26

El ultimo fin de semana que pasamos en Hannover fue más o menos lo contrario de glorioso. El sábado por la tarde celebramos en familia el cumpleaños de Clara, conforme había prometido ella antes de emprender la excursión a Gotinga y los pueblos del Harz. Yo estaba en la cocina fregando pucheros mientras, a mis espaldas, las dos hermanas practicaban la emancipación de la mujer sentadas mano sobre mano a la mesa. Gudrun, como de costumbre, echaba pestes de Ingo. En medio de uno de sus vituperios vino Jennifer a inspeccionar la nevera. Al punto su madre le comunicó que tenía que acompañarnos a comer pasteles en el Holländische Kakao-Stube. Digo yo que si me condenaran injustamente traspasaría con gesto idéntico al de mi sobrina el umbral de mi celda carcelaria. En aquella época, la muchacha atravesaba por una fase de insatisfacción y enfado continuos, a consecuencia de los cuales consumía alimentos en abundancia. Se conoce que los trastornos de la pubertad, agravados tanto por la ausencia del padre como por las frecuentes disputas con la madre, excitaban su apetito. Cuando no comía, mascaba chicle. El caso era tener la dentadura ocupada salvo, imagino, por las noches en la cama; aunque, conociéndola, reúno elementos de juicio suficientes para sospechar que soñaba con festines. La obesidad generaba en ella frustración, y la frustración, obesidad. A fin de castigarse y de paso desagradar a su madre, zampaba sin freno. Lo normal es que no hubiera hecho ascos a los pasteles; pero, como pronto supimos, tenía otros planes. Debió de costarle un gran esfuerzo de voluntad contener su impulso habitual de rebelarse. ¿Cómo iba ella a desairar a su tía, que cada dos por tres la llevaba de compras, la trataba con infinito más tacto que su madre y esa misma mañana (aunque dudo si esto puede considerarse un favor) le había regalado el bolso blanco? La muchacha se hubo de contentar con poner mala cara. Su tía intentó eximirla del compromiso pastelero; pero Gudrun, inflexible, se opuso con argumentos sentenciosos encaminados a fomentar la armonía familiar. El brillo de una lágrima asomó en el fondo de la negra y espesa sombra de ojos de la muchacha. Buscando al parecer, en torno suyo, un abogado defensor, Jennifer fijó en mí la mirada. La apartó enseguida. ¿Qué ayuda podía recibir de un friegaplatos con delantal? Clara, experta en corazones adolescentes, terció para proponer con buen tino un remedio salomónico que hiciera compatibles la celebración de cumpleaños y la cita que Jennifer había concertado a media tarde con una amiga «bajo la cola», que es como se le dice popularmente en Hannover a encontrarse a los pies de la estatua ecuestre del rey Ernesto Augusto, delante de la estación. Con esto se calmaron los ánimos y yo, como advirtiese que no habría escena melodramática, reanudé no sin cierta decepción la espumosa tarea. Total que, para satisfacer a la muchacha, tomamos los cinco, antes de lo inicialmente acordado, el tranvía que nos llevó al centro de la ciudad.

Voy a escribir un párrafo sobre el Holländische Kakao-Stube sin extenderme en la descripción porque prefiero dedicar la mañana a recuerdos menos turísticos. En resumen, a nuestra llegada el local estaba lleno de su público acostumbrado. Predominaban en torno a las mesas los veteranos de la existencia con sus cabezas o bien blancas, o bien peladas, y sus manos que, con parsimonia temblorosa, levantaban tazas humeantes a bocas que las recibían soplando. Que yo sepa, el Holländische Kakao-Stube es uno de los pocos lugares de Hannover, junto con el Ayuntamiento Antiguo y unos cuantos edificios desperdigados, donde aún puede el visitante formarse una idea arquitectónica de tiempos pasados. De la ciudad anterior a la guerra se me hace a mí que no queda hoy día sino el nombre. No hay más que comparar las maquetas relativas a distintas épocas de Hannover, expuestas en el recibidor del mencionado Ayuntamiento, para comprobarlo. A mí se me encogió el corazón cuando vi la que representa la ciudad destruida por los bombardeos, pero esa es otra historia. El Holländische Kakao-Stube, aunque reconstruido, conserva (espejos, suelo ajedrezado, lámparas doradas) un aire de café añejo. Ya era la tercera o cuarta vez que entrábamos allí. A Clara le gustaban la atmósfera, el mobiliario, la variada y sabrosa repostería, mientras que para mí su atractivo principal se cifraba exclusivamente en el último término de la enumeración. Jennifer se apresuró a decir, con un volumen de voz que disgustó a su madre y con la mueca desdeñosa que afloraba a menudo a su cara embadurnada de maquillaje, que el sitio no le parecía cool. Quizá influyó en su opinión la circunstancia de que hubiera tres monjas con hábito en torno a una mesa. Nos abrimos paso antes de nada hasta el mostrador tras cuyos vidrios se ofrecían a la vista docenas de gollerías de todas clases, entre tartas, pastas y pasteles, bajo una iluminación intensa que las hacía aún más apetecibles. Recibimos un papelito con el número que después serviría a la camarera para identificar nuestro pedido. Tuvimos, no obstante, que esperar un buen rato a que quedase libre una mesa.

Mientras tomaba mi café y mi trozo de Bismarcktorte con nata, me aconteció un episodio interior ya experimentado en otras ocasiones, sobre todo cuando era más joven. Se trata sin duda de una bobada, pero es mi bobada. Poco antes de tomar asiento había escrutado brevemente mi cara en un espejo de tres cuerpos que colgaba en la pared. No me tengo por gran cosa. No me tengo en realidad por nada. Todo lo que sé de mí es que viviré un número determinado de días, durante los cuales procuraré jugar mis bazas lo mejor posible en la partida de la vida, y luego adiós muy buenas. Mi imagen reflejada en el espejo me observó con evidente simpatía. No afirmo que le gustase. Puede que le cayese bien, puede que no y puede que en el fondo de su mirada amistosa se atisbase un destello de pena. Me percaté de dicha circunstancia porque de una manera impremeditada, pero perceptible, me hizo un gesto de aprobación, escribiría que incluso de ternura, aunque temo estar exagerando. Después de este suceso intrascendente para la historia de la humanidad como todos los que me han ocurrido hasta la fecha, me senté al lado de mi sobrino, con quien volví a chocar palmas por tercera o cuarta vez en el transcurso de la tarde. A Clara se le despertó la curiosidad. «¿Por qué sonríes?». Advertí que Gudrun mantenía el cuello estirado con la misma expectativa de una explicación, si bien, a diferencia de los flamencos del zoo de Hannóver, había en la piel de su frente arrugas suspicaces. Contesté la primera trivialidad que me vino a la boca. La razón de ello, si la memoria no me falla, es que no tenía deseos de mostrarme profundo. Además, había dormido mal la noche anterior. El libro de la selva y esas cosas. Las dos hermanas convinieron en tachar a los hombres de raros. «¿Tú eres raro?», le pregunté a Kevin. El muchacho no respondió. Bueno, quizá sí, a su manera, sin entender la broma, pero conservando la sonrisa al par que escudriñaba con ojos velados de mansedumbre el hueco que quedaba entre sus manos. Gudrun consideró que había llegado el momento de reanudar sus ataques verbales contra Ingo. Desde el viaje en tranvía no lo había vuelto a hacer, yo ya me estaba preocupando. Jennifer le exigió con ceño adusto que dejara en paz a su padre. Durante unos instantes me dediqué a observar su boca, por la que salían a gran velocidad reproches y protestas en tono agrio. Como la viese de costado podía distinguir con facilidad los vaivenes de la bola de níquel que llevaba sujeta a la lengua. Juzgué prudente apartar hacia el borde de la mesa mi bebida y mi trozo de tarta para que no les diese mal sabor el vocabulario de la muchacha. Ninguno se había percatado de la fascinación que el recipiente del azúcar había empezado a ejercer entretanto sobre Kevin. De no haber intervenido Clara lo habría vaciado entero dentro de su vaso de leche con polvo de cacao. A Gudrun se le humedecieron los ojos. «No aguanto más», dijo, madre heroica, esposa abandonada, esclava de sus hijos, no bien su hermana le arreó unas palmaditas de fraternal solidaridad en el antebrazo. Yo aproveché para pegarme con disimulo una pella de nata en el caballete de la nariz. La ocurrencia obligó a sonreír a las hembras malquistadas. Concluida la disputa, durante un rato mis cuatro acompañantes bebieron y comieron en silencio, y yo los miraba. Fue entonces cuando me sucedió aquello a que me he referido al comienzo del párrafo. De pronto sentí como una descarga de dicha y alivio por no ser ninguna de las personas que me rodeaban. Ser alguno de mis parientes, arrostrar sus destinos, tener sus rasgos faciales, vivir todos los días dentro de sus cuerpos, en el modesto piso de alquiler de la Podbielskistrasse, se me figuraba un infortunio de cuidado. Ser Clara suponía asimismo una serie de incomodidades, entre las que no pueden dejar de citarse sus frecuentes molestias físicas, su tendencia a la tristeza, el estrés laboral (sustituido durante las jornadas del viaje por el miedo al fracaso literario) y tal vez, en un apartado menor, o eso espero, la carga diaria de vivir conmigo. Así reflexionando, me fijé en la camarera con su uniforme azul y blanco, en el señor de enfrente con un codo enrojecido de psoriasis; en fin, en la gente cercana a nuestra mesa, y llegué a la conclusión de que por el momento no era mal partido seguir a buen recaudo dentro de mí, con todos los inconvenientes que con frecuencia me acarrea ser sin remedio quien soy. Recuerdo que, a vueltas con estos pensamientos, experimenté un minuto de deliciosa egolatría.

A horas avanzadas de la noche sonaron golpes de nudillo en la puerta de la habitación. «No hay derecho», dije entre mí. «¡Justo ahora que el chaval no me impide dormir!». Un susurro andaba llamándome en la oscuridad: «Ratón, ¿duermes?». Tras cuatro o cinco llamadas no atendidas, contesté que dormía profundamente. Me tentó preguntarle a Clara si un pujo irresistible de lujuria la arrastraba hacia mí. No es lo habitual; pero, como las mujeres al parecer no son raras, nunca se sabe. Deduje, sin embargo, por la vibración apremiante de sus murmullos, que aquel no era momento adecuado para bromas. Clara me instó a reunirme con ella en el pasillo. Mi espesa somnolencia solo me permitió entender eso y la palabra «policía». Caminé tras sus pasos hasta la cocina, donde había luz. Vi a Gudrun sentada a la mesa en paños menores, gimoteante, patética, descalza. Estuve a punto de hacerle notar que tenía un dedo del pie en martillo; pero me callé suponiendo que ya lo sabría. El reloj marcaba las tres y veinte de la madrugada. Repito: no había derecho. «¿Has oído el teléfono?». Yo no había oído nada. Tan pronto como fui informado de lo ocurrido, me ofrecí a llevarlas en coche a condición de suspender mi viaje al pueblo con Kevin, previsto para la mañana. Con la secreta esperanza de que no fueran aceptados mis servicios, agregué que no me parecía prudente conducir muerto de sueño tantos kilómetros y con el muchacho al lado. Tamaña exhibición de sensatez por fuerza había de dar resultados positivos. Ya ellas, según dijeron, se disponían a salir hacia el hospital. «¿Estáis seguras? A mí no me importa llevaros». Que no, que tranquilo, que solo querían ponerme sobre aviso para que ni Kevin ni yo nos alarmásemos al amanecer si encontrábamos la casa vacía. «De todos modos, no te vayas», dijo Clara, «antes que yo haya vuelto». A este punto, mi cuñada se arrancó a monologar en términos parecidos a estos: «Es con el dinero que su padre le da sin que yo sepa cuánto con el que la estúpida se compra el tabaco y se financia los cosméticos y la bebida y todas las porquerías que seguramente toma. Quizá Ingo piense que no me entero. De Kevin, en cambio, nunca se acuerda. Ahora el peor padre del mundo estará en la cama con la conciencia en paz, mientras que yo tengo que sacrificar mis horas de reposo, yo tengo que preocuparme y salir en busca de su hija. A mí es a quien llama la policía, no a él. ¡A mí! Yo también quiero dormir, ¿sabéis? Yo también quiero llevar una vida apacible. Hacedme caso, no tengáis hijos, disfrutad de la vida». Al poco rato fueron las dos a vestirse y yo a la cama. Se conoce que enseguida me quedé dormido, pues no las sentí marchar. Hacia las ocho de la mañana encontré a Clara en la cocina tomando té con ojos de haber llorado. «Despierta a Kevin», dijo. «Es mejor que os vayáis antes que esas hayan vuelto». Señalando la tetera, me invitó a servirme una taza de té. «¿Lo has tenido tres minutos dentro del agua?». A mí también me gusta formular de vez en cuando preguntas rituales. «Ratón, por mucho que te esfuerces, hoy no conseguirás hacerme reír». Mujer eficiente, a la vuelta del hospital se había acordado de comprar panecillos y cruasanes. Me refirió, mientras desayunábamos, detalles de las andanzas nocturnas de nuestra sobrina. No solo Jennifer, también su amiga (no recuerdo el nombre) había sido ingresada en el hospital, y como por lo visto la otra era delgada y frágil el alcohol le había hecho peor efecto. «Intoxicación etílica». Clara susurró el diagnóstico con tanto misterio que no pude menos de volverme hacia la puerta para comprobar si había alguien espiando nuestra conversación. No se me dan bien los aspavientos, pero me esforcé: «¡Por el amor de Dios! ¿Y Jennifer?». Clara, a quien sin duda apretaba el deseo de descargarse de la tensión acumulada durante la noche por el procedimiento de emitir una cantidad abundante de lenguaje, contestó más o menos de este modo: «Ah, esa es corpulenta y dura. Vomitó todo lo vomitable. En cualquier momento la tendremos aquí buscando comida en la nevera y discutiendo con Gudrun. No llegué a verla. Sí, en cambio, a los familiares de la otra, un señor de casi dos metros de altura y una mujer de rasgos vietnamitas o filipinos que no me llegaba al hombro, y no es que yo sea especialmente alta. En fin, un matrimonio de esos que hace un tiempo estaban de moda, ahora quizá menos. Él hablaba de mandar a juicio a los de la taberna donde sirven bebidas a un euro. ¡Qué manera de fomentar el alcoholismo juvenil! Pero no hay nada que hacer. Las bobas iban en un grupo con por lo menos dos chavales mayores de dieciocho años, que eran los encargados de pedir las consumiciones en la barra. Diga lo que diga Gudrun, el policía que les ha tomado los datos tiene razón. ¿Qué pintan dos niñas de quince años a las tres de la madrugada fuera de casa? El padre de la otra se ha puesto a vociferar y entonces el policía le ha dicho fríamente que tal vez la oficina de protección de menores esté interesada en comprobar si en la embriaguez de las dos adolescentes concurrían negligencia o consentimiento de los padres. Gudrun ha interpretado que quieren quitarle la tutela de la hija. Yo no la veía llorar así desde los tiempos de nuestra infancia».

A las once ya estábamos Kevin y yo en el pueblo, luego de un viaje sin contratiempos por la autopista con poco tráfico, y sin apenas conversación salvo en las ocasiones esporádicas en que yo abordaba el tema del Hannóver 96. El muchacho se sabía de memoria los nombres de los jugadores que habían perdido de víspera, en su propio estadio, contra el Schalke 0-4. Cada quince o veinte minutos se los preguntaba; él los repetía con voz monótona, siempre en el mismo orden, dejando para el final el de los suplentes que entraron al campo durante la segunda parte. De este modo yo me hacía el ánimo de que nos dirigíamos la palabra. A nuestra llegada descargamos entre los dos el coche. «¿Me ayudas?», le pregunté. No dijo ni sí ni no, y me ayudó. Juntos cargamos a continuación las bolsas y maletas que Clara y yo habíamos dejado listas en julio, llenas de ropa y calzado para los días frescos. Me habría complacido dedicarle más tiempo al jardín; pero entre las tareas que me había asignado la señora escritora y el arreglo de la maldita escoba de la bruja se me fue toda la mañana. El césped me llegaba en algunos lugares hasta más arriba de los tobillos, si bien en este caso nada se habría podido hacer, puesto que era domingo y en nuestra vecindad se soportan mal los ruidos en días festivos y horas de reposo. Me contenté con arrancar los bulbos de los gladiolos, rastrillar aquí y allá, quitar cuatro hierbajos y poco más. Una pena. Como le dije a Clara una de aquellas tardes bochornosas del verano en Bremen, me habría gustado más nuestro viaje si hubiera podido llevar el jardín conmigo.

La señora Kalthoff nos invitó a comer. «Este chico es poco hablador». No sé si lo dijo en son de afirmación o de pregunta; sea como fuere, no quise enredarme en explicaciones. «Kevin, dile a la señora Kalthoff qué jugadores del Hannóver 96 jugaron ayer». Y el muchacho, con una voz sin inflexiones, en cada mano una croqueta, recitó de corrida los trece nombres. Nuestra anfitriona se deshizo en elogios y después me miró con disimulo como para darme a entender que había entendido lo que fuera que había que entender. Mientras recogía la mesa fui a la sala a echarle un vistazo al correo. A ruego nuestro ella solía vaciarnos regularmente el buzón, pese a lo cual, cuando llegué a casa, lo encontré atestado de prospectos y facturas. En el fajo de cartas que me entregó había una de mi hermano, la última que recibí de él antes que empezáramos a comunicarnos por medio del correo electrónico. Por primera vez mostraba voluntad de pagarme la traducción de libros alemanes. Aunque no especificaba cantidad ninguna, me agradó sobremanera que buscase un acuerdo conmigo sobre la base del trabajo remunerado. Así da gusto tener parientes.

Encontré a Goethe adormilado, mustio, indiferente, gordo. Me hizo un recibimiento impropio de un amigo. Ni corrió a plantarme las patas en las perneras de los pantalones como yo esperaba, ni me lamió la manos, ni meneó la cola en señal de saludo, ni tan siquiera (¿es esto mucho pedir?) se tomó la molestia de levantarse cuando me vio entrar en la sala. Antes al contrario, continuó acurrucado sobre su manta, mirándome con la misma emoción con que podía haber mirado una telaraña en la pared. Todo lo que hizo fue atiesar una oreja y agacharla aburridamente apenas me hubo reconocido. Seguro de procurarle una grata sorpresa, acerqué a su hocico las golosinas suculentas (así lo afirmaba el envoltorio, yo no las probé) con que Clara me pidió que lo obsequiase a mi llegada. Goethe las olisqueó sin el menor interés, encastillado en su terca apatía incluso después de revelarle que el paquete nos había costado cinco euros. En realidad costó un euro y noventa y nueve céntimos, pero él qué iba a saber. Pensando en que acaso no las aceptaba por modestia o por timidez, decidí introducirle a la fuerza una en la boca. Resignado, la sostuvo unos instantes pinzada entre los dientes. Nada más alejarme de su lado la dejó caer al suelo.

Tras la comida, Kevin colocó a Goethe sobre sus muslos. Formaban una pareja armónica, los dos inmóviles en el sillón, los dos callados, los dos con las pupilas enturbiadas de languidez. Seguían en la misma posición al cabo de media hora, cuando me desperté de la cabezada que no pude impedir. En susurros le pregunté a mi sobrino si por casualidad se me había oído roncar. El muchacho, que por lo visto me entendió mal, se arrancó a recitar nuevamente los nombres de los futbolistas. Esta vez no consentí que pasara de los defensas. Con voz más fuerte reiteré la pregunta. Por toda contestación se encogió de hombros. Yo no sé qué pensaría la señora Kalthoff viendo a su huésped dormido. Malhumorada desde luego no parecía puesto que me ofreció con sonriente amabilidad una taza de café. Quise saber si el veterinario le había recetado a Goethe las mismas pastillas que la vez anterior. Vaciló antes de contestar que no le había recetado nada. Entonces no tuve duda de que había olvidado llevarlo a la revisión periódica, de la misma manera que olvidaba vaciar de forma regular nuestro buzón o cortar el césped de nuestro jardín. Clara me tenía prohibido enfadarme con ella por cuanto su ayuda nos era de todo punto imprescindible. Decidí, en consecuencia, mientras tomábamos café, ahorrarle los reproches que me ardían en la punta de la lengua. A petición suya le expliqué, sin extenderme en pormenores, nuestro plan de viaje previsto para las próximas semanas. A no recuerdo qué hora de la tarde le di las gracias por su hospitalidad y le estreché la mano ante la puerta de su casa en señal de despedida, convencido de que ya no nos volveríamos a ver hasta pasada una larga temporada. El mismo pensamiento me vino a la cabeza cuando le dije adiós a Goethe, que estaba medio agazapado tras las piernas de la señora Kalthoff. A veces, no obstante, la vida interfiere en nuestros cálculos con lances inesperados, como ya me contaré otro día porque hoy no tengo tiempo.

Y termino. Últimamente iba a todas partes calzado con las zapatillas deportivas compradas en el City Center de Northeim, no tanto porque me resultaran cómodas, más bien para adaptarme a ellas, cosa que, por lo menos con la del pie izquierdo, no sucedía. En un costado de la planta de dicho pie, allí donde este hace su puente, una costura de la zapatilla me causaba a ratos un picor no especialmente intenso, pero molesto, en un punto donde a los pocos días se formó una roncha rojiza. Al principio no le di importancia. Después el abultamiento, el nudo, lo que fuera, tomó un aspecto indefinido. Lo mismo semejaba una ampolla que una verruga o dureza de perímetro similar al de un guisante, y como empezase a perder color, o así me lo parecía, consideré que el asunto no entrañaba gravedad. Tras despedirme de la señora Kalthoff volví con mi sobrino a casa. Kevin se quedó fuera registrando el jardín en busca de caracoles y babosas, con los que formó una fila sobre el velador de la glorieta, y yo entré a ducharme. De este modo, en vísperas de reanudar el viaje con Clara, no tendría que hacerlo en el piso de nuestros parientes, donde con frecuencia había que pedir turno antes de ocupar el cuarto de baño. A tiempo de secarme, ya limpio, apreté aquella cosa del pie aprovechando que el agua la había reblandecido. Las primeras veces apreté con cuidado; luego, como no sintiese dolor, con más fuerza, sin lograr por ello que reventase. Cogí entonces una de las chinchetas que usamos para clavar notas recordatorias en el panel de la cocina. Lo sé, lo sé. Siempre que evoco la imprudencia resuena el regaño de Clara en mi memoria. Aún me pregunto cómo pudo ocurrir que no me acordase de aplicar la punta a una llama. Si es lo que hago siempre en esas situaciones… Tres o cuatro pinchazos no sirvieron para sacarle a la roncha una gota de pus. Busqué la tintura de yodo. O sea que, en medio de mi necedad, dijera lo que dijera la señora escritora, no me faltaron indicios de sentido común. Pero, claro, la tintura no aparecía por ninguna parte y yo no vi en casa otro desinfectante que mi loción para después del afeitado, donde se supone que hay alcohol. El resto de la infortunada peripecia me lo contaré otro día. Lo último que voy a escribir esta mañana es que entre las cuatro y las cinco de la tarde llamé a Clara por teléfono para anunciarle el cumplimiento cabal de todas las tareas que me había asignado. Mentí: «Y no se me ha roto nada». Tras comunicarle que en cuestión de un cuarto de hora tenía previsto abandonar el pueblo, le pregunté si quería que le llevase alguna cosa de la que se hubiese acordado durante mi ausencia. «Aún estás a tiempo. Piensa que vamos a pasar una buena temporada lejos de casa». Se limitó a indicarme que no dejara ningún aparato eléctrico encendido. Por último me recomendó en tono lúgubre que no me diese prisa en volver a Hannóver. «Te puedes imaginar», dijo, «el ambiente que hay aquí. Lo mejor es que estéis de regreso para las nueve». Esto acordado, nos despedimos, cerré la puerta con llave y me fui a cumplirle a Kevin la promesa de enseñarle barcos en el puerto de Wilhelmshaven.