20
Se estaba bien a las once de la mañana, con cielo azul, en la terraza de la cafetería Colosseum. Me había despedido poco antes de Clara, a quien dejé en los grandes almacenes Karstadt buscando un regalo para Irmgard y su marido y otro para su hijo, cuyo nombre no recordaba. Temía ella por esta razón hacer el ridículo en el momento de los saludos. No conocíamos al niño ni en fotografía. Durante el viaje por autopista pasamos largo rato desgranando nombres de varón, en la esperanza de que la casualidad revelase a Clara el que le había mencionado Irmgard el día anterior por teléfono. Clara creía vagamente que el nombre del niño empezaba por K. Propuse una solución sensata: llamarlo al principio simplemente K, como si se tratara del personaje de Kafka. Agregué que la ocurrencia, a mi juicio inocua, tal vez ayudaría a crear una atmósfera de confianza. Y para que nuestros anfitriones comprobasen que actuábamos sin mala fe, Clara y yo nos llamaríamos asimismo el uno al otro por nuestras iniciales. «Los escritores», le dije, «estáis obligados a cometer de vez en cuando alguna extravagancia». «La única obligación que tenemos los escritores es la de escribir bien». «Escribir bien y estar un poco locos. Porque si mostráis que sois personas normales, que coméis y cagáis como todo el mundo, ¿quién os va a admirar? De seguro que tu amiga habrá oído hablar de tus libros. Quizá esté ahora estudiando gramática por miedo a no expresarse con la debida corrección en tu presencia. Aprovecha sin miramientos tu superioridad». «Ratón». «Qué». «Cállate».
A la altura de Hildesheim, Clara mudó de suposición. Ahora se inclinaba por un nombre cuya primera letra fuera una M. Luego, como le tomase de pronto el barrunto de que con dicha letra empezaba el nombre del marido, a quien tampoco conocíamos, volvió a la K; más tarde probamos con el alfabeto entero y por último, a menos de veinte kilómetros de Gotinga, convinimos en que el método de enumerar nombres a la ventura jamás conduciría al resultado apetecido. Dentro de Karstadt me preguntó con qué se podía contentar a un niño de siete años. «Quizá con un buen puro. Yo, a esa edad, ya había probado el tabaco». Me lanzó una de sus miradas capaces de perforar la pared de un búnker. «Pues entonces, ¿para qué me preguntas? Regálale algo útil. Por ejemplo, un nombre fácil de memorizar». En la planta baja, cerca de donde conversábamos, había una pirámide de balones. «¿Le compramos uno? A casi todos los niños les gusta el fútbol». «¿Te has cerciorado de que el hijo de tu amiga no padece alguna minusvalía? Imagínate que anda en una silla de ruedas y aparecemos tú y yo con un baloncito de colores». «Odio estos compromisos». Y es verdad que los odia, como la mayoría de sus compatriotas; los cuales, sin embargo, preferirían que les arrancasen un ojo a dejar sin corresponder un favor, una invitación, un regalo.
No hubo más remedio que posponer el comienzo de nuestra jornada de amor y nostalgia hasta que hubiésemos resuelto el asunto engorroso de los presentes que habríamos de entregar a nuestra llegada a casa de Irmgard. Y comoquiera que a Clara se le figurase que conmigo a su costado le resultaría difícil, por no decir imposible, mantener la calma, acordamos librarnos el uno del otro y reunimos al cabo de tres cuartos de hora en la Marktplatz. Para allí me encaminé, las manos en los bolsillos, con la despreocupación de las almas que han alcanzado la inmortalidad. La terraza del Colosseum se veía llena de gente. Me resigné a pasar de largo; pero en esto, a dos o tres metros de mí, quedó libre un velador bajo el toldo amarillo, como si la persona que hasta entonces lo había ocupado hubiese estado esperando mi llegada para cedérmelo. Era una delicia encontrarse en aquella terraza desde la que se abarcaba con la vista toda la plaza, exento de dolores, de inquietudes, de la condena bíblica de afanarse a diario en tareas desagradables para obtener el sustento; antes bien, disfrutando en paz con uno mismo de un capuchino que me fue servido con una sonrisa, una frase en italiano y una galleta de obsequio. Para redondear el instante deleitoso, por primera vez desde hacía varios días no me mortificaba el cansancio. De víspera había tenido la prudencia de convidar a mi sobrino a dos somníferos. El muchacho los ingirió con el alegre candor de costumbre. Estoy seguro de que hasta los personajes de El libro de la selva me lo agradecieron.
Delante de mí se abría la plaza, de uno de cuyos costados arranca (o termina, según se mire) la Weender Strasse, que es por así escribir la columna vertebral de Gotinga, ya peatonalizada por los días en que, joven, melenudo y becario, vine a la ciudad con intención de estudiar la lengua alemana durante un plazo de seis meses. Transcurrido el cual, ni pude ni quise soltarme de los brazos de Clara y aquí sigo tantos años después, lejos de la familia, en la que falta para siempre el padre, y de los amigos con quienes ya no sabría de qué hablar como no fuera de los tiempos idos; casado y sin licenciatura, ni porvenir profesional, ni juventud, ni nada de melena, que todo lo sacrifiqué por mi dulce y literaria esposa. Y lo peor es que ni siquiera estoy arrepentido.
Malditas las ganas que tengo de hacer recuento en estas páginas de los pormenores arquitectónicos del lugar. Nada me resulta tan insoportable como la explicación de piedras y fachadas. Que si el gótico, que si el románico… Me conformaré con acordarme de que, para agrado mío, apenas encontré cambiada la Marktplatz de Gotinga. No vi en ella mayor novedad que la de algunos comercios pertenecientes a poderosas cadenas, cuyas filiales se extienden por todos lados a costa de los modestos negocios familiares que antaño ayudaban a distinguir una ciudad de otra. Nueva me resultó asimismo una estatua broncínea del cheposo Lichtenberg, parado con una bola en la mano junto a la esquina del Ayuntamiento Antiguo. Al pronto lo confundí con un payaso, un saltimbanqui, un personaje de carnaval; pero no, era Lichtenberg. El resto de la plaza me pareció igual que cuando yo la conocí. No me habría sorprendido ver llegar de pronto al predicador corpulento de pelo rojizo que los sábados por la mañana solía apostarse en la embocadura de la Weender Strasse y con voz estentórea dirigía a la multitud indiferente sus alabanzas a Jesucristo. Yo gustaba de sentarme en un banco cercano, donde por espacio de diez o quince minutos permanecía atento a la perorata tronante de la cual no entendía sino palabras sueltas. De este modo aprovechaba las prédicas del apóstol pelirrojo para ejercitarme en el idioma alemán. Las declinaciones, los tres géneros del sustantivo, el complicado régimen preposicional, la conjugación de ciertos verbos, toda aquella maquinaria verbal para cuyo aprendizaje se me figura necesario disponer de un segundo cerebro, había llegado a convertirse en una obsesión que no me daba tregua de día ni de noche. Me adentraba en los innumerables recovecos de la gramática; memorizaba versos, frases y listas de palabras; salía tras arduas sesiones de estudio a la calle, convencido de haber hecho grandes progresos durante las últimas horas, y… en la primera conversación trivial, con una farmacéutica, con el vendedor de periódicos o con Marianne en los prolegómenos de un nuevo revolcón fornicatorio, se me quedaba la lengua bloqueada. Algunas veces metía la pata bochornosamente. En aquella misma Marktplatz, un día, espoleado por Clara para que me soltase a hablar, le pedí a una verdulera medio kilo de iglesias. Delante y detrás de mí, a mi izquierda y a mi derecha, resonó una andanada de risas que todavía me sigue avergonzando en el recuerdo. Clara me reveló más tarde, cuando nos alejamos del lugar, la razón de aquel jolgorio en el que ella también había participado. Caí en la cuenta de que había confundido dos palabras consecutivas del vocabulario que por entonces estaba tratando de aprender, Kirche y Kirsche (iglesia y cereza, respectivamente), similares en su pronunciación, y en adelante ya nunca más volví a escribir listas de palabras por orden alfabético. Como este caso me sucedieron otros. Entraba, por ejemplo, en la panadería de la Goetheallee arrugado de inseguridad; al hacer mi pedido, no era improbable que la panadera interpretase mal mis balbuceos y me sirviera lo que yo no deseaba, o que, sin disimular su impaciencia, señalara con dedo desdeñoso uno de tantos productos repartidos por los estantes y los cestos, y yo me apresurase a decir que sí para acabar de inmediato con la incómoda situación. El resultado era que cada dos por tres volvía al piso con panes y bollos que nunca se me había pasado por la cabeza comprar y con una punzante sensación de derrota. En fin, estas menudencias biográficas de cuando aún estaba lejos de dominar el alemán me las he contado en muchas ocasiones, así que hoy no siento mayor necesidad de ocuparme de ellas.
Entretenido en observar el ganado, como llama a la gente común de Gotinga Heinrich Heine en su Viaje al Harz, le pedí al camarero un segundo capuchino. Había, en efecto, un rebaño de personas mayores, pastoreadas por el consabido explicador de monumentos, en torno a la fuente que corona con su precioso dosel de forja la linda y negra figura de la Gänseliesel. Yo no podía oír las palabras del cicerone a causa de la distancia; pero las imaginaba parecidas a las que usó en su día nuestra profesora del curso intensivo de alemán (durante una clase que consistió en un paseo con los alumnos por el centro de Gotinga) para referimos unos cuantos detalles acerca de aquella guapa muchacha de bronce: que si constituye el emblema de la ciudad; que si la original está a resguardo de los vándalos en un museo; que si, como ya sabrán ustedes, es tradición prohibida por la ley, pero no penada, que los recién doctorados suban a estamparle un beso en la cara, así como a obsequiarla con un ramo de flores; que si a consecuencia de dicho hábito la pequeña Gänseliesel es la chica más besada de la ciudad (o del mundo, ya no recuerdo); en fin, migajas de cultura local que los visitantes escuchan con gusto a pesar de haberlas tal vez leído antes en las guías turísticas que llevan bajo el brazo.
Las vías públicas de Gotinga abundan en estatuas consagradas a varones de toga, a sabios y próceres ya secos desde hace largo tiempo en sus sepulcros. A ellas se han añadido, desde que Clara y yo abandonamos la ciudad, cierto número de piezas modernas que ganan mucho cuando se les da la espalda. Toda esa masa adusta de piedra y metal, ni aun juntándola en un montón, lograría ensombrecer el sencillo encanto de la Gänseliesel, figura de raigambre popular que ya al primer vistazo despierta en el observador una simpatía irresistible. Yo, que no entiendo de escultura, ni acaso de nada, pero que sé a ciencia cierta lo que me gusta y lo que no, la tengo por una de las representaciones humanas más afortunadas que se hayan hecho. La recuerdo descalza sobre el pedestal, la melena recogida, la cabeza inclinada hacia delante como para evitar que los transeúntes la miren directamente a los ojos. ¿Cuál es la razón de su recato? ¿Acaso la avergüence, a su corta edad, sentirse expuesta a las miradas de cuantos transitan por la plaza? Muestra el vientre de la muchacha, bajo la ropa humilde, una hinchazón sospechosa. La Gänseliesel, qué duda cabe, es inocente. La naturaleza habrá cometido su parte de la fechoría. Lo demás se lo imputo yo a alguno de esos doctores nuevos de la Georg-August Universität que la besan y la abrazan y la manosean como si fuera un juguete, sin que ella pueda resistirse. No hay más que ver, en prueba de su inocencia, con cuánta naturalidad, con qué serenas y cándidas facciones, ignora que una manga de su camisa se ha deslizado hacia abajo, dejando un hombro juvenil al descubierto. Pero más que este o el otro detalle de su cuerpo menudo o de su atuendo de pastora, lo que da gracia y a la vez nombre a la figura son los tres gansos que lleva a los prados de extramuros, dos en una cesta prendida al brazo y uno más grande, cogido sin miramientos por las alas. Del pico de cada ganso brota un chorro que, antes de hundirse con blando chapoteo en el agua remansada del pilón, se deshace en una línea de gotas relucientes. (Será mejor que termine aquí el párrafo, pues noto que me estoy dejando arrastrar por debilidades literarias de las que me creía inmune).
Me acordé en la terraza del Colosseum de cuando la profesora contó que la Gänseliesel no puede impedir que la besen porque tiene las manos ocupadas. Al decir esto mostró las palmas de las suyas como para advertirnos que no lo intentáramos. Yo pensé entre mí que su falta de atractivo la protegía de sobra. En aquel tiempo mis conocimientos de idioma alemán, aunque aumentaban de día en día, aún no alcanzaban para entender plenamente sus explicaciones; sin embargo, lo de la indefensión de la muchacha de los gansos lo entendí muy bien. A hora avanzada de la noche, salí acompañado de un togolés con quien había hecho buenas migas durante el curso de alemán, de un bar estudiantil llamado Havanna Moon. El bar, que ya no existe, estaba en la Rote Strasse, cerca de su confluencia con la Marktplatz. Nos adentramos los dos en la oscuridad con las narices calientes y ligeras dificultades para enderezar los pasos. Íbamos de retirada, él a su piso de alquiler, que quedaba en el quinto pino, por la Groner Landstrasse hacia arriba, más allá del cementerio; yo al colchón de Clara, donde dormía y me apareaba con ella a diario desde que se me había terminado el plazo de la beca. El togolés hablaba como propios tres o cuatro idiomas, y chapurreaba el mío con una gracia que me mataba de risa, dijera lo que dijese. Me contó que era el mayor de catorce hermanos; que su padre, ministro del gobierno de Togo, esperaba de él que algún día lo sucediera en el cargo. Al togolés no le gustaba nada la idea. Soñaba con afincarse en Alemania y beber todos los días una botella de Jägermeister. Riendo bajamos por la Rote Strasse, entretenidos igual que niños en formar figuras con el vaho de nuestros alientos. Y en esto vi que nos encontrábamos en el mismo lugar que por la mañana con la profesora, junto a la fuente de la Gänseliesel. La plaza estaba desierta. Los adoquines se veían mojados, por más que no me constase que hubiera llovido; pero ya se sabe que en Gotinga impera de costumbre la humedad. Una niebla fina flotaba en la luz de las farolas. La hora tardía, las ventanas apagadas, las calles silenciosas, todo a nuestro alrededor parecía incitarnos a mi amigo y a mí a una última diversión previa a la despedida. Los dos rebosábamos de salud y juventud, estábamos exentos de obligaciones laborales y habíamos bebido en el Havanna Moon, y antes en otros locales, una cantidad inmoderada de cerveza (yo sin mezcla de Jägermeister, demasiado dulce para mi gusto), costeada en su mayor parte por el futuro ministro de Togo. Conque, en resumidas cuentas, el togolés, que era elástico y nervioso, más negro que dos noches superpuestas, se encaramó de un salto a la paredilla del pilón. Allá arriba, medio confundido con la oscuridad, demostró que sabía imitar con mucho donaire la voz, las expresiones habituales y la rigidez facial de nuestra profesora. Simulando la manera de hablar de ella, se invitó a sí mismo a «tener sexo» con la Gänseliesel. Al principio fingió que la timidez lo atenazaba; pero luego, vencido por la insistencia de la voz imitada, dio las gracias como en las escenas cotidianas que practicábamos en clase y se lanzó a poner en práctica un sinfín de monerías a cuál más lasciva por delante y por detrás de la estatua. Yo, desde abajo, temía no poco por él pensando en que si una patrulla de la policía o un grupo de ciudadanos iracundos pillaban a un negro abusando del emblema de Gotinga, se lo harían pagar caro. Terminada la pantomima, me llamó a su lado hablándome al modo de la profesora. Y, como era en extremo generoso, no vaciló en hacerme sitio en el pedestal resbaladizo y estrecho. Mal que bien, agarrándome a la barra y los adornos salientes del dosel, y después al cuello del ganso más grande, logré subir y besar los fríos labios de bronce. Para entonces el togolés había desaparecido extrañamente de mi costado. Detuve la mirada en la densa oscuridad que llenaba el pilón. Primero vislumbré el blanco de sus ojos, después sus dientes blancos y por último lo vi a él entero echando maldiciones en un idioma para mí desconocido, mientras se erguía completamente empapado.
A mi llegada al piso, Clara dormía bajo la manta rellena de plumas. Le susurré una declaración de amor a la oreja; pero no reaccionó hasta que le dije en son de broma que le había sido infiel con una chica guapa. Se incorporó bruscamente en el colchón colocado sobre el suelo y, en un tono imperioso al que aún no me tenía acostumbrado, me mandó encender la lámpara del escritorio. Suponía o quería suponer que yo me había equivocado. «¿Infiel?», trató de cerciorarse. «¿Sabes lo que dices?». Su alarma me causó perplejidad. La atribuí en un primer momento a una posible falta de imaginación. Nunca le había visto una mueca igual durante las dos semanas que llevábamos viviendo como pareja. «Idea hombre de Togo». «Ratón, no te entiendo; pero creo que me vas a hacer llorar». Las puñeteras palabras no me venían a la boca con la deseada rapidez. «Hombre negro, ¿entiendes tú yo digo? Y yo». «¿Eres homosexual? ¿Te has acostado con un negro?». Ahora el que no estaba seguro de entender era yo. Tampoco me daba cuenta en aquel instante de lo difícil que resulta ser chistoso en un idioma que no se domina. Convencido de que Clara rompería a reír en cuanto supiese lo que había pasado, volví a contar el episodio desde el comienzo. Se conoce que mi marcado acento extranjero, mis más que graves errores lingüísticos y una elección a buen seguro inadecuada de las palabras le impedían entenderme. O quizá sí me entendía, pero se negaba a dar crédito a lo que estaba oyendo. Acudieron entretanto a sus ojos las primeras lágrimas que yo le veía derramar. Pronunciando despacio cada sílaba y sonriendo a fin de resaltar la intención jocosa de mi relato, le dije que «yo besado a Gänseliesel, por eso yo infiel a ti». Por fin captó. «¡Qué historia tan interesante!», dijo entre irónica y aliviada, enjugándose las lágrimas con el dorso de la mano, y prosiguió: «¿Qué pasa con el negro de Togo?». «El negro mucho sexo con Gänseliesel». «El negro y tú, los dos». «No, yo un beso solamente». Dicho lo cual, fijó en mí una larga y escrutadora mirada, como si tratara de leerme los pensamientos en el fondo de mis pupilas, y estuvo mirándome así, sin hablar, el entrecejo fruncido, la boca severa, durante varios segundos, hasta que sacudiendo de pronto en el aire un dedo admonitorio me reprendió: «Nunca, grábatelo. Nunca. Ni siquiera con una estatua». Eso lo entendí bien. Lo que no me quedó tan claro fue lo que dijo después, ya con la lámpara apagada; aunque me di prisa en ir al retrete a consultar el diccionario.