28
Días atrás, le mandé a mi hermano por correo electrónico dos capítulos de estos recuerdos míos sin reparar en la imprudencia que cometí. Me pareció que estaba molesto a causa de mi negativa a traducir textos alemanes para su editorial. Mucho trabajo, poco dinero, ¿a quién le apetece construirse un ideal de vida a partir de semejantes premisas? Que no me preocupase, que lo comprendía. Sino que percibí entre líneas una vibración sutil de despecho que quizá me hubiera pasado inadvertida en otra persona, no así en un familiar junto al cual me crie. Como vivimos lejos el uno del otro, y como en caso de discordia la distancia dificultaría fatalmente la reconciliación, por resarcirlo del posible desaire y respondiendo a una pregunta suya acerca de mis hábitos y ocupaciones en Alemania (si ejerzo una profesión, si sigo metido todo el día en casa), le mandé de un modo por demás irreflexivo una treintena de páginas elegidas al azar. Me cegó la vanidad de no ser tildado de perezoso. Ahora podría darme de cabezadas contra la pared, pero ¿y si rompo la pared?
No preví las consecuencias de revelarle a mi hermano que con el propósito de que no se me oxidara la lengua materna, puesto que no hay nadie a mi lado que la hable, llevo un tiempo evocando por escrito el viaje aquel que hice con mi mujer por el norte de Alemania, sobre el cual él recibió de mí en su día alguna información. Le entró curiosidad y yo no recelé. Total, que leídos los capítulos con pupilas de editor, esta mañana me ha hecho saber que, aunque abunda en ellos la cháchara confidencial, los da por válidos. En líneas generales le han parecido divertidos, incluso se le ha soltado la carcajada en varias ocasiones durante la lectura, de donde deduzco yo que considera ridícula mi vida privada. Me pide más capítulos. ¿Quién ignora que la risa se vende bien? Mi hermano no descarta la posibilidad de hacerme una oferta lucrativa por los derechos de edición.
La duda se ha colado en mi casa igual que un mosquito sediento de sangre. Pero además de dudar me han entrado tentaciones fuertes de contarle a mi hermano que el último domingo (o lunes, qué más da; el caso es que la precisión confiera verosimilitud al dato), a causa de una niebla espesa confundí mis papeles con leña, cosa que me sorprende mucho puesto que nunca me había ocurrido con anterioridad, y de pronto, sin darme cuenta, les pegué fuego en la chimenea, qué lástima, etcétera. Ni escribo en papel, ni tenemos chimenea, ni la niebla acostumbra colarse en nuestra casa. Estos pormenores él nunca los conocerá a menos que los averiguase leyendo esta página; pero no la leerá porque de eso me encargo yo. Otra opción consistiría en comunicarle que por tales y cuales motivos he dejado de escribir. Como demostración podría mandarle una fotografía en la que se me viera sentado a la mesa con las manos en alto, en clara actitud de no estar escribiendo, e incluso, para eliminar cualquier atisbo de desconfianza, podría enseñárselas vendadas y contarle que se me quemaron mientras trataba en vano de rescatar para él mis papeles del fuego. También podría ahorrarme problemas dejando efectivamente de escribir. Ahora bien, si no lleno las mañanas y a menudo las tardes con la tarea hasta ayer grata de relatar mis recuerdos, entonces ¿qué hago? Los días invernales se suceden uniformes en estas latitudes, oscurece pronto, fuera hace frío y el jardín apenas me dará trabajo hasta la llegada de la primavera. Con frecuencia, a la señora profesora, debido a las numerosas reuniones de colegio con que se castiga de costumbre en Alemania a los de su oficio, no la veo sino al anochecer (lo cual, en honor a la verdad, no siempre entraña desventajas). Salvo la escritura diaria no conozco ningún remedio efectivo contra los cielos grises y el exceso de soledad. Conque, pase lo que pase, persistiré en mi distracción y, o bien suprimiré los pasajes comprometedores antes de enviarle a mi hermano otra ración de capítulos, o bien, en caso de fuerza mayor, emplearé el recurso drástico de malquistarme con él, objetivo que, dada su ingénita susceptibilidad, se conseguiría con tan solo mentarle su gordura.
Yo, que me creía libre, he desplegado sobre la mesa un mapa de la isla de Rügen por miedo a nombrar erróneamente los lugares que visitamos. Esta cuestión, hasta hoy, se me figuraba de segundo orden por cuanto no me apretaba la sensación de escribir para nadie. Dicha sensación me causa ahora incomodidad. Temo convertirme en lo que nunca quise ser, en un escritor, en un profesional del lenguaje, en un picapedrero del estilo. Si incurro en la literatura será por culpa de mi hermano, que además es gordo. Es muy gordo. (Ojo, borrar esto si, como me ha asegurado, la oferta de edición merece realmente calificarse de lucrativa). A ver cómo me las arreglo.
Aquel año de nuestro viaje aún no había sido inaugurada la autopista que en la actualidad facilita y acorta el trayecto a la isla de Rügen. Tuvimos que atravesar de oeste a este todo Meclenburgo-Antepomerania por una carretera federal donde no era raro que circuláramos detrás de algún camión durante largo trecho. Cuando por fin, no sin peligro de chocar con los vehículos que venían en dirección contraria, lográbamos adelantarlo, nos teníamos que resignar a colocarnos detrás del siguiente. A esto se añade el que la carretera discurría por medio de algunas ciudades y muchos pueblos con sus semáforos, sus pasos de cebra, sus postes de radar, sus tractores, ciclistas y demás obstáculos que a cada instante nos obligaban a reducir la velocidad o a detenernos. Tampoco había sido construido por entonces el puente nuevo de Stralsund, de manera que para pasar de tierra firme a la otra parte no existía sino el viejo de los tiempos de la RDA, ante el cual nos topamos con un atasco de alivio. Autobuses abarrotados de ancianos se alineaban a lo largo de la carretera, en tal cantidad que por un momento creí presenciar una escena de deportación. Consumimos la mayor parte del día en el viaje. Y ya declinaba la tarde cuando, pasadas más de tres horas de retraso, saludamos a la señora de Bergen con quien Clara había apalabrado por teléfono el alquiler del piso.
Parte de nuestra demora se debió a una dificultad que nos surgió antes de Rostock, adonde decidimos no entrar a comer, como nos habría gustado, por falta de tiempo. Llegando a una población pequeña de cuyo nombre ni siquiera con ayuda del mapa logro acordarme, nos encontramos con que la policía había cortado la carretera. A la entrada del pueblo se agolpaba una muchedumbre de agentes antidisturbios. Desde el coche distinguimos una nutrida hilera de cascos, botas y uniformes verdes tan subidos de hombros, tan cuadrados de espaldas, que parecían inflados. Esta impresión la experimento de costumbre a la vista de los referidos agentes. Juraría que los llenan de aire como a neumáticos con la idea de procurarles una complexión intimidatoria, y que a la vuelta del servicio el funcionario correspondiente les retira un tapón oculto en alguna parte del uniforme a fin de devolverlos, psssss, a su tamaño natural.
Por ruego de la señora escritora, que venteando riesgos para la salud prefirió permanecer sentada dentro del coche, me aproximé con la cámara fotográfica en busca de materia literaria a la calle principal del pueblo. Mientras avanzaba junto a los otros vehículos parados fotografié una vaca que pastaba detrás de una cerca electrificada. Uno nunca sabe lo que puede o no puede servir a un escritor. Por el mismo motivo fotografié a corta distancia un fardo de heno. Veinte minutos después volví para comunicarle a Clara el resultado de mis observaciones. Por diversos indicios se me figuraba que acababa de presenciar una estampa típica de la zona. A mí al menos me pareció que los participantes en ella habían actuado de acuerdo con usos rituales más extendidos en los territorios de la antigua RDA (y acaso de toda la nación) de lo que algunos están dispuestos a reconocer. Trataré de explicarme mediante un testimonio sucinto. Tras entrar en el pueblo bordeando una granja, ya que el paso principal estaba cortado, me coloqué a la sombra de un tilo, en un rellano con varias lápidas antiguas que se alargaba al costado de una pequeña iglesia rural. Compartía observatorio con varios lugareños de edad avanzada. Debido a que el susodicho rellano se elevaba como medio metro por encima de la carretera, me resultaba fácil ver lo que sucedía allende el muro de corpulentas espaldas uniformadas. Al pie de cincuenta varones jóvenes, quizá más, pero no muchos más, encapuchados los unos, con las cabezas rapadas los otros, y tres o cuatro chicas fornidas entre ellos, venían cruzando el pueblo envueltos en policías. Los cuales, sin responder a ofensas ni provocaciones, los pastoreaban hacia sus medios de locomoción para que abandonasen de inmediato el lugar, ya que la marcha no debía de estar en completa conformidad con las leyes vigentes. La abundancia de gafas negras daba al mocerío escasamente silencioso la apariencia de una congregación de ciegos. Una aldeana de semblante rubicundo dijo cerca de mí: «Que los dejen tranquilos. No están haciendo nada malo». Y uno que estaba a su lado secundó: «Peores son los comunistas». La admiración que profeso desde antiguo a la cultura filosófica del pueblo alemán me disuadió de inmiscuirme en el espontáneo intercambio de juicios apodícticos. Pienso que nadie debería meter baza en un debate entre expertos sin tener bien abastecida la despensa intelectual. Sigo. Llegó la marcha a nuestra altura. A la cabeza, una chica de brazos musculosos y un rapado con guantes negros y nuca amondongada sostenían una pancarta donde podía leerse: LIBERTAD PARA TODOS LOS NACIONALES ENCARCELADOS. ¿Cuál era la razón de llevar semejante mensaje a un pueblo de doscientas o trescientas almas? ¿Habría en él una granja, un cobertizo, un pajar, habilitado para centro de reclusión de nacionales? Detrás de la pancarta venía la piña vociferante arrastrando las pesadas botas por los adoquines. Parecían enfadados. Determinadas ideologías obligan por lo visto a sus adeptos a poner mala cara. Los mozos proferían lemas al ritmo que prefijaba un gigante de dos metros provisto de megáfono. Alemania para los alemanes, la revolución es factible: ráfagas de certidumbres agresivas que turbaban el aire apacible del lugar, mezclándose con los cantos de los pájaros y un fuerte olor a purines. Dos mozos portaban sendas banderas de franjas horizontales: negra, blanca y roja, como la bandera del Yemen pero al revés. Hacia el final del grupo, uno al que irritó ver que yo tomaba fotografías, me mostró un puño del que despuntaba, enhiesto, el dedo medio, al tiempo que me llamaba «Zecke» (garrapata) por entre los cascos de dos policías. La señora rubicunda, hosco el entrecejo, me preguntó si yo trabajaba para la prensa. Le contesté lo primero que me vino a la boca, que sí, para la revista Emma. (Esto mi hermano no lo entenderá). Dijo que a algunos periodistas habría que colgarlos y yo me volví al coche a contarle a Clara mi reciente aventura folclórico-cultural. Sin posibilidad de desviarnos ni de retroceder, aún tuvimos que esperar un largo rato a que la carretera quedase despejada.
Caía la tarde cuando llegamos a Bergen. La ciudad, actualmente de catorce mil habitantes (me he tomado la molestia de ir a la sala a comprobar el dato), por el tiempo de nuestro viaje supongo que algunos menos, carece de atractivo turístico. Clara la eligió por eso. Se le figuraba que allí los alojamientos serían más baratos que en las poblaciones pintorescas de la costa con sus playas, sus villas y paseos marítimos, cuestión esta en la que presumiblemente no le faltó razón. Eligió asimismo Bergen porque debido a su situación central se le antojaba un buen punto de partida para cualquier desplazamiento por la isla. Días atrás se había hecho enviar por correo a casa de su hermana un ejemplar del Ostsee Anzeiger, en cuya página de anuncios encontró un número de teléfono por medio del cual encontró el otro que le habría de permitir concertar, fiándose de las palabras de la dueña, un piso amueblado de tres habitaciones. Nos daba igual el tipo de vivienda en que hubiéramos de alojarnos durante las dos semanas siguientes con tal que estuviese en aceptables condiciones higiénicas y tuviera agua caliente, una cama y un techo sin goteras. Yo agregué a la lista de enseres exigibles un televisor. Entonces la señora escritora me hizo saber que no habíamos ido a Rügen de vacaciones. Quizá todo esto que escribo sea lo que mi hermano llama en tono despectivo «cháchara confidencial»; pero es justo lo que yo quiero contarme ahora, aunque seguramente, embutido en un libro, no despertaría el interés de nadie.
Para coronar el largo viaje con un último contratiempo, en una bifurcación que hay a la entrada de Bergen viniendo de donde nosotros veníamos, tomamos el ramal indebido. Clara sostenía un plano de la ciudad sacado de Internet. Pudiera ser que a aquellas horas la comunicación verbal entre nosotros estuviese seriamente perturbada a causa de nuestro cansancio. Para más inri, yo cometí el error de seguir al pie de la letra sus indicaciones. Nos perdimos. «Me he limitado a hacer lo que tú has dicho». «Ratón, si pretendes echarme la culpa de…». «Yo no pretendo nada, solo constato que…», etcétera. De ahí a poco se acabó la ciudad. Ante nosotros se extendía un paisaje ondulado que empezaba a tomar los colores del otoño. Los campos de cultivo, ya cosechados por aquellas fechas, se alternaban con oscuras arboledas, más oscuras para Clara que para mí, pues mal que le pesase las tenía que contemplar con ojos empañados. Y todo porque, detenidos en el borde de la carretera, en un golpe de impaciencia le arrebaté el plano con cierta brusquedad. ¿O la ofendió más que le dijera que pertenecía a ese género de personas acostumbradas a dormir en el suelo porque no aciertan a orientarse dentro de su habitación? No captó la parte jocosa del reproche, o quizá sí, porque tonta no es; ahora bien, como no se debía de gustar a sí misma sintiéndose culpable de nuestra situación, decidió derramar unas gotas de agua ocular para darme a entender que si nos habíamos perdido por su culpa, de su tristeza, sus lágrimas y su corazón deshecho yo era el único y malvado responsable. Dijo con voz entrecortada: «Eres malo». Y yo me alarmé pensando que ella era capaz de descifrar los discursos secretos de mi mente.
La explicación de un viandante nos condujo de atardecida hasta el portal ante el cual nos esperaba la señora Klinkenberg, dueña del piso. Nos adentramos con el coche en un barrio de las afueras compuesto por bloques de viviendas de cuando los tiempos de la RDA. Los edificios, diseñados a regla, apenas se distinguían los unos de los otros salvo por el color de las fachadas. En el recuerdo me siguen pareciendo colmenas de grandes dimensiones abandonadas sobre un descampado. Todo en su hechura exterior (las esquinas rectas, la distribución regular de las ventanas, los remates planos) inducía a creer que el régimen comunista, en aplicación estricta de las teorías de Marx, o por orden de Moscú, había prohibido a los arquitectos al servicio de la clase proletaria la práctica capitalista de la línea curva.
Nos apeamos del coche sonriendo por compromiso, cada uno resuelto a borrar en su cara, con un poco de alegría postiza, las huellas de nuestra disputa reciente. La señora escritora ocultaba sus ojos enrojecidos detrás de unas gafas de sol. ¿Pensó que debía protegerlos de los rayos lunares? Aún no había salido la luna; pero ella, hermano, para tu información, puesto que no la conoces personalmente, es mujer precavida. A la señora Klinkenberg, cuando la saludamos, le noté la mano fría, viscosa, mojada, y no era invierno ni llovía. Con el debido recato restregué la palma en la parte posterior de mis pantalones, y más tarde, tras cerciorarme de que nadie me miraba, la acerqué a la nariz. Le calculé a la dueña del piso entre sesenta y setenta años. Luego supimos que tenía sesenta y cuatro. Hablaba a borbotones. Un turbo verbal con marcado acento del Este. A cada instante, en el chorro veloz de su parla, pronunciaba el vocablo «euros», que resonaba en mis oídos como un toque tenaz de campana, de esas campanas que repican de pronto por ahí cerca, punteando los rumores del día con su nervioso tintineo. Bla, bla, bla, euros. Bla, bla, bla, euros. La señora Klinkenberg tenía los talones amarillos, con durezas agrietadas, que se los vi bien vistos cuando subíamos detrás de ella por las escaleras. Calzaba unos zuecos de andar por casa bastante desgastados. Se los señalé con disimulo a Clara, que, sonriente, se apresuró a cruzar el dedo índice sobre sus labios a fin de hacerme callar, aunque yo no estaba hablando. A espaldas de la señora Klinkenberg, bla, bla, bla, euros, imité su manera oscilante de subir las escaleras. Su trasero grande me quedaba al par de la nariz. Con mímica exagerada yo fingía que sus gases intestinales me cortaban la respiración. Detrás de mí, la señora escritora hacía que no con la cabeza, instándome con muecas reprobatorias a reportarme; pero al llegar al segundo descansillo, derrotada por la versión más infantil de mi carácter, le surgieron graves problemas para aguantar la risa. Y con estas gansadas y regocijos silenciosos, sin necesidad de hacer las paces de palabra, nos reconciliamos.
Abierta la puerta de la vivienda, en el tercer piso, una vaharada de verdura cocida nos golpeó en el olfato. Acto seguido, un caniche juguetón que vestía un chaleco de rayas vino dando saltitos a olerme un pie. Le acaricié la cabeza, me chupó la mano. De fijo me habría arreado una dentellada, en un acto de solidaridad canina, si hubiera sabido que nosotros obligábamos a vivir en cueros a uno de su especie. Pero a lo que iba. ¿Por qué apestaba a guiso reciente la casa que habíamos alquilado? ¿Qué pintaban en el vestíbulo el plato con comida para el caniche, las prendas de abrigo en el perchero, los zapatos de señora sobre las baldas del armario empotrado? Advertí en las facciones de Clara la misma perplejidad que yo sentía. «Señora Klinkenberg», dijo endulzando la voz como temerosa de cometer una insolencia, «tal vez no me expliqué bien por teléfono. A mi marido y a mí nos gustaría disponer de un alojamiento en Rügen para los dos solos». Porque, efectivamente, allí, en aquellos momentos, estaba viviendo alguien. La voz de Udo Jürgens cantando Griechischer Wein (vino griego) en un aparato de radio acabó de confirmar nuestros temores. La señora Klinkenberg explicó que aquel era su domicilio habitual. En vista de nuestra tardanza, dijo, sin que al parecer recordase que Clara la había llamado dos veces con el móvil para referirle las complicaciones del viaje, creyó que ya no vendríamos, como al parecer le había sucedido en cierta ocasión con otros inquilinos, y por eso no se había marchado aún de la vivienda. Cobraba una pensión que no le permitía vivir con holgura. La misma suerte, se lamentó, corrían miles de ciudadanos de la antigua RDA, «los pobres Ossis, los perdedores de la Reunificación». Para comprobarlo no teníamos sino bajar a la calle y preguntar al primero que pasara. Terminado el preámbulo de quejas, dijo que con el fin de obtener unos ingresos suplementarios, bla, bla, bla, euros, alquilaba su casa en cualquier época del año, de manera que cuando tenía huéspedes se instalaba en el piso de una vecina de la zona salvo que esta también lo hubiera alquilado. En tal caso se iba a vivir con su hijo y sus nietos en Putbus, a una docena de kilómetros de Bergen, y ello el tiempo que fuera necesario, aunque aquella solución le causaba incontables desazones, en parte porque los niños tenían que apretarse en una habitación para hacer sitio a Oma (yaya), lo que generaba continuas peleas entre ellos; en parte porque la señora Klinkenberg no se arreglaba con su nuera, a la que consideraba una persona fría y egoísta, tan desagradable por delante como por detrás, hasta el punto de que no le entraba en la cabeza que su Walter la hubiera encontrado alguna vez atractiva y bla, bla, bla, euros. En fin, que no nos preocupáramos, que en cuanto nos hubiera enseñado el piso, el estado actual de los contadores y todo lo referente al funcionamiento de los aparatos, se marcharía con Honni, que así se llamaba el caniche, y no nos molestaría más. Insistió en que la casa entera estaba a nuestra disposición, que comiéramos y bebiéramos de lo que halláramos en la despensa y en el frigorífico, que durmiéramos tranquilamente en su cama porque había puesto cobijas limpias. La señora Klinkenberg, en honor a la verdad, fue un hallazgo afortunado de Clara. Todos los años, por diciembre, nos manda por correo un frasco de dulce que hace ella misma con bayas de espino amarillo, y añade al paquete una postal en la que además de felicitarnos las Navidades y desear que entremos con un buen resbalón en el Año Nuevo, nos pide que la visitemos y nos manda saludos de Honni, que, según escribe de costumbre en la posdata, se acuerda mucho de nosotros.