Ciertas novelas, no muchas por desgracia, envejecen estupendamente. Acaso convendría precisar que no envejecen a la manera de las cosas que empiezan por perder su lozanía y al fin, deterioradas irreparablemente, son incapaces de cumplir función alguna. Lejos de convertirse en antiguallas para el ocio polvoriento del erudito, hay obras perdurables que invitan a ser reinterpretadas más allá de la época en que fueron compuestas. Las sucesivas generaciones de lectores les añaden nuevas capas de significación sin desfigurarlas o restarles complejidad ni frescura.

Son, claro está, clásicas, pero no sólo porque ayudan a comprender mejor este o el otro periodo de la historia humana o porque en un momento determinado el canon vigente las considere paradigma de determinadas virtudes formales, sino porque pura y simplemente continúan despertando emociones en quien las lee. De tal naturaleza es, a mi juicio, La plaza del Diamante, de Mercè Rodoreda, cuya primera edición, en lengua catalana, data de 1962.

La novela se centra básicamente en el relato de las pocas alegrías y los innumerables sinsabores y contratiempos de Natalia, una mujer humilde del barrio de Gràcia, en Barcelona. Los episodios, contados por ella misma, se suceden a lo largo de un tramo turbulento de la historia de España, el que va desde la dictadura de Primo de Rivera hasta los años más crudos de la posguerra. Son, en gran medida, revelaciones íntimas, de ahí que la narración sólo haga referencia a acontecimientos históricos cuando estos repercuten directamente en la trama, cuyo componente esencial es la evolución que experimenta la protagonista en el lapso antes mencionado. Y como para enmarcar dicha evolución, desde la chica candorosa que trabaja de dependienta en una pastelería hasta la mujer madura que, tras superar un sinnúmero de vicisitudes, alcanza un grado para ella aceptable de estabilidad económica y social, la historia empieza y acaba en el mismo escenario, la plaza que presta su título al libro.

Lo que singulariza con mayor fuerza a esta novela no son, a mi entender, las peripecias sin duda interesantes, caracterizadas en algunos pasajes por una notable densidad dramática. El relato de vidas humildes y la sencilla estructura narrativa colocan a La plaza del Diamante en la línea de una tradición novelística que en España se remonta al siglo XVI. La novela de Mercè Rodoreda no está lejos del relato realista de las fortunas y adversidades de Lázaro de Tormes ni de otros textos tildados imprecisamente de picarescos. Acordarse durante la lectura de La plaza del Diamante de las peripecias de Moll Flanders, o de algunas célebres fabulaciones de la desdicha humana debidas a la pluma de Charles Dickens, resulta punto menos que inevitable.

Ya se sabe que, a la hora de conmoverse leyendo o escuchando una historia, no menos crucial que los sucesos narrados es la voz responsable de transmitirlos. De ella dependen en no poca medida la gracia, el encanto, la maestría de lo que se cuenta. ¿Quién no lo ha comprobado en multitud de ocasiones al prestar atención a un chiste? Si nos lo cuenta fulano, tenemos la risa garantizada. Si lo hace mengano, aunque repita las palabras y los gestos de su congénere, nos quedamos fríos. La literatura narrativa no escapa a esta ley tácita. Un tono, un ingenio, un aire especial perceptible en la escritura hace que gustemos de los libros de determinados autores aun cuando en ellos apenas se nos describan unas cuantas bagatelas de la vida cotidiana.

La plaza del Diamante fue escrita por su autora de tal manera que el texto destila en grado óptimo un encanto peculiar. A la vista de la obra terminada esto se dice rápido; pero el logro de semejante acierto por medio del ejercicio de la expresión literaria no es cosa al alcance de cualquiera. Y es que no se trata simplemente (lo que no sería poco) de disponer sobre doscientas y pico páginas una rica panoplia de habilidades técnicas; antes bien, de comunicar a cada una de ellas, sin más ayuda que los pertrechos del idioma, los dones, la temperatura, el atractivo de una determinada personalidad, empresa de todo punto irrealizable si el encargado de llevarla a cabo no atesora dentro de sí la provisión correspondiente.

El resultado es una novela entrañable donde las haya, y no será porque cada dos por tres el lector, de la mano de la narradora, no se adentre en espacios de dolor y miseria. Acciones, diálogos, descripciones, por la ostensible verdad humana que contienen, no han perdido con el transcurso de los años un ápice de su capacidad de conmover. Todo el relato está teñido de la dulzura e ingenuidad de la narradora, desde cuya perspectiva femenina el lector asiste a la narración completa. El texto no suena en ningún momento a escritor de oficio. Suena a voz que expresa con naturalidad, como olvidada de que está dando lugar a una novela, los modos y cadencias propios de la lengua popular barcelonesa de la época; voz que no se limita a transmitir de forma más o menos mecánica los sucesivos episodios, sino que se las apaña para crear con engañosa facilidad la ilusión de sentirlos como cosa vivida por quien los cuenta en una realidad anterior a la literatura.

Se deriva de ello una cercanía emocional entre la narradora y su historia. Como en el caso de los buenos contadores de chistes, Natalia nos subyuga con su ingenio y amenidad a la hora de elegir detalles significativos en la descripción de lugares, objetos o personas, así como con su enternecedora manera de arrancarse a recordar por escrito los asuntos tantas veces infortunados de su vida pasada. Ella misma, mientras narra, se deja arrastrar a veces por el impulso de sus emociones. Refiriéndose, por ejemplo, a sus hijos, dice: «No eran para ganar ningún primer premio, pero eran dos flores. Con unos ojitos… con unos ojitos que miraban y cuando miraban aquellos ojitos…».

La simpatía del lector con el personaje principal brota desde el principio. Habría que tener un corazón de hierro para no compadecerse de una muchacha desamparada, huérfana de madre, cuyo padre, casado en segundas nupcias con una mujer que no quiere saber nada de la niña, se desentendió de ella salvo para sacarle periódicamente un pellizco de su sueldo de dependienta. Una inocencia bondadosa, remisa al patetismo, determina los actos y pensamientos de Natalia. Haciendo cuentas consigo misma, declara: «Lo que a mí me pasaba es que no sabía muy bien para qué estaba en el mundo». Deshacer tamaña incertidumbre, poner orden en la memoria personal y tratar de hallarle un sentido justifica el relato pormenorizado de sus recuerdos.

Natalia llena por así decir la novela. A fin de cuentas, esta consiste en un testimonio confidencial suyo. Ningún episodio transcurre sin su presencia, bien porque ella intervenga en los sucesos narrados, bien porque estos formen parte de sus remembranzas o porque otro personaje se los transmita. Natalia es a un tiempo protagonista, voz y perspectiva del relato.

Su capacidad de sacarles jugo humano a personajes y situaciones es prodigiosa. Trenza con sutileza de matices psicológicos, siempre fiel a su deliciosa manera de expresarse por escrito, diversos hilos argumentales, empezando por el que mayor espacio ocupa en su memoria: su noviazgo y matrimonio con Quimet, un personaje que entra en la novela con timbre de macho mandón, pero que poco a poco se va revelando como depositario de una humanidad compleja, cargada de debilidades y contradicciones.

Se solapa esta historia con la de la lucha penosa y constante por obtener el sustento en una época de estrechez colectiva, lucha que entra en una fase crítica cuando Natalia, viuda y pobre, está en un tris de envenenar a sus hijos porque no puede alimentarlos. El nutrido elenco de personajes se completa con Enriqueta, la amiga de edad avanzada que con su afecto y consejos suple a la madre difunta; los amigos de Quimet, víctimas igual que él de la historia sangrienta de España; los señores de la torre adonde Natalia va a hacer limpieza y donde será despreciada, precisamente cuando más la apretaba la necesidad, por su condición de esposa de un miliciano; en fin, Antoni, el tendero bonachón que, a cambio de familia y compañía, los sacará a ella y a sus hijos de la miseria. Acaso no sea aventurado predecir que todos ellos perdurarán por largo tiempo en la memoria de cuantos aman la literatura de calidad.

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