Oí decir que en España se publica un libro cada diez minutos. Quizá entendí mal o no presté la debida atención, y resulta que era en Francia donde ocurre tal desatino, mientras que en España aparece un título nuevo con intervalos menos agobiantes, pongamos de tres o cuatro horas, no me hagan mucho caso. En realidad lo que yo quería decir es que quien relataba aquello, comentarista profesional de la cultura, se tenía por víctima de un abuso; aún más, de una agresión, como si la sobreabundancia editorial formase parte de una conjura maquinada con el fin de perjudicarlo a él personalmente. Este convencimiento le venía al pelo para justificar su enfado y, de paso, para merecer el asentimiento solidario, cuando no compasivo, de cuantos lo escuchaban.
A mí me costaba entender los motivos de su malestar. Se me figuraba que la acumulación de actualidad literaria sobre las mesas de las redacciones les garantiza el sustento a él y a otros como él cuyo oficio consiste en diseminar opiniones (a menudo veredictos) en periódicos y revistas.
Algunas personas presentes en la conversación, sabedoras de que por mi culpa existen unos cuantos libros en el mercado, no vacilaron en clavarme una mirada acusadora. Me tentó, en consecuencia, faltar al respeto a algo o a alguien, no importaba a qué ni a quién, con tal de halagar la sensibilidad irritable de aquel crítico de la literatura novedosa.
Mal aconsejado por la timidez, estuve a punto de mencionar una afirmación que le oí años atrás a Marcel Reich-Ranicki en el transcurso de una de sus intervenciones temperamentales en la segunda cadena de la televisión alemana: «Casi todos los libros que se publican son malos». Lo cual, si bien se mira, equivale a talar el bosque hasta dejar en pie la media docena de árboles que al parecer les basta a algunos para lograr un conocimiento genuino de lo forestal.
Al fin, dispuesto a franquearme, propuse a aquella gente el sosiego. Aún deseaba proponerles el cultivo de otros atributos saludables; pero me pareció conveniente sugerir en primer lugar el que, según me tienen dicho, facilita la asimilación de todos los demás. Y así, argumenté en favor del gozo asociado a la lectura apacible, acompañada de reflexión. En todo caso, agregué, el problema lo crea la mano ávida que pugna por abarcar más de lo que es lícito a su tamaño, o bien la boca que traga sin apetito movida por la servidumbre de unos honorarios. Que peor, mucho peor, se me antojaba la escasez editorial de tiempos pretéritos, cuando la autoridad política o religiosa prohibía ciertos libros, faltaban traductores, la pobreza y el analfabetismo apartaban a los ciudadanos de los bienes culturales, etcétera.
Pero fue inútil mi empeño. Uno de los presentes, manoteando el aire entre su cara y la mía como si abofeteara mis palabras, me interrumpió para espetarme que a buen seguro, mientras manifestaba mi opinión, habría sido publicada una novela nueva; una novela, quién sabe si de cuatrocientas o quinientas páginas, a la que quizá, por imperativos del oficio, urgía dedicar una reseña. Todos contestes me reprocharon que los hubiera entretenido mientras su tarea no había cesado de aumentar. Después me volvieron la espalda, se marcharon refunfuñando y quedé solo.
Llevado del mejor de los propósitos, me habría gustado recomendarles el hábito de la relectura, entendido como una vuelta serena a placeres antiguos. No se relee un libro por casualidad. Una intención definida, un deseo de disfrute seguro, por tanto una búsqueda que no entraña azar, guía a la mano que toma del anaquel el ejemplar leído en otro tiempo.
No es descartable que nuestros ojos hayan recorrido en más de una ocasión la larga serie de renglones. A mí, por ejemplo, me daría vergüenza prestar mi Quijote de la colección Austral, al que he acudido ya no sé cuántas veces desde aquella primera de mi adolescencia en el colegio; tan gastado está que parece recogido en un contenedor de basura.
Igualmente inexcusable es para mí revivir los escalofríos que me produce la soledad poblada de muertos de Comala, tanto como asistir periódicamente al homicidio de Fiódor Pávlovich Karamázov, alimentar la inútil esperanza de entrar algún día en El Castillo o exaltarme de tiempo en tiempo con la música verbal de Vicente Aleixandre.
No es raro que medien años entre la lectura anterior y la actual. En tal lapso un número indeterminado de obras habrá colmado de experiencias literarias nuestra intimidad. De entonces acá es difícil que nuestro gusto e intereses no hayan variado. Aunque seamos la misma persona que no para de pensar y de pensarse, somos quieras que no un lector distinto.
La relectura lo demuestra sin tapujos al actualizar, a la par que el contenido del libro, un cúmulo de impresiones que este nos suscitó en su día, poniendo así de relieve los cambios que con el paso de los años se han ido operando en nuestra manera personal de entender e interpretar los textos. Releer es, por tanto, también una forma de conversar con el propio pasado. Y, por supuesto, de reparar los desgarrones que le infiere el olvido a la memoria. Toda relectura convida por fuerza a la profundidad.
Para quien retorna a un libro del que gustó en otra época, este adquiere ante sus ojos el valor de un objeto sentimental. A quien lo relee le embargará la sensación de estar él mismo íntimamente implicado en los avatares de la página. Y es que, sin que nos demos cuenta, los libros nos leen mientras nosotros los leemos. Se dijera que se acuerdan de nosotros cuando los reabrimos, que nos reconocen y nos restituyen partes, a menudo olvidadas, de nuestra identidad.
Con asombro, con deleite, con una sonrisa melancólica acaso, nos convertimos en agentes de una sucesión de encuentros. Dicho complemento afectivo no lo puede aportar la obra de publicación reciente, con la que por motivos obvios aún no nos ha sido dado establecer vínculo alguno de familiaridad.
En cambio, yo no podría volver a la agitada historia del estudiante Raskólnikov, en edición barata de Bruguera, sin verme de nuevo vestido con atuendo de soldado raso que lee a escondidas, arriesgándose a un castigo, dentro de la garita de un cuartel de la costa levantina. Imposible me sería extraviarme nuevamente por los tortuosos versos gongorinos de aquel tomito negro de las Soledades (el 102 de la colección Letras Hispánicas, en Ediciones Cátedra) sin traer de inmediato a las mientes la sonrisa (y otros detalles que sólo a mí me importan) de la amiga zaragozana que me lo regaló.
En ocasiones es una reliquia inesperada la que suscita el recuerdo. Resuena en los oídos de nuestra memoria la risa de Gabriel Celaya al toparnos con su dedicatoria manuscrita en la portada de un libro suyo de poemas. O nos cae sobre las piernas, durante la lectura, el pétalo de rosa resecado por los años, vestigio de un amor adolescente. O aparece, entre dos páginas de apretada letra de La Regenta, un sello de correos de la serie Castillos de España, que nos habla de un antiguo afán filatélico; o la hoja suelta de un calendario de taco cuya fecha nos retrotrae a una edad de fortaleza física y de ilusiones intactas, o un garabato debido a nuestra mano infantil, o un recorte de periódico: huellas, en fin, que fuimos desparramando por tantos libros sin sospechar que algún día las seguiríamos en busca de quienes fuimos.
¡Con cuánta envidia y emoción veía yo hace poco a mi hija embeberse por vez primera en la lectura de El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde! No me hartaría de leer la historia, seguro de que en todos los casos gozaría de ella, y aun puede que mi perseverancia me granjease el obsequio de algún detalle por mí inadvertido anteriormente. Pero la lectura virginal, aquella primera que me deparó la sorpresa del desenlace, esa ya no la podré llevar a cabo nunca más. Menos mal, me digo para consolarme, que en otras ocasiones sucede lo contrario, de suerte que se hacen necesarias una segunda y hasta una tercera lectura para penetrar el sentido de un texto abstruso o para comprender con exactitud ciertas inquietudes humanas a las que no solemos prestar atención cuando somos jóvenes.
¿Cabe, por lo demás, mayor reconocimiento al esfuerzo de un escritor que volver de vez cuando a sus obras? Y quizá no sea el libro perfecto ni el jaleado por los tasadores de la literatura el que despierte en nosotros el apetito de releer, sino aquel otro que, con independencia de la consideración que merezca a los expertos, nos dejó una impronta en la conciencia, nos ayudó a entender un poco el mundo y a entendernos, o simplemente contiene unos restos, de otro modo perdidos para siempre, de nuestro pasado.