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Un niño en San Sebastián
Yo ceno a las siete. Después de la cena me consagro a la lectura. Tiempo atrás hacía una excepción los jueves, debido a que dicho día de la semana, a lo largo de once meses, mantuve la costumbre de visitar al Viejo. Nos acomodábamos en un ático donde se albergaba su copiosa biblioteca. Hasta que él se fue a vivir a otra ciudad por un problema grave en la estructura de su casa, nos dedicábamos a conversar por espacio de dos o tres horas sobre escritores, libros y asuntos culturales en general. De paso compartíamos alguna que otra botella de buen vino.
El Viejo se definía como un disfrutador. Mi oficio, disfrutar serenamente; mi filosofía, cualquiera que postule el disfrute sereno, afirmaba. Sólo admitía como tales los placeres compatibles con el ejercicio de la inteligencia, aquellos que no le alteraban el sueño y a los que él, al revés de lo que sucede con las adicciones, podía poner fin a voluntad.
La primera vez que lo visité me dijo que poseía una bodega de alrededor de ciento cincuenta botellas de vino selecto. Mientras me la mostraba en compañía de su asistente, me hizo un recuento minucioso de las maravillas líquidas repartidas por los botelleros. El Viejo juzgaba improbable que lo autorizaran a cruzar con semejante cargamento la frontera del más allá. A sus setenta y nueve años, seguro de estar agotando el cupo de sus días, creía llegada la hora de vaciar por vía oral la estupenda colección de caldos y me pidió, al poco de conocernos, que lo ayudara en la tarea. Con tan eficaz señuelo me atrajo a su casa, si bien lo que motivaba principalmente nuestros periódicos encuentros era la compartida pasión por la literatura. Debo, no obstante, añadir que, en lo que a mí respecta, el vino no estaba de más.
Manifestó curiosidad por saber cómo había surgido en mí la vocación de escritor, conjeturando que quizá me había predispuesto a ello el ambiente familiar, de la misma manera que a tantos otros la presencia en casa de una biblioteca los había empujado a tomarles afición a los libros a edad temprana.
Le dije que, si atendemos a la suerte que solía corresponderles a los de mi clase social por los tiempos en que fui joven, es raro que yo no haya terminado desempeñando algún oficio que requiriese maña pero no cultura. El destino debió de cometer un despiste al ocuparse de mí.
El Viejo se interesó entonces por mi infancia y, como tenía hecho trato con él de expresarle por escrito, sin los inconvenientes de la improvisación, mi idea particular de tantas cosas relacionadas con mis actividades literarias, le prometí que el jueves siguiente traería escrito un texto sobre la cuestión. Y tal como se lo prometí, lo hice. Se lo leí en voz alta porque andaba él desde hacía un par de años mal de la vista, y este es el texto: