30

La señora escritora había pagado cincuenta céntimos por entrar en los servicios del aparcamiento de Putgarten; tres cuartos de hora después pagó otros cincuenta por usar los de un chiringuito de bebidas y salchichas que había junto a los faros de Kap Arkona, y, tras el intermedio gratuito en el restaurante del hotel Panorama, cincuenta más en los del siguiente aparcamiento, a la vuelta del Kónigstuhl. Yo, hermano, de vejigas de mujeres entiendo poco; pero barrunto que la naturaleza no se esmera lo suficiente cuando las hace. No pienses de mí que soy marido mezquino que pide cuentas urinarias a su esposa. De buen corazón se me ocurrió proponerle a Clara un sencillo sistema de ahorro consistente en el uso natural de bosques y prados, abundantes en la isla de Rügen. Me mordí la lengua porque, debido tal vez a su educación protestante, Clara no es persona a quien agrade conversar sobre flujos, secreciones y demás peripecias glandulares que tradicionalmente suceden sin la mediación directa del espíritu. El apego proverbial de los católicos por las llagas y las espinas, las calaveras y los sudarios, no ha cundido nunca con fuerza en el norte de Alemania. También en sus libros Clara evita abordar de manera explícita cuestiones fisiológicas. En su novela Bajo las glicinas, por ejemplo, hacia el final de la segunda parte relata una escena erótica, por llamarla de algún modo, que mal que le pese (y yo, por supuesto, no me atrevería nunca a decírselo) se podría ofrecer como lectura candorosa de iniciación a la sexualidad a alumnos de tercero o cuarto de primaria.

A la vuelta del Kónigstuhl, en el autobús, me reveló con mucho misterio que tenía ganas de orinar. «¿Otra vez? A ti podrían contratarte como fuente pública». Dudo que el chiste, susurrado a no más de diez centímetros de su oreja, llamara la atención de nadie. Ella no debía de opinar lo mismo, pues me preguntó con mueca severa por qué no le pedía prestado el micrófono al conductor; así mi indiscreción llegaría también a oídos de los viajeros que se hacinaban al fondo del autobús. En el aparcamiento aproveché su ausencia para registrar el botiquín del coche. Cierta esperanza que yo albergaba de encontrar remedio a mi mal no se cumplió. La caja contenía toda clase de avíos sanitarios prescritos por las leyes de tráfico, pero ningún desinfectante. Un pensamiento me reconfortó, y era que, de haber encontrado lo que buscaba, habría sido poco o nada recomendable usarlo. Pasaba de quince meses que debíamos haber renovado el botiquín. Se lo dije a Clara cuando volvió del servicio. «A ver», replicó incrédula, arrebatándome la caja con brusquedad. «Pues es cierto. Si lo descubre la policía nos caerá una multa. Y esto ¿dónde se compra». «En farmacias, supongo». «Yo creo que más bien en gasolineras». Sugerí con intención secreta que en la siguiente ciudad saliéramos de dudas. Ella podría preguntar en una gasolinera, yo en una farmacia. «Ratón, pon el maldito trasto donde estaba. Si hasta ahora nunca nos han exigido que lo enseñemos, sería mucha casualidad que nos lo exigieran hoy».

En el curso de la tarde, visitamos dos sitios de interés menor para un hombre empeñado en comprar una sustancia antiséptica a escondidas de su esposa. «¿Le tengo miedo a Clara o qué?», me preguntaba a cada instante, irritado. Y decía entre mí: «Basta de comedias. En cuanto lleguemos al final de esta recta se lo contaré». Pero mientras nos acercábamos con el coche al punto mencionado, me imaginaba con vivo realismo el chillido que pegaría ella al verme el pie, sus ojos alarmados, sus exclamaciones histéricas, sus vaticinios espeluznantes, acompañados de amargura y lágrimas y reproches al considerar que, como consecuencia de mi falta de franqueza, un problema físico en principio leve había alcanzado tal gravedad que hacía de todo punto imposible la prosecución de nuestro viaje. Resuelto a no exponerme a una segura tormenta conyugal, decidía esperar al final de otra recta, y luego de otra porque la última elegida se me figuraba demasiado corta o porque me parecía que la decisión no estaba suficientemente meditada o por cualquier futilidad. Así iba concediéndome dilaciones y nuevos plazos al tiempo que tejía en torno al temor de acabar ingresado en un hospital una malla de razonamientos, de excusas y falsos consuelos con que trataba de despistar al intelecto en espera de conseguir en algún lugar de la isla la medicina salvadora. Bastaba que Clara dijese de pronto, desde su asiento: «Ratoncito», para quedarme por espacio de varios segundos tieso de angustia. «Me parece que hoy no conduces concentrado. Continuamente invades con las ruedas de tu lado el carril contrario». Salía yo entonces de mis cavilaciones como quien se despierta de golpe, miraba en derredor y comprobaba boquiabierto que, efectivamente, había ruedas y carriles, y que mis manos agarraban un objeto giratorio con forma de aro cuyo manejo erróneo podía acarrear consecuencias harto perjudiciales para nuestra salud. «¿Te pasa algo, ratón?». «¡A mí qué puñetas me va a pasar con la tarde tan buena que hace, y el paisaje maravilloso, y el mar cercano!». «No sabía yo que hubieras contraído la poesía». «Y si la he contraído, ¿qué?». «Te conozco lo suficiente como para saber que eres inmune a esa enfermedad».

Circulando por una carretera de doble sentido que discurría entre árboles, llegamos a no me acuerdo qué hora de la tarde, conforme al plan de excursión de la señora escritora, al comienzo de una hilera de edificios. Uno esperaría encontrar semejantes moles en los barrios satélite de las grandes ciudades antes que en un paraje idílico con pinos y senderos de arena a escasos metros del mar. Su aspecto era tan irreal, tan monstruoso, tan antiestético, que por unos instantes temí que mis inquietas fantasías me hubieran vuelto a jugar una mala pasada. Resultó que no, que la horrenda construcción, llamada Prora, se alzaba verdaderamente delante de nuestros ojos. «Ah, ya entiendo», dije. «Por la mañana hemos disfrutado de la belleza, ahora pretendemos disfrutar de la fealdad. Se nota que lo tienes todo calculado». Clara sacaba fotografías de la fachada más próxima, yo buscaba en mis bolsillos monedas para el parquímetro; en esto, se acercó a mí una chica procedente del único coche, además del nuestro, estacionado en la explanada. Dentro se veía a un hombre con gafas de sol sentado al volante. La chica me regaló un tique de aparcamiento con validez para casi una hora. También me regaló una sonrisa con unos dientes preciosos. Su juventud, su falda corta, sus piernas esbeltas, me provocaron un pujo de lascivia, pero lo superé al instante. Cuando nos quedamos solos, le pregunté a Clara si no le parecía tétrico aquel lugar. «Pues no sé qué decirte, ratón; pero la guía turística le dedica dos páginas y media. Por algo será».

Cerebros nazis habían concebido en su día aquellas colmenas descomunales destinadas a albergar enjambres de veraneantes afectos al régimen o susceptibles de serlo, que para eso se les recompensaba con unas instalaciones de hormigón frente a la playa. Siguen en pie, a comienzos del siglo XXI, los ocho bloques de seis pisos cada uno. Según la guía, entre todos abarcan una longitud de cuatro kilómetros y medio. A buen seguro nos habría dado la medianoche si, como habíamos contado peldaños por la mañana, nos hubiéramos puesto a contar ventanas por la tarde. He leído por ahí que, terminada la guerra, el Ejército Rojo intentó demoler la construcción. Tuvo que desistir. Aquello no se dejaba derribar fácilmente. O quizá el mando militar se echó atrás al calcular la ingente y costosa cantidad de dinamita que habrían requerido las voladuras sucesivas. Al final, las autoridades de la RDA optaron por la típica y barata solución comunista, y convirtieron Prora en un cuartel.

Clara salió disparada hacia el bloque más próximo. La seguí a distancia, aguantando con dientes apretados los pinchazos en el pie, dispuesto a sufrir tanto como fuese necesario con tal de no renquear. «Ratón, detrás de ti viene un caracol pidiéndote paso». Por el camino encontramos un panel cuajado de carteles. Anunciaban un museo, una sala de exposiciones, un puesto de comida rápida, creo que una galería de arte. Aquellas promesas de esparcimiento no se correspondían con la soledad del lugar. Ni se oían voces ni se veía un alma en ningún lado. El edificio que se alzaba ante nosotros, gris, desconchado, recubierto de pintadas en su parte baja, mostraba claros indicios de abandono. No tardamos en comprobar que estaba vacío. A través de un vidrio mugriento echamos un vistazo al interior. Paredes desnudas, suelos polvorientos; al fondo, una ventana que daba a un pinar, al que nos llegamos a continuación cruzando un pasaje. Me sorprendió que no hiciera falta descender a la orilla del mar por unas escaleras. De pronto salimos a una playa extensa, sin apenas gente, adonde las olas de una ancha bahía llegaban en revoltijo, montándose las unas sobre las otras. Una niebla fina flotaba sobre ellas. Gaviotas como yo nunca las había visto, de cabeza y cola negras, de pico y patas rojas, hurgaban entre los ovillos de algas esparcidos por la arena. A Clara se le ocurrió remojarse los pies. Ni pagando habría logrado convencerme. «Pensaba que no habíamos venido de vacaciones, sino a trabajar». «Déjame tener un disfrute, no seas malo». Dijo esto haciendo remilgos que no cuadraban con su carácter, mientras chapoteaba en el agua espumosa con las perneras de los pantalones subidas hasta las rodillas. Me fui andando poco a poco hasta unos muros ruinosos que se levantaban cerca de allí, en medio de la playa. Sentado sobre lo que parecían cimientos, me descalcé; pero no tuve coraje de examinar la herida.

Por la noche, antes de acostarme, metido en la bañera de nuestro piso de alquiler, me arranqué con cuidado las tiritas. El tamaño del cerco rojo en torno a la herida había aumentado de forma sensible. Su color era ahora más intenso, más oscuro, de una tonalidad violácea. Después de lavar el pus, pude ver con claridad el agujero que se había formado en la carne. Semejaba un pequeño cráter al que, por ninguna razón concreta, sino porque me vino la ocurrencia de repente, le puse el nombre de Tommy. «Comprenderás que no nos puede unir una amistad duradera», le dije, y también que no se llevase a engaño porque lo tratara de momento como a un hijo, secándolo con el secador, aplicándole agua de colonia. No tuve más remedio que hacer esto último después que hube buscado sin éxito dentro del armario de baño, entre los cosméticos y artículos de aseo de la señora Klinkenberg algún desinfectante.

Tampoco en Binz, por la tarde, me había querido favorecer la suerte. Juzgaba improbable que en una ciudad de elegancia balnearia, con villas y mansiones encaladas, un paseo marítimo de postal y un lujo patente de comercios y mobiliario urbano no hubiera una farmacia. Había dos, según me explicó, en ausencia urinaria de la señora escritora, el camarero del restaurante italiano donde cenamos; una de ellas, la más cercana, siguiendo aquella misma calle, que era la principal de la ciudad. A su vuelta del servicio, le dije a Clara que me lo había pensado mejor y ahora me apetecía dar el paseo propuesto por ella un cuarto de hora antes y por mí categóricamente rechazado. Como el trayecto abundaba en escaparates, me las arreglé sin dificultad para enderezar nuestros pasos en la dirección indicada por el camarero. Al poco rato divisé en una de tantas fachadas blancas el letrero con la A roja que había anhelado encontrar desde primera hora de la mañana. Por desgracia ya iba la tarde de caída. La farmacia estaba cerrada.

El día siguiente fue todo lo contrario de agradable para mí, aunque amaneció acompañado de señales esperanzadoras. Convine con Clara en que, mientras ella se duchaba, yo llevaría el coche a repostar. El chico de la gasolinera me indicó con pocas y precisas palabras dónde podía encontrar una farmacia en Bergen. Agradecido, le compré un botiquín. Con no menor amabilidad me trató la farmacéutica. Faltaban lo menos diez minutos para las ocho de la mañana, hora de apertura de la farmacia; pero ella debió de compadecerse de mi ostensible inquietud al otro lado de la puerta acristalada y me dejó entrar. Me esforcé por describir a Tommy con exactitud, sin llamarlo por su nombre y sin escatimar ciertos pormenores de difícil encaje en un poema lírico. Para no tener que mostrarlo lo situé en un pie de mi esposa. Escuchadas las explicaciones, la farmacéutica sacó de un armario de gavetas una caja que contenía un tubo de pomada bactericida. Me complació sobremanera la rapidez con que había elegido el medicamento tanto como la circunstancia de que este se hallara a mano y se pudiese adquirir sin receta médica. ¿Cabía esperar pruebas más contundentes de que el mío era uno de esos problemas triviales con los que los empleados de farmacia se enfrentan docenas de veces cada día, comparable a un dolor pasajero de cabeza, a un resfriado común, al prurito hemorroidal? «Lo siento mucho por ti, Tommy», dije en mis pensamientos, «pero ya puedes ir preparando el equipaje». La farmacéutica, a quien pedí consejo sobre la manera adecuada de hacer los apósitos, me convenció para que comprara un paquete de compresas antisépticas y unas tiras de esparadrapo. Yo le habría comprado la luna y no por nada, hermano, sino que daba por seguro que aquella mujer aplomada y diligente, que lucía una dentadura impoluta a juego con su bata blanca y que en el momento de la despedida me regaló una bolsita con tres caramelos contra la tos, acababa de sacarme de un apuro notable. «Dígale a su esposa que se abstenga en lo posible de caminar y que no dude en acudir al médico si la infección no remite. Justo encima de la farmacia, en el primer piso, hay un consultorio de medicina general». «Descuide, se lo diré». Me acompañó hasta la puerta. «Es muy importante que su esposa mantenga el pie en reposo». «Tendré que esforzarme por convencerla, pues es bastante tozuda». Salí a la plaza embargado por una sensación próxima a la euforia. Vi un banco donde sentarme a salvo de las miradas de los transeúntes, delante del edificio del Ayuntamiento. Allí embadurné a Tommy de pomada y lo amordacé no sin antes hacer amago de arrearle un bofetón. Me contuve pensando que en Alemania golpear a los hijos está penado.

Después del desayuno viajamos en coche a la cercana ciudad de Putbus. La señora escritora había fijado en aquel lugar el inicio de un programa de visitas apretado, por no escribir excesivo. Voy a saltarme los innumerables lances insulsos que vivimos durante la jornada porque de quien yo quiero ocuparme más por extenso en este capítulo es de Tommy. En realidad, dejamos el centro urbano de Putbus a un lado para dirigirnos directamente a una curiosa estación de ferrocarril. En Bergen, antes de ponernos en camino, yo había estado ojeando a solas el plano de Putbus, de tal manera que cuando, ya entre las casas, Clara dijo: «Tienes que torcer ahí delante a la derecha», torcí sin la menor vacilación a la izquierda, con la consecuencia de que llegamos en un santiamén al punto de destino. La estación me evocó un decorado de la época del cine mudo. Se lo dije a Clara nada más apearnos del coche; ella se apresuró a apuntar el dato y más tarde lo reprodujo en su libro. El día en que leí el pasaje le recordé que la idea se me había ocurrido a mí, por si le apetecía darme las gracias. «Perdona, ratón, pero ya me había venido a la cabeza antes que tú la expresaras».

Tras una no breve espera, que ella aprovechó para fotografiar locomotoras y vagones de otros tiempos, a media mañana nos montamos en el Rasender Roland (el Rolando Veloz), una antigualla rodante de vía estrecha cuyos orígenes se remontan a las postrimerías del siglo XIX. Se trata de un tren chaca-chaca, tembloroso e incómodo, que con la caldera a pleno funcionamiento alcanza una velocidad de 30 kilómetros por hora. Mitad juguete, mitad medio de transporte (quizá más lo primero que lo segundo), atraviesa campos y bosques soltando frecuentes pitidos cuya función primordial sospecho yo que consiste en hacer las delicias de los niños y los nostálgicos. A juzgar por la cantidad de pasajeros que transportaba, no abrigo duda de que constituye una de las principales atracciones turísticas de la isla. La revisora nos vendió los billetes con el tren ya en marcha. Apoyé, por descontado, la propuesta de Clara de viajar hasta un pueblo costero llamado Göhren. A nuestra espalda, un grupo de jóvenes y bulliciosos mochileros decidió a mano alzada en qué estación se bajaría. Yo supongo que, como en los carruseles de feria, a la mayor parte de los usuarios del Roland lo que menos le preocupa es llegar a una meta. Nosotros elegimos de común acuerdo Göhren. Clara, presumiblemente, por razones literarias; yo porque allí estaba situada la última estación del recorrido, lo que favorecía mi propósito de mantener a Tommy inmóvil tanto tiempo como fuera posible. Con tal de no tener que andar me importaban poco la incomodidad del asiento, el traqueteo incesante, el avance a tirones y, a partir de Binz, cuando el tren se colmó de gente, no sé si el vapor o el humo que se colaba por las ventanillas abiertas por empeño de algunos viajeros. El aire saturado de olor a vetusta revolución industrial me producía sequedad y picor de garganta. «¿De dónde has sacado esos caramelos, ratoncito?». «No lo sé, los acabo de encontrar en el bolsillo de la chaqueta. ¿Quieres uno?». Tardamos una hora y veinte minutos en llegar a Göhren. Calculo yo que en coche, a velocidad de excursión, habríamos tardado una hora menos. No bien se paró el tren, todo el mundo enfiló hacia la salida. Todo el mundo salvo yo, que me escudé en la aglomeración para rezagarme. Desde el fondo Clara me indicó por señas que me esperaba abajo. Le eché un beso por encima de las cabezas interpuestas. Salí el último, apoyando el pie de forma que, aunque me resultaba inevitable renquear un poco, Tommy no se despertase. La precaución dejó de obrar efecto apenas hube pisado el andén. La repentina, la aguda, la brutal punzada estuvo a pique de arrancarme un alarido. Clara no se percató. Se afanaba como a veinte metros de distancia en presenciar de cerca, moleskine en mano, la maniobra de desacoplamiento de la locomotora. Con cautela caminé confundido en la multitud unos pasos sin rumbo hasta lograr que el pie malo entrase en calor. Tenía comprobado que, cuando esto sucedía, se me hacía más soportable el sufrimiento.

Tommy me amargó el día. Hermano, doy por seguro que a los lectores de los libros por ti editados les interesará un pepino la desgracia de un pie. ¿No afirman los críticos que la gente, cuando lee, quiere aprender algo o divertirse? Yo poca diversión les puedo procurar escribiendo sobre Tommy, no digamos enseñanzas. Tampoco ignoro que a diario acontecen en el mundo catástrofes colectivas, en comparación con las cuales mi pie agujereado no abulta más que una chispa en medio de las galaxias. Sino que, pensándolo bien, y tú que eres diabético lo sabrás mejor que yo, no existe dolor que duela tanto como el propio. Si te parece egoísta mi postura y tú, por razones que se me escapan, no puedes tolerar el egoísmo (al contrario de cuando convivíamos en la casa familiar), entonces suprimimos este capítulo; pero yo te digo, querido hermano, que fuera de aquella herida en la planta del pie, no hay para mí asunto sobre el que yo pueda escribir en este instante con más sinceridad, más pasión, más ganas y más de todo. Espero que me entiendas y, si no, da igual. Todavía el tema me afecta de tal modo que al tratarlo por escrito no me acuerdo de cuidar el estilo. Ni tan siquiera reparo en que me sirvo del lenguaje para hacer memoria. De pronto, al releer el párrafo, caigo en la cuenta de que he repetido varias veces la palabra «pie», como les sucede a los escritores desmañados y a los cortos de recursos. Pero es que para mí, hermano, entiéndeme, aquel día no existía en mis pensamientos ni en mis percepciones nada, absolutamente nada, sino el referido pie, el pie de los pies, el pie por antonomasia, der einzige, the only one. En una palabra, mi pie.

A propósito de pie, confieso que no me dolía todo el rato. Incluyo aquí esta precisión por el motivo siguiente. No quiero que nadie que se asome alguna vez a mis recuerdos se forme la idea de que fueron escritos por un hombre quejumbroso. Cuanto más lo pienso más me convenzo de que a Tommy lo agobiaba un dilema insoluble. Por una parte, su condición de absceso lo obligaba a cumplir una tarea destructiva; por otra, necesitaba a toda costa el tejido orgánico de mi pie para subsistir. Un vínculo similar une a la humanidad con su planeta, ¿no te parece? Se me figura que cuando prevalecía el criterio de los microbios ecologistas, Tommy se avenía a concederme una tregua, de manera que a veces, incluso caminando, dejaba yo de sentir molestias. No obstante, en las ocasiones en que asumían las responsabilidades de gobierno los microbios partidarios de esquilmar los recursos naturales, me venían de repente, lo mismo si estaba quieto como si me movía, ráfagas de escozor que me atormentaban durante varios segundos. Al principio las aguantaba de buen grado, pues suponía que eran fruto de las reacciones desesperadas de Tommy por detener el efecto, mortífero para él, de la pomada. Pero conforme avanzaba el día, iba creciendo mi inquietud al mismo tiempo que disminuía mi confianza en la eficacia del medicamento. En el autobús que nos llevó a Sellín le dije a Tommy sin voz, en lengua local, por entender que, como nunca había salido de Alemania, sería la única que comprendiese: «Noto el dolor porque estás en mí; pero es un dolor tuyo y no mío. En realidad, me encuentro bien. Eres tú el que está agonizando». Me replicó con insolencia: «¿Y no notas que con cada hora que transcurre aumento de tamaño, penetro más hondo en tu carne, supuro más?». «No me vas a impresionar, Tommy. Por si no lo sabes, la medicina ha progresado desde los tiempos de la peste negra». «¿Qué me quieres decir con eso? ¿Que te anestesiarán antes de amputarte con un serrucho último modelo? ¿Que te pondrán después un pie ortopédico que a lo mejor te permite echarte unas carreritas en los próximos paralímpicos? Enhorabuena, muchacho. No sabes la suerte inmensa que tienes de estar afectado de gangrena en estos tiempos». «¿Qué murmuras, ratoncito? Llevas todo el viaje moviendo los labios».

En Göhren viví un momento crítico cuando recorríamos la cuesta que llevaba de la estación al pueblo. Logré recuperarme descansando por espacio de media hora en la terraza de una heladería. Clara había ido en busca de datos para su libro a un museo al que no quise acompañarla. Una parte no pequeña de la excursión estuve sentado: mientras esperábamos el autobús, que tardó más de tres cuartos de hora en aparecer, durante los cuales Clara inspeccionó las tiendas de la calle principal del pueblo, algunas dos veces; en el autobús, como se deja imaginar; después en los bancos públicos, los pretiles, los peldaños y bordillos de acera de Sellín no bien Clara, por una u otra razón, se alejaba de mi lado, y por supuesto a media tarde, en el Rasender Roland, durante el viaje de vuelta. De esta forma, sentándome a cada poco, combatía mi sufrimiento igual que los ancianos sus fatigas.

En otras circunstancias la ciudad blanca y marítima de Sellín me habría causado con seguridad una impresión aprobatoria, incluso placentera, aunque sin llegar al arrobo de la señora escritora debido a un sosiego perezoso, a una flema incrédula, que en ocasiones se apodera de mí cuando le encargo al cerebro que enjuicie hazañas, portentos y tal y cual. El lamentable comportamiento de Tommy inhibió mis órganos de la admiración. Me parecía que con cada paso el pie se me agrietaba. La calle flanqueada de villas elegantes que sube hasta la playa se me hizo un vía crucis. Conducía a un corte abrupto en el terreno, para salvar el cual el paseante disponía de la escalera consabida; pero también, aleluya, de un ascensor semejante a un funicular, asombrosamente gratuito. Clara derramaba elogios a voleo mientras con dientes apretados yo sostenía mis disputas silenciosas con Tommy. Tomamos el almuerzo en el Kaiserpavillon, que ocupaba el ala derecha de una preciosidad arquitectónica construida en la orilla del mar, sobre una plataforma de la que arrancaba, en sentido perpendicular a la playa, un embarcadero. No pude disfrutar de la profusa decoración de madera, de la comida, del «paisaje de ensueño» (cito el libro de Clara) repartido entre las numerosas ventanas que nos circundaban. Me esforcé cuanto pude, hermano, en fingir felicidad por no echar a perder la de mi esposa, a pesar de los continuos ramalazos de escozor que me mortificaron de principio a fin de la comida. Tras uno especialmente intenso me retiré al servicio. Allí, en la postura más incómoda que puedas imaginarte, lavé las babas amarillentas de Tommy y renové la mordaza. A partir de aquel instante y durante varias horas, las molestias se hicieron más soportables, también más espaciadas, sin llegar a desaparecer del todo. Pero de atardecida, paseando por un parque célebre que hay en Putbus, Tommy me arreó de pronto una brutal dentellada, y de ahí hasta que llegamos al piso ya no paró de dolerme el pie.

Hacia las diez de la noche llamé a Clara. Sentado en el borde de la bañera, tuve que lanzarle varios gritos porque desde la sala, con el televisor encendido y la puerta del cuarto de baño cerrada, no me oía. No fue el aspecto de la herida, más o menos el mismo que cuando la cura urgente de Sellín, sino el olor a carne podrida lo que me impulsó a romper el secreto. Aquella fetidez, como de difunto de cuatro días, que emanaba de mí me angustió. Habría agradecido en consecuencia, de todo corazón, unas palabras de consuelo, una palmada de ánimo en el hombro, aún mejor una mentira piadosa que restase dramatismo al infortunio. Nunca lo olvidaré. «Mein Gott!». (¡Dios mío!), exclamó Clara con mueca de espanto al tiempo que se llevaba las manos a la cabeza. En contraste con su desnudo horror, el más negro de mis presentimientos se me figuró un rasgo de ingenuidad optimista. «Juraría que esta mujer», pensé, «está convencida de observar de cerca a un moribundo». También pensé que quizá no anduviese descaminada en su convencimiento, pues de repente sentí una opresión en el pecho, la espalda y los costados, no sé si real o imaginaria, pero sin duda presagiadora de la que me esperaba de ahí a poco cuando me metieran dentro de un ataúd. Para entonces ya juzgaba un hecho afortunado perder solo el pie. La segunda vez en cuestión de dos o tres minutos que Clara pronunció la palabra «septicemia», con una rotundidad que me produjo escalofríos, me persuadí de que debía hacer sin demora un esfuerzo por tranquilizarla. Con ese fin le dije: «Se llama Tommy». No comprendió, y eso que es autora de ficciones. Se lo tuve que señalar con el dedo. Los ojos se le empañaron. Sospecho que vislumbró tras la ocurrencia de ponerle un nombre a la llaga un cándido ardid encaminado a minimizar el miedo y, de paso, objetivarlo, trasplantarlo del pie al lenguaje y darle el sentido de una cosa ajena. A no ser, claro está, que lo interpretara como un conato de demencia debido al envenenamiento creciente de mi sangre. Me abrazó como acaso se abraza por última vez a un ser querido en su lecho de muerte. Después me picoteó las mejillas de besos maternales, de una calidad erótica menor, y apretando mi cara contra las blanduras pectorales de su pijama, me prometió ayuda en un tono de resolución heroica que, escrita sea la verdad, me halagó. Al instante salió corriendo en busca del libro de páginas amarillas, donde encontró la dirección de un hospital cercano. Le pedí, no obstante, que por favor llamase a la señora Klinkenberg, cuyo consejo me parecía conveniente escuchar antes que emprendiésemos ninguna acción por nuestra cuenta. «Es de aquí, tendrá contactos». «Como quieras, ratoncito. Pero si no se pone al teléfono llamaremos a la ambulancia. Cuanto antes te examinen, mejor».

La señora Klinkenberg vino sin pérdida de tiempo a conocer a Tommy, y con ella Honni, que en un arrebato juguetón casi me lo chupa. La señora Klinkenberg no se alarmó ni la mitad que Clara. Me refirió con notable desenfado una historia de pústulas de cuando era niña y tuvo que escaparse de Königsberg en brazos de su madre porque se acercaban los rusos; luego otra sobre un clavo roñoso atravesado en la carne, no sé, ya que no presté suficiente atención, si en la suya o en la de su hijo, y me recomendó que introdujera el pie en agua fría con manzanilla. Me mostré escéptico sobre la posibilidad de conseguir las referidas flores a aquellas horas. Antes que hubiera transcurrido un minuto, la señora Klinkenberg trajo un paquete que había sacado de algún armario y diseminó parte de su contenido dentro de la bañera. Después se fue a marcar en el teléfono el número privado del doctor Rühlow, el médico que me recibió al día siguiente y a quien ella conocía y respetaba desde hacía largos años. En su ausencia le susurré a Clara que el remedio de la manzanilla no me inspiraba mayor confianza científica que si nuestra casera hubiese tirado al agua un talismán. Que me callase, que quién era yo para cuestionar la eficacia de los remedios tradicionales. Por la señora Klinkenberg supimos que el médico había desaconsejado el baño hasta que hubiese hecho el diagnóstico, pero para entonces yo ya tenía el pie dentro del agua. El doctor Rühlow aprobó, sin embargo, la idea de emplear la pomada bactericida, y me citó en su consultorio al día siguiente, sábado, entre las nueve y las once de la mañana.

Fuimos temprano con la esperanza de ser atendidos cuanto antes. A nuestra llegada a la plaza, la señora Klinkenberg nos estaba esperando con Honni junto al chaflán de correos. Resuelta a intervenir para que se me otorgara un trato de favor, insistió en acompañarnos al consultorio, situado en el mismo edificio de pared anaranjada donde se hallaba la farmacia a la que yo había acudido de tapadillo el día anterior. Se entraba por una callejuela lateral que desembocaba en el jardín de una iglesia antigua. Allí se quedó Honni gañendo su soledad, atado al poste de una farola. Subimos al primer piso. Cada vez que visito a un médico me entra el miedo a las paredes blancas. Este miedo se me concentra por lo común en el tramo final de los intestinos. Sus repercusiones difíciles de evitar aconsejan que no me arrime a quienquiera que me acompañe. Ante el mostrador del recibimiento, la mediación susurrante de la señora Klinkenberg cerca de la empleada no surtió efecto. Pagados los diez euros de rigor, fui invitado a ocupar asiento en la sala de espera, que no tardó en llenarse. Hasta pasados tres cuartos de hora no me llegó el turno. Clara permaneció en la sala ojeando revistas. Le transmití al doctor Rühlow saludos de la señora Klinkenberg, como si mi curación dependiera de hacerme el simpático. Después le conté lo esencial de la biografía de Tommy, sin ocultarle el uso reprobable de la chincheta con que lo pinché cuando no era más que una ampolla. Achaco a la inquietud que me embargaba en aquellos momentos el no haberme acordado de decirle que una noche, mientras dormía, quizá me había mordido el ratón de piedra de la iglesia de Lübeck. En cambio, sí me acordé de declararle que soy alérgico a la penicilina. El médico escudriñó a Tommy con gesto impávido. Estuvimos un rato charlando de mi país, que por desgracia, dijo, no conocía. Al final me recetó antibióticos, ordenó a la enfermera que me tratase la herida, me prohibió caminar y me comunicó que debía volver el lunes siguiente. Transcurrió una semana de curas cada dos días y de horas tediosas inmovilizado delante del televisor, mientras Clara visitaba lugares de los que volvía con presentes destinados a levantarme el ánimo. El viernes temprano ingerí el penúltimo de los comprimidos que contenía la caja. Tommy continuaba igual de rojo, de grande y de supurante. El doctor Rühlow, cejijunto, circunspecto, resolvió prescribirme otro tipo de antibióticos. El corazón me dio un vuelco cuando me preguntó si en mi familia se habían dado casos de diabetes. Os tuve que mencionar a ti y al padre, hermano. El médico sugirió la conveniencia de hacerme un análisis de sangre. Agujas, paredes blancas, el intestino. Me defendí alegando que a mediados de la semana siguiente abandonaría Rügen. En todo caso, añadió, si los nuevos antibióticos no cortaban la infección debería acudir sin demora a un cirujano. La receta me temblaba entre los dedos cuando bajé a la farmacia. Me detuve delante del escaparate a mirarme la cara mientras reflexionaba. Vi en el interior a la amable farmacéutica de los dientes perfectos. Me importaba poco que me reconociese. Imaginé la escena en que le decía: «Le he tomado a mi mujer prestada la llaga. Es que, sabe usted, está escribiendo un libro, no dispone de tiempo para dedicarse a estas cosas y nosotros formamos un matrimonio bien avenido que se reparte las tareas». Clara se había marchado al amanecer a la isla de Hiddensee, a sacar fotografías de la tumba de Gerhard Hauptmann, y no volvería hasta la tarde. Ignoro, hermano, cómo habrías actuado tú en mi lugar. Me sentía un estorbo. Era un estorbo. Clara volvía cansada de sus excursiones. Tenía que ocuparse de mí, sobrellevaba con paciencia mi desánimo, por mi causa apenas encontraba ocasión ni condiciones propicias para trabajar, aunque se guardaba de reprochármelo. A mí, en cambio, se me escapaban palabras ofensivas por cualquier nimiedad. En una ocasión le hice llorar cuando aún sostenía en las manos unas gominolas de bayas de espino amarillo con que se disponía a obsequiarme. Le pedí perdón, lloramos juntos. Ella todo me lo perdonaba al percatarse de lo mal que su dulce ratón lo estaba pasando por culpa de Tommy, y con esto nos reconciliábamos; pero después llegaban a mis oídos sus sollozos tras la puerta cerrada y entonces me ardía dentro del pecho la certidumbre de haberme convertido en un monstruo para ella. En un estorbo y un monstruo. Mi imagen reflejada en la luna de la farmacia no me lo desmintió. El típico desagradecido, el típico gruñón, el típico pelma. De repente mis dudas desaparecieron. Con fría calma rasgué la receta médica antes de pedirle a la señora Klinkenberg, mi chófer de aquella mañana, que me llevara al piso y me esperase en la calle. Al cabo de quince minutos me reuní con ella. Más tiempo no necesité para escribirle una nota a Clara y meter en la maleta mis pertenencias menos prescindibles. Me despedí de la señora Klinkenberg, bla, bla, bla, euros, con un abrazo en la estación. Renqueando me subí al primer tren que salía de Bergen con destino a Bremen. Hice un segundo transbordo en Oldemburgo y, avanzada la tarde, abrí la puerta de casa. Tras la conversación telefónica con Clara, durante la cual se ofreció a interrumpir el viaje para venir a cuidarme, cosa que yo no acepté, apenas pude pegar ojo en toda la noche. Los remordimientos y el miedo a las paredes blancas me impidieron reposar. A primera hora de la mañana me presenté en el consultorio de mi médico de cabecera; el cual, nada más ver a Tommy, me dio un volante para el cirujano de Wilhelmshaven.