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El jefe de la literatura alemana

Cené, salí a la calle, estaba nublado. Por el camino a casa del Viejo, sobrevino un chaparrón que me obligó a resguardarme durante varios minutos bajo el tejadillo de una casa particular. En ese lapso estuve dándole vueltas a la idea de que a menudo los amantes de los libros son, somos, inducidos a determinadas lecturas. ¿Cuántas veces la intervención de un estímulo externo no nos llevó al descubrimiento de la obra deleitable, provechosa, digna de recuerdo?

Una recomendación, una reseña encomiástica, acaso unas palabras dichas por el propio autor en el transcurso de una celebración cultural; en definitiva, la evidencia seductora del gozo ajeno vinculado al acto de leer avivó nuestra curiosidad, haciéndonos lectores de un libro valioso. No es descartable que la experiencia acabara en decepción. Sea como fuere, percibimos que al ejercicio solitario de la lectura o la escritura lo precede muchas veces el acto social. Recordé a este punto un aserto del Viejo: No bien se ofrece la ocasión, la mayoría sale corriendo a mostrar lo que escribió o a conversar sobre lo leído. Nos retiramos a leer o escribir porque es propio de estas actividades que las llevemos a cabo abstraídos; pero ni antes, ni en el momento, ni después de abrir el libro o de redactar la primera línea dejamos de estar inmersos en la sucesión general de la experiencia humana.

En Alemania, por los años en que ejercí la docencia, gusté de dejarme cautivar por un grandísimo comunicador, a cuyas expansiones entusiásticas debo la lectura de no pocos libros. Me refiero al crítico Marcel Reich-Ranicki, en quien coincidían el saber profundo con el temperamento apasionado. De su criterio selectivo no sé si me fiaba; pero de la consistencia de sus gustos personales y de su fervor contagioso por la literatura, sí, a pie juntillas.

Los viernes, mis clases de lengua materna en un colegio de la pequeña ciudad de Geseke, al este de la llanura de Westfalia, terminaban a las seis y media de la tarde. Tras despedirme de los alumnos, me montaba sin demora en el coche y partía en dirección a Hannóver, distante algo más de ciento sesenta kilómetros. La mayor parte del trayecto transcurría por la autopista 2, una de las más transitadas del país, pues une la cuenca del Ruhr, sobrepoblada, con la capital, Berlín. El tráfico era particularmente intenso en los inicios del fin de semana. Menudeaban los accidentes y los atascos, estos últimos sobre todo en los años previos a la Exposición Universal de Hannóver, cuando la carretera, a lo largo del tramo que yo debía recorrer, fue ampliada de dos a tres carriles.

Conducía por lo general con prudencia. En más de veinte años de idas y venidas por la A2, sólo tuve un accidente de poca monta, aunque con reparación costosa del automóvil. He de confesar, sin embargo, que aquellos viernes en que la segunda cadena pública de televisión emitía el programa sobre libros dirigido por Marcel Reich-Ranicki, pisaba el acelerador más de la cuenta. A menos que un atasco lo impidiese, tenía tiempo de sobra; pero me esperaban mi mujer y mis hijas, y no era admisible que, tras haber estado ausente desde el anterior domingo por razones laborales, les diese un beso rápido a cada una y me sentase delante del televisor. En consecuencia, circulaba deprisa a fin de disponer de un margen razonable de tiempo entre mi llegada y el comienzo, a las diez de la noche, de aquel programa destinado a los amigos de la literatura.

Salí de debajo del tejadillo no bien remitió la lluvia. Pero en lugar de encaminarme a casa del Viejo, decidí volver a la mía en busca de un artículo de prensa publicado por los días en que aún se emitía el célebre programa de Marcel Reich-Ranicki. Pensé que el Viejo podría hallar interés en mi semblanza del crítico y, si no, allá cuidados. ¿Acaso no me decía él cada semana que le leyese lo que yo quisiera?

De paso, como chispeaba, cogí el paraguas.

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