareció un gesto encomiable que me previniese puesto que caminaba apoyándose en mí con la boca a escasos centímetros de mi gabardina. Por el otro costado tiraba yo de la maleta. «Ve por ahí delante, ratón, hasta una casa azul. No hay pérdida». Eché a andar con la susodicha impedimenta por la Dudenstrasse. Recorrido un trecho corto, a la altura de una tienda especializada en máquinas y adminículos de ajedrez, noté una sacudida súbita bajo el brazo. Reculé rápidamente para que la señora escritora se arrimara sin dificultad a un portón que había junto a la tienda y vaciase entre ruidosas arcadas el estómago. Mientras ensuciaba la vía pública me acordé de la primera partida que le gané al Gordo, siendo los dos adolescentes. Cabreado porque le había comido una torre, volcó (volcaste) el tablero y, hasta después de muchos días, no quiso (no quisiste) jugar otra vez conmigo. Unos pasos más allá, bajo la marquesina de una parada de autobús, Clara sufrió una nueva acometida de espasmos. Al tiempo que la veía escupir babas filamentosas tuve el presentimiento de que por la noche no fornicaríamos. Le alcancé un pañuelo de papel para que se limpiara los labios, otro para que se enjugase las lágrimas. Fue entonces cuando advertí que desde el costado de la marquesina una señora nos observaba con ojos críticos.
Cerca de allá, en la esquina de la Duden con la Katzbachstrasse, se alzaba efectivamente un edificio de fachada azul. Enseguida divisé, junto a un escaparate de la droguería Schlecker, el portal que por encargo de Clara yo debía buscar mientras ella caminaba apoyándose en mí, sin fuerza para abrir los ojos. Más tarde supe que había una segunda entrada a la vuelta de la esquina. Ambas comunicaban con un patio donde a su vez estaba el portal de acceso a nuestro alojamiento. En el centro del patio se guardaban los contenedores de basura de toda la vecindad, dentro de un espacio cercado con mamparas de listones como las que antes de aquel espantoso vendaval de hace dos años cerraban nuestro jardín por la parte de la carretera. La impresión favorable que al primer golpe de vista me había causado el edificio se esfumó nada más poner un pie en su interior. Atravesamos un corredor lleno de mugre en dirección al patio. Cables y tuberías se extendían por fuera de las paredes. No he olvidado tampoco la fila de buzones roñosos, algunos de ellos con señales de haber sido violentados, ni las manchas de humedad que ennegrecían el enlucido. Clara me advirtió que había una botella rota en el suelo. «Nadie ha retirado los cristales desde que me instalé aquí. Hazme un favor, ratoncito. No emitas juicios antes de haber visto la vivienda». Cruzando el patio llegamos al otro portal, y por una escalera cochambrosa cuyo pasamanos no quise tocar en previsión de infecciones, subimos al tercer piso. En cada rellano intermedio había un ventanal compuesto de ventanas menores. La misma tarde de mi llegada comprobé que por ellas entraba no solamente la claridad procedente del patio. Bien porque una u otra permaneciese con frecuencia abierta, bien porque faltase el vidrio en alguna de ellas, el caso es que también dejaban pasar a las palomas, como sobradamente atestiguaba media docena de excrementos esparcidos por los peldaños.
A ruego de Clara busqué la llave dentro de su bolso. Billetes del metro, una entrada reciente del Pergamonmuseum, prospectos. «Ratón, date prisa». Abierta la puerta, me encontré al comienzo de un pasillo largo y limpio. Vi luego, a mano derecha, la cocina de reducidas dimensiones, con una chica guapa dentro que se acercó a estrecharme la mano, sonriente; vi con satisfacción lo demás y comprendí por qué Clara había sugerido minutos antes que no me formase una opinión precipitada. La vivienda donde habría de albergarme en compañía de mi esposa por espacio de quince días mereció mi conformidad. En ella disponíamos de una habitación amplia con derecho a cocina y cuarto de baño. Clara la había alquilado hasta el 5 de diciembre a una estudiante de artes plásticas que a su vez la tenía en alquiler. Dicha estudiante, Ruth Elitz, a quien no conocí en persona (¿qué habrá sido de ella?), se había ido a pasar una temporada al sur de Alemania, de donde creo recordar que procedía. Por medio de Internet, Clara averiguó que durante ese tiempo la estudiante cedía su habitación amueblada a cambio de una cantidad irrisoria de dinero. La señora escritora me lo había contado por teléfono por los días de mi convalecencia, si no con estas palabras, con otras muy similares: «Al principio, cuando supe que pedía tan poco, recelé. No puede ser, me dije. Y cuando descubrí la suciedad del portal, los buzones medio rotos y la basura del patio no tuve duda de que la fotografía de Internet no correspondía al tugurio que esperaba encontrar. Te juro, ratón, que estuve a dos dedos de volverme atrás; pero la curiosidad me picaba. Y subí, ya con una frase lista para decir cordialmente que no me interesaba la oferta. Ocurrió, sin embargo, que en cuanto empecé a ojear el piso se me cayeron los prejuicios al suelo. La chica es estupenda. Imagínate, estoy viviendo en su habitación, rodeada de todas sus pertenencias, sus libros, sus muñecos de peluche». «¿También su vibrador?». «Si empiezas con bromas no te cuento nada más». «Perdona». «Me gustó mucho su naturalidad. Me invitó a una taza de té, me contó pormenores de su vida, y eso que acabábamos de conocemos. Sin embargo, lo que de verdad terminó de convencerme, ¿sabes qué fue?». «¿El vibrador quizá? Tranquila, es solo una pregunta». «Mi dulce ratoncito, ya me doy cuenta de que, después de tantos días sin vernos, me echas en falta. También pienso que echas más en falta unas partes mías que otras. No te preocupes, consuélate con un poco de onanismo y resiste la abstinencia como un héroe. ¿Me permites acabar el informe? Pues después de despedirme de Ruth y prometerle que la llamaría, me di una vuelta por los alrededores para comprobar qué clase de gente vive en este barrio. Fui al Viktoriapark, que está a cuatro pasos. En esto se cruza conmigo una mujer de más o menos mi edad, vestida con zapatillas deportivas y chándal. Y pensé: si hay mujeres que corren solas por el parque, entonces esta es una zona habitable. Conque agarré el móvil y desde un banco del parque le dije a la estudiante que aceptaba el trato».
Podía verse una fotografía de Ruth Elitz bajo un vidrio sin marco en el centro de la pared, por encima de la cabecera de la cama. La imagen mostraba a una mujer joven de expresión melancólica (Clara disentía en este punto), con la cara de rasgos agraciados arrimada a la de un perro de aspecto tontorrón al que le colgaba la lengua por un costado de la boca. Clara, que había conversado con ella en un par de ocasiones, no se cansaba de ponderar sus cualidades personales. Diga lo que diga, el pasaje que le dedica en su libro roza la idolatría. Que la chica era, además, habilidosa, aplicada y de buen gusto lo demostraba el estado en que se encontraba su habitación. Ella misma, no sé cuándo, la había remozado. Sin ayuda de nadie cubrió el suelo con láminas de sintasol, pintó las paredes en diversos tonos azules y las adornó con dibujos y pinturas que ostentaban su firma. Destacaba un cuadro como de dos por tres metros con unas amapolas gigantescas en acrílico bermellón. Sobre todo por las mañanas, cuando recibían a través de las cortinas la luz del amanecer, relumbraban con gran potencia. En una de las baldas de la estantería donde guardaba numerosos libros de arte, se alineaba una multitud de pequeñas esculturas de granito por ella cinceladas. Eran piezas abstractas, o al menos así me lo parecían, de formas caprichosas y bordes redondeados. Algunas evocaban las tabas con que solían jugar en mi ciudad las niñas de antaño. Una idea de otras aficiones de Ruth Elitz la daba la presencia en la habitación de una máquina de coser, un clarinete dentro de su estuche, una bicicleta fija y gran cantidad de álbumes de fotografías en los que Clara me prohibió husmear hasta que la sorprendí a ella hojeando uno. «Bueno, pues míralos», me dijo despechada, «pero antes lávate las manos y luego no olvides dejarlos en su sitio». Recuerdo también un cartel con letras pintadas en escayola, fijado a uno de los entrepaños exteriores de la puerta, que decía: «Bienvenidos a mi mundo». ¿Lo habría hecho o comprado expresamente para nosotros? A mí aquella acumulación laboriosa de limpieza, orden y armonía me causaba una vaga incomodidad, no sé si me explico bien, un hormiguillo tenue, una desazón inconcreta, y no precisamente porque hubiera de extremar a todas horas la precaución para no romper nada en un descuido. Aún resuenan en mis oídos las órdenes frecuentes de Clara: ratón, no toques eso; ratón, no toques lo otro. Ansiaba yo descubrir alguna cosa que me proporcionase alivio y no sabía cuál. Quizá una raspadura en el clarinete. Quizá una lepisma bajo la cama. Quizá un espectro juguetón que por las noches, al saberme dormido, se entretenía colocándome encima de la cara un calcetín, una zapatilla, una braga de la señora escritora. El Gordo hacía algo similar de niño conmigo y con mi hermana. O sea, que si hay un lector mirando esta página, que no se extrañe. Pero a lo que iba. Ignoraba el objeto de mi búsqueda. Sin embargo, lo buscaba con ahínco a escondidas de Clara, deseoso de poner fin a mi tenaz desasosiego. Entre mí decía que me habría de contentar con un defecto, una mancha, una grieta insignificante en medio de tanta perfección, tanta felicidad y tantos muñecos de peluche. Tras varios días de búsqueda infructuosa, por fin mi esfuerzo obtuvo recompensa en uno de los cajones de la mesilla. Perdida en un revoltillo de cachivaches, llamó mi atención una caja de pequeño tamaño que contenía un tubo ya empezado de pomada. Extraje asimismo el prospecto, en el que se especificaban las distintas clases de dermatosis contra las cuales actuaba el preparado. Desde la fotografía de la pared, Ruth Elitz me sonrió con sus labios melancólicos, como diciendo: «Bueno, ahora ya lo sabes». Al punto me tomó una profunda simpatía por aquella muchacha llena de talento y atractivo, a la que no conocía a pesar de dormir en su cama. En adelante ya no me abandonó el convencimiento de que la habitación de Ruth Elitz, con sus curiosidades innumerables, no solamente era un paraíso particular, agradable y bello, lo que no tiene poco mérito, sino también humano.
Había una segunda habitación en la vivienda. La ocupaba aquella chica que me saludó en la cocina la tarde de mi llegada. La chica se llamaba Lea. Era guapa, era rubia y era de cerca de Leipzig. Después de una estancia larga en los Estados Unidos, había llegado recientemente a Berlín con la esperanza de ser admitida en la Academia de las Artes, donde quería estudiar cine, o dirección cinematográfica, o algo por el estilo, no lo sé con exactitud. Era de pocas palabras aunque no tímida, tampoco seca ni arrogante. Intuyo que habitaba en una dimensión a la que ni Clara ni yo podíamos acceder. ¿En cuál? Imagino que, si lo supiera, la presunta dimensión no resultaría inaccesible. Manteníamos un trato esporádico con nuestra compañera de piso, en parte porque durante el día nosotros, juntos o separados, nos dedicábamos a recorrer la ciudad; en parte también porque, cuando coincidíamos en casa, ella se pasaba la mayor parte del tiempo metida en su habitación, lo cual no significa que nos rehuyera. Antes al contrario, a veces llamaba a nuestra puerta y nos ofrecía un pedazo de bizcocho, avellanas, cualquier manjar que acababa de traer del supermercado, o nos preguntaba si nos apetecía compartir con ella una determinada comida que se disponía a cocinar. Se ganaba la vida con trabajos ocasionales. Vendedora, camarera, lo que surgiese. Me lo contó Clara, que de vez en cuando pegaba la hebra con ella en la cocina. Lea practicaba un hábito por cuya causa se me desmandaban a menudo las hormonas. Y era que, siempre que tomaba una ducha, iba a vestirse a su habitación, contigua al cuarto de baño, enseñando sin remilgos los magníficos dones con que la había obsequiado la naturaleza. ¿Hará falta confesar que, en cuanto llegaba a mis oídos el chisporroteo del agua, una poderosa debilidad, no rara en los varones, según me han dicho, se adueñaba de mi juicio, suspendía mi voluntad y, en fin, me infantilizaba hasta el extremo de hacerme perder cualquier asomo de carácter? Apenas mis oídos percibían el rumor característico de la ducha, me ponía en tensión; si el campo se hallaba despejado (y solo cuando se hallaba despejado), sacaba yo la cabeza al pasillo, presto a colegir por los diferentes sonidos procedentes del baño en qué fase del aseo se hallaba Lea. Tras haberme hecho el encontradizo en dos ocasiones me parecía que esa opción estaba agotada. Descubrí otra mejor. No bien el golpe de la puerta me anunciaba que la chica se había metido en su habitación, me acercaba con el mayor sigilo a mirar por el ojo de la cerradura. Sorprendía entonces a la beldad íntegra en su despreocupada y desnuda juventud, mientras se peinaba la hermosa cabellera, se recortaba las uñas de los pies con unas tijeras de punta curva o untaba de crema, con sensual parsimonia, con manos delicadas, primero una pierna, luego la otra, luego más arriba y para qué seguir torturándome con la evocación del fruto cercano, pero inalcanzable.
En breve darán las doce en el reloj de la cocina. Habrá que poner el punto final al presente capítulo, y no porque le falten a mi memoria más episodios vividos en el piso de Kreuzberg. La razón es que la señora escritora-profesora lleva acumulado en este curso un excedente de horas trabajadas; hoy que empiezan las vacaciones navideñas en los colegios de Baja Sajonia ha decidido volver a casa antes de lo habitual, sin que esta mañana me haya sido posible sonsacarle cuándo. Por motivos múltiples preferiría que nunca conociese la existencia de mi crónica del viaje, ni en su versión actual, todavía inconclusa, ni más tarde en la impresa. Por eso le pedí ayer a la secretaria del Gordo que por favor se acuerde de intercalar en el contrato de edición una cláusula que excluya la posibilidad de difundir mi libro en los países de habla alemana. Tal es la preocupación que el asunto me produce que he estado dándole vueltas a la idea de buscarme un seudónimo a fin de evitar que Clara, enredando algún día en Google, descubra el pastel. Un razonamiento del Gordo, sin embargo, me ha disuadido. En su opinión supone una tarea bastante ardua identificamos vía Internet tanto a él como a mí por nuestros nombres y apellidos, ya que son sobremanera comunes entre nuestros compatriotas. Aunque me incomoda darle la razón, reconozco que está en lo cierto. Él y yo somos en nuestro país lo que en Alemania un Müller, un Meier, un Schmidt. Cada vez que escribo mi nombre en la banda de Google aparece en la pantalla una lista inabarcable de tocayos.
El Gordo pone en tela de juicio, basándose en su experiencia (¡será jactancioso!), que una obra como la mía suscite interés a los editores alemanes. Cuenta que estuvo en la última feria de Fráncfort. Los conoce. Tienen, según él, ojo y medio orientado permanentemente hacia la literatura de lengua inglesa. De refilón miran a la masa de autores de otras procedencias lingüísticas. Salvo raras excepciones, por mucho que les gusten sus libros no aciertan a hacer negocio con ellos. Pues no sabes cuánto me alegro, le he respondido, así no habrá dificultad para complacerme en la cuestión de la cláusula, ¿no? Porque si de algo estoy seguro es de que me daría más placer abrazar a un caimán famélico que enfrentarme a la reacción previsible de mis parientes alemanes, con Clara a la cabeza de la turba, o de otras personas conocidas si llegaran a enterarse del papel dudosamente gallardo que les hago cumplir en mis recuerdos escritos. Quizá no debiera demorar un día más la construcción de una cueva en las montañas donde esconderme. Lo único que me detiene es que no hay montañas en esta región planchada.
Otro problema. Veo difícil dedicarme al relato del viaje con la debida intensidad y constancia durante las vacaciones navideñas de mi mujer, aunque se hará lo que se pueda. Agradecería, en consecuencia, que nadie me agobiase por correo electrónico con preguntas del tipo: ¿avanzas?, ¿cuánto te falta?, ¿terminarás para febrero?, etcétera. El día 28 saldremos para Copenhague. Volveremos el 3. Caprichos de Clara. Le gusta empezar cada Año Nuevo corrigiendo exámenes o cuadernos en una ciudad distinta. El año pasado en Budapest, el anterior en Múnich, donde aprovechamos la estancia para contraer la gripe los dos al mismo tiempo. Podría encerrarme por las noches en el retrete a escribir; pero no creo que la estrategia condujese a grandes logros, ni en calidad ni en cantidad. Conque hasta la reanudación del curso, dentro de diecisiete días, me aburriré a muerte sin escritura, sin partidos de la Bundesliga y sin jardín.
Y ahora sí que tengo que acabar porque percibo que se acerca por el aire un creciente olor a cuadernos escolares. Dejo fuera de mi relato, no hay más remedio, varias peripecias de las que tenía previsto ocuparme esta mañana. De haberme alcanzado el tiempo habría escrito sobre las llegadas de Lea al piso por la noche, a horas intempestivas, acompañada nunca averiguamos por quién, puesto que la misteriosa visita se marchaba como a la media hora o tres cuartos de haber venido; eso sí, no sin antes desvelamos con susurros y risas más o menos contenidas que oíamos a través del tabique. Quizá habría merecido la pena describir en detalle las dos iguanas verdes que Lea guardaba en su habitación, dentro de un terrario de grandes proporciones. Les hablaba, por cierto, en inglés. Y Clara me preguntó: «¿Tú cómo lo sabes?». Por puntillo me tentó responderle que porque oía hablar a la chica con sus reptiles cuando la espiaba por el ojo de la cerradura; pero opté por salir de la encerrona dialéctica con evasivas. Me habría gustado igualmente dedicar unas cuantas líneas al balcón, al que nos asomábamos a menudo, a pesar del mal tiempo, para asegurarnos de que nuestro coche seguía intacto en el borde de la calle. Y otras al trapaleo y las voces y los sollozos que algunos atardeceres se oían en el piso de abajo, los cuales supimos por Lea que eran debidos a las palizas que le arreaba el vecino a su mujer. Al tercer o cuarto alboroto Clara se mostró partidaria de avisar a la policía. Yo le aconsejé que, antes de dar ningún paso en aquella dirección heroica, tuviese la prudencia de reunir el mayor número posible de conocimientos acerca de la constitución física del individuo. Una tarde, ocultos tras los visillos, lo vimos cruzar el patio. Era bajo y enteco. Clara salió disparada en busca del teléfono. «En mi modesta opinión», le dije, «antes de alertar a la justicia conviene que el maltratador perpetre su delito. ¿Qué vas a contar, si no, al funcionario que te atienda?». «Bueno, pero al primer ruido de golpes llamaré». «¿Y si el tipo aporrea después nuestra puerta armado con un cuchillo?». Lea, a quien consultamos, no descartaba en absoluto el riesgo.