Wolfgang Borchert (Hamburgo, 1921-Basilea, 1947) vivió veintiséis años y medio, de los cuales tan sólo dispuso de los dos últimos para crear, en unas condiciones de salud lastimosas, lo esencial de su obra.
Es concebible que nadie se haya convertido en clásico de las letras por casualidad. Así y todo, el arte gusta de plegarse a las excepciones, a los casos particulares, y no se resiste a añadir de vez en cuando un nombre a la breve lista de escritores (Georg Büchner, el Conde de Lautréamont, Raymond Radiguet o el canario Félix Francisco Casanova) que alcanzaron la excelencia artística y murieron a edad temprana. Borchert pertenece a dicha estirpe.
En su corta vida no pisó otra universidad que la de los funestos avatares de su época, en un país sometido a la peor barbarie y a la mayor destrucción de toda su historia. No se le conocen a Borchert rasgos de clarividencia precoz. Se sabe que fue colegial mediocre, de los que dedican menos atención a las materias de enseñanza que a mover a risa a sus condiscípulos. Tenía vocación de actor, frustrada, como tantas otras felicidades a que aspiró sin suerte, por las tragedias que lo acosaron. En el colegio ni siquiera destacó en el uso de la lengua alemana, por el que hoy se le recuerda con admiración. Resulta difícil imaginar unas condiciones más adversas que las suyas para el desarrollo del talento literario. Y, sin embargo, poco más de tres centenares de páginas le han bastado para alcanzar el rango de clásico de las letras alemanas del siglo XX.
Su madurez sobreviene, se desencadena, se da de golpe, debida no tanto a la destreza en el dominio del medio expresivo como a un arrebato de creación fomentado por un cúmulo de experiencias traumáticas. Es la madurez que se deriva de los diversos abismos a que el escritor fue obligado a asomarse. Nombrémoslos: su participación forzosa en la guerra, en primera línea del gélido frente ruso; sucesivas estancias en prisión y, como consecuencia de todo ello, las graves enfermedades que lo consumieron. Basta abrir un libro suyo al azar y leer unas pocas líneas para percibir en ellas la vibración, el aire, el sentido de lo que ha de expresarse con urgencia, sin coquetería de estilo, por la simple, por la terrible razón de que la fiebre aprieta, los pulmones fallan y a la mano que débilmente sostiene la pluma le queda poco tiempo de vida. Fuera humean aún las ruinas de un país devastado. No menos destruido se halla por dentro el cuerpo de quien ha asumido la tarea dignificadora de dejar un testimonio literario del drama colectivo de su tiempo. Es la de Wolfgang Borchert la obra de un hombre que se sabe agonizante.
Los textos que conforman lo que hoy se considera las Obras completas de Wolfgang Borchert se reparten en tres categorías bien definidas. La primera de ellas, reducida por el propio autor a una selección breve de poemas, es un preludio de las otras dos. De vuelta de la guerra, Borchert desechó la mayor parte de sus versos, y aun los pocos que salvó guardan para los lectores actuales un valor meramente testimonial. Hay en su poesía un fondo de juego, de arrebato juvenil, que a menudo adopta los ritmos y sonoridades de poetas célebres de la época. En ella alternan los tonos risueños, propios de las ocurrencias rimadas del cabaré, con los nostálgicos y sentimentales de las canciones de raigambre popular. Tan sólo catorce piezas se le antojaron a Borchert dignas de integrar Farol, noche y estrellas. Una modesta editorial de Hamburgo publicó el librito en diciembre de 1946. Pasó inadvertido.
La misma editorial publicó por aquellos días una antología de textos sobre Hamburgo a la que Borchert fue invitado a participar con un prólogo. Era la primera vez que un trabajo suyo en prosa figuraba en las páginas de un libro. Las evocaciones de la ciudad donde había nacido constituyen una constante temática en la obra de Wolfgang Borchert. Hamburgo ya está presente en sus tentativas poéticas iniciales, es un paisaje habitual de sus relatos y el escenario donde se desarrolla la acción de la única pieza teatral suya que nos ha quedado. Hamburgo representa para el escritor un amor de por vida al que consagró sus páginas acaso más fervientes.
Una segunda categoría de la obra completa de Wolfgang Borchert está integrada por las piezas en prosa. La primera de ellas, titulada El diente de león, fue escrita sin escrúpulos estilísticos ni correcciones ulteriores en una cama del hospital Elisabeth de Hamburgo, el 24 de enero de 1946. El dato es significativo por cuanto da idea del método de redacción puesto en práctica por Wolfgang Borchert, así como de las condiciones penosas en que se vio obligado a trabajar hasta el final de sus días.
La posterior consagración de Borchert al género narrativo no vino precedida por un periodo de adaptación y aprendizaje, sino que se produjo de forma espontánea, originada en la necesidad imperiosa de manifestarse sobre ciertas cuestiones. Las historias le salen, le brotan, repentizadas con el afán del que procura perder el menor tiempo posible entre el instante de la ocurrencia y la conversión de esta en texto. Puesto que corren años de carestía, Borchert no tiene más remedio que escribirlas en el reverso en blanco de cartas, en sobres usados, en trozos de cartón. Luego se las entrega sin demora al padre para que este las mecanografíe. La escritura de Borchert es una carrera contra el dolor, la disnea pertinaz, la fiebre; contra la muerte cercana, en suma.
Un hombre que a menudo necesita ayuda para vestirse o caminar es capaz de concluir obra de veintinueve historias en el transcurso del año 1946. Las escribe de un tirón, sin sujetarse a las convenciones del género, atormentado a ratos por la duda de no poseer un dominio literario del idioma en que se expresa. Al final del arduo empeño diario, en los papeles sueltos lo mismo ha quedado una narración que un himno a su ciudad, un manifiesto, unos párrafos concebidos para dar rienda suelta a su desesperación y sus protestas. Abundan en sus páginas las notas de humor ácido. Pero lo preponderante en ellas es el grito, la acusación, la queja, el estertor. Son típicas de Borchert las repeticiones de sintagmas próximos, incluso de oraciones enteras, lo que muchas veces confiere a su prosa un ritmo de letanía, de rezo proferido por un hombre de respiración entrecortada.
Sería vano tratar de encontrar en los escritos en prosa de Wolfgang Borchert componentes de una autobiografía camuflada, aun cuando sea posible rastrear en este o el otro pasaje detalles espigados en el recuerdo de experiencias vividas por el autor. Sabemos por testimonios de quienes lo conocieron que Wolfgang Borchert era reacio a hablar de su participación en la guerra o de sus estancias en la cárcel. De igual modo, las referencias a hechos pasados de la propia vida no tienen dentro de sus relatos un valor confesional; antes al contrario, constituyen constantes temáticas de aplicación estrictamente narrativa. Abundan las que hacen mención a las miserias de la guerra, con sus episodios de muerte, mutilación, remordimientos, sueños truncados… Características de Borchert son asimismo las historias carcelarias, las de despedidas en las estaciones, las de trenes nocturnos cargados de soldados con rumbo a la muerte, las de regresos imposibles, las de cadáveres que arrastra la corriente. Una selección de su arte narrativo se publicó en verano de 1947 con el título del primer cuento que escribió. Siguió otra, ya póstuma, a finales del mismo año. Borchert inauguró así en Alemania, sin proponérselo, la literatura del trauma y de las ruinas.
Lugar aparte ocupa en la obra de Wolfgang Borchert el drama en cinco escenas Fuera, delante de la puerta, escrito en el transcurso de ocho días de trabajo febril, a principios de 1947, sin esperanzas de que alguna vez se representase, como prueba, no sin cierta amargura, el epígrafe que acompaña al título. El vaticinio del escritor no tardó en revelarse erróneo. Al cabo de un mes, la intercesión entusiástica de un conocido propició que la pieza fuera radiada por una emisora de Hamburgo. Hans Quest, a quien la pieza está dedicada, prestó su voz al protagonista. Borchert se perdió la emisión. En su barrio había sido cortada la electricidad y él no estaba en condiciones de moverse de casa. Pronto recibió muestras del éxito obtenido. Por esos días, recibe numerosas cartas de reconocimiento (también unas pocas cargadas de reproches) y se desata un peregrinaje de admiradores y curiosos que llaman a su puerta. No siempre se siente el enfermo con ánimo de recibir visitas y sus padres han de intervenir con frecuencia para protegerlo.
Fuera, delante de la puerta es en gran medida el drama de un regreso malogrado. Beckmann, un antihéroe, un don nadie, figura prototípica de la derrota de Alemania, vuelve de la guerra con una lesión de rodilla, unas gafas horrendas y unas cuantas preguntas comprometedoras que nadie puede, que nadie quiere responder. ¿Adónde vuelve? Lo que había ya no está. Su mujer vive ahora con otro, sus padres se suicidaron, su casa ya no le pertenece, su sacrificio en el frente no interesa a nadie. El río Elba no le permite ahogarse en sus aguas y él ni siquiera está libre de culpa. Los radioyentes que siguieron la emisión sintieron que la pieza hacía vibrar en ellos una cuerda harto sensible para los alemanes a quienes tocaba apechar con las consecuencias del desastre reciente. Consumada la catástrofe, reducidas las ciudades del país a un campo de escombros, apenas quedaban familias que no penaran por un muerto en combate, un desaparecido, un prisionero de guerra, un mutilado.
Así pues, el infortunado Beckmann es la encarnación de un drama colectivo. Y lo es en la doble faceta de víctima del enorme engaño histórico urdido por el nacionalsocialismo y de actor parcial de dicho engaño. Beckmann se encuentra en la situación del que alza la voz para protestar contra una injusticia inmensa en la que él mismo ha participado. Grita y no hay quien lo escuche ni lo entienda. La sociedad a la que él desearía reintegrarse quiere olvidar; en realidad, ya ha encontrado acomodo en el olvido. Esa misma sociedad ha creado una división entre dentro y fuera. Fuera es la calle, la intemperie, el lugar a que están relegados los perdedores de la historia.
Fuera, delante de la puerta fue representada por vez primera en un teatro de Hamburgo el día 21 de noviembre de 1947. Wolfgang Borchert se perdió el estreno. Había muerto de víspera en una clínica lejana.