6
Habíamos acordado que todos los días, a las nueve de la mañana, yo tendría el desayuno listo sobre la mesa de la cocina. Nada más levantarme sacaba las mermeladas de la nevera para que tomasen la temperatura del ambiente, y la mantequilla para que se fuese ablandando, cuestiones estas de poca importancia a primera vista, pero que pueden con mucha facilidad determinar el comienzo bueno o malo de una jornada matrimonial. La señora escritora se levantaba antes que yo, con las primeras luces del alba. Se preparaba una taza de té, porque sin su té de la mañana ella no puede vivir, según reza una de sus frases más repetidas, y con el estómago vacío, descalza y en pijama, se metía en la habitación a trabajar. Yo le había dado mi palabra de no molestarla con ruidos. Me abstenía, en consecuencia, de escuchar la radio; andaba con pasos de gato por el piso y manejaba la vajilla, los cubiertos y demás utensilios de cocina como si fueran pompas de jabón que pudieran estallar al menor roce.
Después iba por bollos tiernos y cruasanes a una panadería donde los hacían al gusto de Clara, casi al final de la Alte Neustadt. No pretendo echarle a ella la culpa de mi caminata diaria porque lo cierto es que a mí también me gustaban más que en otros lados los bollos y cruasanes de aquel establecimiento, donde a menudo había que guardar cola antes de ser atendido. A la vuelta cambiaba de recorrido para comprar el periódico en el quiosco de un turco. El turco era un cincuentón de cara chupada. Sus ojos saltones, debajo de unas cejas negras y anchas, le daban un aire de hombre adusto que no concordaba con su naturaleza de vendedor simpático y dicharachero, bastante untuoso en su cortesía. No bien me veía llegar cambiaba la expresión de la mirada, que se volvía blanda y amable, al tiempo que por el costado de su sonrisa asomaba el destello de un diente de oro.
Aunque también había periódicos a la venta en la panadería y en otros sitios de paso, a mí me gustaba comprárselo al turco por deleitarme en una frase acerca del tiempo que pronunciaba todos los días después de saludarme. Y no era tanto la frase en sí lo que me llevaba a alargar el camino, como una falta gramatical, siempre la misma, que el quiosquero cometía al referirse a la racha de calor que estábamos padeciendo aquel verano. La falta me producía cada mañana un picotazo de felicidad. Por confirmar al turco en ella, no me aguantaba la tentación de imitarla en su presencia, con lo cual congeniábamos los dos de maravilla: él conmigo porque le bastaba un poco de labia insustancial para convertirme en cliente fijo; yo con él porque me daba un motivo diario de alegría. Confieso que le tomé una afición viciosa a su falta gramatical. La necesitaba, la buscaba, hacía todo lo posible por provocarla cuando el turco tardaba más de lo habitual en cometerla. Y al fin llegaba, siempre llegaba, ya estaba ahí, suspendida en el aire para que yo la escuchase, la oliese y paladeara con delectación, al tiempo que me venía a la boca una sonrisa que, ni habiéndomelo propuesto, habría yo podido refrenar.
Algunas mañanas no era el turco quien atendía en el quiosco, sino una chica de veintitantos años, tal vez su hija, que se cubría la cabeza con un pañuelo y se expresaba en un alemán impecable. En esas ocasiones mi decepción llegaba a tal extremo que me entraban ganas de marcharme sin el periódico. Meses más tarde, un día otoñal de tiempo desapacible, recorría con Clara las calles sembradas de hojas amarillas de un barrio de Berlín, y al pasar junto a un quiosco me acordé del turco de Bremen. Movido por la nostalgia, repetí impensadamente su falta gramatical, al modo de quien habla consigo a solas. Clara me la corrigió al instante, mirándome igual que si le hubiera inferido una afrenta.
Hacia las nueve menos cuarto yo ponía a cocer dos huevos. A continuación vertía agua hirviente en la tetera y colocaba en el centro de la mesa una vela hincada en un candelero de cristal que había encontrado en la vitrina de la sala. Lo de comer a la luz de una vela es un hábito adquirido por mí en Alemania, ya que en mi país de origen, al menos en la región donde me crie, el uso de velas está restringido a los apagones, las ceremonias religiosas y los velatorios, sin olvidar, por supuesto, las tartas de cumpleaños. Si a la hora acordada Clara no había salido de la habitación, yo debía sacarla de allí a la fuerza. Ella misma había sugerido aquel convenio a los pocos días de nuestra llegada a Bremen. Yo no aguardé a escuchar sus razonamientos para acogerlo con entusiasmo. Clara sabía por experiencia que no tomar una colación a tiempo podía producirle un descenso brusco de la tensión arterial. De ese modo le empezaban a veces las jaquecas, si bien por los días del viaje su cabeza no le causó ni la mitad de los problemas que cuando tenía que ir a trabajar al colegio. El desayuno no solo la relajaba, sino que le permitía fijar un límite a su tarea matinal, lo que comportaba para ella un incentivo. Arrancarla del escritorio a las nueve en punto de la mañana formaba, pues, parte de mis obligaciones cotidianas, contraídas por mi calidad de ayudante de la señora escritora. Dicha obligación me complacía más que otras. De aquí que mirase de continuo al reloj en espera del momento de lanzarle un grito a Clara desde la cocina para ordenarle que viniera de inmediato a desayunar.
Ella hacía cualquier cosa con tal de ganar tiempo: o no contestaba, o me pedía un minuto, o remoloneaba valiéndose de excusas que pronunciaba con voz débil para que yo me entretuviese en descifrarlas. La evidencia de la añagaza me impulsaba a la acción. A este punto ni siquiera me dignaba llamar a su puerta, sino que golpeándome el pecho con los puños, soltando gruñidos o haciendo cualquier otra clase de monadas irrumpía en su habitación, dispuesto a refocilarme en mi medio minuto de machismo consentido. A poco que opusiese resistencia, me abalanzaba sobre ella con las mismas contemplaciones que un violador callejero, sin permitirle poner el punto final a la frase que estuviera escribiendo en aquel instante. Me daba igual que se riera de mi conducta o protestara. ¿Acaso no me había hecho prometerle que la obligaría a respetar el descanso de las nueve? Más de un día la llevé cargada al hombro hasta la cocina. Allí cesaban sus quejas y denuestos al descubrir la mesa aderezada para el desayuno. Me gustaba verla recrearse en la contemplación de aquellos objetos y manjares destinados a su bienestar: la vajilla de tía Hildegard, toda de piezas que habrían despertado la codicia de más de un anticuario; los frascos de mermelada, cada uno con su cucharilla correspondiente; los huevos en las hueveras, el tarro de miel, la botella de zumo, la mantequilla, la llama romántica de la vela, el cestillo de mimbre con los bollos y cruasanes, el té humeante y oloroso, y el periódico del día doblado con esmero junto a su plato. Cada detalle hacía patente mi intención de causarle agrado; de la cual intención, tanto como del esfuerzo por llevarla a cabo, fácilmente podía ella inferir la certeza de que merecía ser agradada. De este modo le mostraba yo a diario mi reconocimiento a su laboriosidad, y aun tengo para mí que eso que llamo reconocimiento la complacía más que los desayunos regios con que la obsequiaba todas las mañanas.
Como en un ritual, Clara retiraba la tapa de la tetera, acercaba la nariz a la abertura para tomar con parsimonia de catadora exigente una inhalación de vapor y me preguntaba, movida por una desconfianza tan antigua como nuestra relación, cuántos minutos había permanecido el té dentro del agua. ¿Por qué seguirá formulándome después de tantos años la misma pregunta si sabe que no conozco otra respuesta que la única admisible? También en esta cuestión me cuido de ajustarme a su deseo. A veces, sin embargo, uno se distrae, olvida mirar el reloj y entonces los tres minutos previstos en el recetario del buen bebedor de té pueden alargarse a cinco o seis, lo que a fin de cuentas no tiene consecuencias, puesto que Clara no lo nota y mi respuesta a su pregunta es invariable. En Bremen, tras convencerse de que la preparación había sido la adecuada, gustaba de alargar los brazos hacia mí (quiero creer que agradecida, pero en cualquier caso sonriente), invitándome a introducir la cabeza entre ellos, si no es que me la agarraba a la manera como las mantis religiosas echan las zarpas a sus presas. Me premiaba entonces con un beso de sus labios tibios, y en no raras ocasiones con dos, y después, en el momento de apartarme, me arreaba un cachete más fuerte que débil, aunque afectuoso, para significarme que hasta allí llegaba el imperio del músculo varonil y no más, ratoncito.
Durante el desayuno, Clara me atestaba los oídos de pormenores relativos a su trabajo literario. A veces, llevada por las dudas y temores a que era por demás propensa, me leía pasajes recientes de su libro con el objeto no solo de que se los comentara, sino para comprobar en mis cambios de expresión si producían el efecto deseado. Yo la escuchaba con una actitud de asentimiento continuo, tanto si la lectura era de mi agrado como si no; me apresuraba a llenar sus breves silencios de palabras lisonjeras, y con el mayor tacto posible le sugería mejoras y supresiones. Por lo común se mostraba pesimista con respecto a la calidad de su escritura. Se consideraba novelista y no escritora de relatos de viaje. Por esa razón no entendía el encargo de la editorial a menos que ella hubiera sido segunda o tercera elección. Juzgaba harto difícil cumplir el plazo de entrega a que se había comprometido por contrato. Y como remate de su desaliento, se soltaba con frases del tipo: «Estoy segura de que mi libro no gustará a nadie». Poco a poco, sin embargo, con el dulzor de la miel, la mermelada y mis elogios, algunos tan gruesos que me veía obligado a razonarlos a fin de hacérselos creíbles, ella recobraba toda o parte de la confianza en su talento antes de volver a encerrarse en la habitación a escribir hasta la hora de la comida.
Dedicaba las tardes a callejear por Bremen, bien conmigo, bien sola, en busca de lugares, tipos y episodios de interés para su crónica del viaje por Alemania. Yo me ocupaba de cocinar, de hacer la compra y la limpieza, y con frecuencia, por no decir a diario, iba mandado por ella a reunir datos o a sacar fotografías en algún punto concreto de la ciudad. A ese fin teníamos un plano de Bremen desplegado sobre la mesa de la sala. Clara señalaba con el dedo los sitios adonde yo debía dirigirme. Me decía, por ejemplo: «Mira, ratón, aquí, en la entrada de la zona comercial, está ese grupo de esculturas que vimos el otro día, ¿te acuerdas?, la del pastor con los animales. ¿Te importaría ir allí ahora y contar los cerdos? Necesito saberlo cuanto antes». O me enviaba con diligencias similares aún más lejos, a la estación, al parque, e incluso a la biblioteca de la Universidad, que quedaba en el quinto pino, aunque el desplazamiento hasta allí me resultaba menos fatigoso que otros más cortos, ya que podía efectuarse en tranvía.
Mayor incordio representaba para mí la ola de calor que se prolongó hasta bien entrada la segunda quincena de agosto. Me tocaba apechugar con el bochorno a pleno sol, yendo de aquí para allá en cumplimiento de los encargos que Clara me asignaba. Muchos nativos mostraban la tez rojiza, recubierta de un brillo levemente seboso, por cuanto es propio de ellos transpirar durante los ardores del verano la mucha mantequilla y quesos blandos que ingieren, así como congestionarse en vez de llegar a la morenez. En los jardines que bordean el foso de la ciudad se veía gente dormida sobre la hierba, a la sombra de los árboles de hojas lacias. Los insectos bullían a sus anchas. Me acuerdo de las moscas tercas, de las avispas sedientas que merodeaban por las terrazas de los bares y heladerías, de todos aquellos bichos indefinibles, salidos de no se sabe dónde, que se insolentaban con cuantos transeúntes se pusieran a su alcance. La tierra y el asfalto se cocían, transmitiendo al aire una consistencia pegajosa, de humedad ardiente, que dificultaba la respiración y obligaba a las glándulas sudoríparas a segregar líquido sin descanso. Algunos días los termómetros rebasaron los 34 ó 35 grados, temperaturas que en estas latitudes son muy malas de sufrir, que incluso se aguantan peor que 40 grados en regiones meridionales. La prensa sensacionalista comentaba el fenómeno en términos apocalípticos. Yo no compartía en absoluto aquel pesimismo desaforado; antes al contrario, consideraba un privilegio o, cuando menos, una gentileza del destino el que después de tantos millones de años de existencia de vida en la Tierra le tocara justamente a mi generación presenciar el fin del mundo. Se esperaba de un momento a otro el derretimiento de los hielos árticos, con la consiguiente inundación de la ciudad. Una edición de la Bild Zeitung pintó en su primera plana un cuadro terrorífico con olas de sesenta metros (o de cincuenta, ya no me acuerdo) que penetraban en la llanura de Baja Sajonia y causaban devastaciones inmensas hasta estrellarse contra los montes del Harz, distantes más de doscientos kilómetros de la costa actual. A mí me tomaba a veces una viva sensación de despedida mientras caminaba por las calles de Bremen chupando mi helado de stracciatella, y me figuraba que los bancos de arenques no tardarían en atravesar la Marktplatz, frecuentada por personas ociosas, ignorantes de la hecatombe que estaba a punto de sorprenderlas con ropa ligera, gafas de sol y sandalias. Ya veía los soportales del Ayuntamiento convertidos en refugio de alimañas marinas; veía el rosetón de la catedral cuajado de cangrejos; veía la estatua de Rolando cubierta por colonias de actinias y mejillones, y veía a Clara encerrada en el piso de su tía, escribiendo con la persiana bajada un nuevo capítulo de su libro sin enterarse de la tragedia.
Tengo capricho de escribir a continuación una lista de encargos y favores que hice para ella por esos días. No puedo enumerarlos todos porque ello supondría una tarea larga y tediosa por demás; pero sí algunos que por motivos diversos me dejaron huella en el recuerdo. Allá voy.
Una tarde, de las primeras de nuestra estancia en Bremen, tomamos la merienda en un local decorado con espejos y sofás, llamado Tölke, en el que, además de lo habitual, servían, como en los cafés de Viena, mélange, tarta Sacher y consumiciones por el estilo. El Tólke estaba en una pequeña casa de fachada blanca a la que llegamos atravesando el laberinto de callejuelas del barrio de Schnoor. En realidad buscábamos una tetería que habíamos visitado dos o tres años atrás. Después de un buen rato de búsqueda inútil, dimos casualmente con el Tólke y allí nos metimos. Nada más ocupar nuestros asientos, a Clara le vinieron ganas de tomar notas sobre el mobiliario y adornos del local, y sobre un señor de patillas blancas y gesto fúnebre que leía el periódico sentado en un rincón. Ella me lo señaló con disimulo.
A mí, al pronto, me pareció un tipo vulgar; pero a Clara, por no sé qué razones que no atinaba a explicarme, le resultaba sobremanera enigmático. «Si te fijas un poco», me susurró, «te darás cuenta de que a veces aparta la vista del periódico para observar la entrada. Quizá esté esperando a su amante». No soy inclinado a novelerías, conque me permití dudar de la validez de aquella conjetura. Clara, como de costumbre cuando carece de pruebas y argumentos, trató de limitar mis posibilidades expresivas: «No grites, que te va a oír». Cambié de voz por complacerla, pero no de parecer. «Con semejante cara de inquilino de ataúd», repliqué, «me extrañaría que tuviera una amante». «¡Y tú qué sabes!». A todo esto, la señora escritora, la profesional que aspira a vivir en el futuro de los beneficios de sus libros, se percató de que no había traído ni su cuaderno de notas ni su bolígrafo. Me acarició, mala señal, el dorso de la mano, diciendo en tono de súplica melosa: «Ratoncito», y como al parecer me reputa de hombre dócil, no añadió más sino que por favor me diera prisa. Ir al piso y volver me costó obra de veinte minutos. Llegué al Tólke empapado en sudor. Para entonces el tipo fúnebre había desaparecido. Clara me recibió con unos ojos grandes de entusiasmo. «Al poco de irte le ha sonado el móvil. Desde aquí no he podido entender lo que hablaba. La conversación ha durado quince segundos como mucho. Después ha pedido la cuenta y se ha marchado. Seguro que a la vuelta de la esquina lo estaba esperando la amiga. ¡Como si no conociera yo a los hombres!». Encima de la mesa, junto a su taza, se veía un bolígrafo y una hoja de papel con anotaciones. Se los había facilitado durante mi ausencia la camarera.
Otro día, saliendo de aquel mismo barrio, nos paramos junto al escaparate de una librería. Clara miraba el género; yo, la calle, la gente, los tranvías blancos. En esto, me pidió que entrase a averiguar si había algún libro suyo en los anaqueles del establecimiento. Calculé el número de pasos necesarios para cumplir el encargo. Me salieron a bulto no más de diez, de los cuales solo dos nos separaban de la puerta. Sin mala intención le pregunté por qué no entraba ella. Se ofendió. «¿Estás loco? ¿No te das cuenta de que podrían reconocerme?». Al pronto no la comprendí. ¿Cómo la iba a comprender si durante todos los años de nuestro matrimonio nunca la había visto expuesta a los inconvenientes de la celebridad? Me costaba creer que hubiera estado ejerciendo de famosa a mis espaldas. Todo lo más evita, siempre que puede, ciertas zonas concurridas de Wilhelmshaven; pero no porque tenga motivos para temer el asedio de admiradores, periodistas pegajosos o paparazzis, sino debido al desagrado que siente cada vez que se topa por la calle con personas vinculadas a su colegio. En tales ocasiones se oculta por maestra, no por escritora. «¿Qué hay de malo en que te reconozcan?», le pregunté. Contestó que sufriría ataques crónicos de vergüenza si llegaba a oídos de críticos y compañeros de letras la noticia de que la habían pillado haciendo recuento de sus obras en una librería; que aquello era rebajarse a la altura de los mercachifles; que de aquel modo se ofrecía como diana de burlas y parodias; que no deseaba estropear su biografía con una mancha tan fea y que ya bastaba de explicaciones, ¿o es que se me había olvidado la promesa de ayudarla durante el viaje? Me dirigí a la estantería donde se alineaba por orden alfabético un surtido mediano de novelas. Antes de llegar fui interceptado por una dependienta joven, de solicitud tan extremada que pensé venía a atracarme. Convencido de sus amables intenciones, le di los buenos días y a continuación expuse mi interés por la escritora cuyo apellido pronuncié adaptándolo con la mayor exactitud posible a la fonética alemana. «¿Cómo ha dicho?». Para facilitar la comunicación, estuve a punto de revelarle en voz baja la verdad: «Mire, se trata de mi mujer, que firma sus obras con el apellido de casada y es esa que está en la calle haciendo como que mira los libros del escaparate. ¿La ve?». Parados los dos delante de la estantería, opté por deletrear el apellido de la escritora. «¿De qué país procede?», me preguntó. A este punto no me pareció mal que se azorase un poco. «Es de Wilhelmshaven», contesté mirándola directamente a las pupilas. La seguí hasta una mesa donde había un ordenador. En sus labios juveniles se dibujó una leve contracción de sorpresa cuando descubrió en la pantalla el nombre que ella nunca había oído. Me leyó los títulos de Clara entonces disponibles en el mercado: los de las dos novelas, el de comentarios al libro de fotografías y el del relato fantástico para niños con el que obtuvo el premio aquel de Colonia. Se ofreció a agenciarme cualquiera de ellos, si bien no creía posible que se los enviaran antes de dos o tres días. Repuse que esa misma tarde salía de viaje para Nueva York. En realidad, pensaba decir Hamburgo por no parecer presuntuoso; pero a media mentira, no sé por qué, cambié de idea, quizá para impresionar a la dependienta, aunque lo cierto es que no se inmutó. Luego me percaté de que la naturalidad de su expresión me había complacido más que si se le hubiera demudado la cara por efecto de una mueca admirativa. Me vi reflejado en pequeño dentro de sus ojos tranquilos, y no pude menos de sentirme, por espacio de dos segundos deliciosos, un hombre de vida interesante que va y viene por el planeta como otros por el salón de su casa, con capacidad económica para emprender viajes reservados a bolsillos potentes. Comprendí que tanto como por tierra, mar o aire se puede viajar a través de la credulidad del prójimo, con la ventaja, en este último caso, de que uno llega antes a todos los sitios y ni siquiera necesita subvenir al pasaje, razón por la cual es un medio de transporte que yo empleo con frecuencia. De aquellas reflexiones me sacó la dependienta al tenderme un trozo de papel donde había tenido la deferencia de anotar las señas de una librería al parecer mejor abastecida. Agradecí su amabilidad y me marché. En la calle me esperaban las cejas murrias de Clara. Dedujo de mi tardanza en salir que no había libros suyos en aquel establecimiento. Conozco su forma de reaccionar en determinadas situaciones de desencanto: simula no sentirse afectada; incluso bromea, se ríe, exhibe una felicidad gárrula y postiza, hasta que de pronto, pasados diez, quince, veinte minutos, se enfada o rompe a llorar por una menudencia ajena por completo al verdadero motivo de su desazón. Echamos a caminar calle arriba, hacia la catedral. Tuve que admitir que no había encontrado ningún libro suyo. Me pareció entrever en sus ojos un brillo dulce que me suplicaba: «Miénteme». Y entonces, como soy de mío propenso a complacer, le conté con sonriente cachaza que hacía cosa de dos días la dependienta había vendido un ejemplar de Bajo las glicinas. «¿Te ha dicho a quién?», me interrumpió. «Se lo he preguntado porque sabía que te iba a interesar. Lo compró una chica con pinta de estudiante». Clara suspiró resignada: «solo me leen mujeres». «Pues por lo visto están esperando a que les manden más ejemplares. No he pedido ninguno porque, como comprenderás, no soy la persona más indicada para comprar tus libros». Cometí el error de mostrarle el papel que me había proporcionado la dependienta, error que trajo como consecuencia el que renunciáramos al plan de paseo para dirigirnos sin demora a la librería en cuestión, en la que también hube de entrar solo. En cambio, nos llegamos juntos a las respectivas secciones de libros de los grandes almacenes Karstadt y Kaufhof, por parecerle a Clara que en la aglomeración de aquellos lugares estaría libre de ser reconocida. Salió decepcionada y la siguiente vez prefirió esperarme de nuevo en la calle, tal vez por haber advertido que cuando entrábamos juntos empeoraban sensiblemente los resultados de la indagación. Al atardecer, mientras yo preparaba la cena, Clara espigó en el libro de páginas amarillas direcciones de librerías de Bremen. A algunas no fui porque quedaban demasiado lejos, eran días de calor y yo no abrigaba la menor duda acerca de la inutilidad del empeño. Así y todo, visité varias, en ninguna de las cuales encontré un solo libro suyo, cosa que por no desalentarla jamás le dije. Para ponerla contenta, cierta tarde le llevé un ejemplar de su primera novela, que tomé prestado en la Biblioteca Municipal. Se alegró mucho. Por la noche, sin embargo, en la cama, me reprendió: «Ratón», dijo no sin una punta de severidad, «¿no se te ha ocurrido pensar que mientras tú tengas el libro nadie lo podrá leer? Mañana temprano vas y lo devuelves, ¿sí?».
En otra ocasión me pidió que sacara fotografías desde una de las torres de St. Petri. Pagué un euro por subir 265 peldaños. No los conté. Ni aunque me lo hubiera propuesto me habría alcanzado el resuello para llevar la cuenta. Leí el dato, por no decir la advertencia, en un letrero fijado a la pared, junto a la puerta de acceso, y como me hallaba dentro de un templo me pareció un deber de cortesía creer en algo. Desde la torre se abarcaba un extenso panorama. Se distinguían con nitidez las ventanas de nuestro piso. La masa compacta de edificios se expandía hasta el horizonte, aunque por algunos lados asomaba, muy lejos, una franja estrecha, verde, de llanura. El pasaje dedicado a los tejados de Bremen, que Clara incluyó en el primer capítulo de su libro, no es más que la descripción pormenorizada de una de tantas fotografías sacadas por mí desde la torre de la catedral. Citaré como botón de muestra la frase de la página 8, que, traducida a mi idioma, dice: «Al fin de las tortuosas y empinadas escaleras que no nos importó subir, puesto que llevábamos largo tiempo anhelando el gozo visual a que conducen, llegamos a la cima del centro histórico de Bremen, donde la mirada se extravía embelesada por sobre la ciudad que se acurruca a nuestros pies a la manera de un animal inmenso de casas tranquilas en espera de alzarse, de echar a correr y retozar a una orden de su amo». Durante el desayuno en que me leyó el fragmento, le recordé que ella no había subido jamás a esa torre. Me replicó diciendo que lo que en la vida corriente de las personas no pasa de ser mentira, para la literatura es un fruto natural de la imaginación, sin la cual los escritores difícilmente podrían ejercer su oficio. ¿O acaso pensaba yo, cegado por mi falta de experiencia literaria, que para escribir una novela policiaca había que cometer previamente un asesinato? «Subiste a la torre por mí», dijo, «y eso basta». «Sí», le contesté, «pero no sentí el menor gozo ni creo que lo hubieras sentido tú tampoco por el viento desapacible que soplaba en aquella altura. Llegué empapado y el viento, que era fresco a pesar del día caluroso, me enfrió de golpe el sudor. Conque si de algo me maravillé fue de no haber caído enfermo allá arriba». Me endilgó a continuación una de esas sentencias suyas con las que a veces me deja empequeñecido, anonadado y confuso para largo rato: «Te falta romanticismo, ratón, y así ¿cómo vas a reconocer la belleza cuando la tengas delante?». Después de aquello ya no me atreví a sugerirle que introdujera retoques en su frase larga y llena de vueltas como las escaleras de la torre de St. Petri.
A menudo me enviaba en busca de información histórica a la Biblioteca Municipal, o a la de la Universidad si en la primera no había encontrado lo que necesitaba o si creía conveniente ampliar la investigación. «Ratoncito», me decía, «intenta conseguirme un libro con imágenes de los destrozos de la ciudad tras los ataques aéreos del 44». O también: «¿Te importaría averiguar en qué año fue erigido el monumento a Rolando?». Pronto descubrí que algunas tareas de poca monta podían despacharse sin dificultades en un cibercafé que encontré por casualidad cerca de la oficina central de correos, lo que me dejaba tiempo libre para mirar a mis anchas en el televisor de un bar los finales de etapa del Tour de Francia. Esta distracción mía de las tardes ni se la revelé ni se la escondí a Clara, aunque más lo segundo que lo primero para que no pensara que me dedicaba a entretenerme mientras ella trabajaba. Me veía salir deprisa y contento a cumplir los cometidos que me encargaba, y por eso y porque además se los cumplía a su satisfacción, sin que yo tuviera que prescindir de mis pequeñas diversiones, vivimos, con pocas salvedades, en buena avenencia matrimonial todo el tiempo que estuvimos en Bremen.
De mis visitas a la Biblioteca Municipal de Bremen me acuerdo bien porque una tarde, a la salida, andando por la calle Am Wall rumbo al bar donde solía ver ciclismo, me quedé de pronto parado en medio de la acera como consecuencia de un momento blam. No fue el único de aquel año ni tan siquiera el más largo o el más intenso, y, sin embargo, será difícil que alguna vez lo olvide por cuanto hubo en él una circunstancia que me permitió ponerle nombre a ese fenómeno esporádico y delicioso de mi vida. Nunca antes de aquella tarde se me había ocurrido reducirlo a palabras, no sé si por mi torpeza en el manejo del idioma o por la insuficiencia del lenguaje humano para abordar asuntos sutiles que todavía no son historia ni costumbre, y en los cuales la mayoría de la gente no repara por no saberlos nombrar. Pero las cosas que tienen nombre ya existen o parece que existen más allá de uno mismo, de manera que por la portezuela del nombre podemos entrar en ellas y mal que bien explicarlas y describirlas. Así pues, yo acababa de reunir en la Biblioteca Municipal unos cuantos datos históricos sobre el arzobispo Adalberto (datos que después, como ocurría con frecuencia, Clara no empleó en su libro). Caminaba por Am Wall con tiempo de sobra para disfrutar de una de las etapas más duras y, por tanto, más interesantes del Tour, si bien en aquella época la famosa carrera la ganaba siempre el mismo. El cielo era azul; el calor, soportable; los pájaros cumplían el requisito lírico de cantar en las ramas de los árboles y la promesa de una jarra de cerveza con su penacho de espuma y su color de oro fresco esparcía dentro de mi boca la humedad que preludia el goce cercano. Me colmaba mientras bajaba la calle una sensación cada vez más grata, más viva, más profunda de no problemas, de no dolores, de no trabajo, de no remordimientos; en fin, de nada de cuanto produce inquietud y fatiga a las personas, ni de cuanto, por causar placer extremo, destruye la suavidad interior de los seres. Yo iba descuidado en mi sosiego. A mediodía había tenido un agradable almuerzo en casa con Clara frente a mí de buen humor, seguido de una digestión sin problemas. Luego, por las calles del centro, camino de la biblioteca, había saboreado dos bolas de stracciatella con cucurucho. Clara había hecho, además, una reserva de entradas para el concierto de esa noche en la sala Glocke. De pronto experimenté cinco o seis segundos de plenitud de bienestar. Durante el breve lapso hubo como un equilibrio dentro de mí y en las cosas que me rodeaban. Tuve la efímera certidumbre del instante perfecto en que la vida nos coloca ante lo mejor de sí, al parque, envuelto en las luces y sombras del verano, noté que mi cuerpo se llenaba de una deliciosa serenidad. Me detuve en seco para no salirme del pequeño círculo en cuyo centro yo estaba viviendo aquella experiencia singular. Aquel detenerse repentino yo no sé muy bien si atribuirlo a una decisión consciente mía o a una imposición del aire, que por medio de una extraña densidad me obligaba a permanecer inmóvil, preservando así el encanto del momento, que terminó tan súbitamente como había comenzado cuando, blam, una mujer joven, de piernas esbeltas, embutidas en medias de malla, cerró de un recio golpe la puerta del taxi del que acababa de apearse, parado en la calzada a pocos metros del lugar donde yo me encontraba.